CAPÍTULO 35

LOS FOCOS GEMELOS LED AJUSTABLES de mil vatios iluminaban el bosque mientras él cavaba. La tierra estaba mojada y el trabajo era fácil: la pala entraba sin dificultad en el fango, bajo el peso de su pie. El bosque estaba en silencio de noche; sus residentes estaban protegidos bajo las hojas o los troncos. Por supuesto, los cazadores nocturnos estarían de recorrida —búhos, murciélagos, coyotes—, pero las luces los mantendrían a raya, a pesar del atractivo del olor acre que provenía del cuerpo embolsado que aguardaba sepultura.

Cuando lo oyó, se detuvo. Con el pie sobre la pala, escuchó. Ahí estaba de nuevo. Miró la bolsa negra y cayó hacia atrás al verla moverse. Arrugándose en el medio, la bolsa se había doblado en ángulo de 90 grados, como si ella se hubiera incorporado. Él dejó caer la pala y se alejó del cuerpo, tambaleándose, hasta caer en el pozo poco profundo que había cavado. Trató de ponerse de pie pero tenía las piernas paralizadas por el miedo. Ella había abierto el cierre de la bolsa y su torso aparecía por encima del pozo. Sin parpadear, tomó la pala y echó tierra sobre el cuerpo de él. El suplicaba y arañaba, mientras lograba ponerse de rodillas un instante, pero ella no cejaba en sus esfuerzos. El peso de la tierra finalmente fue demasiado y él cayó de boca bajo las paladas incesantes. Los pulmones ya no toleraban la presión. Levantó la vista hacia ella justo antes de que una palada de tierra le cubriera la cara y todo se volviera negro.

Se sentó en la cama, aferrando las sábanas con la misma desesperación con que había estado rasguñando los costados de su tumba en la pesadilla. Respiró hondo y saboreó el aire que le había faltado en sueños. El sudor le había empapado la ropa y las sábanas.

—¿Qué sucede? —dijo la voz soñolienta a su lado.

Era increíble cómo hasta la preocupación de ella le resultaba desagradable. Ya no lo amaba y esa falsa consternación le revolvía a él el estómago. En parte, la culpaba por aquello en lo que se había convertido. Por el vacío en su interior. El hueco que trataba desesperadamente de llenar con las chicas a las que mantenía cautivas y ofrecía amor y cuidados.

—Nada —respondió, agitado.

—¿Una pesadilla?

No respondió; se levantó de la cama y bajó a la cocina en busca de un vaso de agua. Se le había pegado la camiseta al pecho y la separó de su piel mientras bebía. Todo había salido mal en el último año. Pésimo. Había perdido el control y no quería admitir que tal vez todo se estuviera desmoronando. La debacle del año anterior —con el refugio y la huida, la caza, la presión y los medios— deberían haber alcanzado para detenerlo. Para despertarlo y hacerle ver que no podía seguir sin que finalmente se viniera todo abajo y él quedara atrapado. Y sin embargo, seguía. Le resultaba tan imposible parar como convencer a las chicas que amaba de que le devolvieran ese amor. En esto último, no obstante, estaba seguro de que las cosas estaban cambiando. Solamente necesitaba más tiempo.

Era consciente, sin embargo, de que no podía seguir manteniendo este nivel de incompetencia y pretender sobrevivir. No podía pasar por alto los errores cometidos desde la huida de la cabaña el año anterior. Se había pasado la vida controlando detalles y advirtiendo a sus subalternos que fueran cuidadosos en su trabajo. Había enseñado a todos los que lo rodeaban la necesidad de meticulosidad y precisión. La necesidad de prestar atención a cada detalle. Ahora había caído presa de los mismos errores descuidados contra los que predicaba. El cuerpo aparecido en la bahía era el resultado directo del pánico y de no prestar atención a los detalles. No había revisado los nudos con los que había atado el cuerpo a los bloques de cemento; las consecuencias de este error todavía estaban por verse. La prensa había perdido interés después de la noticia de la aparición y las semanas transcurridas le habían permitido sentir esperanzas de que tal vez lograría esquivar la bala. Pero había cometido otros errores. La colocación descuidada de los tablones de madera que bloqueaban la ventana del sótano casi había resultado en otra huida. Y su deseo de brindarle comodidad a ella comprándole un somier y una estructura al colchón había sido un error tan garrafal que sentía malestar físico cada vez que pensaba en ello. La discusión que siguió había sido desafortunada, y perder los estribos, una señal de incompetencia.

El descuido de su comportamiento era peligroso, y estaba atemorizado. Ese miedo lo había hecho escapar del bosque la otra noche, demasiado asustado como para enterrar el cuerpo en el pozo que había cavado. Y ahora, tan poco después de que la relación de ambos terminara, la habían encontrado. La llamaban Paula y eso le disgustaba. Igual que antes, cuando el corredor y el perro habían perturbado el sitio de descanso que había creado para su último amor y los periodistas la llamaban Nancy. Los nombres eran un insulto para él. Le resultaba ofensivo que los medios hablaran de sus amores como si las conocieran, que les pusieran nombres extraños para rotularlas y mostraran fotografías de ellas para que todos las vieran. Fingían, sentados en los estudios, mirando las cámaras, tener una conexión con sus chicas. Él sabía que en realidad, los medios no habían hecho nada salvo olvidarse de la existencia de estas criaturas.

Subió la escalera y arrojó la camiseta transpirada dentro de la cesta de ropa sucia. En lugar de volver a la cama, se llevó la almohada al sofá y se recostó. Las cosas tenían que cambiar, pero no sabía si podría hacerlo. Debajo de la culpa y el miedo, debajo de la desagradable imagen de la cara hinchada de la última chica dentro de la bolsa negra, había algo más. Trataba de no prestarle atención, pero era imposible. Si bien ahora era tenue, la sed aumentaría. Esa sed que la mujer que yacía arriba no podía aplacar, pues no sabía de sus necesidades. Era sed de conexión, de confianza y dependencia. Sabía que algún día encontraría todo eso. Tal vez ya lo había encontrado.

Y si bien el peso de la melancolía por cómo había terminado todo con su último amor le oprimía los hombros, había esperanza debajo de todo eso. Esperanza y deseo. Esas emociones dominantes resultarían victoriosas. Por ahora, capearía el último temporal y esperaría el momento indicado. Se sobrepondría a estos errores. Dejaría que se calmaran las cosas. Luego, se enfocaría en lo importante.

Se durmió en el sofá. Las pesadillas volvieron, inundándolo en transpiración nocturna. La bolsa plástica negra, con los restos, se movía.