Calle Floridablanca de Barcelona, 5 de marzo, 19.30 horas. Temperatura exterior, 13 grados centígrados. Humedad relativa del aire, 47 por ciento. Temperatura interior, helada. En el Cash Converters (Compramos lo que no utilizas, vendemos lo que no te imaginas) una mujer llamada Yatiqué le dice al de la ventanilla que cuarenta, que ha venido por lo de la promoción en la compra de joyas, y que nada de treinta y cinco, que ese anillo viene de Marruecos.
Comprendo que de los dos datos que podrían quitarnos el sueño, o sea, los tres millones de despidos en tres años y el problema del sexismo en el lenguaje, a mí debería interesarme el segundo, ay, pero es que tengo una medallita de la familia...
El lugar llamado Cash Converters es la versión del Compro Oro para los que no tienen oro que vender: la colección completa de los vinilos de La Trinca, un Vibrofit doméstico para tonificar los glúteos (59 euros, oferta del día del padre), centenares de gafas de segundo ojo, decenas de alianzas, en pareja o de difunto, escobas, ruedas de bicicleta, vasos, todo tipo de joyas, DVD, sillones rozados en quién sabe qué veladas, trajes de motero, secadores de pie. El jubilado reciente pasea arriba y abajo con la vista fija en su CD de Raphael. Tres jóvenes chandaleros con aire de extrarradio examinan cadenas con candado, mientras la chica que los acompaña observa embelesada el dibujo en dorado de una sirena. El tipo oriental elige de entre los posavasos los que aún resistirán algunas humedades. Un chavalín de orígenes norteafricanos conduce de la mano a un ruso, o ucraniano, o vaya usted a saber, con las pupilas como platos y restos de sangre seca bajo la nariz. La señora que acaba de salir de la cola del tasador de joyas los mira con desconfianza y regresa a la zona de tasado. A ver si al final me voy a volver a casa sólo con un susto.
19.48 horas. Cuento veintisiete personas pululantes y calculo varios millares de cachivaches. Con la medallita en la mano me dirijo hacia el fondo del local, donde tras pasar por un arco se llega a unas cabinas. Allí un especialista te tasa la joya, como quien dice. Hay cola. Quien no ha entrado con su medallita sudada hasta el final de un Cash Converters ignora lo que pesa el terrible problema del sexismo en el lenguaje. Lo mismo que un pimiento. El pimiento en el que piensan las otras tres mujeres que manosean sus oros, todos envueltos en retazos de tela que podrían ser pañuelos o ni eso. Paso detrás de la mujer llamada Yatiqué. El tipo tras el mostrador, un gordo centroamericano vestido, como todos los dependientes, de rosa, me mira con amabilidad. Le largo la medallita.
—Vengo a que me diga cuánto me dan por esto.
Sonríe como abrazaría el de la ambulancia a la chica que finalmente no se ha hecho tanto daño.
—Qué preciosidad —dice—, hace mucho tiempo que no veía una de éstas.
Yo pienso que ni su cara ni su edad ni nada en él hacen pensar que pudiera haber visto muchas en ningún otro tiempo, mientras observo cómo pone la pieza en una balanza, teclea algunas cifras y me escribe la cantidad discretamente en un pedazo de papel.
Salgo con mi medallita de familia en la mano y sólo entonces caigo en la cuenta de que el grupo de hombres que hay siempre a esa altura de la calle pertenece, de alguna forma, al universo del desprendimiento. Esperan a sus mujeres, que, en el interior, son las que cobran lo que valga aquello que, como reza el cartel, ya no utilizan. Temperatura exterior, 12 grados centígrados. Humedad relativa del aire, 47 por ciento. Temperatura interior, escarchada.
El texto anterior corresponde a una columna que escribí para el diario El Mundo el 5 de marzo de 2012. Era una columna con una parte de ficción, concretamente la de la medallita. No salí de allí con mi medallita. Hay cosas que mientras puedan permanecer en silencio es mejor no confesárselas a tu madre. Aquel día no fui al Cash Converters con una medallita, sino con una cadena de oro de mi bisabuela, que luego fue de mi abuela y luego de mi madre y que finalmente acabó en manos de un hombre moreno vestido de rosa, buen resumen de la historia familiar. Era una cadena larguísima, de un par de metros de oro, que había servido como colgante de abanicos en las épocas en las que algunas mujeres aún se colgaban abanicos del cuello y luego movían el aire como si así pudiera suceder algo que las librara de su tedio cotidiano.
Era la primera vez en mi vida que me deshacía de algo valioso a cambio de dinero. Me dieron novecientos euros. ¿Qué sentí al hacerlo? Sentí vergüenza, claro, y un alivio pequeño, transitorio. Aquello sirvió para pagar algo de deuda de los colegios, algo de deuda para que la empresita invención de notrabajo pudiera seguir funcionando y, sobre todo, para llenar la nevera y la despensa. No destiné nada al piso, desde luego, porque ya hacía algún tiempo que mi querida Marisa no me llamaba. Y yo tenía claro que eso sólo podía suponer lo peor.