CAPÍTULO XIV
Los Larrenchea pasaban largas temporadas en México pues, apenas se asomaba el invierno, María se ocultaba en las maletas que atiborraba de encurtidos y evocaciones aztecas que durante el resto del año no sentía. En consecuencia, eran asiduos visitantes del comedor de tía Leonor. Al Ingeniero, Sebastián se le hacía el tipo más interesante y útil que el paso por la vida de mi tía le hubiera aportado; además, María le llenaba las sobremesas de carcajadas, así que era el primero en preguntar cuándo volverían sus compadres. Mi tía revivía el pequeño duelo del revoltijo abdominal que se le seguía aglutinando cuando escuchaba a Sebastián, pero estar con su amiga siempre era la prórroga que le permitía disfrutar sus presencias, entonces mejor así. El Ingeniero sabía, porque Leonor le había contado, que algo entre ella y Larrenchea se había quedado en fantasía. Cuando su mujer miraba con añoranza de nada al esposo de su amiga, le causaba gracia por el esfuerzo que hacían por disimular el pasado que no existió; ternura, porque Leonor no había logrado el amor de verdad; y algo de celos porque al final las mujeres habían de pertenecer a sus hombres. Empezaba a colarse hasta por la cantera el calor de la ciudad que refulgía en abril, y tía Leonor y el Ingeniero se preparaban para emprender una gira de varias decenas de días por Europa.
Al saber del viaje en puerta de Leonor y el Ingeniero, Larrenchea describió, casi como en clave de Fa, cómo en otra vida había conocido a dos primos en Veracruz. Cómo se había hecho amigo de ellos entre las olas y cómo la marea los había llevado a destinos discordantes. Entre las anécdotas que le erizaron la punta de la nariz a Leonor mientras humedecían las memorias de Sebastián, contó cómo supo que su amigo Cipriano había muerto. Poco le importaban ya las implicaciones groseras de ese adverbio a mi tía, si bastante le habían atormentado durante los años que llevaba extrañando a su hermano. Le afectó, eso sí, enterarse de que había sido Sebastián quien había indagado el paradero del cuerpo; que había sido este hombre noble, que se le había presentado tarde en la vida, quien había estado desde temprano bordando las pistas para llevarle a su mamá la paz que nunca pudo tener. Y, como adelantándose al maremoto que estaba ocasionando, Larrenchea venía con el relato ensayado, pues en cuanto dejaba caer los ánimos, los volvía a levantar con algún recuerdo gracioso o un clímax narrativo que le iba ahuyentando las cruces a mi tía.
Sebastián, a pesar de estar exponiendo el pasado, no se encauzó en lo que ya había sucedido y detalló cómo el amor de la vida de su amigo Cipriano, de haberse encumbrado en la vida galante, ahora tenía una “casa de estilo” que era la envidia de Bruselas. Quizás, en ese viaje en que sus amigos iban a recorrer los caminos férreos del ombligo de Europa, podían darse una vuelta para entregarle alguna carta escrita por él a Seraphine Decharneux, sugirió ante la diplomacia afirmativa del Ingeniero y el agradecimiento silencioso de mi tía Leonor por este inesperado regalo que le estaba soltando.
Al Ingeniero las edificaciones europeas le llenaban el alma mientras sus caminos le atiborraban el horror; a él le gustaba la amplitud y la practicidad de las carreteras gringas, y los entresijos europeos le daban escozor en la claustrofobia. A Leonor, en cambio, todo en Europa se le hizo fábula: los castillos de España, los jardines alemanes, los ríos franceses, los últimos pasos hipotéticos de su hermano. Bélgica les quedó a mitad del viaje y, bajo las aquiescencias del embajador mexicano, consiguieron una cita para Leonor en Nos Bijoux, el salón que Seraphine había abierto con financiamiento del tesoro que le había heredado su Cipriano.
El hotel estaba a un suspiro de la Grand Place y muy cerca del salón de belleza de Seraphine. Desde los días previos, Leonor había encontrado cualquier pretexto para pasear y tratar de esbozar, sin éxito, a quien había sido su inédita cuñada. Entró dos veces a la pequeña tienda vecina donde aprovechó para comprarse un brasier que le causó horas de felicidad al Ingeniero, no por el efecto que generaba en el cuerpo de su esposa, sino porque le entretenía el mecanismo de los ganchos que le abrazaban la espalda. A Leonor, en cambio, lo único que le tenía la mente absorta eran las ganas que le quemaban por conocer a Seraphine. Al llegar, una mujer bajita y menuda le sostuvo el abrigo y le preguntó si era la Madame Mexicaine. Mi tía no terminaba de entrar cuando otra mujer, con más estatura y mayor volumen, advirtió que ella se encargaba desde ese momento. Los pocos años de sesiones diarias con Madame Gerard colocaban a Leonor en una situación cómoda para entablar una buena comunicación. Después de elogiarse mutuamente, Seraphine la convenció de hacerse un garçon, total, mi tía nunca había llevado el cabello largolargo y le importaba poco pasar tres horas con los menesteres del permanente, si lo que le hacía más ilusión era observar a esta mujer.
Al terminar, Seraphine le alabó el tono de piel trigueñito que daba la pinta de un verano de playa. Una playa, le dijo a Leonor, que acaricia como la brisa caliente. ¿Sabe? Los mejores días de la vida, sin duda, se encuentran en la añoranza. Yo tuve un amor que todavía tengo, y también tenía piel de costa. Algún día, este encuentro se nos hará igual un bello recuerdo, porque dos personas que han amado tanto a la misma persona no pueden sino quererse también. On va rien dire, mais on se dira tout. Y, sin decirle nada y diciéndole todo, la fundió en sus brazos. Al irse, Leonor sacó del bolso su tarjeta y la carta de Larrenchea que, para estas alturas no era sino una adenda, y le suplicó a Seraphine que se mantuvieran en contacto. Un par de pasos después, Seraphine se asomó a la calle agradeciéndole de nueva cuenta a Leonor su visita. Pero algo en la dicha de mi tía le indicaba que, en realidad, era ella quien estaba agradecida por saber que los últimos meses de vida de su hermano habían sido felices por la presencia contagiosa de esta, hasta hacía poco tiempo, impensable mujer.
A mi tía Leonor le cayó de perlas que, al terminar el mandato del General, el hombre decidiera retirarse de la vida política, de la ciudad y de su cama por un buen rato. Se dedicó, feliz, a viajar con el Ingeniero por el país y el mundo, a hacer amigos y a disfrutar de los que ya tenía: sin rendir cuentas ni pleitesías. Estuvo plena ese largo tiempo sin el General. Claro, lo extrañaba lo suficiente como para ponerle buena cara un par de veces al año en que el hombre viajaba a la capital, pero sudó frío cuando supo que regresaba a los reflectores de la política nacional porque eso implicaba muchísimas cosas, entre ellas que lo tendría otra vez metido en sus días cuando se le diera la gana. Poco tenía ya en común con él (si acaso alguna vez había tenido algo): la costumbre, la historia vivida y el recelo mutuo. En el lapso de ausencias había dejado de recordar su olor y cómo se le enchinaban las ideas cuando oía su voz. A veces sentía que lo único que extrañaba del General era la juventud y la inocencia que se le habían gastado a su lado. Había perdido el interés por conocerlo más y, peor aún, había perdido la ilusión de que él fuera el testigo de su vida; vamos, ya no soñaba con él ni dormida ni despierta y, quizá, sentía cierta añoranza medio bipolar por el amigo que nunca había sido. Era como si el corazón se le hubiera anestesiado y de la gran pasión que había sido el General en su vida, ahora, si bien le iba, sólo quedaban suspiros machucados.
Por esos años, mi mamá, que había sido la luz de los tíos Consuelo y Ventura, se casó y el amor se la llevó a iluminar la capital, explicaban. Alicia se había comprometido tarde, a los veintiún años; eso sí, no perdió el tiempo, diría, pues me tuvo a los veintidós. Muchas veces pensó en buscar a mi tía Leonor, sabía que estaba en la ciudad, en una posición acomodada con vínculos estrechos con gente poderosa, pero no la veía desde que tenía nueve años, nunca había intentado comunicarse con ella de ninguna manera. Alicia, con la decepción a cuestas, asimiló que era mejor no acercarse a su hermana, aunque le pudiera muchísimo el olvido en que la había sumergido. Se escribía con Tomás, sí, pero en realidad la diferencia de edad, de geografía e intereses les había hecho un abismo constante en la relación.
De todas formas, le dolía que a sus hermanos su futuro les hubiera sido tan absolutamente indiferente. Ellos sabían tan bien como ella que amparo con Ventura y Consuelo nunca le faltaría, que sería una más en ese nuevo y familiar clan. Pero a mi mamá el rechazo tan visible de sus más allegados siempre la afligía y, como no le encontraba explicación, dejó de buscársela y se tragó en cuanto pudo los recuerdos de su primera familia. En cambio, buscó al General para informarle que, después de la muerte de Ventura, Consuelo necesitaba tratamiento especializado: el cáncer indómito era un cúmulo de protuberancias que no les daban tregua ni a la angustia ni al estómago. El General envió notas personalizadas para que fuera ingresada en el hospital militar de la región, donde recibió la mejor atención paliativa antes de morir. Siguió personalmente el caso hasta acompañar un rato en el sepelio a mi mamá y al titipuchal de hijos y nietos que habían acumulado Consuelo y Ventura en su paso por la vida.
Nada de esto le decía el General a mi tía Leonor. Nada de su familia, pues. Y tampoco era como si ella estuviera preguntando, entonces de eso no hablaban; aunque en realidad pocas eran las cosas que se decían cuando el General la visitaba. Ya mi tía ni le discutía sus arrebatos, como cuando al General le rebasó la repugnancia al ver a Leonor usando un brasier. ¿Qué es esta cosa? ¿De dónde salió? No lo vuelvas a usar; no me gusta y te ves mal. El General sabía que en el México en el que vivía los presidentes se hacían a balazos, e intuía que su destino iba hacia allá; quizá por eso en esos tiempos andaba con el humor disparejo. Le caía gordo todo, sobre todo el país que pretendía volver a gobernar y por el que andaba de gira en gira y de reunión en reunión. Esa noche, en particular, le daba lo mismo estarse comportando como un imbécil integral. Durante la cena que había organizado mi tía para el recién estrenado embajador de España, Leonor contó sonriente la sorpresa que se había llevado el Ingeniero cuando, días antes, le había comentado que su gran ilusión era trabajar. A mi tía Leonor la habían criado para ser escuchada en un mundo en el que las mujeres sólo nacían para ser vistas, pero mi tía tenía ganas, capacidad y energía para hacer cosas.
Sin embargo, el infortunio venía junto con pegado, porque en sus tiempos la sociedad mexicana se encargaba de replegar muy bien al sexo-débil bajo el cobijo del hogar, y eran pocas las que salían en fotos o se notaban de alguna forma pública. Leonor contó que días atrás, durante el desayuno, le había informado al Ingeniero que estaba buscando trabajo y que la habían invitado a participar en un proyecto de la revista heredera de Mujer Moderna. El Ingeniero la había mirado con auténtica sorpresa y cuestionó lo que seguía preguntándose: ¿para qué quieres salir a trabajar? ¿No tienes suficiente con llevar la casa, no te bastan las caridades, necesitas otra cocinera? Leonor había comentado la anécdota buscando el apoyo de la esposa del embajador, que traía también una intensa agenda sufragista, pero quien se adueñó del podio fue, claro, el General.
—¡Pero qué ocurrencias, qué podría hacer mi ahijadita que no fuera dar órdenes en la cocina e irse a peinar! —lanzó como una flecha que se le clavó a Leonor en la felicidad y, esperando a que los demás terminaran de reírse junto con el General, cambió de tema para la posteridad. Su furia contra el tipo era tan grande que podía quemar cenizas. Casi al término de la cena, el General procuró quedarse a solas con Leonor y advertirle que pasaría al día siguiente a visitarla, mientras ella sumergía los pies en el parquet hasta sentirlo en la coronilla. Por primera vez, la confianza en las palabras de mi tía tuteándolo le cayeron como bomba al hombre, al tiempo que le apachurraron un poquito el ego. Ya no.
—¿Cómo que ya no? ¿Ya no qué?
—Ya no vas a venir, ya no vas a estar así en mi vida. Se acabó.
—¡Vaya! —se rio incrédulo—. Bueno, pero si tu españolete se casó con tu mejor amiga y se te fue, lo único que se me ocurre para que ya no quieras estar conmigo es que te enamoraste del marica —le dijo el General medio sonriendo dentro de su sorpresa. Leonor soltó una risa corta, casi un sarcasmo, mientras se alejaba de él: “No, me enamoré de mí y ya no te quiero así en mi vida”. Con tal de que te vayas, aunque te vaya bien, pensó recordando a su mamá diciéndolo y por un instante la remembranza de su madre la quebró, pero se volvió a acicalar el valor e insistió: ya no. Adiós a las cosas malas y a las buenas porque todas duelen, hasta las pupilas que hacía tiempo habían dejado de dilatarse cuando lo veía y ahora le fruncían por igual los párpados y el carácter. Mejor así: con despedida de hasta nunca y no de hasta luego como siempre. Mejor así: sin él y con ella.
Al General le había perdonado casi todo y cualquier cosa hasta esa bendita noche en que se dio cuenta de que lo hacía porque al final era ella quien necesitaba perdonarse. Que buena parte de su existencia había sido su peor jueza y no había logrado indultarse por el rencor que le guardaba al destino, por el abandono de sus sueños, de su pasado, de su vida, por el mal uso del tesoro, por haber vivido tantas mentiras hasta ser capaz de creérselas. Por no haberle entendido a su mamá que ella importaba, que era su tesoro; que había sido preciosa, que valía más que lo que aquel hombre había estado dispuesto a regatearle. Que, tal vez, podría volver a ser valiosa para alguien, quizá hasta para ella misma. Se dio cuenta de cuál era el valor que necesitaba para liberarse. Ya no, y era mejor así.
—Tu hermana, Alicia, vive en México desde hace varios meses, está casada con un obrero de Ferrocarriles y tiene una hija; tu tío murió en el ‘26 y Consuelo falleció el mes pasado, fui al sepelio —la hirió el General poniéndole pausa a los pasos que apresuraban la ruta de Leonor hacia el vestíbulo.
—Eres un desgraciado —atinó a decirle sin saber que ésas serían las últimas palabras que le dirigiría.
Lo esporádico de las cartas de Tomás era cada vez más proporcional a su efusividad. Había renunciado al sacerdocio después de haberse enamorado, en Quetzaltenango, de una viuda ya mayor. Junto a ella había inaugurado un albergue de huérfanos a quienes se les instruía en historias de santos y producción de chocolate. Leonor le escribió que Alicia estaba en la ciudad; que Alicia, su marido y su hija estaban viviendo en la ciudad porque ya no existían los tíos. Pero qué te digo yo, si seguro ya lo sabes, Tomás, y procuraste decírmelo mientras yo miraba hacia otro lado. Aun así necesito decirte, también, que el General me contó que, además, nuestro cuñado es obrero de Ferrocarriles (¿sabes tú su nombre? El lunes a primera hora iré a la oficina del secretario del General a ver si alguien me da informes, no quiero mortificar a mi marido con esto, imagínate que se entera de que abandoné a mi hermana, qué va a pensar de mí, yo ya no sé ni qué pensar de mí, Tomás, ¿tú qué piensas de mí, qué crees que piense tu Dios de mí?). El General también mencionó que a duras penas viven bien, ¿qué hago, Tomás? ¿Valdrá la pena involucrar a mi marido para que nos ayude a darle un puesto mejor, para averiguar más del desconocido integrante de la familia? Pero cómo le digo que tengo una hermana de la que me desentendí, se preguntaba mientras desechaba los manuscritos y el remordimiento para otro día. Mejor no, se repetía, mejor dejamos las cosas así.
Tuvo que rogarle a Comillas para que le diera la dirección de su hermana, porque el General no quería ni escuchar el nombre de mi tía. Leonor espió a Alicia un par de meses sin juntar el valor para presentarse frente a ella, para conocer a su bebé —la única sobrina que tendría—. Le gustó verla sana, sonriente, alegre: como todo el tiempo había sido, hasta en sus recuerdos; contagiando sonrisas a su característico e insufrible paso lento. Se aprendió sus rutinas y sobornó a sus marchantes abriendo cuentas para que le dejaran los productos más baratos o, de plano, se los regalaran; contactó a la portera de la vecindad donde vivían, cerca del monumento a Colón, para pagarle por adelantado y en secreto meses de renta, y que a ellos les vendiera la farsa de algún descuento por buenos inquilinos. Quería hacer más, pero no sabía ni qué, ni cómo.
Había ido de compras al Centro, y estaba tan ensimismada que no escuchó al voceador de El Universal gritar sus miedos al público. Fue hasta que vio a la gente correr y sintió la pesadumbre generalizada en el ambiente cuando notó que no había señas de Abelardo, su chofer. Entró a una mercería para preguntar qué estaba sucediendo, pero no necesitó hablar pues en el mostrador varias clientas y las dependientas leían aterradas el titular del vespertino que les recordaba los horrorosos presagios de su pasado reciente: el General acababa de ser acribillado. Caminó, desorientada y con poca respiración, hasta toparse con unos concheros que bailaban concentrados en sus pies sin preocuparse por los de los demás; les tuvo envidia porque ella hubiera querido también estar en ese trance, pero en ese instante no podía ni gobernarse a ella misma, mucho menos hubiera podido sostener algún ritmo. El olor a copal le asfixiaba hasta las lágrimas licuadas de la tráquea.
Quiso encontrar algo para detenerse y, como no pudo agarrarse a su dignidad, se venció en la primera columna del atrio del Templo de la Enseñanza. Allí, llevándose las manos al cuello, se hincó bajo la Virgen del Pilar a pedir por el General, y a implorar por encontrar precisamente eso: un sostén para su vida. Allí, de rodillas frente al Cristo en la cruz, entendió el concepto del libre albedrío y supo que era su momento para decidir salir del infierno al que se había metido trece años atrás en la soberbia de no poderle llorar a su mamá, de no entender que un duelo es saber que todo puede ir bien aunque nada vuelva a ser igual. Se dio cuenta de que, durante mucho tiempo, había estado viviendo por hábito y comiendo por disciplina, y esa realización fue su punto de quiebre para enfrentar sus errores y, por fin, tomar fuerzas para enmendar los que pudiera. Había perdido el aplomo de quienes ignoran sus culpas y su conciencia no la dejaba en paz. Sus propios dichos se le reflejaban en cachetadas porque sabía que nadie, ni ella, era inmune a la ignorancia propia y por fin se daba permiso de analizarse.
Un recuerdo torcido y macabro de pronto la obligó a mirar la cantera del recinto como si fueran las paredes del convento de Bucareli y se dio vergüenza, pensó en su mamá y sintió que no sólo no estaría orgullosa de ella, sino que tendría pena de llamarla su hija. Sintió cómo se le adueñó la prisa erupcionada para recordar sus sueños, sus lágrimas, por sacar el vacío que se le había formado en el corazón, y enfrentarse a la nada para aventarla por siempre al carajo. Después de un Ave María machucado a causa del correcto funcionamiento de la amígdala y de tanta abstención de ritos en su vida, sólo atinó a subirse al tranvía de Donceles y a llegar hasta el portón donde volvió a hincarse, esta vez rogando por un perdón postergadísimo.
Leonor tocó a esa puerta como quien busca el oxígeno para vivir. La realidad dejó de estorbarle e imploró desde una voz que desconocía como suya: perdóname, Alicia, perdóname por favor, le suplicó desde las rodillas mientras su hermana, desconcertada, la tomaba de las manos y la sentaba en el sillón para ofrecer el abrazo que en el pasado tanto había querido recibir. Sus caricias sonaban a terciopelo y sabían a chocolate caliente, entonces Leonor no pudo más: el mar que había contenido tantos años en la frente empezó a verterse limpiando el cuello, los hombros y el remordimiento. En ese instante, Leonor se dio cuenta de que uno puede vivir sin reír, pero no puede hacerlo sin llorar, y al haberse tragado sus lágrimas, algo había muerto en ella y de pronto renacía en la humedad. Eran borbotones que aterraban a mi mamá; gota a gota agolpándose una a otra para vaciar el listado de culpas que traía perdido y que ahora había encontrado la salida.
Necesitaba exculpar sus egoísmos y pudo, por fin, dejar de esconder sus escrúpulos en el ayer al sostener a su hermana para no soltarla más. Porque había perdido el tiempo para estar con sus tíos, con sus primos, con los suyos. Porque Alicia era la extensión del amor perenne de sus papás; porque Alicia, y esa niña que llevaba en los brazos, eran su redención y se convertirían en la columna de su existencia: el sostén que le había pedido a la Virgen del Pilar.
En casa de Alicia y llorando, por fin, supo que ese dolor no era tanto por el General sino por la pesadilla que había sido perder a su madre. Se dio cuenta de que, en realidad, el amor de su vida no fue el General, sino mi abuela. Y que llevaba más de una década sintiéndose sola para siempre, vulnerable sin la incondicionalidad, la caricia que curaba cualquier mal y la sonrisa eterna de Teresa. Porque con su mamá, y a pesar de la guerra, del hambre y de la pobreza, no le había faltado nada y sin ella le faltaba todo. Había tenido una infancia pobre, pero como no tenía sensibilidad de eso era muy feliz. Lloró después por eso, porque creció y, cuando adquirió conciencia de clase, quiso tener las riquezas que tenían los demás y ahora sólo hubiera querido tener lo que tenía entonces: le faltaba una persona y le sobraba todo el mundo. Porque su madre había sido el mayor privilegio de su vida y ni cómo mentarle su ibid a Dios por habérsela quitado tan pronto; porque la de su mamá había sido una muerte tonta, como la de todos los seres queridos. Alicia la escuchó y, sin liberar sus manos, trató de consolar a su hermana mayor afirmándole que, aunque su cuerpo se hubiera acabado, su amor era infinito.
—Amar es también dejar ir, Leonor. Lo primero que hace una madre cuando tiene un hijo es ver que respire bien y luego luego corta el cordón umbilical que une ambas vidas; ése, Leonor, es el acto de amor más grande: dejar ir. Por eso se queda uno con el ombligo puesto, porque es la cicatriz del nacimiento, una que nunca debe cerrar para que siempre recordemos de dónde venimos; a mí todavía me duele allí cuando recuerdo a mamá, pero ella hace muchos años, por tu bien, te dejó ir. Ahora te corresponde a ti hacer lo mismo: deja ya que se vaya. El amor es un proceso y no un suceso, tienes que entender también el adiós de mamá como parte de su historia contigo.
Después de escuchar a Alicia, su hermana supo que tenía razón: su mamá le dolía constantemente, sobre todo en el pecho y en las noches, y ahora era el momento de desengancharse porque, también, había sido tan buena madre que para muchos menesteres se había vuelto innecesaria. Atrás de los oídos escuchaba a Teresa susurrándole en su siguiente vida que no por romperse dejaba una de ser. “Aprendiste a caminar después de caerte decenas de veces: eres determinada”, le había dicho hacía tiempo. Recordándolo, sintiendo a su madre viva, dentro de ella para la eternidad, encontró la fuerza para levantarse, para dejar ir a sus muertos, apropiárselos para siempre y reparar la relación con los vivos que todavía le quedaban.
Leonor se presentó al día siguiente en casa del General a darle el último adiós y, cuando vio el ataúd en medio del salón, la cachetada y el enojo se le fueron para otra vida y sólo pudo murmurar un agradecimiento interno. Qué importaba si habían sido una o mil balas las que le habían entrado al cuerpo para extinguirle la respiración, ella no necesitaba ver el cuerpo del General porque para el la se había muerto hacía tiempo, cuando dejó de pronunciar su nombre y de no acordarse de él ni cuando soñaba. Prefirió quedarse con el recuerdo vivo y saber que, aunque muy a su modo, la había protegido y guardarle rencor sólo la afectaría a ella. Además, estaba tan cansada que no le quedaban juicios de valor para nadie más. Entonces, despidiéndose del General y agradeciéndole su coincidencia en vida, lo perdonó para no tener que irlo cargando también ahora que ya estaba muerto.
Cuando se acercó a su esposa, ésta la abrazó para murmurarle al oído los gritos que llevaba años sofocando: no vuelva a poner un pie en esta casa, Leonor, yo sé bien cuál era la relación que tenía con mi marido, pero usted sólo fue una adenda en su vida y ahora ya nada la vincula con él, mucho menos con nosotros, así que por nada del mundo la quiero cerca de aquí de nuevo. Y, con la elegancia que la caracterizaba, la despachó para siempre sin que nadie se enterara. Algo intuyó el Ingeniero que, sosteniendo el brazo de su mujer, la llevó a la casa que compartían.
Perdóname, perdóname, por favor, le suplicó Leonor al Ingeniero mientras le confesaba la existencia de mi madre, de la mía, de todo el pasado que le había silenciado. Y, después de sentir el dolor al escuchar la confesión que su mejor amiga le había postergado, él la acompañó sin reproches y con el ánimo abierto a conocer a su inesperada y bienvenida nueva familia.