CAPÍTULO XIII

Hizo falta una tarde paseando por el Parque Roma para que María y Leonor cayeran redonditas ante los encantos de Sebastián Larrenchea (que era como doce propósitos de año nuevo reunidos en un solo hombre). No es como que mi tía quisiera ir por la vida buscando dónde se repartía leche en la mañana, bastante tenía ya con ser recién casada por instrucciones de su amante como para meterle más pueblo a la democracia, pero la voz de Larrenchea le sonaba a nube y no podía sino admirar sus ojos y su parsimonia infinita. Sebastián les narró las aventuras de los Burgos, haciéndoles reseña, incluso, de las voces y los tonos que usaban los primos para admirarse del mundo al que habían subido por error. A Leonor le sublimaban la razón las historias que les contaba y, mientras él hablaba, ella luchaba por disimular los mililitros de saliva en el pavimento o en las mesas del Café Colón junto con el cachito de estómago que se le perdía entre las costillas. Para esas alturas mi tía era escasamente casta, pero sabía que cualquier asunto con Larrenchea iría más allá de una simple complicación, por lo que desde antes de que comenzara una historia de futuro juntos, decidió ponerle fin a la intimidad compartida que empezaban a generar porque ese intento de amor era de a mentiritas y venía anunciado con epitafio.

La resistencia no fue sencilla. Con Sebastián las cosas eran de risa fácil y palabra infinita, y el tipo era todo lo que sus ensueños habrían querido tejerle: la juventud amañada del General, la inapelable concordia del Ingeniero y el imperioso imán orgánico. Sin embargo, como buena fantasía, se le esfumó al despertar y la realidad se le empalmó frente a los antojos la tarde en que, como siempre que hacía cuando tenía que estar a solas con el General, le pidió a Alma que saliera unas horas para emprender varios encargos fuera de la casa y así poder estar a solas ahora con otro hombre. La variedad es que sus ilusiones llevaban tiempo mudando de olores y aferrándose a una realidad alterna donde colocar su vulnerabilidad. Ya no estaba segura de traer bien puesto el amor hacia el General y de pronto sentía que hasta le estorbaba la adrenalina de sus encuentros; y, por más que intentaba darse ánimos, tampoco se le estaba logrando eso de agarrarle pasión al matrimonio. Pero igual se llenaba de peros mientras abría la puerta al hombre impecable que, a veces, la visitaba para contarle historias de su familia perdida.

Por su parte, Larrenchea no había encontrado en nadie el amparo para verbalizar la merma de amor que se le había acumulado en el ayer. Por eso hasta él estaba pasmado con la soltura de su voz relatándole a Leonor el origen de su viudez. Intentó, en ansia ilusoria, reintegrarse las lágrimas mientras arrojaba el raudal que una ajena depresión desdeñada le había atiborrado el horror. Detalló, como entre confesión de parte y absolución propia, su pecado al no haber amado lo suficiente como para entenderle las tristezas, los desbalances químicos a su mujer: como para querer siquiera percibirlos. Revivió, por primera vez con verbos y adjetivos, la añoranza de la pequeña bebé a la cual había visto sólo un par de veces; esa niña en ciernes que había llevado su sangre en las venas, pero no su entusiasmo, quizá ni su apego. Mientras el relato llegaba al vértice, las manos de Leonor desalojaron su cuello para habitar las del hombre que tenía junto a ella. Cuando el contacto escalaba en abrazo, la llave, la puerta, las pisadas tímidas de una y exacerbadas del otro dieron paso a la estridencia en el saludo del General, precedido por la mirada incómoda de Alma anunciando su llegada y el haberse encontrado el coche del militar a unas cuadras de la casa. Y, cómo no la iba a traer hasta acá, ahijadita, pero qué buena sorpresa encontrar al audaz caballero Larrenchea por aquí, ora sí, Almita, organícenos unos tequilitas y algo de botanita que donde hay fiesta de dos siempre puede haber tres, ¿o no, mi Sebastián?

En un segundo, la fábrica de ilusiones que estaba constituyendo mi tía se le quebró en la cabeza en medio de los desorbitados celos de aquél y su propia vulnerabilidad. Qué ganas de mandar al carajo todo, pero bastó otro instante para darse cuenta de que ya había perdido el piso por un hombre, por mera necesidad, ahora no por necedad volvería a hacerlo por otro. Y, sencillamente, decidió adorar aún más a Larrenchea en puro disimulo pues, a pesar de eso, de haberle movido el tapete como terremoto, sus miradas y su aplomo le enseñaban que estaba en ella el poder centrarse, la facultad de volar con los pies muy plantados. Qué hubiera podido ofrecerle. Sebastián se merecía todas las glorias y ella ni de incubadora le hubiera funcionado. Bastantes clandestinos ya eran los esfuerzos laborales del hombre como para ahora echarse en hombros una relación, lo mínimo, ilegal. No, para qué enredar tantas vidas, mejor así, se repetía con las manos en el cuello, es mejor así. Porque, antes, el General le había robado el corazón, y ahora Sebastián Larrenchea se lo devolvía. Si con el General había sentido mariposas en las entrañas, ver a Sebastián le había despertado un enjambre de luciérnagas en los nervios. Pero nada, sobre el muerto las coronas pues dos semanas después el General invitó al Ingeniero y a mi tía a cenar sólo para contarles la maravillosa idea que se le había ocurrido para incrementar la felicidad de su ahijadita porque ¿o no era fabuloso el plan de lograr un futuro matrimonio entre María Ferrol y Sebastián Larrenchea?

Obvio Leonor se guardó las manos sudadas bajo los guantes y el flechazo en el anonimato. Para colmo tuvo que aguantar que el destino le pusiera las ilusiones de su amiga en confidencia para aconsejarla que no importaba si se salía del guion que traía escrito su padre con el porvenir de encontrarle marido mexicanito lleno de plata. Leonor abogaría por el amor de su hija al vasco frente al padre de María para convencerlo de que era un partidazo —porque lo era—. A María Ferrol las cosas se le daban fácilmente: el peinarse, el ser querida y la ilusión; y, a diferencia de Leonor, era de esas personas rarísimas que podía identificar sus miedos y entendía dónde colocarse frente a ellos. Era más fácil que encontrara la felicidad que las llaves de su casa, que invariablemente se le escondían. No tenía filtros verbales y así como le llegaban las soltaba. Pero también sabía adecuar los secretos a sus modulaciones, como cuando se enteraba de que ni su padre ni el que se convertiría en su marido actuaban necesariamente siguiendo las reglas, sino que siempre extendían las leyes para cubrirse a su conveniencia. Mientras no dañaran directamente a terceros, se santiguaba, a ella poco le importaba si los códigos eran elásticos bajo el dominio de sus hombres. Eso sí, tenía muy claro que el dinero no daba felicidad, pero sí facilidad. Además, y quizá porque nunca había estado cerca de la pobreza, tenía la decencia de notar las diferencias de clase y, cuando era prudente, sentirse culpable por ellas e intentar marcar el alto.

Dentro de su fachada de banalidad, era de las pocas personas a quienes valía la pena conocer no sólo en lo abstracto porque estaba como la Luna, reflejando la luz y lo mejor de los demás. Leonor, en cambio, estaba desconectada con ella misma y se había subido a un tren del cual no sabía ni por dónde bajarse, así que se resignó a que el flechazo con Larrenchea y su cercanía con él fueran como las vías del ferrocarril: hechas para estar juntos, pero sin tocarse. Entonces, ahogándose la química irrenunciable entre ambos, y sabiendo que ese intento de amor no iba a ser ni un margen de error, Leonor no pudo ni hacer reflexiones de pánico y fue a venderle la idea a Ferrol porque, por María, todo. Y, claro, qué iba a decir Ferrol, si su María era la niña de sus ojos y al final el dinero no tiene patria.

—Ora sí, cuénteme, mi chula, qué le parece ese Larrenchea —cuando estaba de buen humor, el General le hablaba de usted a mi tía a quien jamás, ni de buenas ni de malas, se le ocurría tutearlo—. No pongas esa cara, niña. No puedes disimular que te gusta el Fulano, si bien sabía yo, tú crees que no, pero bien que te conozco.

—No sé de qué habla —Leonor no alcanzaba a distinguir si el enojo que le subía al ánimo era contra ella, por ser tan transparente, o contra él, por ser tan inclemente.

—Que yo sabía que si conocías a Sebastián te ibas a andar banqueteando por él, por eso mejor te lo presenté hasta que ya fueras la señora del Inge, para que no anduvieras teniendo ojitos para alguien más y que, nomás por si las dudas, el cuernudo fuera otro —se reía—. Ya parece que iba a dejar que te enamoraras así como así y que anduvieras siendo sal de otro tequila que, para colmo, es orujo.

—¡Qué ocurrencias!, si sabe que mi amor y mis ojos son suyos —el General se le acercó e hizo la mueca pícara que era la sonrisa que tanto había conquistado a Leonor y que en ese instante le parecía detestable.

—Ahora me amas, ahora dices que me amas y está bien, pero no voy a arriesgarme a que escojas a alguien que te guste más y me vayas a cambiar. Con el Ingeniero vas a estar bien, con él compartes casa, pero que no se te olvide que la cama sólo conmigo.

—Pero soy su esposa. Bien sabe que también tengo que compartir mi cama con él —el hombre ya no aguantó la risa y, sin más, volvió a sumergirse en Leonor, que permaneció petrificada mientras el General, que tenía el sueño más ligero que su moral, dormitaba.

Lo miró, tumbado junto a ella, y tuvo que tragarse el enojo que se le iba acumulando en la garganta, allí justo donde se forman las palabras de amor y las groserías, y adonde se llevó por unos segundos la angustia y las yemas de los dedos. ¿Desde cuándo le vendría tomando el pelo este tipo? ¿A poco sí de plano su esposa le habría salido de la nada, sin conquista ni tiempos previos? ¿Cuántas más como ella habría? ¿Por qué él sí tenía el derecho de tener a las mujeres que quisiera, incluyendo a otra mujer que hasta llevaba su apellido y zona postal? En cambio a ella, su amante, le impedía estar hasta con su esposo. Volteó hacia otro lado y vio el vestido en el piso, junto a su ánimo, y no necesitó escapar para irse.

Por primera vez odió la presencia de “su amor” por lo que significaba en su vida: sus visitas furtivas en horarios laborales, mientras sabía que su marido no estaría en casa, adonde entraba y salía sin moderación, apropiándose de su cuarto, de su ropa y de su cuerpo mientras ella tenía que pensar cómo pedirle a Alma que saliera para comprar lo que no necesitaba. Estar con dos hombres a la vez dejó de parecerle tan buena idea, pero su drama no le dio vueltas al mundo, no tenía la voluntad para enfrentarse al General, aunque la repulsión sí la empezaba a intuir porque le iba quedando clarito que la confianza se gana día a día y se pierde en un segundo. Pudo formular lo que venía intuyendo desde hacía tiempo: para el General su felicidad nunca iba a ser una prioridad porque, en realidad, no la amaba. Se había desacostumbrado a llorar pues la nariz roja y los ojos saltones le hacían un redundante mal tercio, por lo que se adiestró para secar las lágrimas antes de que fueran expulsadas, pero no dejó de darle vueltas al asunto ni aunque ya estuviera mareada de tanta sal encerrada.

Se le solucionó el presente cuando al Ingeniero le acomodaron giras internacionales y no tuvo más remedio que llevarse con él, en simulación de viaje de bodas, a su recién estrenada esposa. Y como las olas de los mares que cruzaron en vapor, ella se dejó llevar por su nuevo destino. El Ingeniero por fin había logrado labrarse el futuro con su experiencia en los ferrocarriles y pudo venderle la idea al presidente en turno de que él podría traer inversiones extranjeras para más vías y mejores máquinas. Ni tardo ni perezoso, a los seis meses de haber estrenado mujer, la subió a barcos, trenes y coches, y la paseó por el mundo que a ella jamás se le ocurrió que existía. Pisó américas y asias inesperadas, y se trajo consigo un atuendo de samurái que vigilaría el resto de su vida desde el pasillo de las escaleras que mezclaba en estruendoso eclecticismo casullas, cálices y jarrones de porcelana; también importó a la primera pareja de perros pequineses que concibieron un futuro mexicano y que le abriría la curiosidad de las damas del University Club (donde salían los mejores chismes y las peores amistades), que la miraban mezclando envidia y admiración al pasear a semejante par exótico. La primera camada, por supuesto, le abrió las puertas a la excentricidad, pues todas las señoras empezaron a pelearse por ser las elegidas fiduciarias de un cachorro pequinés. Por si fuera poco, el primer éxito internacional que tuvo el Ingeniero no pasaría desapercibido. Un par de años después, cuando se arraigó el gobierno del General, a él le tocó, en gratificación, guiar los nuevos caminos férreos y trazar su futuro de vagones, reforzando su paso por la historia pública de México y alguna que otra calle actual que aún lo conmemora como lo que fue: un hacedor de trayectos.

Aunque aún faltaba sangre para que el General, por fin, consolidara su presente de líder oficial en turno, el país empezaba a estabilizarse y a sentirse en serio en paz. En ese tiempo en que mi tía volvía a perder otro embarazo de incierta paternidad, al General le dio también por profesionalizar su cinismo y entró de lleno a la política al ponerse la banda presidencial y consolidar su liderazgo. Cuando los presentaron en el Bach, un par de años antes de verlo como futuro marido de su amante, el General se burló de los estudios y la alcurnia del Ingeniero: muy bien, mi Inge, conque yendo por la vida asfaltando caminos, ¿entonces te puedo llamar “Chapopote”? El Ingeniero sonrió y se puso al tú por tú contra el machoalfismo de su interlocutor: claro, mi General, mientras usted me permita que cada que lo haga le responda “Cabroncito”. Y, contrario a la tensión que muchos percibieron durante los primeros segundos, la risa del General ante su connato de provocación al Ingeniero selló para la eternidad la especie de amistad que les sobreviviría la existencia. “Ése mi Ingeniero que no se deja, así me gusta, bien sabe que la mejor defensa siempre es el ataque”. El General no perdía la oportunidad de burlarse del Ingeniero y le decía a la par el “Marinerito”, quesque por saber ondear todas las aguas y colocarse en buen puerto sin marearse. Algo de envidia le tenía, y no porque compartiera techo con su amante, qué va. Eso lo venía arrastrando desde antes, quizá porque al General le hubiera gustado —en un universo paralelo— estudiar como lo había hecho el Ingeniero: tener mundo sin forzarlo.

De igual forma, la admiración que sentía por el Ingeniero era innegable; le gustaba la visión a futuro que traía en sus planes de inversiones extranjeras, en sus giras para aportar ideas frescas. Tenemos que reconstruir estas ruinas de país, que las otras naciones nos dejen su lana y explotar nuestra historia, vender esperanza nacionalista, mi Inge, le explicaba orgulloso y animoso. Por eso lo quería en su equipo, “si la cuña pa’ que apriete ha de ser del mismo palo”, y brindaba con él.

Durante la revolución, los derechos del pueblo se iban cambiando de facciones y su dignidad morfizaba al mejor postor, pero la visión del General era transformar al país: institucionalizar y gobernar pragmáticamente para que ese desmadrito de guerra civil no volviera a suceder; en realidad, no había ideología en el actuar del General, sino presión exógena y ambición interna de estar allí porque si no era él, pues quién. Más vale malo conocido que bueno por conocer, se carcajeaba mientras se vendía. El General era perfecto para la misión: tenía suficiente biblioteca y voz de barrio como para hacerlo atractivo y cercano a mucha gente. Muchos juzgaron de vendepatrismo la búsqueda de reconocimiento internacional con la firma de tratados y de reestructuración de deudas, pero lo cierto es que al tipo le tocó llevar a cuestas una carga moral que otros le impusieron y, como él mismo sentenciaba, “el problema no es el líder, sino el primer seguidor”. Era cínico porque podía, además de que no tenía empacho en ser sincerote hasta en sus tranzas —y por eso luego había quienes ni le creían y se reían de sus comentarios—.

En los años de su mandato hubo muchos errores, pero se sofocaron rebeliones, se institucionalizaron las dependencias, se normalizaron las relaciones internacionales y se priorizaron la educación y las artes; apostó a las tecnologías, a la reforma agraria y, si bien no azuzó el anti-catolicismo efervescente en algunos círculos gendarmes, tampoco le importó un comino combatirlo. Aunque se ha de decir: de todas las instituciones que el General ayudó a fundar, el matrimonio de mi tía con el Ingeniero fue de las más estables; además de que supo colocarlos con los pies bien instalados en las vías férreas y los sueños en el horizonte, como el ferrocarril que simbolizaba todos los tiempos y las fiestas y el mundo entero. Así fue como colocó al Ingeniero en la dirección de los Ferrocarriles y a mi tía le tocó viajar por la República en ritmos ajenos dentro de su propio vagón, que se convertiría en el hogar de las fiestas más célebres de la más insigne sociedad mexicana.

El país, en paz, era el antónimo perfecto para el vientre dudoso de mi tía que no podía sostener más células que las suyas, por eso, días después de cumplir veintidós años y al descubrir el secreto del Ingeniero, pudieron por fin, ambos, respirar desde el diafragma. Muy de vez en cuando, la familia de San Luis los visitaba, a veces pedían permiso para pasar Pascuas o Navidad, pero por regla de dos nunca estaban más de dos semanas con ellos y jamás hacían más de dos visitas al año. Ese invierno le tocó que su suegra viera antes que ella la mancha roja en el vestido y chutarse el grito de alarma de doña Eulalia. Llevaba una decena de pérdidas y, aunque ya no se asustaba, le seguía causando conmoción sentir cuando los coágulos se le fugaban del cuerpo. A estas alturas tenía claro que su vientre no iba a ser capaz ya de alojar vida, pero ella tampoco había tenido el valor de aceptarlo en voz alta. Eulalia, al ver tan calmada a su nuera, supo enseguida que aquél no era el primer aborto y la abrazó, llevándosela tres meses a San Luis para apapacharla, distraerla y hacerle saber que ella era importante, con o sin descendencia.

El tiempo de distracción en San Luis le sirvió a Leonor para apreciar la nueva familia a la cual se había metido, aunque no le agarraba bien el modo a la vida de casada. Leonor se imaginaba que su matrimonio no era normal, no es como que se hubieran casado por amor o que ella le fuera fiel a su esposo, al contrario: sus pensamientos y su cuerpo sin variar se descarrilaban hacia el General. Suponía, también, que el Ingeniero no le era del todo fiel. Sospechaba que por eso sólo buscaba su cama cuando contaban las posibles lunas fértiles. Una cosa rara ésta de andar compartiendo el amor de par en nones, se justificaba mi tía y se imaginaba, cuando iban a cenas o fiestas, que el Ingeniero quizá la engañaba con la hija de Comillas, o tal vez con la viuda del notario; en algún momento llegó a ponerse un poco celosa del trato deferencial que le daba a la esposa del Secretario Quintero. Por eso su aspaviento y las arcadas cuando su presente se le pasmó con la imagen que su cerebro jamás hubiera atinado a conjeturar.

Todo ese día había sido un desastre; el General la había dejado plantada y, durante la comida con María, su amiga le acababa de anunciar que Larrenchea tenía que regresar a España y que ella, junto con los dos hijos que el matrimonio ya acumulaba, se iría con él en un par de meses. Leonor sólo quería llegar a casa y dar carpetazo al desastre de jornada que había tenido. Entró sigilosamente pues era claro, por el coche estacionado y el despacho iluminado, que su marido estaba adentro. No quería dar explicaciones o, peor aún, que el Ingeniero empezara a hablar de los temas insensatos del trabajo que, la mayoría de las veces, le parecían soporíferos. Sólo quería ser lechuga: subir, darse un baño caliente y dejar de pensar. Caminaba por el vestíbulo cuando el estruendo la hizo retroceder e imaginar calamidades. “¿Estás bien?”, gritó corriendo hacia el pequeño estudio, pensando que su esposo se había caído. Al abrir la puerta sus ojos no fueron capaces de digerir bien la información y, medio entendiendo y no, se retiró despavorida ante la mirada pasmada y angustiosa de los hombres desnudos que tenía enfrente.

Subió corriendo y se encerró lo más que pudo hasta sumergirse en su horror y sorpresa. Sabía que “esas-perversiones” sucedían, pero jamás había tenido idea de que les pasaran a sus conocidos, mucho menos intuyó que su esposo pudiera ser afeminado. A-fe-mi-na-do, se repetía negándoselo porque para ella el Ingeniero era todo menos femenil. El Ingeniero era considerado, pero enérgico, era protector, un gran proveedor y en la cama era mucho menos gentil que el General —definitivamente mucho más rudo—, por lo tanto, saberlo con otros hombres le resultaba contradictorísimo. Pasó casi tres horas en el agua que en algún momento había estado caliente y hasta que su piel se le había envejecido salió a la recámara; cuando se disponía a meterse a dormir se dio cuenta de que su marido estaba afuera, la había esperado quién sabe cuánto tiempo.

La madera escandalosa de las camas no daba tregua al silencio, así que el Ingeniero supo esperar el momento en que ella estuviera lista para enfundarse en las sábanas y hablarle desde atrás de la puerta. “Leonor, sé que lo que viste te alteró y necesito pedirte una disculpa, no sirve de nada seguirnos engañando, sé que tú también te ves con alguien más, no voy a decir quién, pues está de más mencionarlo. No sé si te imaginabas que yo también tenía otras relaciones, quizá no, y siento que te hayas enterado de esta forma, de verdad lamento mucho haberte lastimado.” Le temblaba la voz y se escuchaba verdaderamente preocupado. “Me gustan los hombres”, continuó después de un buen rato de silencio, “éste soy y toda la vida he sido así: me gusta estar con hombres”. No pudo continuar, pues su conciencia y represión se le desataron en un torrente de lágrimas que impidió cualquier otra comunicación. Esa noche, algo en Leonor también se quebró y, como siempre, deseó como nunca un abrazo de su mamá; o sumergirse en la suavidad carnosa de tía Consuelo. Pensó regresar, en ese instante, a su pasado en Celaya, pero tuvo vergüenza de su presente y no encontró ni cuerpo ni cara para ir a decirle a Alicia que le había ganado el egoísmo. Escuchando a su marido llorar, intentó compartir el llanto con él, pero sólo atinó a dormirse coordinando el ritmo de sus sollozos.

No hablaron más del asunto, pero, con casi cinco años de casados, el Ingeniero y mi tía dejaron de tener intimidad bíblica y la cambiaron por la de en serio, por la que les duraría para la eternidad. El cariño se les creció cuando por fin pudieron ser honestos y no necesitaron demostrar lo que no eran frente a sí mismos. Por primera vez mi tía se descubrió en un hombre y se sintió segura de tener al Ingeniero en su vida porque, entre otras cosas, su día a día era lo más llevadero del mundo a su lado. Le gustaba que, cada que mi tía encontraba alguna araña o bicho en su cuarto, el Ingeniero corría a ayudarla y, en lugar de matar al intruso, se las ingeniaba para capturarlo en el pañuelo y regresarlo al exterior con extrema prudencia. ¿Y si regresa y nos pica?, se angustiaba Leonor. Que regrese, ya encontró el camino, si no atacó antes cuando se sabía anónima, no lo hará ahora que sabemos que existe. Con sus argumentos contundentes e irrebatibles, le fue devolviendo a mi tía la fe en sí misma y en los demás.

Leonor amaba que le hiciera masajes en los pies y que se rieran criticando la vestimenta de las señoras que trataban mal a los meseros de los clubes sociales. Se hicieron tan amigos que hasta el General empezó a notarlo y no le gustó naditita, la verdad. Seguía manteniendo los encuentros con mi tía que, en afanes esquizofrénicos, de tanto odiarlo volvía a quererlo de nuevo y cedía reiteradamente su área de influencia para regresar a detestarlo al ratito. Y, claro, el General reaccionó y empezó a ser más posesivo y a pedirle a mi tía que ya no se presentara en los eventos junto con el Ingeniero. Pero Leonor estaba creciendo y los vínculos políticos del Ingeniero también, mientras que lo que iba disminuyendo era el control del General sobre los pasos de mi tía, y eso le incomodaba hasta el tuétano.