El gran salto

El 14 de octubre de 2012, a las cinco y media de la tarde hora española, Felix Baumgartner abría la compuerta de la cápsula que le había llevado a la estratosfera, a treinta y nueve mil metros por encima de nuestras cabezas. Allí, asomado al vacío, con sus dos pies sobre una barra de metal y un pequeño paracaídas en su espalda, dijo: «Sé que todo el mundo está mirándome ahora, y deseo que pudiesen ver lo que yo logro ver. A veces, tienes que ir hasta lo más alto para entender cuán pequeño eres. Ahora regreso a mi hogar». Y saltó, rompiendo la barrera del sonido, en cuatro minutos de caída libre, dando vueltas sobre sí mismo, hasta estabilizarse y volar durante diez minutos más. Ciento treinta medios de comunicación cubrieron el salto como un hito histórico del deporte, pero también de la humanidad. El primer ser humano que subía al borde más alto de nuestro planeta con su cuerpo como armadura y se dejaba caer otra vez a casa.

Yo lo vi en el bar, apoyada en la barra en silencio, con las manos en la barbilla, los ojos abiertos, sin querer parpadear, y un señor a mi lado que no dejaba de repetir que se iba a matar. Yo sabía que no se mataría, igual que lo sabía Félix, igual que lo sabía Red Bull cuando propuso subirle a la estratosfera, pero no dejaba de preguntarme qué sentirá un hombre tan pequeño al verse en lo alto del mundo, qué sensación de miedo te correrá por el cuerpo cuando entiendes que, si has subido, solo tienes una manera de bajar. En qué estaría pensando o cuántas botellas de tequila se habría metido Felix Baumgartner entre pecho y espalda el día que le contestó a Red Bull que sí, que le parecía una idea estupenda subirse al espacio y saltar, a lo loco.

Años después, salvando los treinta y nueve mil metros de distancia y que mi hazaña no le importaba a nadie más que a mí y a los que tenía alrededor, me vi con los dos pies en la línea de cal de la portería del campo número dos de la Ciudad Deportiva, una camiseta amarilla con el número 13 y mi nombre en letras negras, mis guantes blancos y un equipo a punto de alzarse con un ascenso a Segunda División si sacaba tres puntos que estaban en mis manos, y me pregunté en qué estaba pensando el día que le dije a Rocío que me parecía buena idea atreverme a jugar en una categoría que, de repente, sentía que me quedaba grande y me iba a hacer estrellarme contra el suelo haciendo añicos todas mis ilusiones y las de mis compañeras.

Sentía los dedos temblar dentro del guante, tenía la sensación de un millón de hormigas correteando por las plantas de los pies y también por la nuca, el viento soplando desde la derecha movía la tela de mis pantalones. Miré a mi alrededor. Amaya seguía en el mismo asiento de la grada donde la había dejado dos horas atrás, Dani y Edu la acompañaban. Quise hacerme la sorprendida, pero no lo estaba. Sabía que estaría ahí. Me prometió que estaría presente el día que todos mis sueños se hicieran realidad, y ese era el primer paso para llegar a cumplirlos.

Dani no era de los que fallaban las promesas, pasara el tiempo que pasara, quisiera alejarse lo que quisiera alejarse, cuando alguien le importaba lo suficiente como para prometerle algo, se dejaba la piel para cumplirlo, costara lo que costara, por eso sabía que el orgullo no le iba a impedir verme debutar, aunque tuviera que conformarse con verme de lejos, aunque tuviera tantas ganas de abrazarme como yo a él y las dejara morir.

Aún no habían llegado las del filial, estarían en la ducha, con un altavoz encendido en el que sonaría, seguro, reguetón. Carla y Garci estarían con sus bromas, Nerea se ducharía a toda prisa para salir la primera e ir a ver mi partido con Amaya.

El árbitro hizo sonar el silbato y me devolvió a la realidad, la que tenía justo delante, no metros y meses atrás. Todo parecía ir a cámara rápida, los pases, los movimientos, la pelota. Desde el banquillo parecía más fácil. Estaba descentrada, nerviosa, era incapaz de callar a la voz de mi cabeza que me gritaba que tenía que concentrarme. Sabía que no me quitaría esa sensación hasta que tocara el balón por primera vez. Adelanté mi posición unos pasos y me atreví a mover un brazo haciéndome visible a Arroyo, la central, para que me dejara tocar. Control con el interior del pie izquierdo, pase con el derecho a Erika, y con esos dos ruidos secos mi mente hizo clic y estaba dentro del partido.

Natalia tenía razón, el balcón de mi área estaba custodiado por cuatro ángeles que se adelantaban a todos los movimientos de las rivales y dominaban la línea de defensa con claridad. Por delante de ellas se producía la magia. Casta se adaptaba como podía a las jugadas a primer toque, triangulaciones y desplazamientos que sus compañeras en la medular dirigían a su antojo. Tania y Nuria empezaban a planear diabluras que desestabilizaban a las centrales del equipo contrario. El primer gol llegó tras un córner en el minuto 18. Sara cabeceó al larguero y Nuria cazó el rechace empujándolo al fondo de las mallas. Los cuatro siguientes se repartieron hasta el minuto 80. Eran una apisonadora.

Intervine en tres jugadas aisladas, me costó mantener la concentración cuando prácticamente todo el juego se había reservado para el campo contrario, pero temía una contra que me dejara en evidencia. Sin embargo, tuve la sensación en todo momento de que mi trabajo, ese día, era anecdótico. Natalia y Rocío sabían lo que hacían. Me habían dejado la papeleta resuelta, con esta victoria el ascenso a Segunda División era matemático, y el partido era un mero trámite para cumplir los dos objetivos: sumar y que se me deshicieran los nervios como una pastilla efervescente.

Entré en el vestuario sin saber a qué, porque no me había dado tiempo a sudar la camiseta. Todas mis compañeras, sin excepción, se abrazaban y daban palmadas en la espalda una a una. Me incluyeron en el rito nada más cruzar la puerta entre enhorabuenas y «Bien hecho» que me sabían raro porque no había hecho nada en especial. El ascenso estaba certificado, era la primera de las celebraciones esperadas para el final de temporada.

Rocío no tardó en aparecer y arrancó un sonoro aplauso que retumbó en las paredes de azulejo y ladrillo. Lo habían vuelto a conseguir, y esa vez, aunque fuera en un pequeño porcentaje, formaba parte de ello. Mis antiguas compañeras del Regional esperaban en la puerta para unirse a la celebración. Aún les quedaban varios puntos en juego y no querían apurarse en celebrar el doble ascenso, pero, de producirse, la temporada siguiente serían ellas las encargadas de defender nuestros colores en esta división. Hacía semanas ya que se preparaban mentalmente para el mismo salto que di yo aquel domingo sin saber dónde iba a aterrizar.

—Partido tranquilo, ¿verdad? —me preguntó Rocío al acercarse.

—Es fácil jugar con estas compañeras.

—No va a ser siempre así, lo sabes, ¿verdad? Necesitamos que estés a tope los noventa minutos porque un pequeño fallo puede convertirse en un error tremendo aquí. No hay tanto desnivel como crees, cualquier jugadora de otro equipo es capaz de liárnosla.

No dejaban de repetírmelo y, aun así, me pilló desprevenida en el siguiente partido. Un robo cerca de la banda acabó en un centro al área que me cazó descolocada, y el cabeceo firme de la delantera encontró la red en el palo largo. Era el primer gol que encajaba aquella temporada, en el segundo partido que disputaba. Aunque ganamos 4-1, la imagen de aquel balón volando por encima de mi cabeza mientras intentaba dar un paso atrás y meterme en la portería me perseguía a cámara lenta. Sabía que tenía que estar en otro sitio, más cerca de la línea, más centrada, que tenía que haber intentado saltar por lo menos para rozarla con el guante y alejarla de su cabeza. Todo mal, y a nadie parecía importarle. Nadie comentó nada, ni preguntó si estaba bien, los tres puntos seguían en nuestro casillero y era lo que contaba para el resto, pero no para mí: segundo partido, primer gol. Quedaban tres.

Y fueron tres encuentros en los que mi gusto por la presión cambió. No es que dejara de gustarme, es que empezaba a estrangularme. Ya en el entrenamiento de los miércoles notaba cosas extrañas, como si mi cuerpo fallara a propósito, buscando una huida. Le rogaba a Fran que bajara el ritmo, que hiciéramos ejercicios con menor carga física o que nos saltáramos el gimnasio, y ahí me llevé mis primeras broncas: «En el momento más determinante de la temporada no puedo consentir que te relajes». Y de poco servía explicarle que no quería cambiar las cosas por pereza, sino porque mi cuerpo no daba para más. Tenía miedo a romper, a cargármelo todo, a decepcionar a todo el mundo, a no estar a la altura. Volvieron las pesadillas, los dolores de estómago repentinos, las ganas de llorar a todas horas, la sensación de «hacia dónde voy a correr cuando todo estalle». Y llamé a Dani. Y le llamé sabiendo que iba a responder, que cogería la moto y se plantaría en cuestión de minutos en la puerta de mi casa, pero también sabiendo que era la peor decisión de todas.

—Es normal que estés así, hasta ahora no has tenido una presión real por hacer las cosas bien. Sí, te presionabas tú solita, conmigo competías más o menos en igualdad, el año pasado y en la selección querías impresionar, pero en realidad nadie te exigía lo que te exigen ahora ni tenías tan claro que, si fallabas, adiós a todo.

—No me estás ayudando, Dani —dije haciendo una mueca.

—No he venido a ayudarte, he venido a escucharte. A que lo sueltes todo y seas capaz de entender las cosas desde todos los puntos de vista. Solo te puedes ayudar tú, Raquel: ¿no eres buena? ¿Crees de verdad que no mereces estar ahí? Entonces díselo a Rocío, que llame a la otra portera, que no puedes sacar lo que queda de liga tú sola. ¿Crees que puedes hacerlo? Sácalo. Pero esa decisión es solo tuya.

—Es que el gol que me marcaron...

—Eres portera. Lo normal es que te marquen goles. En noventa minutos de un partido normal, ¿cuántas veces te pueden tirar a puerta? ¿Diez? ¿Quince? ¿Crees de verdad que alguien espera que lo pares todo? La gracia de este deporte está en los goles, por mucho que tú te empeñes en que solo caigan para un lado. No eres infalible, nadie lo es. Lo más normal del mundo es que te marquen.

—Si eso lo sé, pero tengo miedo a que esos errores cuesten el playoff.

—Estoy de acuerdo contigo. Y creo, por mucho que te duela oírlo, que no deberías jugarlo. Por el equipo y por ti. Creo que al equipo le puede costar el ascenso, pero a ti te puede generar una ansiedad que no sabes gestionar.

—¿Crees que no puedo jugar el playoff? —contesté con el orgullo herido, frunciendo el ceño y sintiendo el puñal clavado en medio del pecho por alguien con quien me había criado bajo palos, que sabía perfectamente cómo me sentía cuando saltaba al campo y el rendimiento que podía dar en él.

Dani diciéndome que iba a fallar era una traición dolorosa y cruel. Yo había querido a ese chico tanto tanto, durante tanto tiempo, tan fuerte, como amigo y como algo más, y él sabía darme el golpe donde más me dolía, no para matarme, pero sí para herirme lo suficiente como para que me ardiera el pecho por dentro.

—¿Así? No. Si piensas que lo vas a hacer mal, lo harás peor. Te he visto jugar partidos fáciles y difíciles, y cuando sales al campo pensando que todo va a salir mal, te sale mal. ¿Recuerdas el partido contra la selección gallega?

—Me lesioné, no tiene nada que ver.

—Te lesionaste porque saltaste mal, sin fuerza, sin decisión, porque llevabas todo el partido con esa sensación de que no podía salir bien. Tú eres tu primera y mayor enemiga. Te he visto estos dos partidos como nunca creí que te vería: debajo del larguero, escondida, temiendo salir, retrocediendo tu posición cada vez que crees que se van a acercar. ¿No confías en tus compañeras?

—Claro que confío, si son buenísimas.

—Entonces, ¿por qué crees que todo balón que toca el rival es peligro si sabes que tienes por delante seis o siete jugadoras capaces de cortarlo?

—Porque, si no lo cortan, tendré que hacerlo yo.

—¿Y no sabes? ¿No estás capacitada? ¿No llevas entrenando para esto diez años?

—Es distinto, Dani. Son muy buenas.

—Tú también lo eres, si no, no estarías ahí. Eso es lo que no te entra en la cabeza, que nadie te ha regalado nada. Piensas que sí, que todo es gracias a Rocío, que es tu ángel de la guarda y te ha escogido, pero no: pudo escogerte a ti o a otra, y se decidió por ti porque eres buena. El mérito no es suyo, es tuyo. Y tienes que creértelo de una vez.

Aún le brillaban los ojos cuando hablaba de mí. Siempre me había agobiado esa sensación: me miraba de frente, con los ojos brillando y la sonrisa cosida a la boca, y no sabía adónde desviar mi mirada para no ponerme nerviosa. Seguía hablando de mí como si fuera lo más importante de su vida, aunque fuera para reprocharme mi actitud, con dureza, abriéndome los ojos.

Cuando le llamé sabía que iba a responder, y también que no iba a querer que se fuera. Todo era raro con Dani. Le quería, pero no sabía cómo tenerle sin hacernos daño. Él siempre quería más, y estaba segura de que merecía mucho más, pero yo tenía mi vida organizada como la mejor receta de repostería y no podía dárselo: las cantidades en mi vida estaban milimétricamente calculadas, y si se me escapaba un gramo más de una, el postre se venía abajo. Un gramo más de Dani era uno menos de estudio, y mi madre ya empezaba a ponerse nerviosa. Una cucharada más de estudio era menos fútbol justo antes del playoff. Una pizca más de entrenamiento podía suponer una lesión y dar al traste con toda la temporada. Quería poner un poco más de todo, pero no me daba la vida para tanto. Ni siquiera disponía de tiempo libre, el día se me quedaba corto. Yo, que me ahogo en un vaso de agua, incapaz de gestionar todas las puertas que había abierto en los últimos meses.

Le abracé. Era la única respuesta que me brotaba, una física, porque las palabras se me atravesaban en la garganta y no podía ordenarlas para dejarlas salir. Acaricié su nuca y sentí cómo sus pulmones se hinchaban, aunque intentaba reprimir un suspiro. Olía a él, a su mezcla de madera y cítricos, a las tardes de otoño paseando por el parque, a todas las sonrisas tirados en el sofá, a sus manos entrelazadas en las mías encima del colchón. Olía a todo lo que quería que oliera mi mundo.

Y se separó de mí como si supiera que nada bueno podía salir de aquel abrazo. Yo le echaba de menos con nostalgia y él a mí con rabia, y algún día tendríamos que superarlo, ya fuera para pasar página o para volver a empezar el libro y escoger bien en el «elige tu aventura» del segundo capítulo. Yo tenía que cambiar y él tenía que seguir siendo el mismo para que funcionara. Aunque supongo que Dani me gustaría siempre, de cualquier forma, en cualquier momento, porque tenía algo mágico que solo podía encontrar en él, y seguía siendo la única persona a la que podía llamar en medio de un ataque de angustia por cosas que solo él entendía de verdad.

—Deberías hablar con Rocío y contarle todo lo que me has contado a mí —dijo mientras cogía el casco.

—Rocío no eres tú. Me apetecía más contártelo a ti.

Sonrió con tristeza. Me dio un beso en la frente, con sus manos a cada lado de mi cara, y esa vez no reprimió el suspiro. Sin más, se giró, cerró la puerta de mi habitación y se fue.

 

 

Al día siguiente, después de las clases y de comer en el bar, crucé el sendero que me llevaba a la Ciudad Deportiva, buscando en la explanada del aparcamiento el coche de Rocío para asegurarme de que no había hecho el recorrido en vano. Tras encontrarlo, empecé a rastrear por los campos, vestuarios y cantina en su búsqueda. Quico me dijo que no estaba en el despacho, que estaría por ahí comprobando el material, hablando por teléfono, haciendo a saber qué porque él no entendía nada de lo que ella hacía. Eran formas distintas de ver el fútbol. Para Quico lo único importante estaba en el césped, en meterles caña a los jugadores y cerrar los partidos en los primeros veinte minutos. Para Rocío lo de fuera era tan importante como lo de dentro. Siempre estaba hablando con algún ayudante, buscando soluciones en una pizarra o en la tablet, viendo y volviendo a ver vídeos de partidos y entrenamientos.

El fútbol había evolucionado en los últimos diez años aprovechando la tecnología y las grandes bases de datos. Ya teníamos acceso a cosas que hacían cambiar el sistema de juego de forma constante. Si ves un partido del Real Madrid de Zidane como jugador y otro como entrenador, parecen deportes distintos. Y eso que los dirige el mismo cerebro, antes con pases, ahora con gestos desde la banda. La cabeza del genio es la misma; la forma de ejecutar las ideas, totalmente diferente. El fútbol se reinventa cada cierto tiempo, por eso la comparación entre futbolistas de épocas distintas no tiene sentido. Comparar a Pelé con Messi, por ejemplo, es ridículo. Probablemente Pelé no hubiera logrado marcar cincuenta goles en una temporada con las defensas y los porteros que tenemos hoy en día. Probablemente a Messi le hubieran partido la tibia cinco veces si chocara con los defensas de la época de Pelé. La clave está en adaptarse, mejorar e innovar.

Encontré a Rocío en el último campo de la Ciudad Deportiva, el que no se utilizaba más que para el Campus de Verano, acompañada de Rafa y de dos hombres trajeados que no conocía de nada. Tenían un maletín enorme, negro, de plástico, y un libro gordísimo en el que iban señalando cosas mientras movían las manos ostensiblemente en el aire. Esperé cerca de la portería, a una distancia prudencial, a que llegara mi momento. A los pocos minutos, uno de los hombres desconocidos abrió la maleta y sacó un trasto cuadrado, de unos cincuenta centímetros de largo y veinte de alto. Lo puso en el suelo, tomó un pequeño mando y aquel cacharro se levantó verticalmente. Era un dron.

Rocío había comprado un dron para grabar los entrenamientos que nos quedaban y analizar las jugadas desde el aire. Cogió el mando, empezó a trastear, moviéndolo en línea recta de un lado a otro del campo, y le cedió el testigo a Rafa. Los señores que los acompañaban seguían repitiendo coordenadas y consejos que ellos obedecían en silencio. Quise retirarme y dejarles trabajar, pero era hipnótico. Resistí unos minutos más las ganas de acercarme y, finalmente, opté por volver al aparcamiento y quedarme cerca del coche de Rocío.

—¿Qué te parece el juguetito nuevo? —preguntó al acercarse, mientras yo ojeaba en el teléfono móvil las redes sociales para hacer tiempo.

—Innovador —contesté—, pero un poco difícil de manejar, ¿no? ¿Grabarás los partidos con él?

—No podemos hacer eso. Hay que pedir un permiso especial a la Federación, otro al club al que nos enfrentemos (que dirían que no), y, aparte, tenemos que encargar un estudio aéreo de seguridad. Nos lo han concedido para los entrenamientos porque es recinto privado, pero si tenemos que sobrevolar al público ya es otra historia, entran en juego una serie de factores de seguridad y es más complicado.

—Claro, si nos cae en la cabeza a nosotras, da igual... —dije bromeando.

—Mujer, tú estás protegida, últimamente estás a cubierto con el larguero, no te va a pasar nada.

—De eso precisamente venía a hablar contigo... No me siento muy segura en la portería estas últimas semanas y me preguntaba si sigue en pie hablar con el sicólogo del club.

—Por supuesto, Raquel, sabes que todos los medios del club están a tu disposición, igual que para el resto de las compañeras. De hecho, me preguntaba cuándo ibas a dar el paso.

—Me cuesta admitir que tengo un problema, supongo.

—No es un problema. La salud mental en un deportista de élite es fundamental, y tú ahora eres una deportista de élite; sin previo aviso, te hemos metido en un jaleo y lo normal es que te sientas presionada. Si quieres, antes de hablar con él, podemos sentarnos a tomar un café y me cuentas qué te pasa. Yo voy avisando a Pablo y pidiéndole cita para finales de esta semana, ¿te parece?

De camino al bar, me explicó el funcionamiento del dron y lo que pretendía hacer con él: una imagen aérea da la posibilidad de ampliar las miras, saber dónde está el fallo de las posiciones y ver con exactitud en qué momento se producen los aciertos y los fallos.

—¿Se sabe ya la fecha del playoff? —pregunté.

—Último fin de semana de mayo. El sorteo será el lunes anterior, así que tenemos muy poco tiempo para adaptarnos a quien nos toque, la idea es estar preparadas para cualquiera y trabajar lo nuestro, no depender tanto de lo que hagan ellas. Ese fue el error el año pasado, que nos centramos en frenar al equipo contrario en vez de hacernos imparables.

—Bueno, en mi caso es justo al revés.

—No, Raquel, tu caso es el mismo. Si trabajas tu parte, da igual a quién tengas delante. El caso es que puedas frenar a cualquiera, no a una u otra jugadora que pueden tener mejor o peor partido ese día. No dejan de ser rivales de la misma liga, igual que puede ser el del partido del domingo pasado o del siguiente. Que pueden tener el día de su vida y marcarte cinco goles por la escuadra, pero ¿de verdad piensas que, hoy por hoy, hay algún equipo que nos pueda humillar?

—En este grupo, no.

—Pues el resto son muy parecidos. Serán campeonas de su grupo, tendrán un nivel altísimo, muy parecido al nuestro, y será difícil encararlas, pero no imposible. Tienes grandes compañeras en el campo que harán lo que esté en su mano para que no tengas que trabajar mucho, y cuando tengas que hacerlo, lo harás bien.

—Este domingo no salió tan bien —dije casi musitando.

—Porque estás nerviosa, descentrada. Tú misma reconoces que hay un problema, ¿ansiedad?

—Mucha. Nunca me habían exigido tanto, siempre soy yo la que me pide ir un poco más allá, pero hasta Fran está harto de mí...

Rocío soltó una carcajada mientras abría la puerta del bar y me invitaba a pasar con la mano. Saludó al jefe de mi madre, la buscó con la mirada en la cocina para sonreírle y levantar las cejas a modo de saludo, tomó una silla y me puso una mano en el hombro.

—Fran no está harto de ti. Fran te adora. Y te exige y te abronca por tu bien. —Hizo una pausa para dar un trago a su copa, miró los recortes de la pared y volvió a mí—. Lo único que te pido es que juegues los partidos que quedan para terminar la liga. Llamaré a Natalia y se reincorporará a los entrenamientos, y el viernes antes del playoff hablaré con Fran para que decida quién está mejor para jugar. Si eres tú, quiero que lo aceptes. Si es Natalia, igual.

El plan que Rocío tenía para mí era aprovechar el contacto con una categoría superior para la siguiente temporada. Si se producía el doble ascenso, sería la portera del filial en la Segunda B (la que en aquel momento era la categoría nacional) con mis antiguas compañeras, con las que de verdad estaba cómoda en el campo. Al primer equipo volvería Natalia junto con un fichaje. Si fallábamos el playoff, sería yo la que la acompañaría: jugaría en Segunda.

—La seguridad en una portera es fundamental —continuó Rocío—. Por eso necesito que la recuperes en estas tres jornadas. No me preocupan los resultados, me preocupas tú. Necesitamos que vuelvas a ser la Raquel que fiché. Esto es una racha, nos ha pasado a todas, llega un momento en que tu mente se bloquea porque no es capaz de asimilar todo lo que le está pasando. Es el miedo al éxito. Y pesa mucho más que el miedo al fracaso, créeme. El fracaso puedes manejarlo, el éxito nunca sabes por dónde te va a atacar.

—Bueno, sí que es un poco de miedo al fracaso... —dije pensativa.

—No. Si fracasas sabes lo que pasará. En tu caso, además, tienes que estar acostumbrada al error: ¿qué puede pasar?, ¿que te marquen?, ¿que perdamos?, ¿que no ascendamos a Primera, sino a Segunda? Es un riesgo controlado, has calculado todas las variables de error y sabes que puede producirse alguna. Eres como el equilibrista que va subiendo la cuerda metro a metro y cada vez pone una colchoneta más grande en el suelo. Tu caída está prevista y sabes cómo no hacerte daño. El problema es el éxito, no tienes ni idea de qué pasará si cruzas de edificio a edificio, no sabes qué hay al otro lado, quién te espera, cómo te van a recibir. Tienes tanto miedo a que el reto te quede grande que no puedes disfrutarlo.

Sonreí y me quedé callada. Rocío se levantó a pagar la cuenta, saludó a mi madre, y yo seguía en la mesa esperando. Hablaron muy brevemente porque mi madre estaba a tope con los preparativos para las cenas y había salido de su escondite por simple educación. Al volver, me levanté para acompañarla a la puerta y seguir hablando fuera.

—Te has quedado muda —dijo dándome una palmada en la espalda.

Negué con la cabeza y suspiré.

—Es que es curioso, ayer quedé con una persona que me dijo exactamente las mismas cosas que tú.

—Entonces es alguien que o te conoce bien a ti o entiende el fútbol.

—Ambas cosas. Es de las personas que mejor me conocen, junto con Amaya. Y es portero. Bueno, era portero, colgó los guantes esta temporada para ponerse a estudiar.

—¿Y con Amaya lo has hablado? ¿Qué te dice?

—No, no le he dicho nada porque en el plan en el que está no creo que sea bueno hablarle de fútbol. Ya sabes...

Claro que lo sabía. Me contó que Rafa estaba harto de su actitud. Ya habían hablado de tener una reunión con ella a final de temporada para ver qué pasaba y si era mejor que dejara el equipo. Sabían de sus capacidades y querían que estuviera en nuestro equipo, pero dos temporadas sin jugar no eran fáciles de recuperar. Habían tenido mucha paciencia con ella porque sabían que la situación no era sencilla, pero no podían seguir esperando a que se subiera al tren.

Yo sabía, igual que Nerea, que Amaya necesitaba el fútbol. Pero ella no se daba cuenta. Se daría cuenta tarde, seguro, cuando ya no tuviera una pelota cerca. Para Rocío era distinto:

—Esto es un equipo, Raquel, no un retiro espiritual. Yo también he intentado salvar a amigas que no querían salvarse. Y me he dejado la cabeza contra muros por otras que no querían ver lo que había más allá. A veces hay que saber ser egoísta y también dejar a los otros que lo sean. Por mucho que creas que conoces a alguien, esa persona siempre se conocerá mejor a sí misma.

—Creo que mucho de lo que me pasa es que cuando éramos pequeñas, nos hicimos la promesa de que después del Francisco de Paula todo seguiría igual, seguiríamos jugando en el mismo equipo y llegaríamos a lo más alto juntas. Y ahora siento que eso me falta...

—¿Hace cuántos años la hicisteis? —Saqué ocho dedos de mis manos porque me daba vergüenza decirlo en voz alta—. Han cambiado las cosas desde entonces, ¿no? ¿Eres la misma?

—Yo sí, pero ella no. Ha cambiado. La vida la ha cambiado, imagino.

—No hay nada malo en cambiar. Y, aunque no lo veas, también lo has hecho tú. Llevas un año compartiendo no solo campo y vestuario, también hotel y habitación con otras compañeras. Has abierto tu vida a gente que no tiene casi nada que ver contigo, has convivido. Eso te cambia. ¿Eres la misma niña que llegó aquí el primer día y ni siquiera se cambiaba de ropa con las demás para poder irse con mamá pronto, o ya ni te despides de ella para irte de viaje con tus compañeras? ¿Eres la misma que se subió al autobús y se puso en los primeros asientos, cerca del conductor, o vas atrás riéndote y pensando en bromas que hacerle al resto?

»Yo te he visto cambiar, y me gusta el rumbo que llevan esos cambios. Lo raro sería que siguieras siendo la misma. Todo lo que te ha pasado en estos últimos dos años es bueno, y tu cambio es a mejor. Pero, si lo piensas, casi todo lo que le ha pasado a Amaya es malo. Está perdida. Necesita un haz de luz que le haga ver que hay cosas buenas. Y sé que piensas que esa luz es el fútbol, porque para ti lo es, pero tal vez para ella no. Aunque, eso sí, cuando todo se ilumine, es posible que pueda ver el fútbol con otra perspectiva. Lo que no te prometo es que esperemos a que eso pase.