CAPÍTULO VII
Ese mismo día empezaron las sesiones. Para las invocaciones, ordenó mi abuela, sólo podrían estar presentes el General y ella. Los otros militares, si así lo deseaban, podrían hacer tiempo en las banquitas de afuera del rancho porque ya se sabe que logra lo que quiere quien esperar puede, así que ahuecando el ala y a empezar por un poco de agua con romero, sentarse en la mesa, encender las velas, quemar algo de incienso y persignarse que pa’ luego es tarde.
—No, doña Teresa —respingó la sonrisa del General—, ¿deveras cree que si no saludo a Dios en batalla, lo voy a saludar aquí?; yo no me ando con esas jerarquías eclesiales. Ni creo en su Dios, cómo lo voy a andar saludando.
—Yo no tengo espíritu de san Sebastián como para andarlo convirtiendo, General, pero en esta casa el único ateo, y nomás por humildad, es Dios; entonces, si usted quiere que hagamos tratos, se va a tener que aguantar a que aquí uno saluda a Dios como Dios manda. Si las ánimas lo que quieren es llegar ya por fin con Él, pues a Él hay que pedirle que nos las traiga para que se las mandemos, ¿o cómo cree que funciona esto? Mire, yo le voy a decir que no porque usted sea quien es va a venir a imponer sus reglas aquí. Si hasta san Agustín logró quitarse el vicio, cómo no va usted a poder hacer la señal de la cruz.
El General estaba acorralado y no le quedó más remedio que adorar a mi abuela al instante, no porque compartiera sus opiniones, sino porque se le había puesto al brinco dejándolo arrinconado: si no cedía no iba a haber tregua que le trajera a sus espíritus, entonces mejor lo tomó con filosofía y corroboró lo que ya muchos sabían, y es que cuando se estaba en compañía de Teresa de Burgos, no había quien quisiera irse.
—Está bien, doña Teresa, usted gana y en nombredelpadredelhijo… amén. Si usted quiere, yo creo en su Dios cuando estemos aquí, pues.
—Muy bien, General, vamos a llevarnos bien porque pa’ los toros del jaral, los caballos de allá mesmo. Si nomás faltaba que el vino creyera que no hay agua. Hay cosas que son de ser y hay otras cosas que son de creer. Todo el mundo puede creer en lo que a su bien le parezca justo, pero nadie tiene por qué andar dudando que lo que otros creen no es cierto. Yo ahorita le podría decir que no es cierto que yo sea médium y hable con las ánimas, pero si usted ya trae su creencia, quién soy yo para descreerlo. Vea cómo quedó santo Tomás con Jesús por no creer sin ver.
Así fueron creyendo, con cada sesión y tras cada visita del General a las Burgos, él, en lo que le iban diciendo los espíritus que se encontraba mi abuela y que lo llenaban de la paz que no encontraba en batalla; ella, en prácticamente todo lo que le decía su General. Y así, entre las hiperventilaciones de mi abuela después de entrecerrar los ojos bajo la mantilla negra de encaje que le cubría la cara, se mezclaban con la ya de por sí voz grave de Teresa las voces que en ocasiones le reafirmaban al General por dónde ir, cuándo replegarse, cómo lanzar el ataque; las ánimas que, en especial, le reiteraban al hombre lo que quería escuchar: que vencería a todos sus enemigos, que sería el máximo líder, que traería la paz y la prudencia al país: que dejaría un legado.
Tras cada asamblea, cuando el agotamiento transportaba a mi abuela al borde del desmayo, salían sus hijas del cuarto a preparar el chocolate caliente que le ofrecían al General quien, feliz, después de escuchar música para sus oídos, tenía tiempo para relajarse y reírse de las ocurrencias de lo que quedaba de mi abuela, y de las puntadas de mi tía Leonor y mi mamá.
Durante los años que se conocieron, el General y mi abuela Teresa entablaron una amistad basada en el más genuino respeto y admiración mutua. Cuando estaba en la región, lo primero que hacía era tocar la puerta de las Burgos esperando el consejo de los espíritus… y ver a mi tía Leonor. Al ánimo del General le gustaba el descubrimiento y la exclusividad, y el hecho de que mi abuela Teresa invocara sólo para él y fuera novata en sus convocaciones espiritistas la instalaba en un sitio especial dentro de sus simpatías.
Las sesiones eran informales y al final terminaban en consejos de amigos, además de que casi todo el tiempo incluían adelantos de la investigación sobre el paradero de Cipriano y algún “gustito” que el General regalaba a la familia: esencia de lavanda, pañuelos de seda, golosinas para mi mamá o anís para mi abuela. Con las cuentas claras y el chocolate espeso, poco a poco fueron armando su relación de conveniencia.
Mi abuela, para facilitar la llegada de las voces que ayudaban al General, no perdonaba ni un día el pasearse por la Iglesia del Carmen donde se leía completito el periódico que ya había escudriñado el Padre Agustín. Teresa era de las pocas mujeres que en su época sabían leer o estaban interesadas en buscar algo con letras. El padre no veía reparo en “olvidar” las lecturas en alguna banca del atrio, o en la escue la parroquial, pues hasta le causaba gracia cómo la señora Teresa empezaba rezando y terminaba devorando las páginas. Se había encariñado con ella desde épocas ancestrales, cuando supo sus orígenes infantiles en el Convento de Bucareli y, tiempo después, la quiso para siempre cuando atestiguó la entrega alegre de su hijo al seminario, por lo que veía en Teresa a una fiel irredenta que le hacía más bien que mal a la vida.
Aunque escuchó rumores de que a mi abuela se le aparecían las ánimas para hablarle, él desechó cualquier pecado, pues era incapaz de ver maldad en su actuar. Incluso le aplaudía muchas decisiones, como la de ponerle los hábitos carmelitas a la juventud de mi tía Leonor. Cuando mi tía cumplió catorce años, pocos días antes de que el General llegara por primera vez a sus vidas, a mi abuela se le hizo prudente pagar la manda que le había hecho a san Juditas y por eso la pobre Leonor andaba por la vida vestida de hábitos.
Resulta que cuando nació su primera hija, lo que hoy es una dermatitis atópica del lactante, para mi abuela Teresa no podía ser sino una cosa del demonio, o un castigo divino —que quizás era peor—. Tal vez el mal les había llegado por no ser suficientemente agradecida con la vida o por no llamar a la niña por su nombre baptismal, a saber. Igual mi abuela agarró el virus de la culpabilidad que van arrastrando todas las madres frente a cualquier situación de sus hijos. Y entonces cuál médico: mi abuela hizo lo que pensó más adecuado y llevó a su hija a la iglesia para pedirle a san Judas Tadeo a ver si él le resolvía el cutis empedrado y se dedicó por dos años a untarle cuanta cosa escuchó y cuanto menjurje se le presentó por las manos y las ideas.
Total que el santo andaba con deficiencias de oído, porque nada le mejoraba el cutis a la criaturita hasta que, en el verano de su segundo aniversario, la abuela Teresa entró en razón y cesó de embadurnarle sandeces a la chamaca e insistió. La volvió a encomendar con san Juditas, pero aumentó la apuesta: si mejoras a mi niña, le susurró en desespero a la escultura que le sostenía la mirada, te hago la manda de vestirla un año en hábitos. Y, como si a las veladoras se les hubiera iluminado la petición, al día siguiente la piel de mi tía empezó a mejorar y, más de una década después, así celebraría sus catorce años: vestida de monja y sin ganas de hacer gran cosa o hasta de salir al mundo, la verdad.
Pero ni falta que hizo porque el mundo le llegó a la puerta de la casa y, en cuanto vio que el General le ponía atención con todo y su áspero hábito clariso, sus ánimos le regresaron al cuerpo y le inauguraron un huequito de emoción en la panza y un calor súbito al final de las costillas cada que escuchaba la voz del tipo. Al hombre la obsesión por mi tía se le metió por los ojos y a ella la de él por los oídos. Al General le causaba gracia la anécdota y la aventura del hábito mientras le daba entre curiosidad y morbo adivinar y recordar el cuerpo de Leonor detrás de las ondas cafés que se marcaban cuando se movía.
Sin embargo, para tía Leonor todas estas conflagraciones de la vida habían ido mermando su autoestima y le habían ido bajando los humos de a poquito. Leonor había sido la bebé que cantaba más alto, la niña que hablaba más fuerte y empezó a ser la joven que discutía más intensamente hasta que la vida le fue devorando sus ímpetus, cacheteándole cada atribución. Hasta la muerte de su padre, Leonor había sido consentida por todos y la habían hecho sentir la dueña de sus hogares: el nuclear y el extendido en la familia de Ventura y Consuelo, donde su calidad de primogénita le había servido para conquistar caprichos y argumentos.
Poco a poco el destino le fue cambiando y desde hacía tiempo le estaba prohibido jugar con sus primos, ya era una señorita y no debía subir a los árboles o correr con varones, y ni pensar en permitirle asistir a la escuela. Eso sí, mi abuela desde la primera respiración de cada uno se había empeñado en enseñarles cosas básicas a sus hijos, y fue ella quien les descubrió las letras y los números, pero, a pesar de que era bastante progresista para la época, el conservadurismo le salía con sus hijos, particularmente con Leonor que ahora era una mujer en ciernes viviendo en un hogar sin hombres, en un país que medía el tiempo en machismo y estaba en medio de una guerra civil.
Se sabía que los militares de todos los bandos, en mayor o menor medida, se adueñaban de lo que iban encontrando a su paso: mercancías, casas, ganado, cuerpo de mujeres y vidas de hombres; por eso las primeras vivían con el temor de ser ultrajadas y los segundos escondidos hasta nuevo aviso. Con más frecuencia se escuchaban rumores que iban haciéndose noticias con nombres conocidos del vecino a quien habían amarrado a las yuntas de los bueyes, o de violaciones en masas sin turnos; historias de indiscutible terror cercanas a la empatía y la geografía. Los conflictos bélicos, como cualquier otro desastre —natural o artificial— sacan a relucir lo mejor y lo peor de la gente. Y así, aunque algunos defendían su actuar bajo el argumento del bien común o de la causa moralmente más importante, la mayoría se curaba en salud escudándose en ideales mientras actuaban como criminales de guerra.
Mi abuela Teresa se enojaba con la ironía de las atrocidades de los bandoleros que buscaban otorgarles patria a algunos mientras les daban en la madre a otros. La vulnerabilidad que sentía mi abuela, al saberse sola con dos hijas, se le hacía tan grande como fue el alivio cuando las visitas del General se sistematizaron; mejor noticia aún fue cuando el General decidió asignar un par de soldados permanentes que se turnaban en los umbrales del que en otros ayeres había fungido de rancho y ahora era la vecindad donde creció mi familia. Allí estaban, de sol a sombra, custodiando, sin ser tan invasivos, la entrada a la casa de las Burgos y con órdenes de seguir cada paso de las mujeres para que en realidad nunca estuvieran solas. Doña Teresa, a cambio, les llevaba puntualmente los alimentos y el chocolate espeso por la tarde.
Teresa había notado también la electricidad que se producía cuando su hija mayor y el General estaban juntos. No le causaba mucha gracia, la verdad, pero sólo por la edad de su hija. El General entonces era viudo y, hasta eso, el posible maridaje entre él y Leonor no se le hacía tan mala idea. En unos añitos, claro, cuando su niña dejara de ser tan joven como para afianzarse. Mi abuela no se enteró de lo que pasaba tras bambalinas cuando el cansancio de las visitas de los espíritus la dejaba semiconsciente y con las ganas exclusivas de recostarse y apagar los ánimos.
Era todavía otoño cuando por primera vez el General le pidió a Leonor, después de que regresara de acostar a su madre y de recoger las tazas del chocolate, que lo acompañara a la puerta. Allí, detrás de las maderas que la separaban de su hermana menor y del sueño de su madre, mi tía escuchó por primera vez el interés del hombre que la tomó de las manos y le susurró en la oreja cuánto le gustaba y las ganas que tenía de besarla en ese instante. Allí, también, después de cada visita fue oyendo las frases que se repetiría luego, para dormir sonriendo y sentirse especial, cuando el General la azuzaba con que era demasiado bonita como para ser tan tímida, o con lo cuánto le gustaban sus manos y sus labios y las ganas que tenía de sentirlos.
Desde entonces la imaginación, el calor y las ilusiones de mi tía giraron en torno al General, a sus llegadas, y, sobre todo, a esos momentos de la despedida cuando el hombre rebosaba de labia y ella de la ingenuidad que de a poquito iba perdiendo sin que le disgustara tantito. Pero no fue sino hasta el invierno cuando el hombre por fin le robó la castidad a su boca y se adueñó para siempre del futuro de mi tía. Un beso bastó para que, desde entonces y para todo, sellara en su esperanza sus sueños y su amor por él.
Por esas fechas mi abuela empezaba a sospechar, y cuando encontraba lo que sentían los ojos del hombre al ver a su hija, sólo atinaba a insinuar que no, General, si mi niña todavía no sabe hacer tortillas. O trataba de lanzar advertencias de que en esa casa se tendía la cama como Dios mandaba, pero el General la miraba y se reía, negando cualquier insinuación de la señora Teresa.
Ese invierno el frío fue tan brutal que el chocolate les duró poco. Los espíritus de esa tarde no le auguraron un buen inicio de año al General, y mi abuela tampoco le presagió el mejor de los días al hombre: no crea que no he visto cómo mira a mi hija, General. Usted ya tiene un campo arado, no vaya metiéndose en caminos espinados. Usted sabe que yo estoy sola y somos humildes, y también sabe que le guardamos un cariño especial, pero primero va el pellejo y después la camisa. A mí me está poniendo en una situación difícil porque sé que al caballo se le habla bonito cuando se le quiere montar, y que cuando uno conoce a una nueva virgen le reza y le pide algo; y me imagino lo que usted le quiere pedir a mi hija, General, pero lo que no sé es qué le va a rezar y si eso me va a bastar. Yo me encomiendo con san Vicente para que me entienda y pa’ que usted también juzgue que no por querer ir matando víboras en viernes santo, luego me deje a mi niña llorando sobre leche derramada, así que sobre el muerto las coronas y usted a lo suyo, que no se puede chiflar y beber atole al mismo tiempo. Pero al General las conjeturas de mi abuela lo que le provocaban eran cosquillas en la conciencia y se le carcajeaba el alma: ¡Qué cosas dice, doña Teresa! ¡Qué cosas dice!
Un par de semanas después, cuando regresó el General, los espíritus y el clima volvieron a su generosidad. El futuro, como bien habían predicho las ánimas, le dejaría al General estar al frente del ejército que sacaría del poder al Caudillo, pero la victoria absoluta todavía no estaba ganada por completo —como también, acertadamente, habían aclarado—, y era necesario que su bando aplacara los ánimos de los rebeldes de todas las coordenadas que hubiera para apaciguar. Celaya tenía la ventaja de encontrarse a medio camino del país, es más, era el paso obligado del norte a la Ciudad de México —que al final era donde todo se notaba—, así que se reafirmaron los pretextos para instalarse en casa de las Burgos cuando hiciera falta y con mayor frecuencia. Además, el buen humor de mi abuela con el distanciamiento del par de meses anteriores había regresado, y al General le gustaba que casi siempre los diálogos con mi abuela terminaran regalándole risas que iba repartiendo luego en anécdotas para sus compañeros. Como la imposibilidad geoespacial de Teresa.
—¿Qué noticias tiene de arriba, General? —preguntaba mi abuela intrigada por los desarrollos de las guerras en México y en Europa.
—¿Cómo de arriba, doña Teresa?
—De México, pues, General: de la capital.
—Pero si México no está arriba sino debajo de donde estamos —se divertía el hombre.
—Ay, General, ¿de dónde llegan las órdenes si no es de México?, pues de arriba, pues.
Total que a mi abuela no podían hacerla leer un mapa, y arriba estaban Estados Unidos y la capital porque para ella no eran coordenadas geográficas de análisis de cartografías de papel donde el norte arbitrariamente está arriba y el sur, abajo. Para ella las coordenadas importantes eran las jerárquicas, y si las órdenes venían de la capital, pues eran de arriba, y al General le daba risa y se aguantaba más razonamientos necios de la mujer porque, por cada desvarío, había muchas más consignas que lo reconfortaban. Como cuando llegó la primavera de las batallas lesionadas y la depresión y la desesperación que estaban a punto de invadir al hombre más que la gangrena.
—No se impaciente, General. No se olvide nunca que las heridas que se reciben en batalla dan más honra que la que quitan —lo animaba—. En esta vida hay que velar por uno mismo siempre teniendo en cuenta a los demás. Mire que luchar por el bien común es todo menos ordinario, así que si usted se achicopala, también lo hace la mitad del país que cree y siente lo que pasa por sus venas.
Mi abuela se sorprendía de sus palabras. Ella, que había estado tan en contra del conflicto y le había huido tanto a agarrar partido, ahora estaba tan en medio de él, aplaudiéndole y apostando todo por su único e indiscutible gallo. Pero era genuino el cariño que durante todos los meses había ido desarrollando por el hombre, lo había escuchado dar sus razones y le había impugnado algunas, pero muchas otras se las aplaudía no sólo porque sabía que el afecto le llegaba también de regreso, sino que la lógica del General resultaba irrebatible la mayoría de las veces, además, ya estaba cansada de escuchar cañonazos, de respirar miedos y de que esta guerra fuera tan intermitente.
Como si no fuera suficiente para los nervios, se seguía sin saber bien a bien del paradero de Cipriancito, alguna información incluía sitios impronunciables como Geesthacht, pero lo único certero era que el tío no había dado señales a su familia en más de medio año. El General, en cambio, había logrado comunicarse, a través de mi abuela, con innumerables consejeros que le habían atestado infalibles prescripciones como que sería el triunfador de todos los bandos. Al menos su clan en las revueltas ya estaba, en teoría, a cargo del país, pero faltaba domar los arrojos de los septentrionales descontrolados.
Fue en diciembre de 1914 cuando al General le informaron que el cuerpo del tan añorado joven Burgos había sido encontrado, pero no se le hizo prudente dar semejante noticia en el momento. Sin mucha hambre, prefirió tragarse el recado un ratito más. Teresa le hacía falta entera y, si decía lo que sabía, casi que seguro no podría serle útil en lo que vendría a consolidarlo como el finalizador de las convulsiones del país. Mejor se calló la verdad y fue soltando esperanzas simuladas en las supuestas indagatorias sobre el destino del tío.