CAPÍTULO IX

La historia la recordaría como la Gran Guerra nomás como para darle glamur al absurdo, porque el fenómeno desató la turba internacional de pequeñeces humanas. Dándole razón al bautizo, también fue aglutinadora de irreverencias enormes como la muerte de mi tío Cipriano. Fue de las primeras bajas del conflicto, y la suya fue una despedida irónicamente clandestina y no abiertamente idiota como la mayoría de las vidas que se cobró. Después se sabría que, mientras cumplía su deber autoadquirido de ayudar a la causa caudillesca, un traspié administrativo en la fábrica de Herstal habría sentenciado su futuro a tumba. La confusión en el número de serie de la compra (realizada casi al mismo tiempo) de una de las muchas pistolas FN-1910, que tanto los tíos Cipriano y Justo hicieron como los perpetradores del asesinato de los archiduques austriacos en Sarajevo, convertiría por equivocación al incauto mexicano en blanco para los vengadores de la muerte, que sería el pretexto de los primeros golpazos europeos del siglo XX.

El pobre terminó muriéndose un poco también por culpa de la decisión más racista que llevaron a cabo él, Larrenchea y Justo; pero también tampoco: se necesitaba que uno de los Burgos se quedara a cargo de la misión europea mientras el otro supervisaba la primera entrega de armas y municiones compradas, y acordaron que el que tendría mayor camuflaje entre las pieles blanquecinas del continente era Cipriano; y vaya que lo tuvo porque hasta confundido como serbio terminó. Por no querer levantar sospechas con el tumulto en general, las levantó muy en particular con unos de los tantos justicieros del asesinato del archiduque. Después de una noche de cerveza, mientras el tío Cipriano esperaba indicaciones de la gente en México para treparse o no al barco de regreso, un balazo con otra FN-1910 le truncaría ésa y todas sus ulteriores decisiones. Sin más aspaviento, un hombre ordinarísimo era víctima de una muerte extraordinarísima que, al menos, el pobre ni conjeturó ni temió llegar. La noticia, en cambio, hizo estragos en mi familia y estoy segura de que hasta yo he de tener algunos genes descontrolados que todavía no han superado la impresión.

El General había pospuesto dar la noticia que ya sabía desde hacía muchos meses atrás. Primero porque la concentración de Teresa para convocar consejos de ultratumba no le hubiera servido de mucho si a mi abuela le venía un descontrol en los sentimientos. También porque en el verano, cuando mi tía cumplió quince años, por fin pudo deshacerse del hábito con el que había cargado toda una vuelta al sol. Para el General, que no era ciego y que en ocasiones sucumbía a sus instintos, verla en vestido de domingo le daba tal gusto y le removía de tal forma la testosterona que prefirió, ahora que uno de los dos ya estaba vestido de civil, mejor no moverle para poder seguir incitando los acercamientos secretos cerca del pozo. Cada encuentro iba involucrando, de a poquito, un grado más en el descubrimiento entre ambos; con cada visita del General iban consolidando su relación hasta que, pasados los quince años de mi tía, el hombre le advirtió que, como cada vez le era más difícil aguantarse, estuviera preparada por si un día de éstos no pudiera contener su energía. Mi tía era bastante inocente como para no entender del todo, pero estaba adquiriendo experiencia a pasos agigantados y su hipotálamo le iba indicando qué sentir y por dónde, así que supo que su cuerpo iba a terminar perteneciéndole a su amor, como empezaba a llamar al General, que a cambio le dio por michulearla desde entonces.

También hablaban, claro, en especial él y en mayor parte de banalidades, porque al hombre le causaban gracia los silogismos de mi tía, y a ella le gustaba escuchar sus versiones de la guerra, de las otras ciudades que se le rendían y de las cosas que veía. Sólo en ocasiones se ponían trascendentes y el General le daba sus razones de por qué no creía en dioses o grandes teorías; al aire libre y en furtivo fueron construyendo, durante meses, los cimientos de su historia. Mi tía, en ausencia del General, se aferraba a los recuerdos y se sentía única, se creía que, así como él era el non plus ultra en su vida, ella ocupaba el mismo grado de exclusividad en sus andares, por lo que nunca sintió siquiera la curiosidad de plantearle el papel que jugaba en sus planes. El General la llenaba de emociones cuando lo veía y de ilusiones mientras lo esperaba. Todos los días se levantaba con anhelo y se esmeraba en arreglarse y limpiar la casa; todos, incluso el día que les vino con el informe.

Durante el año larguísimo que vivieron sin saber del tío, mi abuela tuvo el tormento silencioso porque su mente, traidora y alebrestada, era un tornillo sin fin que le daba vueltas a sus miedos. Pero siempre confió más en la esperanza, ésa que se aloja detrás del cerebro y que permite, a veces, pedirle compermisito a la razón; se peleaban ambas, y aunque el sexto sentido de Teresa había percibido mucho tiempo antes un doloroso espasmo al final del cérvix, ella se negaba a afirmar sus sospechas y entonces prefirió vivir sin tregua. Hasta que se apareció el otoño que trajo al General con las redundantes e inclementes palabras: traigo-noticias-de-su-hijo, y el vacío en el ombligo que le indicó a mi abuela que ahora sí en serio se le habían separado, a perpetuidad, el cordón umbilical y un cachito del alma. No había respiración que aguantara el desgarre, la opresión, el fin. Y, en sintonía con su emoción, comprimió las manos de sus hijas para indagar cómos y dóndes —por mera educación, la verdad, y porque de lo contrario se hubiera desbarrancado al piso—. También quería saber qué pasaría con el cuerpo: como a una buena franciscana le urgía abrazar la carne de su hijo por última vez para que pudiera reposar, desangrado, junto al suelo eterno que grita a todas horas que polvo somos. Iba a ser imposible: la descomposición y los trancazos europeos habían borrado las formas burocráticas para el regreso a sus orígenes y bla.

¿Cómo iba a trascender de este plano Cipriancito sin los símbolos de la tumba, sin los rituales propios del adiós como Dios mandaba? ¿Cómo entender su ya no estar sin un cuerpo que velar, sin opción de entierro? Eso, quizá, fue el punto de quiebre que le desbalanceó a perpetuidad el sistema inmune a la abuela y, en cuestión de semanas, el demonio que se vulgarizó en estreptococo que aleatorizaba sus estragos entre la población —de por sí epidémica de tanta fatalidad bélica— se adueñó de la temperatura, del pecho y de los ánimos de Teresa, que se lamentaba todos los días por no poder darle santa sepultura a su hijo. Ella, que vivía rodeada de espíritus, lo único que necesitaba era el cuerpo que veinte años antes se le había incrustado abajo del ombligo. Pero ni eso tuvo mi abuela; ni fechas de cuándo, ni explicaciones de cómo, ni porqués. Sólo un qué terrible: Cipriancito está muerto.

Y con ese qué, la incertidumbre, la impotencia, las dudas, porque cuántos meses había pasado sin besar a su hijo, sin escucharlo, sin prepararle el menudo que tanto disfrutaba —nunca más lo cocinaría, sin duda, habría duelo eterno de pancita de res en su casa—. ¿Qué más extrañaría en el día a día de su bebé? ¿Le dio la bendición cuando se fue? ¿Cuál fue la última palabra que le dijo? ¿Por qué se le desvanecía de la mente su Cipriancito de veinte años y no podía sino traerlo de niño llenando un cachito del enorme vacío que se le puso a vivir para la eternidad en el corazón? ¿Cómo seguir una rutina —de qué—, cómo levantarse, para qué si estaba por siempre rota? Cuando murió Fortunato sintió la vejez, pero cuando se enteró de la desgracia de Cipriano respiró la mortandad. Encontraba algo de consuelo en la contradicción y en saber que lo vería en otro plano, pero no le aliviaba del todo la ansiedad de no poder velarlo, de no poder preparar su cuerpo para el después. La muerte de su Cipriancito fue el único evento para el cual no encontró refrán ni santo que le ayudara a externar el dolor, y por eso se lo calló.

Después de dar la noticia de Cipriano, la siguiente vez que el General visitó a las Burgos encontró a una Teresa envejecida, a una Teresa tosijosa, enferma, llena de cal, diferente a la que en el día a día distinguían sus hijas, que por afán de verla empeorar con cada segundo no se habían dado cuenta de la gravedad inminente de su próxima orfandad. La nostalgia de mi tío Cipriano no se le tradujo en lágrima a mi abuela, se le hizo nudo en la garganta, que le fue creciendo y caminando con paso firme hasta amarrarle los pulmones. El mar que no se le cayó a gotas se le hizo tormenta en las entrañas. Durante el día procuraba disimular el dolor para consolar a sus hijas y abstraerse en ellas, pero en la noche le iba agregando estrellas al cielo con los recuerdos remezclados de amargura mientras el malestar corporal le iba enturbiando la fe.

Pero la aflicción corporal era nada frente al vacío que se le incrustó en el presente. Mi abuela, que era muy pragmática en sus dogmas, creía de manera maniquea que había dos tipos de personas: los fuertes para aguantar el dolor físico y los buenos para sobrellevar el emocional. Ella, después de cuatro partos, migrañas constantes y pulmones susceptibles a la flema, se distribuía sin dudar en el grupo de quienes aguantaban dolor corporal. Entonces se tragó la emoción porque no supo manejarla y trató de convencerse de que volvería a abrazar al espíritu de su hijo cuando ella de igual forma fuera inmaterial. Sin dar explicaciones, dejó también de dar sesiones porque no podía con la idea de que en una de esas su hijo se le presentara y ella no pudiera abrazarle el alma. Frente a sus hijas evitaba mostrar el sufrimiento que le subía en el humor. Sus niñas eran sus motores cotidianos y por ellas escarbaba fortaleza del aire; pero por las noches, cuando ya dormían y no había sino torbellinos de sinsentidos, no existían más que las ganas de abrazar los recuerdos y de sumergirse en el dolor que le entumecía por igual el cerebro y el corazón.

Se atormentaba al tratar de digerir la última imagen que como un aviso premonitorio le había enviado su hijo desde Santander: “Que esta foto me acerque a ti si algún día de tu lado me alejo, madrecita”. En su mente, en sus entrañas y en su añoranza, se presentaba su Cipriancito de cuatro años gritándole, entre saltos infantiles, “mira, mamacita, mira lo alto que te quiero”; o su bebé Cipriancito riéndose con los estornudos alérgicos de su madre. Se le aglutinaban los recuerdos y el pasado se le desbordó tanto que no dejó mucho espacio para el presente y casi nada para el futuro. El poco trecho que le quedaba cuando se deslindaba de su vocación mortal lo usaba para las preocupaciones y se atormentaba sabiendo que la vida se le despedía y qué iba a ser de sus niñas. Tomás, que perennemente había tenido un arraigo desprendido, ya estaba hecho y había fundado su casa en el regazo de Dios, se consolaba, pero sus chiquitas todavía dependían de ella y qué iba a ser de ellas. Qué iba a ser de sus hijas ahora que ella también se estaba yendo. Entre rosarios intentaba, sin mucho éxito, consolarse con las máximas de su tocaya, la santa de Jesús, porque “aunque todo lo pierda, sólo Dios basta”, se repetía para creerse en serio que no había mayor razón.

El General fue espaciando más sus visitas, aunque los espíritus que tiempo atrás habían sido generosos en sus designios ahora ya sólo le indicaban a su invocador en los recuerdos que su influencia en los asuntos nacionales era indudable e iba in crescendo. Entonces mi abuela entendió que el General poco necesitaba ya sus servicios y que ambos estaban a mano en su trato, pues la investigación de Cipriano había concluido.

Esa mañana de noviembre, entre el frío que empezaba a anunciarse en la nariz y la audacia de las palabras que se le escapaban, les pidió a Leonor y a Alicia que salieran un rato, y al General que se sentara, por primera vez junto y no frente a ella:

—Mi hija es todavía una niña, General.

—No empiece con eso, Teresa, que sabe que yo sólo tengo buenas intenciones con su familia.

—Usted sabe que yo lo aprecio, pero menos trabajo hay en vivir bien que mal. Yo no me encuentro sana y siento que de ésta sí no voy a salir, sé que es buena persona y que tiene mucho poder: no me vaya a abandonar a mis niñas, no me las desampare, por favor, General.

Y el General, que estaba acostumbrado a ir perdiendo seres queridos por la vida, también respiraba el sopor de la despedida acechante que agobiaba a mi abuela. Sólo entrelazó sus manos a las de ella y le aseguró que mientras pudiera, velaría por el futuro de las Burgos. Teresa, en agradecimiento y en concordancia con su labor de consejera espiritual —pero ahora sin embudos etéreos—, le soltó lo que sería su último dictamen y la estrella máxima en el cielo del hombre que tenía al lado: cuando la guerra se canse y busque un lugar para volverse a dormir, su tarea será cuidarle el sueño, General, buscarle cuna y arrullarla; no se aburra hasta que no lo haya logrado o todo su empeño habrá sido estéril.

A mi abuela morir no le daba miedo, porque se había preparado para ello toda la vida, pero se aferró hasta la última respiración y luchó porque siempre supo que su vida, su sentido, era independiente de las semillas del pasado o de las raíces del futuro. Pero fue inútil. Ni con todo el esfuerzo que hizo por aferrarse a este plano logró deshacerse de la neumonía que tenía de rehenes a sus inhalaciones. “Quia pulvis es et in pulverem reverteris, quia pulvis es et in pulverem reverteris”, repetía conjugando algún rezo aislado mientras intentaba acariciar a sus hijas.

El tiempo jamás fue tan desidiosamente veloz: el seguir extrañando al abuelo Fortunato; la reafirmación de los miedos de la muerte de su hermano Cipriano; la desolación de los novenarios sin cuerpo que velar; la tos premonitoria de su madre, el dolor en los pulmones que hacían desvariar a Teresa con imágenes de ratas comiéndose sus entrañas; el ver a su madre retorcerse de dolor en las noches y no poder dormir por tanto cansancio despierto, con las flemas encendidas, groseramente vivas; el hambre moderada que le continuaba en la impresión; el impasse alrededor; los sonidos de los cañones y fusiles retumbando en la memoria de lo que hasta hacía unos meses había sido su sinfonía diaria; la culpa de asociación entre la prohibición y los besos con el General y la libertad de sentirse mayor a su lado; la parálisis de escuchar la búsqueda de aire y no poder hacer nada por ayudarla; el sufrimiento de ver morir de dolor a quien más quieres; la angustia de saber que ya no hay más cuerpo ni abrazos ni besos que dar; la resignación de saber que hay que crecer porque no hay otro camino; el tenerla en los brazos sintiendo el último segundo que habitó su cuerpo; gritarle al vacío que se quedara, que no la dejara sola, por favor, mamita, no te vayas; la angustia del techo del mundo afincado en sus hombros al mirar a la hermana menor llorando y no poder consolarla de tanto desconsuelo propio; los trámites, la sinrazón, el desamor, la ansiedad, el no poder pensar más allá del siguiente paso, el saber que la vida continúa sin continuar, escuchar a las aves cantar, groseras, al sol insensible salir, a la guerra salirse del presente, llevándose a los padres, a los hermanos, la simplicidad. La maldita guerra ladrona que se había robado, incluso, hasta la ilusión de la certidumbre. Quia pulvis es et in pulverem reverteris. Carajo. Quia pulvis es et in pulverem reverteris.