—Revisa la mochila. Si se te olvida algo, no estaré yo ni nadie para llevártelo.
—No seas pesada, mamá, que la he revisado tres veces ya —contesté desde el sofá, donde estaba preparando la lista de canciones para el largo viaje.
Un poco lo de siempre, música en inglés, pop actual, y había hecho caso de Pino y Garci y había metido la nueva sensación del panorama musical: Rosalía. No sabía cómo iba a quedar aquello cerca de Ed Sheeran, Ariana Grande, Rihanna y Beyoncé, pero no la iba a meter en mi lista de Demi Lovato, Lana del Rey, Coldplay y Lady Gaga. Cada momento tiene su música, y los hay en los que quieres entender y sentir cada palabra para poder desconectar del mundo. Hay música para diario, y música para ese instante especial en el que no quieres que nada desentone. Antes de los partidos, siempre las mismas tres canciones. Bad Romance, Skyscraper y Yellow. Ahí era innegociable: no admitía nada más. En algún momento anterior aquellas canciones no me habían dicho nada, se convirtieron en importantes con el tiempo. Al final, con Rosalía me acabaría pasando lo mismo, pero antes de aquel viaje la desterré a la lista llamada «Sin más».
—¿Llevas el DNI? ¿Y dinero? Acuérdate del cepillo de dientes.
—Mamá, te cuelgo, voy a llegar tarde por tu culpa.
Se me había olvidado el cepillo de dientes, pero no se lo iba a reconocer. La mochila estaba encima de la cama que no me vería dormir ese fin de semana. Primer viaje con el equipo, casi quinientos kilómetros para un amistoso antes de arrancar la Liga. Era la toma de contacto más dura hasta ese momento, a finales de septiembre.
Nos habíamos enfrentado a equipos de juveniles masculinos en los entrenamientos, uno de ellos el de Edu, que me fusiló a conciencia, no sé si por capacidad competitiva o porque aún estaba enfadado por que hubiera dejado a Dani. Uno de sus pelotazos me dio en la pierna y dolía tanto que creí que me había roto algo. Era un poco más fácil jugar este tipo de partidos, en un amistoso puedes hacer los cambios que al míster le apeteciera y probar cosas distintas. «El míster» era Rocío, así que sabía que algo, aunque fuera poco, me tocaría jugar.
Llegué a la Ciudad Deportiva y vi un corrillo de chicas con grandes mochilas en el suelo. Aquellas eran las mías. Conocía sus nombres, había memorizado su forma de jugar en los partidos del año pasado, pero seguía sin atreverme a hablar con ellas. Volvía a ser el cachorrillo asustado que espera a que el entorno se adapte a él y no al revés, que se esconde debajo de la mesa a observar a su nueva familia con recelo. Tania estaba un poco apartada del grupo, con el móvil en la mano y el gesto serio. Me acerqué a ella aprovechando la ausencia de Nuria, intentando conocerla sin su apéndice controlando cada gesto y cada palabra.
—Menudo madrugón —dije como presentación—. ¿A qué hora llegaremos a Madrid?
—A mediodía, imagino, para comer allí antes de ir al hotel. El partido será mañana temprano y habrá que descansar un rato; si no, nos van a pasar por encima, ¿te acuerdas de las de la selección madrileña?
—¿Son todas así? Porque me doy la vuelta —dije buscando complicidad.
Tania sonrió abiertamente y miró por encima de mi cabeza cambiando el gesto, con lo que supe que Nuria cruzaba ya el portón de acceso a la Ciudad Deportiva. Venía con sus rizos cayendo sobre la cara, la mirada de concentración clavada en el teléfono, los auriculares privándole del mundanal ruido y la mochila al hombro, que soltó en el asfalto con un leve movimiento, sin inmutar su rictus, sin dignarse a mirarnos. Tania la observaba en silencio, como si no fuera más que un soldado raso delante de su teniente, y yo seguía sin entender nada. Era mucho más fácil acercarse a Tania que a Nuria, pero para poder llegar tenía que pasar por ella. Y no me iba a ser fácil.
Había algo que no me gustaba, pero también algo que me atraía como un imán. Disfrutaba viéndola jugar, pero me ponía muy nerviosa cuando era incapaz de levantar la cabeza y pasar la pelota. Me gustaba su riesgo, pero me daban miedo las consecuencias. Y me apetecía hablarle, conocerla, pero no quería acabar tan alienada como Tania. Había algo en su forma de ser que me parecía irresistible pero también insoportable. Y ahora tenía que convivir con ello, como mínimo, durante toda la temporada.
Rocío se había empeñado en que hiciera con el primer equipo las mismas migas que con el filial, pero no sabía si me iba a ser tan fácil. No estaban Nerea, Garci y Carla para hacerlo llevadero. Las veía entrenar en el campo número tres mientras estiraba, oía las risas que desentonaban con el silencio del campo número uno y sentía envidia. Natalia hacía lo posible porque estuviera cómoda y Fran me apretaba las tuercas en cada entrenamiento para que no me descolgara, para que peleara de verdad por el puesto. Me comí más broncas en aquella pretemporada que en todo el curso anterior. Parecía que había perdido el norte, que no sabía ni colocarme en la portería de repente. La primera semana fue horrible, tenía la cabeza en lo de Dani y además el examen de Biología me había salido fatal, así que sabía que pasaría a segundo, como mínimo, con una a rastras.
Mi madre estaba de morros porque no entendía que con tres meses para prepararlo no fuera capaz de sacarlo adelante, con lo fácil que me había sido el verano anterior recuperar Química. Había sido fácil porque Dani se había esforzado un montón en que lo sacara. Este año era todo distinto y mi única preocupación era que el siguiente verano fuera normal, por favor. Un verano como el que puede tener cualquiera: sin estudiar, sin rupturas traumáticas, sin amigas pasándolo fatal. Solo pedía un verano que me dejara buen cuerpo para septiembre, para no tener que comerme las broncas de mi entrenador porque parecía que se me había olvidado cómo jugar al fútbol.
En el filial todo era distinto, el olor a buen rollo me llegaba a ráfagas al palo de la portería y sentía una envidia inexplicable. Sabía que estaba en un sitio mejor, haciendo algo importante, construyendo un futuro, pero solo me apetecía bajar al campo tres y disfrutar con las que ya consideraba mis amigas. Y faltaba Amaya, que tenía que dar una respuesta la semana siguiente. Nerea y yo lo habíamos dejado todo intentando convencerla; Rocío le había hecho una buena oferta en la que había incluido la posibilidad de entrenar a un alevín junto con un jugador del primer equipo masculino, con lo que cobraría lo mismo que yo: doscientos cincuenta euros. Lo mío era en concepto de desplazamiento.
Era la primera vez que visitaba la capital. El autobús circulaba a toda velocidad por una autovía en bajada y veía la selva de asfalto y edificios al fondo, cubierta por una densa niebla. Me sentía una pueblerina, sabía que los ojos me brillaban de ilusión a través del cristal de la ventanilla. Me había pasado las cuatro horas escuchando el mix de canciones, medio durmiendo y ojeando las redes sociales. Natalia estaba en el asiento del otro lado del pasillo. De vez en cuando comentábamos cualquier asunto intrascendente, más por su afán de acercarse a mí que porque yo rompiera la timidez.
Ella había jugado tres años en Primera División en un equipo madrileño y me contaba cómo era la ciudad, qué diferente se vivía el fútbol allí, que la gente se tomaba muy en serio animar al femenino, tal vez porque estaban más acostumbrados que los nuestros o porque tenían menos prejuicios. Me hablaba de peñas de aficionados que se apostaban detrás de su portería con el bombo y el megáfono, y de cómo era jugar entre el ruido, la euforia de las ondas de percusión latiendo al ritmo de tu corazón. Era un orgullo tenerla como compañera e intentar mojarle la oreja y que perdiera la titularidad, aunque fuera en un par de partidos.
Fran me lo había dejado claro, iba a ser difícil, pero tenía la oportunidad de aprender de una de las grandes y eso era impagable. Hay cosas que sencillamente no le pasan al resto, y si se te ponen delante hay que cogerlas con toda la ilusión y la determinación que puedas juntar, porque no se te pueden escapar. Él mismo lo hacía en cada entrenamiento, tenía mucho que aprender de ella, y se enfrentaba al reto de entrenarla con capacidad crítica. La experiencia era el punto fuerte de Natalia, tenía veintisiete años y un estado de forma envidiable. Otras hubieran dejado el fútbol hacía tiempo para dedicarse a otra cosa, a ella le llenaba, y prefería quitarse horas de tiempo libre o reducir jornada laboral antes que dejarlo. Y no lo hacía por dinero; si fuera por eso, seguiría en Primera cobrando mucho más de lo que se llevaba ahí.
Rocío había sido su compañera, amiga, confidente y espejo antes de irse a Italia. Vivieron juntas en Valencia las dos temporadas que coincidieron en otro de los mejores equipos que había habido en la historia del fútbol femenino en España, y allí forjaron una amistad inquebrantable, de las de apoyarse en lo malo y celebrar lo bueno. Rocío no tenía dudas, en cuanto volvió y tuvo claro su propósito, el primer número que marcó fue el de Natalia. No era casualidad: Rocío siempre apuntalaba el equipo comenzando por la portería y quería a la mejor en su proyecto para que las demás pudiéramos aprender de ella. Me había fijado el reto de ser mejor que ella, pero en el fondo lo único que quería era que me llevara a ser tan grande como quisiera. Entendí que para Rocío yo no era más que la Natalia de diecisiete años que ella conoció hacía diez.
Madrid era más grande de lo que imaginaba, y tan llena de gente como siempre creí. El autobús nos dejó cerca del centro para estirar las piernas y Rocío encabezaba la expedición en la que me sentía el patito que va detrás de la bandada intentando no perder el ritmo. Tania se dio cuenta y ralentizó el paso para ir a mi altura. Hacía sol. La luz se colaba por las rejas de los balcones que adornaban cada lado de la calle. Madrid es una ciudad tremendamente pintoresca para el que la visita por primera vez. Los colores de las fachadas, el bullicio, las pequeñas obras de arte que se cuelan en cada pared. De todo apetece sacar una fotografía, algo que inmortalice la urbe para siempre, que te permita recordarla cada vez que tropieces con una imagen suya en el teléfono móvil. Madrid brilla y suena distinto. Los coches no dejan de pasar, nada se para, todo va a un ritmo frenético, eterno, y allí estaba yo, dejándome llevar por la corriente, observando todo a mi alrededor, intentando memorizar cada baldosa de una calle peatonal, cada pájaro que saltaba de mesa en mesa de las terrazas de los bares.
—Mañana a estas horas estaremos saliendo del estadio. ¿No estás nerviosa? —pregunté.
—No mucho. Supongo que será porque es un amistoso, o porque no creo que me toquen muchos minutos. La verdad, el año pasado estaba atacada de nervios antes de cada partido porque sabía lo que me jugaba, este año es distinto.
—Tal vez es eso lo que me pasa a mí, que es el primer partido.
—Rocío sabe lo que hace —interrumpió Nuria, que se había sumado a nuestro paso—, tiene un control sicológico del grupo muy alto. Que no te extrañe que mañana salgas de inicio. Es un partido sin importancia, un torneo de verano que todo el mundo da por hecho que vamos a perder, no arriesgamos nada. Si sale bien, te coronas. Si sale mal, a nadie le va a importar. Pero tú te quitarás todo ese rollo de novata de encima delante de quinientas personas.
—¿Quinientas? —pregunté boquiabierta.
—¿Por qué no? El aforo del estadio es de mil doscientas, se llena en los partidos de Liga, ¿por qué no va a venir la mitad a ver un partido de pretemporada que dan por ganado y sabiendo que Rocío estará en el banquillo? Esto no es nuestra casa, aquí la gente sabe bien a quién tienen delante y lo valoran.
—Pero es que quinientas a mí también me parece una barbaridad... Estamos acostumbradas a que nos vengan a ver nuestros padres y poco más —dijo Tania.
—Aquí en Madrid es distinto, como en Bilbao, Barcelona y Valencia. La gente se identifica mucho con el equipo en las grandes ciudades, no llega a hacerle sombra al fútbol profesional masculino, pero es otro rollo. El año pasado fui a ver uno de los derbis a Bilbao, en el que abrieron San Mamés. Miles de personas en las gradas, eso lo ves en la tele y te impresiona, pero no solo eso: cerca del estadio, niños y niñas con las camisetas de las jugadoras de ambos equipos. Familias enteras que se iban a pasar el domingo disfrutando del partido.
»Nosotras nos metimos horas de coche para ir por pura curiosidad, pero había gente de todas partes. Era una fiesta del fútbol, de esas que estás acostumbrada a ver por un partido de Champions masculina, que siempre piensas «Tengo que vivirlo». Hay un apoyo social muy alto al fútbol femenino en sitios que están saturados del mismo fútbol de siempre, porque el femenino representa los valores más puros del fútbol base, y eso el buen amante de este deporte lo valora: la deportividad, el sacrificio, fair play. Y también se ha apostado de forma distinta desde los clubes y las instituciones para que ese apoyo social crezca un poquito más que en el resto.
—Y también hay ligas escolares femeninas muy bien trabajadas, que haya cantera influye mucho a la hora de romper prejuicios: cuando los adultos están educados en la igualdad, se nota. No es lo mismo tener un equipo en un pueblo, o en una ciudad pequeña que no está acostumbrada a ver a las chicas jugar, que en sitios grandes donde casi todos los niños que juegan al fútbol han compartido equipo alguna vez con una chica. Al final se normaliza, y eso hace que se acepte sin darle vueltas —dijo Tania para completar la exposición de Nuria.
—Eso sí que me parece importante —apunté—: cuantas más niñas jueguen, más irán a ver los partidos.
Nuria habló de la importancia de que las niñas que venían por detrás se identificaran con las jugadoras. Charlas en colegios, entrenamientos a puerta abierta..., iniciativas que deberían tomar los clubes para acercar a las más pequeñas a nosotras las jugadoras. Se trataba de crear referentes a los que quisieran parecerse, algo que a nosotras nos había faltado siempre. Queríamos ser Xavi, Iniesta, Benzema, Casillas... Era importante que se conociera a las mujeres futbolistas para querer ser como Hermoso, Tirapu, Paredes. Y no solo para las niñas: conocer el fútbol femenino era importante también para los niños que intentan acercarse a sus ídolos y se encuentran un muro.
Las futbolistas son distintas, más accesibles. Los chicos llegaban en sus coches, a toda velocidad, con las ventanillas medio tintadas y serios. Casi nunca se paraban a saludar a los críos que esperaban toda la mañana en la puerta para verlos pasar. Sin embargo, las jugadoras del primer equipo llegaban en autobús, hablaban con los niños en la parada, se hacían fotos, firmaban autógrafos, siempre tenían una sonrisa preparada si alguien se les acercaba. Muchos de esos niños no sabían ni cómo se llamaban las jugadoras, pero repetían visita porque se sentían queridos, atendidos.
Aquella conversación me persiguió gran parte de la noche, dando vueltas por el colchón y comiendo techo como una idiota. Natalia dormía plácidamente en la otra cama de la habitación, acostumbrada a jugar partidos mucho más trascendentales que aquel, que no era más que un amistoso y que no le suponía otra cosa que volver a la ciudad donde se había hecho futbolista. Para mí era el primero, tal vez ni siquiera llegara a ponerme los guantes más que para calentar, pero tenía la sensación de que estaba metiendo el pie en un mar enorme y no sabía si podría aguantar las ganas de nadar hasta la línea del horizonte o si me conformaría con mantenerme a flote. Sentía la ilusión corretear por mis venas, sonrojar mis mejillas obligándome a sonreír. Estaba viviendo un sueño, por eso no podía dormir, y al día siguiente ni siquiera estaba cansada. Era como si la adrenalina cumpliera su función de mantenerme despierta.
Me pegué una ducha breve, me vestí con la ropa de paseo del club y bajé a desayunar dejando la mochila perfectamente preparada. Tania, Nuria y dos compañeras más esperaban en los sofás del vestíbulo del hotel, debajo del aire acondicionado. Poco a poco se fue sumando el resto y entramos a desayunar a un salón presidido por el escudo de nuestro club en una cartulina tamaño A-3. Nos sonreímos. Las camareras nos saludaron efusivamente y me sentí una estrella del rock. Es increíble cómo algo tan pequeño puede hacerte sentir tan grande.
Rocío se acercó durante el desayuno para saludarme y preguntarme si había dormido bien, sin querer darme más atención que la necesaria. Allí ya no era su juguete mimado, era una más, y eso también tenía su encanto. Estaba un poco harta de ser la chica especial para mamá, Dani, el míster, Amaya y también para ella. Quería competir de tú a tú con Natalia, y sabía que me sacaba años de ventaja en todo, pero creía que podía alcanzarla. Me senté a su lado, sonreí y me preguntó si estaba nerviosa. Lo estaba, claro, muchísimo. Más bien impaciente. Se me habían despertado unas ganas tremendas de jugar, de pasarlo bien. El resultado era lo último que me importaba, quería disfrutar el partido, y eso no me pasaba a menudo.
Salí del salón donde habíamos desayunado, me encontré con mi imagen en un espejo enorme y me di cuenta de que me faltaban las trenzas. Iba a ser incómodo jugar sin ellas. Me hice una coleta lo más alta que pude y caí en que, con ese pequeño gesto cotidiano que hacía antes de estudiar, de comer, de salir a correr o a entrenar, estaba perdiendo todas mis supersticiones, y un escalofrío recorrió mi columna vertebral como un rayo: toda mi vida estaba cambiando una vez más, pero esa vez no me daba miedo, sino hambre. Me habían entrado unas ganas feroces de comerme el mundo, de aprovechar la ola y lanzarme con fuerza contra todo: los estudios, los amigos, el fútbol.
Desde ese mismo mes iba a ganar mi primer sueldo, ridículo, pero sueldo, doscientos euros con los que poder permitirme un capricho de vez en cuando sin tener que sentirme mal por mi madre. Iba a viajar cada quince días a diversos puntos del país para jugar, para conocer otros sitios, otras personas. No tendría que seguir viendo las mismas caras de siempre, entendería por qué en otras provincias hay una filosofía de juego tan distinta a la nuestra, conocería a un montón de chicas con la misma pasión por este deporte que la mía, con las mismas ganas de triunfar. Esta categoría era el caldo de cultivo de la selección nacional, las niñas de las categorías inferiores no jugaban en Primera, luchaban por hacerlo desde un equipo muy parecido al nuestro. Los scouts y representantes de todo el país tenían sus ojos puestos en las chicas por debajo de diecinueve años que se partían el pecho cada domingo en esta liga. Siete grupos de catorce equipos que hasta la temporada anterior se jugaban a cara o cruz el privilegio de ascender a Primera División y donde nuestro equipo había competido sin mayor problema hasta el playoff, donde cayó por la mínima rompiendo su sueño de ascender en el año de creación.
Esa temporada sería distinta, el objetivo seguía siendo terminar primeras, pero hasta el cuarto podría ascender a la nueva categoría, y es ahí donde se iba a gestar el futuro real del fútbol femenino español: los mejores equipos de Nacional, los mejores filiales, el paso intermedio a Primera. Las jugadoras que llenarían estadios en cinco años iban a competir en esa nueva Segunda División. Las que levantarán copas con la Selección, las que cambiarán el rumbo del fútbol mundial y harán que todas las marcas y patrocinadores pongan sus ojos en un país de Europa y no en el todopoderoso americano. El mundo estaba cambiando, Rocío lo sabía, yo lo sabía, y ya no me daba miedo: solo tenía hambre.
Natalia me puso la mano en el hombro antes de iniciar la carrera de calentamiento. Tenía esa sensación de que estaba ahí para enseñarme, no para obstaculizar mi crecimiento. No era Iván, al que yo elegí para esa tarea, pero algo la había cruzado en mi camino para superarle, para que se convirtiera en el modelo que seguir en el momento en que mi cabeza y mis capacidades eran una esponja. Natalia era mejor ejemplo que él. Iván no era más que el superhéroe que mi mente había creado, ella era real, humana, y la tenía al lado. Iván tenía gestos pequeños que yo convertía en gigantes; Natalia me daba cada día lecciones impagables, me enseñaba a hacer los sueños realidad, me empujaba a crecer. Yo, que había absorbido conocimiento y ganas de todas las personas con guantes que me había cruzado en esos años, me dejaba llevar por ella sabiendo que era el mejor sendero que podía coger, y veía a Rocío mirarnos desde la banda con los brazos cruzados y la cabeza llena de dudas que podría resolver de un plumazo: no se había equivocado.
—¿Nerviosa? —preguntó mientras corríamos.
—Es raro, pero no. Me apetece jugar, salga como salga.
—Saldrá bien. Tienes cuatro tiarronas por delante que no dejan pasar una pelota, el año pasado me aburrí un montón. Pero vas a encontrar enfrente a jugadoras que son capaces de todo, tienes que estar muy atenta, dos segundos sin concentración y te clavan un golazo.
—¿Siempre es así?
Natalia soltó una carcajada mirando al suelo.
Sus guantes rojos, con el nombre y el número 1 en la muñeca parecían tres tallas mayores que los míos. Una vez más, recordé a Iván y el par de guantes que aún tenía en la estantería de mi habitación marcando el camino. No solo eran grandes sus manos, también sus piernas largas y esbeltas, que hacían botar todo su cuerpo al contacto con el suelo. Era un poco más alta que yo, pero mucho más fuerte. Los hombros perfectamente alineados, cuadrados, sosteniendo un armazón de músculo que era capaz de lanzar el balón con la mano casi al medio campo. Fran se empeñaba en decirme que una portera, cuanto más fina, más atlética, más ágil, pero yo quería ese puntito de fuerza que tenía Natalia y la hacía destacar.
—En esta liga cualquiera te puede dar un susto. Hay equipos que crees que no te van a dar problemas porque los ves por la parte baja de la tabla, con pocas victorias y pocos goles a favor, pero cuando salen al campo a jugar contra nosotras se transforman. Y a veces a nosotras también nos pasa lo contrario: nos relajamos, creemos que todo va a salir bien y nos comen. No podemos bajar la guardia, y mucho menos tú y yo. Ya sabes que estamos aquí para arreglar sus cagadas. Pero todo irá bien, te he visto entrenar y el año pasado pude verte jugar en unos cuantos partidos, no tengo ninguna duda de que vas a dar la talla.
—No creo que juegue mucho —dije mientras entrábamos en el área para calentar—, ya me parece una pasada poder jugar hoy cuarenta y cinco minutos.
—Jugarás —respondió Natalia—. Rocío y yo tenemos un trato, ¿no te lo ha dicho? Este año voy a preparar las oposiciones para entrar en un instituto, quiero sacar la plaza como sea y dejar de jugar el año que viene, aunque seguiré vinculada al club por si me necesitan. No voy a estar en la última parte de la temporada, puede que en enero ya empiece a entrenar menos. Te va a tocar dar el callo los últimos meses de competición, y más te vale que lo hagas bien, porque tienes que jugar el playoff.
—¡Pero eso es imposible! —Ya sí que estaba nerviosa—. ¿Cómo voy a jugar yo el playoff? ¿Y si lo tiro todo por tierra? ¿Y si me lesiono?
Natalia siguió restándome nerviosismo. Tenía fe en mí. Al fin y al cabo, dentro del equipo, nosotras éramos otro equipo más pequeño que tenía que estar igual de bien unido que el resto.
Completamos el entrenamiento, y, como estaba previsto, pasé la primera parte en el banquillo esperando mi momento. Al descanso enfilamos hacia el vestuario, Tania me dio una palmada de ánimo, escuché unos minutos la charla y vi a Fran entreabrir la puerta para llamarme a calentar. Salté al campo vacío trotando. El zumbido de los murmullos del público parecía un avispero. De repente, dejé de oírlos. No se habían callado, simplemente era incapaz de percibir otra cosa que no fuera mi respiración. Me concentré con más intensidad que nunca, como si mi cuerpo estuviera intentando grabar aquel momento. El azul y dorado del escudo resplandecía en mi pecho cada vez que agachaba la cabeza para tocar el balón que Fran me enviaba para calentar. No habíamos terminado cuando los dos equipos saltaron al terreno de juego.
Minutos después, en el primer saque de puerta, al levantar la cabeza, fue cuando me fijé en lo llenas que estaban las gradas. Ahí me di cuenta de que algo estaba cambiando. Tal vez tardaría en llegar a nuestra región, pero eso era a lo que estábamos destinadas.
Después de aquel breve debut, en el que encajé dos goles que a nadie salvo a mí parecieron importarle, llegaron cinco meses de trabajo a la sombra de Natalia y de broncas de Fran a las que no estaba acostumbrada, en las que me exigía siempre un poco más, mayor intensidad, mayor precisión, mayor esfuerzo. En noviembre, las fibras de mi cuádriceps dijeron «hasta aquí» y tuve que parar un par de semanas para recuperarme. Era normal, estaba cargando mi cuerpo y mi mente, me estaba bloqueando a mí misma y no podía más.
Rocío se hizo la encontradiza en el cuarto del fisio y me insistió en que no era para tanto como yo creía, que me estaba presionando de más y que todo lo que ellos hacían era por mí. A ratos quería volver a Regional, con Nerea y Amaya, con Carla y Garci, a los partidos en los que no tenía más que hacer que estar de pie esperando a que me la pasaran para comenzar la jugada desde mi área. Por supuesto, ni se me ocurriría comentárselo a una Rocío que ya se frotaba las manos esperando mi debut oficial, en el que sí importaría que no me marcaran, y que llegaría la última semana de enero.
Natalia se presentó en el entrenamiento de aquel viernes con un pantalón vaquero y una chaqueta de cuero marrón, se apoyó en el poste izquierdo de mi portería y observó a Fran mientras colocaba todo el material y yo estiraba.
—¿Ya me abandonas? —dijo Fran mientras soltaba unas setas por el área pequeña.
—Qué remedio. Me quedaría contigo diez años más, Francisco, pero el deber me llama. Mi trabajo aquí ha terminado, que diría Spock.
—Pero volverás, ¿no? —pregunté.
—Claro, a verte jugar. Y a reírme de ti mientras Fran te hace sufrir. —Hizo una pausa que yo llené de silencio.
Era extraño, me apetecía llorar, pero sabía que no era por ella, que era pura ansiedad reflejada en un nudo en mi garganta.
—Lo harás bien, Raquel. Tenemos quince puntos de ventaja con el segundo, ¿crees que puedes estropearlo? Confía en tus compañeras, por muy malos partidos que hicieras, lo resolverán. Y aun así, de nueve partidos que quedan puedes fallar en tres.
—Y el playoff —musité mirando al suelo.
Natalia me tranquilizó. Hasta ella había fallado en el playoff, son gajes del oficio, cosas que le pueden pasar a cualquier jugadora. Recordó aquella maldita jugada: tardó un segundo de más en lanzarse a por la pelota, el balón se escurrió entre sus guantes y se coló por debajo de su cuerpo. Y aun así, nadie la había señalado. Todo el mundo era consciente de lo difícil que era que el proyecto saliera bien a la primera. Era una carrera de fondo.
Me gustaba oírla hablar de mí. Que alguien a quien admiras valore tu trabajo y tu esfuerzo es una satisfacción indescriptible. Reconoció que tuvo dudas cuando me vio por primera vez, con mi cara de niña pequeña, callada, tímida en cada broma suya. Pero dijo que le había hecho sudar en cada entrenamiento y que había temido por el puesto en muchas ocasiones, cuando lo hacía genial en los entrenamientos mientras ella estaba más floja.
Fran me miró ocultando su sonrisa detrás de un balón. Al fin y al cabo, tenía que estar orgulloso. Se había marcado el objetivo de convertirme en una portera profesional en el menor tiempo posible y los astros se habían alineado para que sucediera de inmediato. El cambio me beneficiaba, las jugadoras de ese equipo me iban a garantizar victorias y una defensa férrea de mi área, podía jugar más tranquila que con las chicas del Regional. Tocaba el trabajo mental, preparar a una cría de diecisiete años para tener la madurez suficiente como para afrontar el reto sin venirse abajo. Rocío le había ofrecido al sicólogo del club para que trabajara conmigo unas cuantas sesiones y me mentalizara de las posibilidades que tenía, pero él se había negado. Era su obra maestra, no quería que la mano de otro artesano la tocara. Todo en lo que me iba a convertir se lo debía a él, yo lo sabía, era consciente de que le estaría agradecida siempre por su comprensión el año anterior y su insistencia este, pero nos quedaba mucho por trabajar y solo teníamos cuatro meses y medio para reflejarlo en el campo.
El primer partido que me tocaría jugar sería el más duro. El rival era de la zona media, que, para mi nivel, era como un equipo Champions. Me repetí las palabras de Natalia sobre las cuatro defensas que tenía delante: Sara, Erika, Arroyo y Leire. Para este partido Rocío había contado con Casta, una oportunidad que iba dando a varias compañeras, como nos había prometido la anterior temporada.
Amaya no era una de ellas por el momento. Se tomaba su tiempo para ponerse a punto, cosa que a Rafa le mosqueaba especialmente. Tanto Nerea como yo sabíamos que acabaría por tomárselo en serio, pero nos preocupaba que acabara con la paciencia del club antes de que eso llegara. El Regional marchaba primero en la clasificación, sin la oposición del Unión, que estaba en puestos de descenso en la nuestra. Si no subíamos como mínimo a Segunda División, sus esfuerzos no servirían para nada. Pero estábamos a solo dos puntos en nueve partidos de certificar ese ascenso matemáticamente.
Desde el banquillo no parecía tan dura la Nacional. Nuestras jugadoras eran sólidas, potentes. Todo lo que Rocío dibujaba en la pizarra se hacía en el campo como si fuera un simple copy and paste. No eran de extrañar las goleadas, cuatro, cinco, seis goles a cero. La filosofía de Rocío seguía la línea de la de Rafa: ganar sin humillar. Pero ganar siempre. Por segunda temporada consecutiva seguían imbatidas y Natalia había encajado solo nueve goles en la primera vuelta y media. Tocaba ver si yo podía mantener su récord.
El partido del Regional era a las diez de la mañana en el mismo campo que se jugaría el nuestro a las doce y media. Me pegué el madrugón para verlas jugar, mi madre me hizo las trencitas para recuperar la tradición y llegué al campo cuando saltaban los dos equipos en fila. Cris llevaba una camiseta igual que la mía del año pasado, pero con el 1 a la espalda y su nombre. Nerea seguía con el 8, Garci y Carla con el 7 y el 11, el bloque parecía intacto salvo por las incorporaciones del Infantil que, cumpliendo otra de las promesas de Rocío, se habían sumado al Regional. La filosofía de cantera daba sus frutos. Seguíamos sin necesitar jugadoras de fuera porque teníamos dentro de la casa lo necesario para regenerar los tres equipos.
Me senté en la zona alta de la grada, cerca de las escaleras para salir sin detenerme cuando viera a mis compañeras llegar al vestuario. Era un privilegio disfrutar de esas instalaciones. Los demás equipos llegaban y se hacían fotos en la explanada de las oficinas, con el escudo y la bandera del club ondeando al fondo. Los ocho campos de fútbol de dimensiones exactas al estadio de la ciudad imprimían la sensación de jugar en un mundo distinto al que habíamos conocido, al menos, en Regional. Campos de hierba artificial seca y llena de caucho, de arena con pequeñas piedras o de hierba natural alta en la que el balón se quedaba trabado. En la categoría nacional al menos tenían la obligación de mantenerlos más cuidados, aunque no era raro encontrarse con complejos deportivos sucios, vestuarios sin agua caliente o instalaciones defectuosas. Nuestra Ciudad Deportiva estaba diseñada para un club grande que, por deméritos deportivos, se había hecho pequeño, jugaba en Segunda B y estaba peleando por volver al fútbol profesional. Vivíamos de las rentas del pasado de aquel equipo que llegó a jugar en Europa, nuestro escudo seguía representando a miles de ciudadanos de esta región y todos queríamos hacer cosas grandes para que se sintieran orgullosos, empezando por nosotras. Al fin y al cabo, éramos las que más cerca lo tenían para alzarse con otro título, para conseguir una plaza en Primera División.
Nos venían a ver jugar apenas cuarenta o cincuenta personas, la mayoría padres, parejas y otros familiares. Era frustrante saber que estábamos rozando la gloria con la yema de los dedos y no teníamos con quién compartirla. El club nos respaldaba, Rocío se peleaba con los medios de comunicación para ser portada, para tener nuestros minutos en televisión y radio, pero siempre estaba la excusa de que en realidad no generábamos tanto interés. Hablábamos en el campo. Cada vez más niñas iban a ver los partidos del Infantil y el Regional, sus padres se acercaban a Rafa y le contaban lo buenas que eran para que las fichara. El departamento de scouting era supersecreto, ni siquiera nosotras sabíamos quiénes eran los cuatro espías que Rocío enviaba a todos los partidos y que se sabían cada dato de cada jugadora que caía cerca del club.
El partido estaba a punto de empezar. Miré el teléfono móvil y me puse una alarma para llegar a tiempo al vestuario para cambiarme. Repasé las conversaciones abiertas y ese «¿Vienes a vernos hoy?» de Carla que había dejado sin contestar para hacerme la dormida y darle una sorpresa. Me senté donde pudiera verme. Habíamos hablado con normalidad todos esos meses, sin volver a sacar el tema, sin preguntarnos qué pensábamos.
Para Carla había sido una anécdota más, yo no me lo sacaba de la cabeza cada vez que nos quedábamos a solas. Por suerte, ya no compartíamos vestuario, porque seguir tropezándome su cuerpo en la ducha sería un problema para sacarlo de la cabeza. Si ya me costaba no pensar en ello, no podía imaginar lo que sería seguir viendo las gotas de agua deslizándose espalda abajo, el olor de su champú, su gesto de concentración al ponerse el septum en el espejo, y todas aquellas pequeñas imágenes que se repetían en el techo de mi habitación como una película cuando me quedaba a solas. No pensaba en Dani, y ya no me sentía culpable por ello. Solo podía recordar a Carla. Tal vez por la imposibilidad de tenerla, por la duda de si a ella le pasaba lo mismo.
Amaya llegó al campo un par de minutos después que sus compañeras, con el chándal, las manos en los bolsillos, el pelo suelto y el ceño fruncido. Levanté la mano para que me viera en la grada y subió las escaleras con desgana, mirando hacia atrás, al partido que ya había comenzado.
—¿Sin convocar? —pregunté.
Levantó los hombros, tiró su cuerpo en el asiento rojo, puso los pies en el de delante y se quedó callada.
—Tía, habla con Rafa. Esto no es bueno ni para ti, ni para él ni para el equipo. ¿Cuántos partidos os quedan? ¿Once? Te da tiempo a ponerte las pilas y volver a jugar.
—Ay, Raquel, no seas pesada. Que no me va la vida en jugar al fútbol.
—No, pero tampoco estás aquí para pasear el chándal. Deberías ser un poco más agradecida, no creo que el club se haya portado mal contigo.
—¿Cuándo os reunís?
—¿Quiénes?
—Los de la secta de Rocío.
—Me parecen fatal ese tipo de comentarios, Amaya. A mí no me ha comido la cabeza nadie para estar aquí y pienso eso de este club como lo pensaba del Francisco de Paula. Se trata de ser agradecida. Tu situación personal es delicada, pero ya llevas unos cuantos meses aquí, y hasta donde yo sé, te han ofrecido ayuda de todo tipo: económica con las peques, sicológica si la necesitabas, Rafa te ha dejado semanas enteras de descanso, y has jugado partidos que no tenías que haber jugado. Quizá debieras plantearte si estás dando lo que puedes cuando ellos te han dado mucho más de lo que debían.
—No es mi problema. Estoy aquí porque Nerea y tú os empeñasteis —dijo mirando al campo, y con un golpe de barbilla señaló a su novia, que estaba cada vez más cansada de serlo.
—Estás aquí porque, por mucho que vayas de dura y de cabezota, sabes que lo necesitas. Y deberías apreciar más lo que tienes. Mira —dije apuntando al autobús de mis rivales, que acababa de llegar—, ¿las ves? Sin conocerlas de nada, ya te aseguro que se van a bajar con el móvil en la mano haciendo vídeos y fotos para Instagram. Vienen a jugar un puñetero partido al año a la Ciudad Deportiva y se sienten grandes. Y tú estás aquí todos los días como quien ve llover a través de la ventana. Valóralo de una vez. Que cuando éramos pequeñas habríamos matado por estar ahí abajo. Y ahora, si me disculpas, me voy, que tengo partido.
—Raquel... —dijo cuando yo casi llegaba a la parte baja de la grada—, suerte.