CAPÍTULO XII

El Ingeniero era alto, ovalado y reservado. Con sus treinta y dos espigados años era casi tres lustros mayor que su futura esposa. Accedió de inmediato al trato que le propuso el que pronto sería su jefe y, mientras tanto, era un colega más en la administración revolucionaria en curso. Había vivido su niñez y primera juventud en San Luis Potosí, donde seguían radicando su madre, doña Eulalia, y su hermana mayor, Hortensia. Su infantil orfandad paterna, tan sólo a los cuatro años, le había enraizado una madurez extemporánea que, a veces, resultaba francamente ridícula. Tal vez por el yugo de ser la única figura masculina en el hogar, en cuanto pudo, a los diecisiete, emigró a la Ciudad de México para estudiar. Allí se forjó un futuro que, prodigiosamente, había sido capaz de esquivar cualquier inclinación política itinerante. El Ingeniero se notaba por pasar desapercibido y se convertiría en uno de esos hombres relevantes para la vida pública del país, de esos cuyo nombre darían en el futuro referencia a alguna calle.

Aunque venía de una familia con afluencia financiera, el hombre, en sus tres décadas de vida, ya había acumulado notables méritos económicos. Vivía solo en el pequeñito departamento que había comprado hacía más de una década sobre Reforma. Inició su cariño profesional haciendo caminos ajenos pues le tocó pertenecer al grupo de ingenieros que asfaltó las principales avenidas de la ciudad. Desde que llegó a la capital, supo combinar sus estudios con los trabajos que realizó para la Barber Asphalt y, poco a poco, se fue haciendo de un nombre propio ya que sus aportaciones constantemente miraban al futuro: en sus orígenes, la técnica innovadorsísima del concreto hidráulico que acarreaba limpieza en las casas y, sobre todo, beneficios públicos de la modernidad, utilizaba en exclusividad materiales de importación. Al Ingeniero la medida le incomodaba la médula hasta que un buen día logró vender la idea de la reducción de costos que implicaba el uso de cemento y petróleo locales. Le ayudaban los años que había pasado interno en Saint Louis Missouri, y los viajes a la pequeña casa que alquilaba, junto a su madre y hermana, los veranos en San Antonio. A diferencia de muchos de sus compañeros de trabajo, él se sentía muy cómodo cambiando sus palabras de inglés a español y eso lo acercaba a los inversionistas extranjeros que le agarraban cariño porque lo sentían como uno del clan. Entonces combinó a la perfección sus pasiones por los caminos ajenos y los conocimientos en comunicaciones durante su tiempo en la Barber. Allí, desde lo privado, se hizo de conexiones políticas que lo fueron subrayando hasta pertenecer a Ferrocarriles Nacionales, donde trabajaba como superintendente de la División Centro cuando al General se le ocurrió el emparejamiento.

El General, mañoso e ingenioso, supo desde siempre que si algún día la haría de celestino iba a ser con esa pareja, así que, junto a la cortina de la habitación que alojaba a Leonor y a sus encuentros furtivos en el Génova, le dijo a mi tía sus planes mientras regresaba a sus ropas. Leonor, de a poquito, había ido perdiendo junto con los decibeles, su espíritu belicoso y leguleyo, y le compró toditita la historia al General, entonces se autoconvencía de que no veía su inminente futuro de señora-de-alguien como sumisión sino como oportunidad para no levantar sospechas de indecencia si la veían junto al General: al final sí era cierto, pues quién sospecharía de su idilio si ambos estaban casados, suscribía el lavado de cerebro una y otra vez. El General toda la vida la presentó como su ahijada, así que era fácil concederles la tregua del lazo social; ya verían cómo seguir encontrando los espacios de su clandestinidad, pero ahora lo importante era tener el refugio de un hombre que respondiera por la estabilidad de Leonor; para eso, el Ingeniero era irremediablemente perfecto. Nunca se había casado y la soltería le empezaba a incomodar el estado de ánimo y los rumores.

No es como que Leonor fuera por la vida como mucho trueno y poca lluvia o reduciendo hombres al llanto, pero, lo que sea de cada quien, sí era visualmente un partidazo. Mi tía tenía las medidas donde debían estar y, al igual que su hermano Cipriano, su estilo trigueñito hacía buen contraste con los ojos verdes que, como él, había recibido en herencia dominante de su azaroso abuelo materno. Mi tía había nacido en verano, cuando el viento era más salvaje y quizá por eso parecía como si le hubiera soplado desde abajo al nacer. Tenía los pómulos levantados, la nariz respingada y las pestañas como piernas al cielo. Además, su 1.68 armonizaba con el redondeable 1.90 del Ingeniero, por lo que no desproporcionaban ni tantito. No, mi tía no pasaba desapercibida en una sociedad flagrantemente proclive a la idealización de ciertos rasgos no autóctonos. No fue sorpresa que cuando el Ingeniero la conoció supo que su matrimonio con ella iba a ser un exitazo —al menos un triunfo óptico, seguro—. Después de la cena de presentaciones en la casa del General tuvieron cuatro citas: una tarde de té en el Génova, un paseo sabatino por la Alameda, una visita al teatro y una cena en el restaurante Chapultepec donde el Ingeniero le habló por primera vez de matrimonio a Leonor. Mi tía, además de agradarle la vista, le causaba cierta gracia y le hacía sentir mucha paz saber que podía pasar un par de horas con ella sin sentir el aplomo del tiempo y se le dio natural su futuro de a dos incitado por el General.

Si bien el Ingeniero era receloso de su compañero de gabinete, le reconocía una inteligencia superior y un gran pragmatismo; le admiraba la capacidad que tenía de adaptarse a las situaciones y las miras amplias y a largo plazo que expresaba, no sólo del porvenir de los ferrocarriles, sino del país entero. El Ingeniero sabía que era cuestión de tiempo para que el General se convirtiera en presidente, por lo que no le caía nada mal, tampoco, “emparentarse” con él al casarse con su ahijada. Por su parte, después de conocer al Ingeniero, como que a mi tía ya no le estorbó ni tantito la decisión de casarse.

El noviazgo fue muy corto y, dos meses después de conocerla y dos meses antes de la boda, el Ingeniero llevó a mi tía al que sería su hogar. Leonor no dio crédito cuando se plantó por primera vez frente a los fresnos que flanqueaban la puerta de hierro de la casa de cantera rosa y fantasías en la colonia Roma. Con tres entradas (la principal al centro, la de coches al este y la de servicio al oeste), el lugar sólo invitaba a estar adentro. Después de dar cuatro pasos y dos suspiros, Leonor se detuvo al inicio de los escalones y volteó hacia el Ingeniero, con porvenir en los ojos lo abrazó y, sin necesidad de ingresar, murmuró con absoluta certeza: es perfecta. No tuvo que asomarse al sótano, ni ver las tres habitaciones de arriba; no hubo necesidad de admirar el vitral de rosas y lirios que engalanaba la disyuntiva al final de las escaleras para ir de izquierda a derecha a alguno de los pasillos superiores y que iluminaba, presumido, el exterior del recinto mientras recordaba que había sido mandado a hacer en Sevres, siete años antes, cuando la casa se inauguró en ansias estériles de que sus propietarios la ocuparan. En tristeza para los dueños originales (pero para felicidad de los próximos esposos), la casa nunca había sido habitada porque la violencia de los rumores de la guerra los había echado del país. El Ingeniero la compró en descuento en 1915 y dos años después, cuando le propuso matrimonio a mi tía, en vez de darle alguna joya, le dio el metal de las llaves de la propiedad para sellar el auto de formal compromiso.

Mientras otros planeaban su boda, mi tía invirtió el verano en amueblar su casa. María la acompañaba a buscar los menesteres, que si el nogal para fabricar el comedor, que si las telas de damasco y chantilly para las cortinas, que si… ¡vamos! no se escatimó un segundo ni un peso en la misión. Quizá, desde su niñez, Leonor no había sido tan feliz como cuando tuvo la tarea de vestir su casa. Por las mañanas las amigas se cansaban de la faena, y por la tarde cumplían con los requisitos sociales que les ocupaban la mitad del cerebro y el tiempo. Por las noches, cuando se refugiaban en sus camas, Leonor rogaba por poder enamorarse del Ingeniero. Y María, por su parte, pedía que alguien quisiera casarse con ella para poder tener una casa y una historia como la de su amiga. El tiempo jamás fue tan generoso como en esos dos meses de arreglos y novedades.

Cuando faltaba una semana para la boda, Leonor conoció a las viajeras de San Luis Potosí. Le gustó la familia del Ingeniero, y le encantó, sobre todo, que vivieran tan lejos. Recordaba a su mamá reiterando que quien se casa con el violín se lleva la orquesta, pero sonrió porque intuía que a ella no le iba a pesar la sinfonía. La belleza y el porte de doña Eulalia eran abrumadores y mi tía no podía explicarse cómo una mujer tan guapa había tenido hijos tan poco agraciados. Si bien el Ingeniero no era rotundamente feo, distaba mucho de ser un figurín, y Hortensia, ella sí de plano habría salido a otra parentela o de otro útero, pensaba. Sin embargo, fue la calidez de ambas lo que terminó por seducir a mi tía y sentirlas como familia desde el primer abrazo. Menos mal, juzgaba internamente Leonor, hubiera sido un lujo ser fea y mala persona.

A sus treinta y cinco años, a Hortensia ya se le había pasado el arroz y hacía tiempo que había dejado de soñar con casarse. Estaba en paz con la idea de ser compañera de la viudez de su madre y le gustaba navegar por la vida sin rendirle muchas cuentas a nadie. Eso sí, esperaba con más premura y menos demora tener sobrinos, por lo que no dudó en llegar al postre de una de las tantas comidas que hicieron sólo las tres para hacérselo saber a mi tía.

—Ni mi madre ni yo escondemos la edad, querida, por eso el que ahora te integres a nuestra familia nos tiene entusiasmadísimas —se sinceró mientras acercaba su mano izquierda a la de mi tía—. Debe ser difícil pasar por estos momentos sin mujeres de tu familia que puedan guiarte, pero si tienes alguna duda sobre cuál es el mejor momento para que nos crezca la familia o cualquier pregunta al respecto, sé que mamá podrá orientarte mejor. Se te ve en la cara que serás una gran esposa y mejor madre —mi tía se infartó porque, si en algún momento necesitara hablar de su intimidad con el Ingeniero, jamás recurriría a su cuñada o a su suegra. Así que sonriendo agradeció la oferta y se embutió lo que sobraba del puré mientras las otras dos continuaron hablando hasta por los codos de todo y de nada. Sí, le caían bien estas tipas, pero eran más raras que el ánimo que a últimas fechas no la dejaba ni ser feliz ni estar triste, pensaba en tanto agradecía el tenerlas opacando los silencios en su vida.

Se dejó llevar en todas las indicaciones que tanto el General como doña Eulalia planearon para que, en las postrimerías de sus diecisiete años, la ceremonia de matrimonio con el Ingeniero se celebrara en casa del General. Con el aplomo que nunca creyó tener porque, aunque el corazón le temblara, las piernas se le mantenían seguras, se bajó del coche tomando del brazo al General, que orgulloso sostenía a su “ahijada”. La llevaba como había tomado sus últimos años, firme y a su ritmo. Y ella, en paralelo, siguiéndolo, con la eterna creencia de que iba a su lado, pero en realidad siempre un paso detrás de él. Esa tarde la Parroquia de la Romita estaba más fría que las manos heladas de mi tía; el otoño vaticinaba un invierno marca llorarás y no era suficiente abrigo el vestido de seda y tul que Leonor había mandado a traer de París en el Centro Mercantil. Quizá nada hubiera sido bastante para que sus miedos y su conciencia no palpitaran, disfrazados de frigidez, los treinta metros entre el atrio, el altar y lo que le siguió.

Le sonrió el corazón cuando, al fondo, vio a su hermano Tomás, quien oficiaría la misa y asistiría como el único representante de su familia. Ironizó: para su boda había fingido no traer cuna, pero sí cura. Mejor así, pensó Leonor mientras se tocaba el cuello con las yemas de los dedos de su mano derecha y hundía el estómago hasta los huesos para empujar al valor. Qué bueno que no estaban sus padres para verla casarse por un amor mal encausado, qué bien, también, que tampoco estaban los tíos Ventura y Consuelo; hacía mucho que no pensaba en ellos, a Alicia la recordaba como martirio diario y sabía que estaba bien, al menos tendría una familia que ella no le podía ni le quería ofrecer, entonces cuando se le atravesaba el recuerdo de su hermana lo dejaba ir con el mismo mantra: mejor así, mejor así. Aunque un poco también la hacía sentir incómoda saber que se había desentendido de la pequeña y algo de remordimiento le quedaba en un resquicio moral, pero prefería seguir en ese presente que se había construido y no regresar a su vida anterior ni en autorecriminaciones, porque ella sí estaba mejor así que recluida en el anonimato de Celaya. Aquí se sentía de nuevo ella, emancipada, y se cuestionaba para ver si reafirmándose se lo creía en serio, porque era libre, ¿no? La mayoría de las decisiones de su vida las consultaba con el General, pero al final era ella quien firmaba, no había como por qué dudar de su autonomía, ¿cierto? Incluso este matrimonio era y había sido su decisión, no tenía por qué temblar más que de frío, se repitió toda la ceremonia alternando miradas con su hermano, su esposo en trance y su “padrino”: mejor así, mejor así, se repetía mientras sumergía los pies en el piso hasta que le dolía el empeine. Sí, mejor así.

La recepción aglutinó, de una forma u otra, a los principales actores de la política y la escena nacional, y mi tía entró de lleno a su nuevo mundo. El mismísimo presidente, incluso, había enviado un jarrón de bodas junto con una nota disculpándose por su ausencia. Ni el General ni su señora escatimaron atenciones para la concurrencia. En esos momentos, para Leonor su reputación lo era todo y estaba sostenida en la nada; mi tía no presumía pedigree, pero casi nadie en la reciente clase gobernante lo tenía, pues cuando llegó mi tía a la ciudad, la alta alcurnia no dejaba de murmurar sobre la llegada de los advenedizos botudos que cubrían en polvareda a los oficios políticos. Sin embargo, la ventaja de su físico y su juventud le ayudaron a navegar con cara de inocencia cuando le preguntaban sobre sus raíces: venía de un pequeño lugar del Bajío y era muy doloroso hablar de su familia pues habían fallecido con las epidemias del siglo, sólo ella y su hermano Tomás, el padrecito, habían sobrevivido y por eso habían emigrado a la ciudad. Las personas, cuando escuchaban el testimonio, ponían carita de tristeza, le daban palmaditas y cambiaban de tema, por incomodidad para unos y por suerte para ella. El Ingeniero, en cambio, sí gozaba de buena posición y entonces todo se resolvía porque además le gustaba que su estrenada esposa sólo tuviera las virtudes imprescindibles. Ambos, solos y como pareja, encajaban perfecto en las actitudes aspiracionistas de la nueva aristocracia mexicana. Les ayudó muchísimo, casi como corolario, el que la fiesta no iba a pasar desapercibida, pues en esos tiempos de austeridad abundaron comida, arpas, marimbas, bebida y risas. Y también presentaciones. Leonor jamás había conocido a tanta gente tan de sopetón, pero sólo un saludo le caló la médula.

—Mira, Leonor, éste es Sebastián Larrenchea. Estuvo con tu hermano Cipriano en Europa, que te cuente.

El General tenía el peor tacto de la historia y sabía que la noticia revolcaría las emociones de mi tía, y quizá por eso la frialdad de su tono y su partida inmediata. Le costó varias respiraciones y mucho control salir de la impresión, pero cuando lo logró, estiró la mano y le pidió a Larrenchea y a María, su fiel acompañante, que la siguieran al salón de fumadores contiguo para sentarse. Con calma y un vermouth en los labios, Leonor escuchó lo que pudo sobre lo impresionado que estaba Larrenchea con el parecido de la novia y su hermano Cipriano. Y sobre las virtudes y el cariño con el que se expresaba el hombre de los primos Burgos.

—Hace poco vi a su primo Justo. Está haciendo muy buena carrera política en Guanajuato, ¡no sabe cuánto le aprecio! Fue él quien me presentó con el General y desde hacía tiempo tenía ganas de conocerla. Tenía entendido que estaba en la ciudad, pero ya sabe cómo es la vida del General y lo difícil que es poder coordinar los tiempos.

A Leonor no le quedó más remedio que sonreír y tragarse la sal que se le empezaba a formar en los recuerdos, porque hacía mucho tiempo que se había limitado a suprimir a la gente con la que había crecido. No sabía ni había querido saber cómo estaban los suyos en Celaya; incluso, cuando Tomás le informaba de las cartas que él sí respondía, ella le indicaba con el movimiento en desdén de la mano izquierda que nunca había un buen momento para enterarse pues estaba mejor así, sin saber.

Miró nuevamente a Larrenchea y la emboscaron los nervios que ya no le permitieron decir mayor cosa. Por fortuna, el Ingeniero interrumpió para llevar a su esposa a conocer a quién sabe quién, pero antes de despedirse acordaron que tendrían que volverse a ver, por favor, señor Larrenchea. Ya nada pudo seguir disfrutando de la noche, sonreía en automático, pero su mente y sus sentimientos no se desprendían del tipo cuya existencia le era desconocida hasta entonces. Sentía, también, un profundo enojo contra el General por hacerle esto: por presentarle a este hombre cuya presencia provocaría un inminente naufragio neuronal y tendría, desde ese instante y para siempre, un aplastante impacto en la sanidad de sus sentimientos.

En la noche de bodas, el Ingeniero no la tocó. Entró a su cuarto para decirle que estaba muy cansado por el tremendo día que habían vivido, le dio un beso en la frente, le agradeció haber aceptado ser su esposa y se retiró a su cuarto, justo frente al de ella. Mi tía Leonor no pudo conciliar el sueño y, por la mañana, cuando escuchó el final de la obertura de loza en la cocina y la hipnotizaron las risas de su cuñada y suegra, supuso que el desayuno ya estaba listo y bajó. Alma llevaba quince años trabajando para doña Eulalia y era tan discreta que a uno se le olvidaba siquiera que estaba allí. Había empezado a trabajar con la familia desde los dieciséis años, siguiendo a su madre en la faena, por lo que, al saber que el joven se casaba, pidió viajar con las señoras a la Ciudad de México para ocuparse con la recién formada nueva familia, ¡en la capital! Leonor nunca había pensado, siquiera, en contratar gente que trabajara para ella, mucho menos a alguien que casi le doblaba la edad, pero pronto se acostumbró a la cauta presencia de Alma, quien se convertiría en su aliada y terminaría heredando los remanentes del tesoro de Bucareli. Esa tarde, Hortensia y Eulalia regresaron a su rutina potosina y, entonces, por fin, mi tía se sintió dueña de su casa y señora de su presente.

Allí, en su hogar de fantasía, se sucedieron los abortos espontáneos, uno tras otro, durante cinco rojos y groseros años de afrenta evolutiva, desencanto y dolor. En total fueron quince después del legrado en el Génova —en voluntad y no tanto—. Fueron años de miedos tras las faltas de lunas, y los excesos de dudas y reproches autoinfligidos. Allí, en esa casa inaugurada con todas sus ilusiones, también sería donde se deslindaría de la ropa que le estorbaba al General. Y allí, además, donde descubriría que su matrimonio era una absoluta pantalla, no sólo para el mundo.