CAPÍTULO 32
PERMANECIÓ SENTADO EN EL COCHE un largo rato, sin saber lo que le depararía la noche.
La última vez que había estado allí, unos días antes, había sido uno de los peores momentos entre ambos. Fue cuando la encontró atascada en la ventana, casi a punto de escapar. A poca distancia de terminar con todo. No estaba seguro de cómo medir esa distancia. ¿A medio metro? Cincuenta centímetros de la libertad que ella creía ansiar. ¿A una hora? Si lo hubieran llamado o se hubiera retrasado por algún motivo, en una hora ella se habría liberado ¿O acaso tenía que medir esa distancia en valentía? En parte, deseaba creer que ella no había logrado escapar porque no era lo que realmente buscaba. Alcanzar el éxito significaba dejarlo y él sabía que existía una conexión entre ambos a la que ella se aferraba. No siempre lo demostraba, pero estaba allí. De vez en cuando la demostraba, esta chica, cuando le permitía recostarse junto a ella y abrazarla después. Él había sentido esa conexión. Era real. Pero de todos modos, casi había logrado marcharse. Liberarse. Le molestaba. No podía suceder de nuevo. Ya había pasado por la debacle del año anterior. La cabaña, el bosque, el sufrimiento. Pero si esta escapaba, si volvía al mundo real, la vida de él se le desmoronaría encima. Por eso, porque ella había estado tan cerca de arruinarlo todo, no había tenido otra opción que castigarla en forma brutal. Después de hacerlo, se odió a sí mismo.
Era por eso que ahora, sentado en el coche, no sabía bien qué le depararía la velada. Existía una posibilidad de que las cosas volvieran a ser como habían sido antes, a aquel punto en la relación. Parte de su vacilación de esta noche se debía a que le preocupaba cómo lo recibiría después del último castigo, lo que significaría esa reacción. Más rebeldía y desobediencia —como lo estipulaban las reglas— significarían llegar al final. La reticencia que sentía era porque sabía que esta noche podía marcar el fin de su relación. Esto lo preocupaba, porque a pesar de todo, a esta la amaba. A todas las había amado, pero con esta habían tenido tanto tiempo que lo deprimía pensar que no había logrado convencerla de su amor. Se sentía incompetente, como si tal vez ella fuera demasiado para él; una revelación desagradable que le dejaba un sabor amargo en la boca.
Respiró hondo y descendió del coche, observando la zona a su alrededor. Estaba oscura y silenciosa; se preguntó por cuánto tiempo seguiría así. Abrió la puerta y se dirigió a las escaleras que llevaban al sótano. En cuanto abrió la puerta del sótano, lo olió. Un olor dulzón, penetrante, que conocía demasiado bien. Comprendió de inmediato que había sido demasiado duro con ella la otra noche, que se había permitido un desborde de emociones. Había pasado los últimos días preocupado, preguntándose si debía ir a ver cómo estaba. Ahora era demasiado tarde.
La escalera estaba a oscuras, así que encendió la linterna al bajar. El olor se tornó más fuerte. Por fin, cuando llegó al sótano, ilumino la cama con la linterna. Allí estaba, la hermosa criatura a la que no había podido convencer de su amor, pálida, hinchada y tiesa. Se sentó sobre el último escalón y lloró. ¿Por qué, se preguntó, terminaban todas así? ¿Qué más querían que ser amadas y cuidadas?
Se tomó un minuto entero para llorar desconsoladamente, balanceándose hacia adelante y hacia atrás antes de controlarse. Luego se dirigió al coche y buscó en el maletero lo que necesitaba. Lo guardaba en el compartimento debajo de la alfombrilla, donde estaba la rueda de auxilio. Media hora más tarde, subía las escaleras del sótano con la bolsa plástica negra que contenía el cuerpo. Afuera, en la noche, miró nuevamente a su alrededor, pero no había nadie que molestara. La cargó en el maletero y lo cerró con un movimiento violento que lo hizo caer hacia atrás. Este acto iracundo sería la única forma en que manifestaría su furia por el fracaso. La situación requería de eficiencia y claridad mental. Permaneció sentado en el coche, con la puerta abierta; se pasó la mano por el cabello y cerró los ojos. Sintió que se le llenaban de lágrimas de nuevo, pero no se permitiría llorar esta vez. En el silencio absoluto, lo único que se escuchaba era su respiración levemente agitada por haber cargado el cuerpo escaleras arriba. De tanto en tanto, la noche silenciosa era interrumpida por un sonido lejano. Escuchó con atención. Desde la distancia, le llegó el silbido de un tren.