CAPÍTULO IV
Como Cipriano y Tomás habían gozado y padecido ya del destilado etílico que se producía con la cactácea, entendieron que habría que buscar el mentado tesoro debajo de un sotol. Sólo se necesitaron las horas posteriores de la mañana para investigar con las monjas y saber que los pochotes eran los gigantes que con sus ramas cubrían un poco el sol bajo del camino viejo al convento. Cuando el tucán esmeralda entonaba las notas del día, los hermanos se dieron a la tarea botánica de buscar dichas encomiendas y marcaron cuatro posibles locaciones de sotoles debajo de los árboles. Mi abuela Teresa había quedado agotada por el intercambio de espíritu, y los hijos, aunque reconociendo que les había asustado el encuentro cercano con el más allá y que su madre alojara a estos inusuales visitantes, no le confesaron del todo lo que les había transmitido la madre Pachita. Sólo mencionaron lo de los ruegos, por lo que exculparon sus conciencias acompañando a mi abuela a rezar a la capilla, y listo.
Sin embargo, para la otra misión fantasmal acordaron que por la noche excavarían en cada uno de los lugares a ver si encontraban algo. Se les ocurrió, en un arrebato de inocencia, sugerirle a Leonor que se quedara adentro. Pero su hermana, que era necia y consentida, con una mirada les hizo desistir de la segregación. Para todo fin práctico su mamá estaba suficientemente cansada como para no darse cuenta de la ausencia de su hija en la recámara, y sonaba útil un par de manos extra que, si bien no eran fuertes como para palear la tierra, bien podrían sostener una antorcha. Leonor, siendo prácticamente la única fémina en medio de dos hermanos de sangre y ocho primos-hermanos, estaba acostumbrada a ser tratada casi como a uno más, y a sus doce años todavía no había sufrido una verdadera discriminación de género: ¡vamos, hasta sabía leer, escribir, sumar, restar y discutir! (y hasta mejor que la mayoría de sus allegados, presumía).
La tarea les resultó aún más sencilla pues, cuando iban en camino a la primera posible locación, desde lejos ya se distinguían los fuegos fatuos —esas nubes como llamas que dicen son producidas por la oxidación de los metales enterrados—. En tantos otros con mayor imaginación quizás hubiera derivado en visiones terroríficas, en mis tíos simplemente causó escalofríos de emoción (el asunto les parecía aún más divertido tal vez como consecuencia de la monotonía y serenidad que hasta entonces había regido sus vidas). Así que, después de un par de horas de palear y pelear, la tierra empezó a dar de sí y a sonar hueca cuando dieron con la capa roja formada por un yacimiento de sulfuro de mercurio que dejaba entrever los tablones del primer cofre.
Ninguno intentó siquiera ocultar su asombro al descubrirlo. En las noches siguientes harían un inventario del contenido de los tres baúles: 95 escudos pontificios de oro de los años 1678 a 1805; dos medallas del siglo XVIII del Papa Clemente; 1122 reales de ocho escudos de oro y 2354 de plata, acuñadas en los albores de la primera república; cuatro casullas de seda y bordados en hilo de oro y plata en asombroso buen estado, una de ellas con la Virgen de Guadalupe y las otras tres con mezclas de Agnus Deis y cruces flordelisadas, trinitarias y de gloria eterna; restos de telas de lo que debieron ser ¿sotanas?; y dos cálices de plata y uno de oro, entre otras cosas como hachas viejas y artículos de tocador de diversos materiales aderezados con joyas inciertas.
Esa noche se les despertó la ambición del dinero que traían dormidita y no hubo necesidad de externarlo: los tres hermanos se dieron cuenta de que con todo y repartiéndose los contenidos de uno solo de los cofres ya se habían quitado de pobres hasta nuevo aviso. También sabían que, de enterarse de semejante hallazgo, el linaje franciscano de doña Teresa los hubiera conminado a deshacerse de él a la de tres, hasta podían escucharla sentenciando que “agua fresca la da el jarro, no de plata sino de barro”. Entonces, bajo sus fallos irrevocables en cuanto a que de la fortuna no esperes lo que de tu trabajo no obtuvieres, y de que mientras tuvieran amor-techo-cobijo-y-alimento no había otra necesidad, los habría forzado a desprenderse de esas posesiones antes de encariñarse con ellas. Mi abuela era tan extremista en su repulsión a los bienes materiales que sentenciaba que apenas aparecía el dinero, desaparecía la familia; y eso, para ella, era el único oro que valía.
Era inútil tratar de argumentarle en contra porque lo veía con repulsión desde el dogma. Más que su cristianismo, era su franciscanismo lo que le impedía tratar con amor a las riquezas materiales. Por eso ni se molestaron en mencionarle que, mientras la acompañaban en Bucareli por el duelo del abuelo, durante una semana arrullaron el tesoro cada noche, madurando la mejor estrategia para adueñárselo sin avivar suspicacias. Acordaron que esperarían un tiempo para poder llevárselo entero, eso sí, dándole unos cuantos pellizquitos nada más por no dejar, de esta forma estarían cubiertos para cualquier eventualidad y para que su mamá, sin que lo supiera, no sufriera de dinero en el futuro. Después de todo sonaba más a destino que a coincidencia el que hubiera tres cofres enterrados y la madre Pachita les hubiera hablado en exclusiva a esos tres hermanos, se afirmaban como en lavado fraternal de cerebro.
El año de 1913 inició como el más nuevo de todos los años nuevos de la familia Burgos. La ausencia del abuelo se suspiraba todos los días, pero las noticias y los rumores de la calle le anunciaban al tío Cipriano armas y bríos y emancipación. Tío Tomás estaba de vuelta en sus rezos y mi abuela Teresa en Celaya con mi mamá y la tía Leonor, tristeando junto a Consuelo quien, a falta de mi abuelo Fortunato, se había convertido ipso facto en la compañía de lo que le quedaría de vida a Teresa. El progreso y las condiciones del país no se les habían civilizado tanto como para que, muerto el abuelo, hubiera alguna pensión que pudiera mantener a la viuda y a sus hijas menores; pero Cipriano y Tomás se las ingeniaron para hacerle creer a su madre que eran muy trabajadores y que podían con ellos mismos y con ellas tres, así que, gracias a los primeros empeños que hicieron del tesoro, el principio de la viudez y la orfandad les transcurrió a las mujeres Burgos sin mayor precariedad, y hasta con uno que otro lujo impensable en tiempos de Fortunato.
Cipriano, para el horror retraído de mi abuela, se empezaba a involucrar en los afanes políticos, la causa beligerante y sabíadios qué más, pero, siendo honestos, lo que más lo motivaba era el chacoteo, pertenecer a un grupo y estar con la pandilla militar bajo el cobijo del Caudillo rojo que al final le haría ver su negra suerte. Para la faena lo acompañaba su cófrade perpetuo: Justo, el quinto hijo de Ventura y Consuelo quien, dos meses y una frente menor que su primo Cipriano, era, había sido y sería por siempre su exacto par en complicidades y aventuras. Ambos, en las postrimerías de su segunda década de vida, veían en la defensa de sus ideales y en la guerra —sin duda porque la tenían con suficiente distancia como para producir más entusiasmo que miedo— un alegre ímpetu de adrenalina que jamás habían sentido.
El país, en cambio, se desmoronaba en desencuentros con la legalidad. Los casi treinta años dictatoriales de Porfirio Díaz acabaron en exilio en 1911 y en el ascenso del anti-reeleccionista y multi-idealista Francisco I. Madero. La ingenua debilidad democrática que despedía el nuevo presidente fue percibida por mucha gente como peligrosa y desconfiable. Además, sus antecedentes económicos de gran hacendado no le ayudaban para ordenar el caos que regalaban los distintos grupos proletarios y rurales y asociados que cada día le iban agregando reclamos al incipiente gobierno; de allí el oportunismo al que se treparon algunos para que, con menos de dos años de asentado el esfuerzo maderista, reinstauraran el golpestadismo en la nación.
En ese tren acabaron subidos Cipriano y Justo, y en ese camino anduvieron, vestidos de neófitos militares siguiendo los designios acomodaticios del primero que les cantó al oído. Seguían al Caudillo porque era la primera celebridad revolucionaria que les hacía ojitos y se sentían importantes, como que pertenecían a la historia. Entonces cualquier comentario en contra era leña que nomás avivaba el fulgor con el que barnizaron a su paladín. De esta forma, habiendo tantos peces en el mar y caudillos en la revolución, ellos fueron a creerle al que pasaría a los libros de texto como uno de los más grandes traidores de los afanes democráticos nacionales. Pero en ese momento los primos Burgos consideraban que su Caudillo era el único capaz de explicar y solucionar el desorden del país, junto a él sentían que contribuían a una causa mayor que ellos, a una trascendencia que los ponía en un plano moral superior que el de quienes miraban la guerra con la pasividad de las rocas bajo el caudal.
Su Caudillo era una fuerza de la naturaleza inmersa en renovación (a pesar de que el hombre septuagenaba durísimo y de novedad sólo tenía a sus adeptos), el ímpetu que emanaba les pintaba su vulnerabilidad en seguridad. El Caudillo les llenó su sentido de dirección y les dio explicaciones que no sabían que estaban pidiendo. Les gustó la historia que les contó y, sobre todo, el milagro que les ofrecía. Cipriano era un arquitecto frustrado a quien le daba, en sentido nominal y real, casi roña siquiera pensar en que había escandalosos cuya máxima aspiración era destruir simplemente porque ellos no tenían; para él la revolución no se trataba de un cambio radical sino de construir sobre los cimientos y defender las estructuras… y eso que él, para ser francos, no era como que hubiera navegado en una vida de abundancia económica. Así que nada, la idealización de la pobreza y el uso indiscriminado de sus características para defender la barbarie eran, a su parecer, injustificables. Entonces, si para poner orden había que dar de latigazos, pues él se ponía en primera fila para proporcionar los azotes a los revoltosos, cómo no. El miedo a la turba violenta y salvaje ayudó a que su sistema de pensamiento se les convirtiera en régimen de emoción y de acción.
Quizá, como en menor medida el mismo Caudillo, ellos luchaban por un mundo mejor, por una historia que creían sería la correcta y, sin soberbia y con genuina ilusión, veían en su líder a la única opción viable de entre miles, a la figura fuerte, al hombre bueno que podría librar al país de lo que consideraban como la escoria de las masas, de los arrebatos del alebreste social y de las arbitrariedades de los poderosos. Y no hubo razón, ni hechos, ni sentimientos que contrarrestaran el cariñito que le tuvieron hasta el último respiro que dieron por él. Cipriano y Justo, en realidad, sólo eran ingenuos de buena voluntad: estaban tan llenos de fe, tan fundamentados en la creencia del cabecilla, del deber, que se enamoraron de su presente como si no hubiera mañana y se les hizo música la grilla. Total que, aunque no traían bien claro el pleito, igual se fueron a la capital a combatir, llevándose, dentro del itacate, sus ilusiones y el compromiso defensor del país y protector de sus familias para iniciar su vida real de la mano de los usurpadores del primer gobierno democrático del siglo XX mexicano. (Y democrático muy asegún, pues pasarían al menos cuarenta años para que más de la mitad de la población, ésa que quedaría relegada al color rosita, pudiera votar, pero ya se sabe que en los afanes democráticos, como hubiera dicho mi abuela, para uno que madruga, siempre hay otro que no duerme.)
Menos de un año pasó para que Cipriano y Justo consolidaran su fe como hombres de un solo Caudillo quien, a su vez, era hombre sólo de sí mismo. Cuando los primos Burgos se adhirieron al movimiento, le compraron completita la historia de que no todos los rivales valían lo mismo y que el enemigo más cruento hablaba inglés. Por eso había que apoyar a su líder como corolario de la posible intervención estadounidense en los andrajos del país. Como ya se sabía que no iban por buen curso y hasta estaban embargadas las relaciones con Estados Unidos (el principal productor y abastecedor de armas para sus vecinos), era importante buscar un nuevo mercado porque los mexicanos se habían quedado con ganas de dispararse. La revolución iba tomando turnos para ver quién se subía al trono y para eso era necesarísima toda la munición que se encontrara cruzando el Océano.
La misión requería de muchos recursos humanos y materiales; y Cipriano, bajo los efectos del alcohol, del atardecer y de la retórica envolvente de su jefe, se comprometió a contribuir a la causa para defender a la patria en tan noble encomienda, no se diga más, mi General. Poco les creyó el Caudillo hasta que, una semana después, los casi escuincles le llegaron con tremendos sacos llenos de oros y platas y demás menesteres que para todo fin práctico se traducían en bastimento patriótico y victorias potenciales. Con semejante prueba de amor, el Caudillo les organizó una cena de honor y los ascendió en el acto a tenientes y, como tales, los embaucó en la faena de escoltar tan gratuitas y amables riquezas hasta el puerto de Veracruz, donde algún destacado colaborador del gobierno-usurpador (como la historia lo adjetivaría) les haría relevo para concretar la transacción europea.
Los Burgos no se imaginaron que el mar se movía, como que nunca se lo habían cuestionado, por eso cuando lo vieron desde el tren tuvieron miedo, y cuando sumergieron los pies en el agua rieron como los niños que ocultaban ser: todo hacía sentido ahora que entendían que el oleaje era viento en acción y les gustó la sensación de cosquillas cuando la espuma les escocía las ansias. Pasaron unos días felices en el puerto, acostumbrándose al inverosímil calor del invierno en la costa jarocha. El compromiso de mis tíos Cipriano y Justo llegaba hasta el flete del barco donde los valiosísimos sacos que contenían una tercera parte del tesoro habrían de permanecer diecisiete días escondidos en tremendas cajas de madera; pero la faena se les salió de control cuando a la camisa de Cipriano le dio por amigar con un importunísimo clavo a medio camino entre el piso, alguna caja y las ganas de bajarse del vapor que no les correspondía abordar.
Tres veces gritó la sirena despidiéndose y más veces intentaron en vano zafar o romper las ropas que los ataban a su nueva condición de polizones; los toritos de caña que traían en el sistema y que los habían puesto mágicos, quizá, tampoco ayudaron a que sus sentidos se avisparan y pudieran reaccionar más acertadamente a la contingencia. Y, sin mayor glamur, fue como el tesoro de uno de los tres baúles escondidos cerca del Convento de Bucareli terminó embarcado en la improbable aventura trasatlántica de los primos Burgos.