CAPÍTULO 25

Agosto de 2016
Dos semanas antes del rapto

TENÍA SIETE AÑOS CUANDO EL hombre de la feria se llevó a su hermano. Con dedos pegajosos, Casey Delevan se metió el algodón de azúcar en la boca y vio cómo el hombre de pelo grasiento pasaba el brazo alrededor de los hombros de Joshua y se lo llevaba al estacionamiento. No había explicación alguna para su silencio de ese día. No había forma de explicar por qué no pidió ayuda. Debió haber ido en busca de su padre. Pero no lo hizo. Dejó que el azúcar se le disolviera en la boca hasta que el hombre y Joshua desaparecieron de la vista del otro lado del estacionamiento de grava.

Habían pasado casi veinte años desde aquel día en la feria, pero seguía vivo en su interior. A veces pasaban días sin que pensara en ello, pero no era lo habitual. Demasiadas cosas de la vida diaria le disparaban continuamente recuerdos de la feria —el azúcar, el sol, la grava— como para que pudiera olvidar lo sucedido. Aquel día del pasado dejó de ser solamente un acontecimiento en su vida y pasó a ser aquello que lo definía. Era el motivo por el que venía al refugio del bosque. Trataba de evitar el sitio, de resistirse a su atracción. Pero vivir sin llenar el vacío le traía un sufrimiento inconmensurable. Entre las peores opciones, raptar a las chicas era la mejor.

En los meses que siguieron al rapto de la primera, pasó por un período muy oscuro. La chica del norte de Virginia; nunca la olvidaría. Antes de viajar, pasó semanas planificando, horas tediosas preparando la estrategia. Luego, lo fácil que resultó todo lo dejó impresionado. Lo sencillo que fue ubicarla y la simplicidad del rapto: fue tan fácil como llevarse a un niño de nueve años por un estacionamiento de grava. Supo de inmediato que podría hacerlo cientos de veces más sin nunca aburrirse. Durante toda una semana succionó la médula de la vida, disfrutando de la emoción de haber raptado su primera chica. Pero después, sobrevinieron los remordimientos y una nube tormentosa descendió sobre él. Se quedó encerrado a oscuras en el apartamento, sin ir a trabajar ni comer. Perdió peso y las ganas de hacer algo que no fuera mirar la televisión. Cuando los días se convirtieron en semanas, perdió el deseo de vivir. Aquella primera chica estaba continuamente en su mente, y no había forma de desplazarla.

La salvación llegó, por fin, en forma de unas ansias lentas pero irrefrenables, un deseo hambriento del cual llegó a depender. Era lo único que le traía cordura. En su interior, como una brasa pequeña pero ardiente en un pozo donde el fuego ha sido extinguido, comenzó a crecer una necesidad, un hambre que necesitaba alimentarse. Lo exigía. Ese impulso lo sacó de la depresión. La necesidad de cazar, perseguir y atrapar a la siguiente chica. La emoción de la captura y la ejecución de la entrega le brindaban una satisfacción inexplicable. Dejar a las chicas —atadas, asustadas e indefensas— para el que las solicitaba, lo llenaba de euforia. El ritual fue la salvación.

No era un psicótico, se dijo. Jamás lastimaba a las chicas que raptaba. Las seguía de cerca a través de las noticias. Hasta ahora, solo una había salido a la superficie. La primera. La chica que con tanta facilidad tomó de las calles del pueblito de Virginia, cuya imagen no pudo quitarse de la mente durante aquel primer período de sufrimiento. La habían encontrado sepultada en un bosque del Condado de Carroll unos meses después que él la entregó. Las otras dos chicas seguían desaparecidas Sabía que podían seguir estando en el mismo lugar en el que las había dejado y esa idea le despertaba una sensación extraña en el abdomen que ni siquiera Casey Delevan se atrevía a explorar. No quería investigar si la idea lo excitaba o entristecía, de modo que dejó intacto ese estremecimiento en su interior que suplicaba respuestas sobre dónde estaban esas chicas y qué les estaban haciendo.

Para satisfacer la necesidad de explorar sus historias, compartía los detalles con los miembros del club y participaba de las discusiones en las que los demás especulaban sobre quién podía haberlas raptado y qué podía haberles sucedido.

Dejó la camioneta en el estacionamiento lindero a la carretera 57 y pasó algo de tiempo en el área de servicios y descanso. Utilizó el baño y compró una Coca en la máquina expendedora. Revisó unos panfletos publicitarios que estaban junto a la entrada principal y luego se sentó ante una de las mesas de picnic en la parte trasera. Esperó media hora hasta que el tránsito disminuyó y quedó solamente un coche en el estacionamiento, además del suyo. Abandonó la banca sobre la que se había sentado y se introdujo en el bosque. Siguió un sendero existente y, luego de recorrerlo por unos minutos, se desvió hacia el bosque cerrado.

El follaje denso duró unos trescientos metros, barranca abajo, hasta que Casey salió de entre la vegetación a un pequeño barranco que siguió durante unos tres kilómetros. Era agosto; el clima estaba caluroso y húmedo, y los mosquitos, hinchados de alimento estival. Con una mano, los ahuyentó del cuello y los brazos mientras caminaba. Por fin, llegó a la puerta del refugio. La vegetación densa y un par de abetos azules mellizos disimulaban la entrada. Los pinos proveían sombra y la puerta gruesa de madera, del mismo color que la tierra —oscura, verde y sucia— se mezclaba con el paisaje al punto que cien personas la pasarían por alto cien veces. Un vistazo descuidado no la identificaría nunca. Pero lo que llamaba la atención hoy era el pañuelo bandana rojo atado alrededor de la manija. Sabía que un pedido lo estaría aguardando. Sintió la excitación en el pecho, como si el corazón se le hubiera llenado de pronto con una mezcla de cafeína y nicotina y la estuviera bombeando toda junta en sus venas.

Casey se sentó sobre un tronco caído para aquietar el cuerpo. Observó el refugio y el bosque, escuchando con atención en busca de algún sonido no habitual. Una hora más tarde, convencido de que estaba solo, se aproximó a la puerta y la abrió. Era pesada y gruesa y tenía varios propósitos. Si alguien decidía gritar mientras estaba encerrado allí, la puerta y las tres paredes de barro ahogarían el sonido. El grosor de la puerta también permitía que las bisagras estuvieran fijadas con tornillos de carpintería de seis centímetros que resultaban imposibles de aflojar. Y la enorme barra que se deslizaba sobre la entrada al refugio sin duda impediría cualquier intento de huida.

Casey abrió la puerta, vio la mochila y experimentó una oleada de excitación irrefrenable. Ingresó en el refugio húmedo y abrió el cierre de la mochila. Revolvió el dinero y, en el fondo, la encontró. Una hoja de papel impresa en computadora. La desdobló y leyó:

CABELLO CASTAÑO HASTA LOS HOMBROS

DELGADA Y ATLÉTICA, ENTRE DIECISIETE Y DIECINUEVE AÑOS

ALTA

Casey lo releyó una y otra vez. Miró a su alrededor, impactado por una repentina visión de túnel. Aquí estaba, de nuevo, por fin. Preso del deseo que hervía en su interior y le hacía cosquillas en esa parte de su ser que sabía que nadie más poseía: una laguna tenebrosa de emociones oscuras y afiladas que componían su esencia. Un pantano negro en el alma que despreciaba, que se había formado hacía años en la feria estatal cuando, comiendo algodón de azúcar pegajoso, se había quedado mirando en silencio cómo el hombre de pelo grasiento ponía una mano sobre el hombro de su hermano Joshua y se lo llevaba hacia el estacionamiento.

Los recuerdos de aquel día —la golosina, el aire húmedo del verano, el olor rancio de orina de animales y estiércol de ponis— le quedaron grabados durante los años de la adolescencia. Diferentes concentraciones de culpa fueron tiñendo esos recuerdos de color sangre. Remordimientos por no haber actuado en el momento. Vergüenza por quedarse mirando cómo el desconocido se llevaba a su hermano mientras él comía algodón azucarado en silencio. Esas imágenes y pensamientos se fueron solidificando para construir su humanidad. Se odiaba por permitir que ese pantano negro que tenía en la mente lo definiera. Detestaba cuando rebalsaba y se desbordaba por las orillas. Odiaba que lo controlara. Lo aborrecía constantemente. Menos en los momentos en que le encantaba.

Volvió la mirada al papel que tenía en la mano y releyó el pedido. La cacería había comenzado.