CAPÍTULO 42
MEGAN ESTABA EN LA CAMA, con la ventana entreabierta; el frío de la medianoche entraba, susurrante, y refrescaba el dormitorio. Bajo las sábanas, sus piernas se movían mientras las imágenes del sótano —oscuras, luego con luces— se le agolpaban en la mente. Existían buenas razones para no seguir aventurándose en el terreno de la hipnosis. Las sesiones anteriores habían terminado armoniosamente en el consultorio del doctor Mattingly, bajo la guía y el cuidado del médico, pero nunca habían continuado más allá del mullido sillón en el que ella se acomodaba mientras su mente exploraba los recuerdos enterrados del período de cautiverio. Pero desde la última sesión, cuando se había soltado de la voz de él y había emprendido un viaje independiente, las imágenes del sótano la seguían a toda hora. El doctor Mattingly sabía cómo evitar que esos recuerdos reprimidos afloraran fuera del ambiente controlado de su consultorio y del período de una sesión de hipnosis. Pero ahora, desde que Megan había seguido sus propias reglas, cada vez que su mente pasaba al estado de inconsciencia, la asaltaban ideas y sueños alocados sobre el cautiverio; pensamientos inconexos y fantasmagorías relacionadas con los hechos que había logrado recordar con el doctor Mattingly, pero también llenas de imágenes exóticas y personajes ficticios.
En ese momento, Megan soñaba que estaba atada por el tobillo a la pared, pero los tablones habían desaparecido de las ventanas y entraba el sol mientras ella se levantaba, haciendo crujir los resortes del colchón. Afuera, levantaba los ojos al cielo surcado por aviones a chorro que dejaban estelas blancas en el cielo azul. Un silbido fuerte la hizo sobresaltarse; un tren carguero pasaba a toda velocidad junto al sótano. Sentía la vibración, veía pasar los vagones borrosos, uno detrás de otro, hasta convertirse en un tren de pasajeros con las ventanas iluminadas desde el interior.
El sol había desaparecido de su sueño y estaba oscuro, con excepción del tren con las ventanas iluminadas. En una de ellas, Megan vio una figura aislada, recortada contra la luz. Todos los vagones tenían la misma imagen de la misma persona. Megan se acercó a la ventana del sótano y entornó los ojos. La persona del tren se volvió, como intuyendo la presencia de Megan.
En la cama, la cabeza de Megan se sacudía de un lado al otro mientras ella seguía el movimiento del tren en su sueño. Emitía leves quejidos, dormida, mientras su mente trataba de identificar a la persona del tren. La mujer levantó una mano en un saludo amistoso y Megan pudo verle la cara en la ventanilla. Era Livia Cutty.
—¡No te vayas! —gritó Megan.
Pero el tren siguió hasta que ya no quedaron vagones. Hasta que la noche volvió a ser negra y silenciosa, sin aviones, sin estrellas ni luna. Cuando Megan llevó la mano a la ventana del sótano, los tablones estaban de nuevo en su sitio.
—¡No me dejes!
Megan oyó una voz y abrió los ojos.
—¡Megan, tesoro! —estaba diciendo su padre, mientras le sacudía los hombros—. Megan, despierta, estás soñando.
Megan despertó del todo. Se quedó mirando a su padre, desorientada.
—Mi amor, ya está, ya está. Todo está bien. Papá está aquí, contigo.
La abrazó fuerte; Megan respiraba agitadamente.
—¿Ves por qué no quería que empieces con esto de nuevo? Es justamente de lo que quería protegerte.
Megan abrazó a su padre, apoyó la cabeza en su hombro y lloró mientras la imagen del tren borroso pasando junto a la ventana del sótano le latía en la mente. El saludo de Livia Cutty en el último vagón. Esa sensación, otra vez, de estar sola en el sótano. Y otra cosa, algo más que escarbaba los compartimentos ocultos de su mente, algo que no lograba identificar en ese tironeo entre hechos y ficción. Pero, con el correr de los minutos, cuando la mente se le fue aquietando y las imágenes desaparecieron, algo quedó presente, fijo. Un sonido. No lo había escuchado en el sueño, pero sin ninguna duda supo que era el elemento faltante que había estado tratando de identificar todo ese tiempo. Había estado allí en la última sesión de terapia. Lo había escuchado justo antes de que el doctor Mattingly la trajera de vuelta a la conciencia. Y ahora, una semana después, por fin se manifestaba. Ya no bailaba, oculto, en los recovecos brumosos de los recuerdos del subconsciente, sino que atronaba en sus oídos, claro y vibrante.