CAPÍTULO 37
APRETADO CONTRA EL ESTADO DE Virginia, en el límite septentrional de Carolina del Norte, Tinder Valley era un conjunto de ochenta y dos cabañas a orillas de un río tributario del Roanoke. Las cabañas estaban hechas de madera galvanizada, y las había pequeñas, para dos personas, y grandes, para ocho pasajeros. Todas estaban a orillas del río y prometían vista al agua. Tinder Valley había sido construido en la década de los ochenta y por un tiempo fue un majestuoso sitio de vacaciones adonde las familias hacían escapadas los fines de semana largos. Los niños paseaban en botes de remo sobre las aguas transparentes mientras sus padres miraban desde las tumbonas. Las parejas caminaban por la playa con sus perros, dejando huellas sobre la arena. Pero la majestuosidad de Tinder Valley no duró mucho. Con el correr de los años, la mala administración permitió que las cabañas se vinieran abajo. El complejo cambió de manos muchas veces; cada propietario nuevo creía que revolucionaría el lugar.
El último dueño, un grupo inversor de Nueva York, nunca pudo obtener dividendos, por lo que solamente se ocupó de las urgencias de mantenimiento. En los últimos años, las cabañas se despintaron, se rompieron ventanas que nunca se repararon, se cayeron muelles por postes defectuosos, las malezas crecieron descontroladas y la playa se convirtió en una espesa alfombra de basura. Con el tiempo, el grupo se declaró en quiebra y manipuló las leyes pertinentes para liberarse de las tierras. Por fin, en un frenesí de negociaciones, el banco se quedó con el complejo de cabañas y se las subastó al condado. La junta del condado elaboró un plan trienal de remodelación para recuperar Tinder Valley como el majestuoso centro de vacaciones familiares que siempre había estado destinado a ser. Mientras tanto, sin embargo, los únicos que hacían uso de las instalaciones, todavía sin renovar, eran los pescadores. Y poco les importaba la estética, siempre y cuando funcionaran la antena satelital y los baños.
Kent Chapple había dejado de creer hacía tiempo que un renovado Tinder Valley pudiera servir para reparar su familia. Ya no tenía esperanzas de traer a su esposa e hijos a pescar y pasear en kayak, reír, jugar a juegos de mesa y beber vino con su mujer en el porche de la cabaña, mirando la puesta de sol sobre el agua. Era una imagen que alguna vez había atesorado, pero ahora estaba tan lejana que ya no podía traerla a la mente. En cambio, venía al Tinder Valley real —venido abajo y tapado por malezas— para encontrar algo que no encontraba en su casa. Venía a llenar un vacío que se agrandaba cuanto más atado se mantenía a su matrimonio en ruinas.
Pero ahora había alguien más. Alguien en quien se había permitido pensar. Era posible. No era una idea loca. Estaba convencido de que estaba a la altura de ella. Era nueva. Tenía gustos e intereses diferentes y era única, a su manera. Pensaba en ella con frecuencia. Tal vez fuera el momento de hacer ese cambio de vida que tanto ansiaba. Estaba seguro de que, si lo hacía, podría enfocarse en ser feliz. Tal vez dejaría de tomar malas decisiones. Ella había llegado en el momento justo.
Estacionó el coche fuera de la cabaña 48. Estaba en una curva de la costa del río, alejada del agua y más resguardada que las demás. Era una noche oscura. Solamente uno de cada tres o cuatro postes de luz funcionaba. Kent prefería la oscuridad y el silencio. De pie junto al coche, extrajo el bolso de lona del asiento trasero junto con un recipiente de comida y provisiones. Se dirigió a la cabaña y sintió —como sucedía siempre— que se le alivianaba el peso de los hombros al acercarse a la puerta. Los vasos sanguíneos se le dilataron y una sensación de tibieza le invadió el cuerpo. ¿Podría funcionar esto? ¿Podrían ser una parte habitual de su vida estos sentimientos?
Subió los escalones e ingresó en la cabaña.