Hacia mediados del año DOS en el despeñadero, si estás viviendo del paro ya sabes que vas de cabeza al hoyo, que en unos meses ya no tendrás ingresos, nada, CERO, no serás pobre sino lo siguiente. Entonces es cuando se multiplican los episodios de ansiedad, el vértigo, las horas del lobo, las noches en vela, la agresividad y ciertos gestos de humillación ante los amigos con cargos en empresas. Si visitas a un psiquiatra, se empeñará en que tomes pastillas. Si las tomas, te aferrarás a ellas como a una botella de oxígeno allá abajo, donde los peces abisales.
Si no cobras el paro, porque lo has capitalizado y te has decidido a montar tu empresita, porque te has hecho autónomo directamente o porque has comprado la increíble moto del emprendedor, ya te estás dando cuenta de que pagar autónomos empieza a ser insostenible, y que estás abriendo deuda nueva (además de la del piso, la del colegio y la del teléfono, que van asomando el hocico): la de Hacienda. ¿No es la deuda una manera de invertir?, vas preguntándote. Sin duda, bien lo saben los bancos. Sólo que, en la actualidad, ni ellos ni nadie con dos dedos de frente van a dejarte un chavo; ¿quién iba a invertir en un parado? Porque eso es lo que eres, y lo sabes, a los ojos de cualquiera. No un nuevo empresario, no un nuevo profesional, sino un parado que se está gastando lo poco que le queda en fingir que tiene trabajo. ¿Lo tienes?
Y además de tener claro todo lo anterior, sigues despeñándote y eres consciente.
10 de agosto de 2010
Sentadas en el porche de la casa de verano de mis padres, mi hermana Anica y yo esperamos a que lleguen los niños a comer. Desde que la crisis le cerró el negocio de muebles a mi madre, tuvieron que mudarse a vivir a la casa de la playa, un chaletito años setenta, invendible a estas alturas. Ahí hemos acabado todos este verano. Mi hermana y su familia, por hacer piña. Yo con los dos críos, porque no me da para mantenerlos en casa, con tres comidas diarias y los gastos que suponen, y además estoy agarrada al clavo de una novela. Tres familias, dos de ellas con hijos, en un chalé de veraneo y Costa Dorada suponen una promiscuidad cercana al infierno. Afuera se oye chapotear a los críos y las risas de los padres que comparten aperitivo en la terraza cercana. Mi hermana sabe que yo no tengo para cerveza y que empieza a incomodarme demasiado que me inviten a las cosas que no son estrictamente necesarias.
—Anda, guapa, cómprame tabaco.
Los cigarrillos son estrictamente necesarios.
—Ay, Cris, ¿cómo vais a vivir ahora?
Se le llenan los ojos de lágrimas. Mi hermana es una tipa fuerte que ha transitado por el filo de la muerte, colgando de un gotero, más tiempo del que cualquier Superchica podría soportar. Sus lágrimas me pasan una cuchilla por el vientre.
—¿Quieres que te conteste?
—Sí.
Años después, escribiendo este libro, recordaré ese instante como el de la primera ruptura absoluta. Mi hermana me pregunta cómo vamos a vivir y yo no tengo más remedio que responderle con sinceridad. Y eso significa que me lo tengo que decir a mí misma, sinceramente también. Ah, los enunciados. Hay que ver cuántas veces durante el descenso por el despeñadero te das cuenta de que saber las cosas que suceden es un paso de algodón. El hierro, el filo, está en enunciarlas. Y entre un paso y el otro media ese mundo que una trata desesperadamente de no pisar.
—No lo sé. ¿Sabes cómo lo veo? —Crac—. No tengo ninguna salida. —Crac—. NINGUNA. —Crac.
Me rompo, sí, hablan mis mil pedazos.
—...
—Ya no tenemos ningún ingreso ni esperamos tenerlo. Creo sinceramente que no vamos a salir de ésta. No sé; en cuanto vea que los niños empiezan a sufrir demasiado, empacaré mis cuatro cosas de vida y me los llevaré a instalarnos a otro sitio.
—¿Dónde?
—No lo he pensado. —Cabecea y no hay reproche en el movimiento—. Ya, ya lo sé, qué quieres, lo sé pero no lo he pensado. Me instalaré en el sótano de aquí, o en el dormitorio de la cuidadora de la abuela, en Zaragoza. Echaremos a la cuidadora y la cuidaré yo, y a cambio viviremos allí, ¿no?
—¿Y tu piso de Barcelona?
—No tengo ni idea. Me lo quitará el banco, imagino. Ya le debo dos meses. Me han llamado con no sé qué asunto de la morosidad y metiéndome prisa. ¡Prisa! Comprenderás que, si a duras penas llego para dar de comer a los críos, perder el piso o conservarlo es algo en lo que no puedo pensar.
—Pero te cargas con una deuda de por vida.
—¿Qué quiere decir «de por vida», cariño? ¿Qué es una deuda cuando no estamos hablando de vivir, sino de sobrevivir?
Vivo con la sensación de estar creando pesar constante entre quienes me rodean, esperando con fervor septiembre y aterrada con que septiembre llegue al fin. Puedo elegir desaparecer, o aceptar que soy como un basural andante que mancha lo que toca y continuar en la casa paterna donde los niños chapotean y su abuela los invita a chocolate. Elijo multiplicarme en las cosas de la cocina, las comidas, las cenas, mi encierro en la novela.
Estoy arando la tierra. Sin esperanza de lluvia, pero arando. Eso no lo puedo explicar sentada en el porche. No así.