CAPÍTULO XI
El General llegó, por segunda vez a la vida de mi tía, otra tarde naranja en la terraza del Génova. El reloj estaba acabando con el día cuando se empezaron a escuchar aplausos, y Leonor y María apenas tuvieron tiempo de cambiar la mirada, concentradas en el ejercicio en el que Madame Gerard las tenía absortas, hacia la entrada del hotel. La gente reunida allí, poco a poco, se fue poniendo de pie para darles la bienvenida a los altos mandos del ejército que estaban poniendo orden en el caos capitalino —y de prácticamente todo el país—. De pronto, el futuro se le cayó de la mente a mi tía cuando, desde los vitrales de la terraza, el sol se le incrustó en la espalda mientras, en el pecho, la imagen del General sosteniendo el brazo de otra mujer se le clavó sin cesar en el orgullo. De todos los escenarios que su ilusión había fabricado para el reencuentro con “su hombre”, en ninguno tenía contemplado verlo ajeno. Mucho menos se había imaginado que, para cuando lo volviera a ver, ya iba a estar casado. Ese papel era suyo y ni las náuseas que le duraron lo que restó del día fueron suficientes para aliviar el revoltijo que traía en el alma.
Al pasar, el General la vio y, sin perder la compostura, atinó a saludar inclinando la cabeza sin levantar sospechas propias o ajenas. Sin embargo, Leonor no tuvo que darle más explicaciones a su amiga y, esa tarde, María por primera vez supo que el General era ese general, pero lo que no supo fue cómo consolar a su amiga. No la dejó sola cuando el bellboy subió para avisar que había un caballero que traía un mensaje para doña Leonor Burgos. No, no era el General sino Comillas, el teniente que le indicaba que, a las nueve en punto su jefe estaría esperándola en el restaurante adonde mi tía no bajó. Leonor no quiso, no pudo saber nada del hombre con el que hasta esa tarde había soñado hasta cuando había luz, y se lo hizo saber al emisario. Y también le pidió a María que se quedara esa noche con ella y, gracias a la compañía de su amiga, la soledad no le pesó tanto como el piso.
Tres meses pasaron entre varias notas, flores y pañuelos con lavanda que fueron entregados en la habitación de Leonor hasta que el triunfal General pudo regresar a adueñarse, ahora sí en serio, de la ciudad y de mi tía. Después de mucha insistencia ella aceptó el prospecto de una cena con él, pero no solos: asistirían también María y su padre, quien no disimulaba su felicidad frente a la amistad de su hija con esta muchachita que había resultado más interesante de lo esperado. El reproche llegó en plena codorniz cuando Leonor preguntó por la esposa del General. Al tipo le sobraban palabras y labia, por lo que en un tiro al blanco supo justificar su propio matrimonio: hay cosas que uno tiene que hacer nomás por obligación y no por placer, y ahora le tocó a ella que, casándose conmigo, adquirió el paquete completo, con todo e hijos y responsabilidades de casa; cada quien va cargando con su cruz. Y remató con la mirada cómplice hacia Leonor que, para cuando trajeron las nieves de limón, sentía que a su vida sólo le llegaba frialdad en la cuchara y que, con la compañía del hombre, ya se le habían derretido otra vez el corazón y las piernas.
El General llevaba la victoria y la había vuelto a convencer con el método de las mariposas. De cualquier forma, esa batalla estaba perdida de origen porque mi tía sabía que dentro de los argumentos del General sólo cabía un ego, y no iba a ser el de ella; es más, el hombre tenía la arrogancia tan extensa que ya se le había ido hasta Chapultepec. Una vez que los Ferrol dieron las buenas noches (concertando una nueva cita en cuanto se le liberara la agenda al señor), el reencuentro del porvenir entre Leonor y su hombre dejó de esperar. Ya en privadito el General fue más tajante en su disculpa velada y le manejó la historia de que como luego ya no supo nada de ella pues tuvo que casarse, pero que siempre la había tenido en la mente y que si no viera las fechas de su boda que coincidían con el periodo de ignorancia de su paradero y, bueno, le soltó tal rollote que para esas alturas mi tía ya no sabía si tenía sólo el vestido o también el enojo mal puesto, así que, por si acaso, se quitó ambos. Y se quitaron también hasta las sábanas, y las quejas, y reconciliaron sus diferencias, y sellaron su alianza ilegal.
Mi tía Leonor perdió la virginidad corporal como quien pierde el rumbo en un laberinto, mientras sus ambiciones se le revelaron como maldición y, en abierto desacato a su pudor, la relación que habían tratado de esconder de mi abuela Teresa (descansante en paz) intentaron también disimularla ahora del resto del mundo que todavía no descansaba en paz. Les gustaba la adrenalina de sus encuentros clandestinos, ahora entre cuatro paredes y como de costumbre en furtivo, y eso les fomentaba la adicción y la dopamina. Desde entonces, el único acto que no llevaron a cabo fue el nupcial. Para el General la cosa era simple, pues veía su matrimonio como adyacente a su vida amorosa y, ésta, a su cremallera. Leonor acaso buscó por un momento consuelo en la idea de que ella, por conocer al General desde antes de estar casado, había generado alguna jurisprudencia y por eso lo que hacía no era necesariamente malo. De cualquier forma, haber cambiado los confines de su nido por las extremidades del General le daba la premisa de la libertad que sentía al jugar con fuego y prefirió no instaurarse juicios de valor que le nublaran aquellos días de felicidad condensada cuando estaba en las palabras de su hombre. No les pidió a los astros que el hombre que tenía al lado la siguiera viendo y deseando con esos ojos por toda la eternidad, sino que rogó que ella recordara a perpetuidad la felicidad que sentía en esos instantes: cuando el General le sumaba un respiro y muchos abrazos a sus noches.
Después de iniciada su aventura con el General, la religión le empezó a estorbar en serio y comenzó a hacerse abstemia de Dios; si ya de por sí con tanta muerte cercana había sentido al rito y a su ejecutor medio sancionadores, al convertirse en “la otra” decidió mejor subordinar sus principios a sus emociones. No, no es como que en el pecado se sintiera como en casa, sino que mejor se borró cualquier prejuicio subyacente y prefirió deshacerse de mayores monólogos internos porque cerca del hombre, sin telas ni perfumes, con la piel lisa y sus vellos entrelazados, era como se sentía más mujer, más delgada y más llena; con el único propósito que le colmaba de salud el presente, la alegría y las piernas.
Además, durante esos meses de amor escondido pudo respirar una auténtica felicidad que la hacía dejar de sentir el piso y despertar con la sonrisa de boba que no la abandonaba durante el día. ¡Qué más le daba haber canjeado la religión por su amor si al final ambos eran actos de fe! Sí, Leonor siguió creyendo en el General, y ya se sabe que en esta vida no hay algo más poderoso que una creencia para desbancar a otra en convicción. Cada vez que lo besaba mataba más y más su pasado y se hacía de un futuro, aunque fuera clandestino, con el General. Un porvenir que se le convirtió en obsesión porque ya no había manera de razonarles a las emociones. En teoría el General ya residía en la ciudad, pero en la práctica era un visitante que, cuando llegaba, se refugiaba en los brazos de mi tía quien iba y venía al uso del hombre. Tampoco era como que le causara conflicto porque sólo se sentía completa con él adentro, cuando la hacía sentir hasta al universo. Cuando le contaba sus andares y la hacía sentir adulta. Cuando se reían juntos y le redondeaba el presente sintiéndose importante.
Sólo una vez al General le entró curiosidad por el pasado de Leonor, porque cómo le había hecho para hacerse rica de la nada (sabrosa ya estaba, le bromeaba mordiéndole el cuello). Y, cuando la otra medio le contó lo del espíritu de la monja chivata en salvoconducto de su madre, él se desternilló: ¡Ah, qué doña Teresa, caray!
Para cuando afianzó la sospecha de que las faltas que traía eran porque estaba formando vida, el hotel ya venía alojándola desde hacía más de ocho meses y ella llevaba más de cinco despachando allí mismo al General. Quedaba poco de ese año y sobraba el frío cuando le informó al General que tenía dos lunas perdidas. Él, sin impactarse o ponerse serio, le acarició el vientre. Sin preguntarle, se encargó de regresar al día siguiente con el doctor que se adueñó de su vientre y su futuro al meterle las pinzas que le sacaron el producto, buena parte de las paredes del cérvix y un gran cacho de calma en medio de la sangre mezclada con los sueños que todavía ni se había imaginado; bueno, un poco sí, en su inexperiencia rogaba porque al General se le hiciera buena idea tener hijos fuera del matrimonio. Leonor había fantaseado, incluso, con las manitas que tendrían que parecerse a las suyas, forzosamente, y tendría los ojos del General, por favor; si era niña se llamaría como ella, y si era niño, Fortunato, como tendría que ser; entrar a la mercería para comprar las botitas del aparador se le había hecho un exceso, pero verlas durante unos minutos por afuera la llenaron de una ilusión despampanante el día que le contó a María quien, en vez de escandalizarse, le festejó la quimera.
El médico le dijo que se tomara las cápsulas de adormidera y se pusiera compresas calientes en el vientre y la espalda, y que era normal que sangrara un par de días, pero fueron las noches las que se ensañaron contra su ánimo. La segunda, en particular, fue la peor, pues por primera vez mi tía entendió lo que le había sucedido. Ella era la única que había pagado el adulterio del General, se repitió en medio de las pesadillas que le cubrían el horror de estar despierta; y, así, su complexión judeocristiana, que en su versión emancipada había tratado de omitir, la acompañó en la resignación de que su pérdida de maternidad había sido consecuencia de sus actos. Después de aquella noche invernal de 1916, las paredes de su vientre encontraron su costumbre en empujarle cualquier intento de herencia; su primer legrado social terminó siendo una cicatriz personal que nunca sanaría. Y en el altibajo que sería la relación con su hombre, sus sueños se le fueron despertando y se dio cuenta de que ella jamás tomaría decisiones, ni siquiera para sentir, pues su metabolismo emocional estaba a la deriva de lo que al General le pareciera mejor. Como si el cuerpo de Leonor fuera una batalla más que tuviera que ganar a toda costa. Para él lo importante era seguir teniéndola en exclusiva y como estaba: con el vientre plano y las piernas amplias; para cuna ya tenía otra casa con una mujer distinta. Con Leonor, en cambio, era la aventura y la diversión que no iba a arriesgar por una criatura entrometida. Y de esta forma, mientras equilibraba al país, el General inestabilizaba las hormonas de mi tía.
Pasados unos días, el General la visitó con un ramo de flores y unos bombones como único reconocimiento de la orden que había dado sobre el vientre de su chula. Leonor, entre el terror y el cansancio que se le acomodaba al cuerpo, empezó a entender y a resignarse porque estar con el General era firmar la sentencia de que su cuerpo dejaba de ser de ella, de que hasta sus designios fisiológicos le pertenecían a él y era él quien juzgaba, quien determinaba, quien aprobaba y ponía taches. No lloró ni de dolor porque, quizá, se hubiera vuelto loca de no haberse pragmatizado. Y, aunque el sufrimiento se sentía crudo y real, lo agradeció porque ése sí era sólo de ella. La verdadera pena es la que se vive sin testigos, se repetía hasta el cansancio. Aunque se sintió mala madre antes de serlo, mejor se anestesió el corazón y se atiborró por unos meses el duelo en la actitud.
Con sus abortos no tuvo abrazos comunitarios, ni ceremonias o ritos de adiós. Algo internamente, también, se le había muerto y no había forma de velarlo porque nunca supo bien qué. De tanto dolor por un momento sintió que se moría, pero luego lo pensó bien y recapacitó porque lo último que le faltaba era que se muriera, así que se aferró a la vida como pudo y dejó su vocación mortífera para después, pensando en que sin bebés fuera de matrimonio estaba mejor. Lo que sí es que después del legrado fue cuando se dio cuenta de que sus sueños no eran compatibles con los del General, y que lo que estaban construyendo juntos no era un futuro; pero también se dio cuenta de que junto a él se le calentaba hasta el frío y su amor era tan elástico como para que resistiera eso… y quizá más.
La primavera de 1917 le trajo a Tomás la noticia de que lo necesitaban en los poros de la frontera con Guatemala, así que tendría que cambiar de adscripción para el otoño. El panorama de Leonor sola en la ciudad empezó a temblar y, hablándolo con el General, llegaron a la conclusión de que la inminente solución era el matrimonio de mi tía. Con quien se dejara, pero habría que buscarle un hombre porque a su futuro no le convenía traer el apellido sin varón. El General, aparte de carismático, era inteligente y memorioso, y recordó quién podría resultar el marido perfecto para su amante. Pero, antes que nada, afirmó que era importantísimo que Leonor también conociera a su esposa; mi tía primero pensó que era una broma, pero cuando vio en serio que el tipo pretendía meterla en su casa a cenar, espigó los ojos y no le quedó más que seguir con el guion que le tenían programado porque sabía que ya traía perdido el argumento por default.
Para acabarla de amolar, al General se le hizo prudente que Leonor conociera a su mujer y a su futuro marido el mismo día. Al principio Leonor se negó, pero días después, como invariablemente sucedía con las propuestas del General, accedió, pues bien dicen que si no sabes adónde vas, cualquier camino te lleva. Llegó por fin la noche en que Leonor y Tomás se presentaron con verdades y mentiras a medias a cenar en casa de la familia del General: eran hijos de una vieja amiga espiritista que le había dado consejos de guerra importantísimos y Leonor, incluso, era su ahijada. Mi tía se había hecho la idea de que su “rival” era una mujer sosa y tonta. Pero cuando la conoció se dejó sumergir en el abrazo que le propinó y le cayó bien, carajo, para desgracia de su conciencia, la señora oficial del General le cayó muy bien y se dio cuenta de que la esposa del General no era y nunca sería su competencia sino su antípoda rotunda.