LA HUIDA

Dos semanas más tarde

Bosque de Emerson Bay
3 de septiembre de 2016
23:54 horas

SE QUITÓ LA BOLSA DE arpillera de la cabeza y respiró a bocanadas. Le tomó unos minutos a su vista adaptarse y que dejaran de bailarle siluetas amorfas delante de los ojos, que retrocediera la oscuridad. Escuchó, buscando la presencia de él, pero solo oyó el repiqueteo de la lluvia afuera. Dejó caer la bolsa de arpillera al suelo y caminó de puntillas hasta la puerta de la cabaña. Sorprendida al ver que estaba entreabierta, acercó el rostro a la ranura entre la puerta y el marco, y espió el bosque oscuro castigado por la lluvia. Imaginó la lente de una cámara en su pupila mientras espiaba por la hendija: el foco achicándose y retrocediendo lentamente para capturar primero la puerta, luego la cabaña, luego los árboles, hasta llegar a un panorama satelital del bosque entero. Se sintió pequeña y débil por esa imagen mental de sí misma, sola en una cabaña perdida en medio del bosque.

Se preguntó si esto era una prueba. Si salía por la puerta y se adentraba en el bosque, existía la posibilidad de que él la estuviera esperando. Pero si la puerta abierta y el hecho de haber podido liberarse momentáneamente del grillete constituían un error, era el primero que él cometía y esta era la única oportunidad que ella había tenido en las últimas dos semanas. El primer momento en que no estaba encadenada a la pared del sótano.

Maniatada y con las manos temblorosas, empujó la puerta y la abrió. Las bisagras chirriaron en la noche antes de que su quejido se aplacara bajo el abofeteo de la lluvia. Aguardó un instante, inmovilizada por el miedo. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a pensar, tratando de sobreponerse al sopor de los sedantes. Las horas de oscuridad del sótano le atravesaron la mente como un relámpago en una tormenta. También, la promesa que se había hecho de que, si surgía la oportunidad de escapar, la tomaría. Había decidido días atrás que prefería morir luchando por su libertad antes que entregarse como oveja al matadero.

Dio un paso vacilante fuera de la cabaña y salió a la lluvia espesa y pesada que le corrió en chorros fríos por la cara. Se tomó un momento para bañarse en ella, para dejar que el agua le lavara la niebla de la mente. Luego, echó a correr.

El bosque estaba oscuro y la lluvia caía como una catarata. Con las manos atadas con cinta adhesiva, trató de desviar las ramas que le azotaban el rostro. Tropezó con un tronco y cayó sobre hojas resbaladizas; se obligó a incorporarse de nuevo. Había contado los días y creía haber desaparecido hacía doce. Tal vez trece. Aislada en un sótano donde su secuestrador la mantenía encerrada y la alimentaba, podía haberse salteado un día cuando el cansancio la hundía en un largo sopor. La había trasladado al bosque esa misma noche. El miedo se había apoderado de ella cuando, rebotando dentro de la cajuela del coche, presa de náuseas, imaginó que se acercaba el fin. Pero ahora tenía por delante la libertad; en algún lugar más allá del bosque, de la lluvia y de la noche, podía encontrar el camino a casa.

Corrió a ciegas, de manera errática y perdiendo todo sentido de orientación. Por fin oyó el rugido de un camión que rodaba por el pavimento mojado. Respirando agitada, corrió a toda velocidad hacia el ruido y trepó un terraplén que llevaba a la ruta. Las luces traseras del camión se desvanecían a medida que se alejaba, con cada segundo.

Se tambaleó hasta el centro de la carretera y, con las piernas temblorosas, corrió tras las luces como si pudiera alcanzarlas. La lluvia le pegaba en el rostro, apelmazándole el cabello y empapándole la ropa andrajosa. Descalza, continuó impulsándose hacia adelante con pasos irregulares por el corte profundo que tenía en el pie derecho, producto de su desesperada huida por el bosque. Iba dejando una línea sinuosa de sangre detrás de ella, que enseguida la tormenta se encargaba de borrar. Presa de pánico de que él pudiera emerger del bosque, se obligó a avanzar con la sensación de que él estaba cerca, listo para alcanzarla, cubrirle la cabeza con la bolsa de arpillera y llevarla de nuevo al sótano sin ventanas.

Deshidratada, creyó estar sufriendo alucinaciones cuando la distinguió: una pequeña luz blanca a lo lejos. Se tambaleó hacia ella hasta que la vio dividirse en dos y agrandarse. Permaneció en el medio de la ruta, agitando las manos atadas por encima de la cabeza.

El automóvil aminoró al acercarse y encendió las luces altas para iluminarla, de pie sobre la ruta, empapada, descalza, con rasguños en la cara y la sangre que le corría por el cuello y teñía de rojo la camiseta.

El coche se detuvo; los limpiaparabrisas salpicaban agua hacia cada lado. Se abrió la puerta del lado del conductor.

—¿Te encuentras bien? —gritó el hombre por encima del rugido de la tormenta.

—¡Necesito ayuda! —respondió ella.

Eran las primeras palabras que pronunciaba en varios días y la voz le salió rasposa y seca. La lluvia, notó por fin, tenía un sabor maravilloso.

El hombre la miró con más atención y la reconoció.

—¡Dios mío! ¡Todo el estado te está buscando! —La rodeó con el brazo, la llevó hasta el coche y la ayudó con cuidado a sentarse en el asiento delantero.

—¡Vámonos! —exclamó ella—. ¡Está por venir, lo sé!

El hombre corrió al otro lado del automóvil y lo puso en movimiento antes de cerrar la puerta. Condujo a gran velocidad por la carretera 57 mientras llamaba al 911.

—¿Dónde está tu amiga? —preguntó. La joven se quedó mirándolo.

—¿Quién?

—Nicole Cutty. La otra chica que fue secuestrada.