CAPÍTULO 24
LA ÚLTIMA VISITA, TAN ANTICIPADA y planeada, no había salido bien. Ella había estado particularmente desafiante esa noche y él se dio cuenta en cuanto ingresó en el sótano. Bajó los escalones y la encontró con un tablón del marco desarmado de la cama en la mano, como si fuera un bate de béisbol. Le dolía verla así, lista para luchar contra él y golpearlo. Él no había hecho otra cosa que ofrecerle amor y cuidados. Quería darle una oportunidad.
Tener que reparar lo que ella había roto le resultaba una carga, pues había estado esperando una linda noche de compañerismo. Primero la dominó, lo que no resultó difícil, pero sí arruinó la atmósfera de la velada. Luego la ató al otro lado de la habitación para poder reparar la cama con tranquilidad, sin temor a que ella lo atacara. Y para terminar —lo peor de todo— la castigó. Fue lo que menos le gustó. Tantas esperanzas puestas en la velada; era una pena tener que terminarla de esa manera. Pero si la relación entre ambos iba a sobrevivir, cada uno tendría que cumplir las reglas. Las reglas también se aplicaban a él. Claro que sí. Se las había explicado a ella cuando comenzaron a estar juntos y le prometió que nunca las desobedecería a menos que ella lo obligara a hacerlo. Lamentablemente, con esta chica en particular, las reglas se rompían a menudo. Mucho más que con las otras.
Después de lo mal que terminó la velada, sintió temor de que las cosas entre ambos hubieran llegado al punto de quiebre. Estaban en la bifurcación del camino a la que había llegado con todas. Si bien el viaje con cada una había sido único y distinto en duración, siempre parecía llegar a la misma bifurcación con todas: hacia un lado, éxtasis y felicidad. Hacia el otro, sufrimiento y dolor.
La vez anterior, cuando la encontró armada y dispuesta a atacarlo, reparó la cama con paciencia y le propinó un castigo rápido y adecuado. Después, le ofreció una oportunidad más para que la cosa funcionara. Confiaba y realmente creía que ella estaba dispuesta a intentarlo. Se lo había asegurado la noche anterior, casi le había suplicado que le diera otra oportunidad. Por eso él había organizado otra velada especial para hoy, cuando tenía todo el tiempo del mundo y nadie lo estaba esperando ni le preguntaría dónde había estado. No iba a ser necesario apresurarse.
Sin embargo, al descender al sótano, supo de inmediato que ella le había mentido. La encontró en pleno trabajo: había utilizado el extremo filoso del marco del somier para liberar uno de los tablones de aglomerado que cubrían las ventanas. Estaba allí en el suelo, como muestra de su traición. También había logrado forzar el marco de la ventana —el vidrio era demasiado grueso— para abrir un hueco por el que había introducido la mitad del torso y sacado la cabeza, el cuello y uno de los brazos. El pecho y el resto del cuerpo le habían quedado atorados del lado de adentro.
Tenía un aspecto patético; estaba atrapada e indefensa. Se la veía tonta, también, colgando a medias fuera de la ventana, sin poder avanzar ni retroceder. ¿Se daría cuenta, en ese lamentable estado, de que él era su salvador? ¿El único que podía ayudarla? Sentía algo por esta chica. Pena, quizá. Tal vez otra cosa. Pero por primera vez, también sentía miedo. Hubiera sido desastroso que escapara. Con más tiempo, podría haberle arruinado todo. El pánico lo invadió al imaginar lo que sobrevendría a la huida. Dejaría un rastro —como palomitas de maíz en el suelo— que llevaría a este sitio. Se descubrirían cosas y se desencadenaría el final, algo para lo cual no estaba preparado.
Mientras entraba en el sótano, su mente, con rapidez, le ofreció soluciones para los errores. Ya no le daría acceso a las ventanas. Reacomodaría el lugar y le restringiría los movimientos. Era triste, pero necesario. El castigo de esta noche sería brutal. Una clara prueba de que este tipo de comportamiento no podía continuar. Le transmitiría el mensaje sin remordimientos. Se acercó a ella y golpeó suavemente la ventana. Agotada de intentar escapar, ella levantó la cabeza del suelo húmedo y lo miró desde detrás del grueso vidrio. Estaba atascada a la altura del pecho, con un brazo contra el costado y el otro afuera, extendido, sujetándole la cabeza sobre la tierra mojada y la grava. Él le acarició la pierna desnuda que seguía dentro del sótano.
—¿Tienes idea de lo doloroso que me resulta que te comportes así?
Apretando los dientes, ella le dio un puntapié en el costado de la cara. Al caer hacia atrás, él perdió el equilibrio y terminó en el suelo, con la mano cubriéndole la mejilla y una expresión escandalizada en el rostro. Se quedó sentado sobre el cemento viendo como ella agitaba los brazos y las piernas, mitad dentro del sótano y mitad fuera de él… una débil tortuga de espaldas.
Se puso de pie y caminó hasta el rincón. Sobre la mesa había un envase de pintura en aerosol, que agitó con violencia para que la pintura se mezclara. Él también apretó los dientes mientras sacudía el envase, mirándola fijamente; ella le devolvió la mirada a través del vidrio.
Fue hasta la pared del fondo y apuntó el envase hacia el hormigón. Con la pintura negra, dibujó una gran X en la pared, junto a la otra, que había chorreado hacia abajo para luego secarse como lágrimas congeladas. Ambos conocían las reglas. Tres X significaban el fin de la relación. La primera había sido por la velada anterior, cuando la encontró con el listón de madera en la mano, lista para luchar por su libertad. Hoy, la segunda X. Las reglas eran claras. Después de la tercera, ya no habría posibilidad de redención y sus caminos se separarían. El sistema era infantil y degradante, pero exitoso, también. La experiencia le había enseñado que la segunda X ponía todo bajo control otra vez. Siempre sobrevenía un período de felicidad después de que pintaba esa segunda marca en la pared. Un período de sumisión. De entrega. Un tiempo durante el cual, en el pasado, él se había enamorado.
Pero el amor no llegaba fácilmente. Había que ganárselo. Era necesario sofocar por completo la traición. Dejó el envase de pintura sobre la mesa, inhalando los dulces químicos que habían saturado el aire. A continuación, se quitó la camisa para no ensuciarla. La dobló prolijamente y la dejó sobre la mesa. Luego, quitándose el cinturón, se volvió y fue hasta ella, se lo ajustó con fuerza alrededor de los tobillos y con movimientos sádicos, de un tirón la metió nuevamente por la ventana.