CAPÍTULO I
Cuando por primera vez mi tío Cipriano escuchó a alguien hablarle en otro idioma, pensó que de plano ahora sí se le habían pasado las copas. Sabía que existía el inglés porque le habían contado que al otro lado de la frontera “los güeros” hablaban diferente, pero nunca se había enfrentado a la vorágine de Babel. Por eso enmudeció en el momento en que el policía francés, en los albores de la Gran Guerra, le pidió sus papeles en la minúscula y aterradora frontera de Irún. Con esos antecedentes de inexperiencia parecería mentira que hubiera cargado con el tesoro por la mitad del país, lo ancho del Atlántico y un buen trecho español. Aun así, el pobre tío Cipriano —que nunca ansió la aventura y la tuvo como destino— fue a dar con el ajetreo por crédulo. Porque se le hizo música la política y se embelesó en la ideología que quiso creerle a su causa y a su abanderado. Y, nada, al final estos amores se le hicieron más fuertes que cualquier miedo.
Era el segundo de cuatro hermanos. El vientre de mi abuela, como adelantándose a lo que iba a pasar en el sistema presidencial del país, se hacía fértil cada seis años. Entonces, mi tío Tomás (el mayor) le llevaba dieciocho años a Alicia (la menor y mi mamá), y entre ellos estaban Cipriancito (como al pobre le apodaron hasta en la reminiscencia forzada de su desaparición) y la tía Leonor. Ninguno de los hermanos de mi mamá tuvo descendencia conocida; sólo ella y yo. Por eso no sólo cuento con la libertad, sino que tengo la obligación de confesar esta historia que adquiere derecho a nacer ahora que todos ellos han muerto.
Mi abuela Teresa vivió con la mente entretenida y los sentimientos quietos. Yo no la conocí en físico: su cuerpo se fundió con el tiempo trece años antes de que el mío respirara por primera vez. Sin embargo, la recuerdo nítidamente, como si en serio la hubiera vivido y no fuera más que el mito que siempre ha sido. A su existencia le tocaron épocas de contradicciones y no tuvo más remedio que actuar en consecuencia: armonizando con lo que la vida le iba dando. En esos años a México le entró generosidad en el desgobierno y tuvo, desde su formación en 1821 hasta el nacimiento de mi abuela en 1868, casi cincuenta administraciones con repeticiones de presidentes que un día eran conservadores y al siguiente mejor no. Además, la incipiente patria estaba de moda, pues toda potencia occidental que se dignara de serlo tenía que intervenir, de manera directa o indirecta, en los queveres nacionales.
De esta forma, producto de una de estas injerencias que sacudieron al país en el siglo XIX, nació ilegítimamente mi abuela, sentenció en mayúsculas y con tinta negra el novedosísimo registro civil en su acta de nacimiento. Su padre, junto con cientos de congéneres blancos y barbudos que seguían la ruta comercial en disfraz militar, llegó a Acapulco a bordo de la corbeta Galathée en inverosímil itinerario francés desde Argelia, y en cuanto pudo abandonó las filas marciales para buscar el sueño de oros y minas que refulgía en la altiplanicie mexicana… Y, ya de pasadita, para encargarse de su propia intrusión en las faldas morenas y lampiñas que facilitaban las campesinas fecundas del centro del país. Una de ellas, mi bisabuela, decidió que, después de ser madre soltera de seis hijos, cargar con un estómago extra era algo que ni siquiera iba a rumiar, por lo que en cuanto nació Teresita no encontró mayor propósito que ponerle nombre cristiano y despedirse a perpetuidad de ella a los diez días de nacida, después de una caminata de dos ampollas, bajo una de las frágiles campanas que acariciaban los densos portones del Convento de Bucareli. Sin más preámbulo, mi abuela creció al amparo de la leche de burra, los dichos con los que toda la vida vocalizó su razón y las historias de santos —y no tanto— que las monjas le contaban; y, junto a ellas, elevó para la posteridad su imaginación al grado de certidumbre.
Su infancia transcurrió con una trivialidad hermética en medio de las rutinas felices del convento, queriendo a las religiosas que la arropaban con sus sonrisas chimuelas y sus pechos acojinados, obedeciendo sin miramientos a la madre Benedicta (aunque de pronto chocaban en las pompas de las niñas los votos de castidad, obediencia y pobreza de la monja, que venían anudados en el cordón al cual llamaba “la Justa Razón” y que a veces era todo menos eso). El trajín en Bucareli le descubrió a Teresa una de sus cualidades que a ella se le transfiguraba en un defectazo con el que estaba de acuerdo en vivir. A mi abuela le chocaba que la regañaran porque le daba vergüenza ser el centro de atención, para bien o para mal. Así que, con tal de evitar exponerse aprendió que, para llevar la fiesta en paz con la vida, era mejor esforzarse, pero poquito, y entonces sí dejar que el destino tomara el timón. Cosechó la moraleja de la experiencia en las labores domésticas que más le causaban pesar, como el lavado de la loza. Era preferible dejar los jarros un poquitito sucios porque cuando tallaba de más y se tardaba o rompía alguno, para que aprendiera, en medio de la orquesta de gritos de la monja en turno y las risas de las compañeras, le rasgaban la piel de las manos con los tepalcates. A la sazón se justificaba porque al que mucho se apresura, el trabajo más le dura, y ella qué necesidad tenía de acabar en lapsos arbitrarios si total, a su tiempo maduran las uvas, se convencía. Y abrazó su filosofía: se vale ser mediocre no como meta, sino como resultado.
Además, como buena mexicana sabía que era más fácil adaptarse al sistema que tratar de cambiarlo. Se repetía sus historias y recordaba a san Policarpo, que aguantó las llamas con paciencia y luego tuvo su recompensa. Así pasaba los días: tejiendo razones con hilos de fantasía. No olvidaba agradecer los esporádicos paseos para bañarse en las heladas pero lúdicas aguas del Extoraz, o las tardes antes de prepararse para dormir cuando el reloj de sol indicaba el atardecer y alguna de las hermanas mayores congregaba a todas las niñas en la biblioteca. Allí, se llenaban de hazañas de figuras místicas, de mitología griega, de fábulas e historias que las hacían soñar con mundos insólitos. Las huérfanas del convento no lo sabían, pero tenían la suerte, en una era y geografía desafortunada en particular para su clase social y género, de que las monjas estuvieran preocupadísimas por enseñarles a leer y a escribir; a sembrar y a deducir los ciclos agrícolas; a amaestrar las labores del diario y a preparar el mejor chocolate caliente mientras saboreaban las conversaciones con sus demás compañeras, que eran pocas, y con las religiosas, que eran menos. Mucho más no sabían ni les interesaba.
Mi abuela, por ejemplo, aunque lo recitara múltiples veces al día, no le entendía mucho que digamos al latín. La Biblia, las faenas religiosas y la misa se dictaban así, y ella medio mascullaba el ángelus del mediodía, pero lo que restaba eran las vidas de los santos para adquirir inspiración y justificación de tanta fe porque por fuerza de costumbre se sabían el rito, aunque de allí a entenderlo en serio pues no tanto. De igual forma, una vez a la semana, el asistente espiritual, Fray Gudberto, recorría un par de kilómetros para oficiar y confesar en la capilla consagrada. Fuera de esa presencia masculina, sólo alguno de los ocasionales mozos de labranza ingresaba al recinto, por lo que las niñas estaban acostumbradas a vivir entre estrógenos. Mi abuela Teresa no le guardaba rencor a la vida o a sus padres por el abandono o la indiferencia. Es más, nunca se planteó circunstancia ajena y estuvo siempre conforme con su presente y sus expectativas; tanto que hasta era un ser humano feliz. Teresa siempre fue muy práctica en todos sus asuntos, y para las cosas mundanas era tan aterrizada que parecía que estaba en la luna. La gente que la conocía, incluso, le atribuía poderes extrasensoriales sólo por su capacidad de análisis cotidiano, pero al final, como siempre, la realidad es más generosa que la imaginación.
La fisionomía de mi abuela era el caso aberrante de la congregación que, en su mayoría, defendía un mestizaje bastante homogéneo de tez café con crema, pelos castaños rizados y ojos cincelados. Teresa, en cambio, daba fe de una mezcla genética irreconciliable: sus rasgos chichimecas de nariz pequeña, boca despuntada, frente amplia y cabello lacio como cascada resaltaban con el marco pajizo que le cubría la cabeza, la tez más pálida que el Cristo forastero de la capilla y los ojos más azules que el manto de la Guadalupe, bromeaban sus compañeras. Como agua en aceite, casi como si los genes dominantes del padre se hubieran peleado con los de la madre y al final cada bando hubiera decidido no juntarse sino negociar: bueno, yo no me meto con los ojos, pero me dejas la nariz, y tú no intervienes en la estatura y te quedas con los pómulos. Mi abuela no nació bonita como muchas de sus compañeras, ni se hizo guapa cuando creció. Teresa nomás llamaba la atención por rara y a la gente le gustaba verla, menos por la estética y más como para entenderla. Ella, por supuesto, ya se había acostumbrado bajo protesta al vilipendiado escrutinio público, pero al final, como vivían casi alejadas del mundo, pues quienes la veían ya no le tenían novedad.
Las inauditas monjas permitían que las niñas fueran eso: que gritaran, jugaran, se ensuciaran y se rieran. Siempre recalcando que las cosas del espíritu eran superiores a las materiales. Así que cuando llegaban las horas de rezar —las más importantes, repetían—, o de otras labores de menor seriedad, pero de cualquier manera necesarias, debían hacerse responsables y no había miramientos para darle azotes a la rebelde o mandarla a la celda de castigos cerca del establo, donde no había nada bueno, ni siquiera rayos de luz y la esperanza se cotizaba en arrepentimiento. Eso, quizá, la hacía más aterradora pues la oscuridad agilizaba los temores de la pobre incauta que terminaba allí y entonces surgían las más terribles leyendas que pasaban de boca en boca y de generación en generación. Sólo una vez fue a dar allí mi abuela y con ésa tuvo para hacerse dócil al recibir y ejecutar indicaciones.
El convento había sido concebido de clausura para la vida contemplativa, pero a la madre Pachita se le hizo el corazón de pollo cuando un buen día aparecieron una niña de pañales junto con una canasta que la hacía de moisés subrepticio para otra recién nacida, su hermanita, después deducirían las religiosas. Sor Inés, que entonces fungía como la novicia más joven, avisó aterrada a su superiora del encuentro con las criaturas frente al portón de entrada, pero como el frío de diciembre empezaba a colarse desde las sandalias hasta la médula, fue la propia Pachita quien se apresuró a abrir la puerta para abrigar a las niñas para siempre. Así se empezó a correr la voz de que allí aceptaban pequeñitas “no deseadas”.
La madre Pachita, que desde joven tuvo la sonrisa arrugada, se ensombreció por un tiempo mientras duró el vericueto en el que se vio envuelta porque la diócesis engendró en pantera cuando se enteró de que el uso del suelo conventual estaba siendo violado y se le había eliminado la prerrogativa a la contemplación. Entonces los curas de la ciudad amenazaron a la monja con quitarle su estipendio si continuaba con esa necedad de mantener alojadas criaturas bastardas. Era inútil, para la madre Pachita no había vuelta atrás: de una u otra manera esas niñas —que para entonces rebasaban la decena— pertenecían ya a la congregación, a la familia. El presbítero reviró: envíen a las criaturas a la diócesis de Querétaro donde puedan ser integradas a algún orfanato en forma.
Pero la madre, que únicamente lo era de nombre, quiso serlo también de a de veras y se negó: esas niñas ya eran de allí, por algo las habían dejado en ese portal y no en uno ajeno. Con qué espíritu cristiano vamos a enviarlas a otro lado si nuestras nenas ya han encontrado hogar y amor entre estos hábitos cafés y son arropadas por las montañas que nos cubren. Cómo se podrían llamar entonces hijas de Francisco y Clara si permitían que se cometiera semejante injusticia contra las pobres desafortunadas chiquillas que ya habían resistido suficientes congojos en su corto paso por la vida, le respondió en furiosa misiva al incrédulo Fray David, cuya bondad no rebasaba su sentido del deber que le indicó que mientras las monjas de Bucareli no se cuadraran a las reglas, no iba a haber más presupuesto para ellas. Pachita, como correspondía, lanzó un cónclave interno porque qué necesidad tenían de convertirse en monjas mendicantes si el único defecto que se les veía era el del tesón, y propuso: ¡si no nos dan para el gasto, hagámonos sustentables! Y se hicieron. Empezaron a vender —por temporada hasta Querétaro— zapotes amarillos en conserva y lo que se les fue ocurriendo que podían bajar a ofrecer.
Y se les fueron ocurriendo muchas cosas: mieles, huipiles, ungüentos. El convento de Bucareli, que buen trecho del año era frío, ocasionaba que las niñas y las monjas pasaran gran parte del tiempo remachando sus ajuares y ya se habían hecho fama de buenas tejedoras y hacedoras de ropas, así que habían empezado a incursionar también en la confección de lanas. Tuvieron de su lado al azar y la geografía. La lejanía del recinto envuelto en serranía ayudaba a que los administradores clericales se olvidaran no sólo de los problemas que podía ocasionar, sino que a veces de plano omitían que existía. Además, para cuando hubiera sido momento de poner un alto a la denodada aventura del orfanato, Fray David ya traía el cerebro más preocupado por los rumores de reformas liberales que rugían en la capital, que por las reformas de una monja liberal de la Sierra Gorda, así que se hizo de la vista igual y con los años su anuencia implícita lo llevaría incluso a oficiar los sacramentos para las escuinclas.
Mi abuela cayó en blandito cuando se asomó al mundo y la fueron a dejar en el convento que llevaba más de una década con cambio de vocación. La madre Pachita gozaría durante casi veinte años al ver consolidado “su orfanato” y, cuando murió, supo que su misión de vida había sido cumplida y que el legado que dejaba era más de lo que había podido soñar cuando a los quince años, antes de que existiera el país, había ingresado a la orden. Teresa tenía tan sólo siete años cuando Pachita murió, pero la evocación de la monja era tan intensa para mi abuela que, todas las veces que la mencionaba, como por instinto se llevaba la mano izquierda al pecho en auténtico apego a la etimología de la palabra, porque dicen que recordar viene de allí, del corazón.
Cuando murió Pachita fue sor Benedicta quien se encargó de dirigir el trajín del convento. A la pobre le tocó calzarse unos zapatos muy grandes, y ya con eso no hay forma de plantar un juicio justo; la verdad es que no era mala persona, sólo había tenido una antecesora imposible de igualar, y la inseguridad que tanta presión le acarreaba la llevaba a extremos medio tiránicos. Mi abuela también la quiso muy a su modo y muy por sus modos, pero el cariñito entre ambas fue constante. A la madre le daba por exigirles un poco más a quienes quería más. Por eso, a Teresa le tocaban labores dobles, por eso y porque ya, a partir de los cinco años, las niñas debían hacerse útiles en todos los campos. Desde el de cultivar hasta el de cultivarse, pasando por la cocina, los menesteres del diario y los de los productos que comercializaban.
Lo que sí es que a mi abuela Teresa nomás no se le daba eso de esquilar o de tratar las lanas, estornudaba apenas se acercaba al corral de los borreguitos y prefería canjear sus rutinas porque nadie hacía mejor chocolate que ella. Deshacía las almendras junto al chile de árbol, la vainilla y el azúcar, hirviéndolos de a poquito y espesando la espuma con el molinillo al ritmo de alguna armonía barroca que le llegaba desde el salón del piano hasta que, junto a las fugas, las burbujas empezaban a hacer lo mismo. También era buena para sacar tinturas; le gustaba ir viendo cómo las cochinillas crecían y se aferraban a las pencas, y después de unos meses podía ya recopilarlas y se las llevaba a sor Inés para que se encargara de hervirlas y tostarlas. La monja después les pedía a las niñas que tuviera enfrente que la ayudaran a molerlas en los molcajetes y así iban sacando los rojos para el hilado de rosas que engalanaban sus artesanías. A Teresa lo que más le gustaba era trabajar cerca de sor Inés y de Mariana, quien, a pesar de ser dos años mayor que mi abuela, parecía de cinco menos pues había tenido problemas de crecimiento desde la cuna hasta el metro diez que adquirió como máxima estatura y que compensaba con su enorme estoicismo. Los días en el convento eran completos, con algunos momentos de descanso aunque, desde que salía el sol hasta que se ponía, siempre había algo que hacer y eso las tenía entretenidas en ser felices.
El año de 1882 había contado ya con cinco lunas llenas cuando, a sus catorce años, la abuela Teresa se inauguró en los encuentros que definirían los caminos de su prole. Mientras la luna estabiliza y protege a la Tierra, en mi abuela sus intervenciones causaban desequilibrios mayúsculos; fue así como sus encuentros paranormales se le fueron acomodando a los dictados del cielo. Y a los del suelo, porque la primera posesión inició desde las puntas de los pies con un cosquilleo sin risa; después, el espíritu de la madre Pachita le fue subiendo por los tobillos hasta generarle un calambre en el vientre que la obligó a desmoronarse en la silla donde Mariana había colocado, con esmero, la pasta de hojaldre para las empanadas. No había remedio, bien dicen que, si el loco sentado está, o los pies mueve o cantará, porque el alma de la monja (muerta en ese mismo sitio) se afincó en el pecho de mi abuela Teresa colapsando casi todo su sistema. Extremidades, garganta, reconcomios, todo en ella estaba paralizado salvo su ojo derecho, víctima de una fotofobia distraída. El pánico le duró el segundo que tuvo para preguntarse qué demonios le estaba pasando y, cuando regresó en sí, no supo si reír o llorar frente a la cara de horror de las inaugurales testigos de tan impropia comunicación. No recordaba nada más que el tremendo cansancio del cual era víctima. Sor Inés y Mariana, en cambio, jamás olvidarían ni las palabras ni el tono de la madre Pachita rogándoles que pidieran por su alma, que iluminaran siete veladoras con siete rosarios para su descanso y, sobre todo, que hicieran buen uso del tesoro.
Si no hubieran conocido a Teresa de toda la vida habrían pensado que aquello no era más que un montaje de una joven en busca de atención; entonces la situación era decididamente absurda y hasta hubiera dado risa si no diera. Sin embargo, habían visto y habían oído lo que habían visto y habían oído. Ni modo, tendrían que vivir con eso hasta la eternidad, pero en pudor, acordaron y se callaron futuros chismes. Ajá, repitió mi abuela, si ya se sabe que al buen callar le llaman santo y, en las mujeres, milagroso. Así que medio riéndose de ellas mismas y no, cerraron el capítulo en la capilla donde rezaron y encendieron veladoras en nombre de la difunta revivida en momentáneo usufructo corporal. Nunca supieron a qué se había referido con aquello del tesoro, pero igual se echaron un rosarito por él, no fuera a ser que terminaran como santa Perpetua, indicándole a la muerte cómo habían de morirse —ni lo mande Dios, con esas cosas ni meterse—; se persignaban. Al día siguiente mi abuela amaneció con las sábanas manchadas de rojo: su asociación con la sangre de las mujeres se había firmado mientras dormía y, sin más, asumió que había llegado su tiempo de escoger entre un cambio de vida fuera del convento que había sido su único padre o prepararse para los hábitos perpetuos.