Capítulo 20

En cuanto Lucy brilló por su ausencia, entendió que pasar el resto de la noche en el baile o hundiéndose en algún que otro juego de azar no era la solución. Menos teniendo en cuenta que si se cruzaba con lord Ebrinor, no se contendría en demostrarle todo lo que había aprendido en los suburbios… no hasta borrarle aquella estúpida sonrisa que lo caracterizaba.

Bebió una limonada más y, convencido que había sido la peor noche desde su regreso como conde, se dirigió escaleras arriba hacia la habitación. Cuando entró, prefirió quedar a oscuras. Se desvistió rápido hasta quedar como Dios lo había traído al mundo y marchó directo a la cama, donde esperaba hallar un poco de paz.

Sin embargo, el ingreso de un sutil rayo de luz provocó que el sistema de alerta de Arthur se encendiera.

Alguien, aunque de forma muy cautelosa, acababa de abrir la puerta.

***

Por más que había intentado conciliar el sueño, Lucy no lo consiguió. La carta había sido un golpe de agua fría a su tonto orgullo, y esperar al día siguiente para devolverla no era la mejor opción. De hecho, pensó, si Harley no la había perseguido hasta sus aposentos, era porque, de seguro, había optado por continuar en la fiesta. Y si Lucy lo pensaba bien, era la mejor oportunidad para actuar sin ser vista. Todos los invitados disfrutaban del baile. Nadie, ni siquiera lord Harley, estaría detrás de ella, por lo que tomó el libro, el candelero de peltre con una vela encendida, y marchó en dirección a la alcoba del conde.

Sabía que no tenía por qué preocuparse, pues no había persona en el reino que no disfrutara de las fiestas de lady Andovery. Y si bien la música que provenía desde abajo la calmaba un poco, la fantasía de que alguien la atrapara le torturaba el corazón.

Como fuera, cuando llegó a la entrada de la habitación, dejó el candelero en el piso, a unos pasos de la entrada y, con suma cautela abrió la puerta. Al notar la oscuridad que reinaba en esta, respiró profundo. Era un gran alivio, pues se trataba de solo entrar y esconder la carta en alguna parte del equipaje del lord.

Tomó el velón y, segura de lo que haría, se adentró en el cuarto del conde.

Acomodó el candelero a la altura de su vientre para poder observar lo que hubiera en el camino y, despacio, avanzó. Un paso, dos, tres y… el libro se le resbaló de la mano en cuanto sonó la amenazante voz de Harley.

—Detente allí mismo o te volaré los sesos —sentenció.

Lucy tragó saliva. El miedo la paralizó de inmediato. Aun así, la mano temblorosa que sostenía la vela ascendió hasta que la luz le iluminó el rostro y, a la vez, le permitió ver el de Arthur.

Lucy se quedó sin aliento cuando descubrió que el conde, con una pistola, apuntaba en dirección a ella.

La sorpresa de la imagen que tenía frente a él le impactó tanto que, veloz, Arthur bajó el arma y pestañeó sin parar. Tal vez fuera un tonto sueño, pensó. Sin embargo, la respiración agitada de ella le aseguró que la presencia de la joven Cartwright era real.

Estuvo a punto de ir a ella de un solo salto, pero recordó que la desnudez haría que, definitivamente, Lucy se desmayara, por lo que se envolvió la cadera con la sábana y se le acercó.

Las piernas de Lucy se relajaron en cuanto Arthur dejó de apuntarle, pero al mismo tiempo no pudieron sostener su peso y, así, se desplomó.

Gracias a sus buenos reflejos, Harley la tomó por debajo de los hombros y, como si Lucy se hubiera tratado de una delgada pluma, la llevó hasta la cama, donde podría estar más cómoda.

—Señorita Cartwright, ¿se encuentra bien? —le preguntó, arrodillado ante ella, y con la vista clavada en el aterrado rostro.

Lucy respiró profundo varias veces hasta que se animó a observarlo. Verlo semidesnudo fue la imagen más tentadora del mundo. Sin embargo, que él no la fulminara con la mirada de águila le indicaba que Harley estaba, de verdad, preocupado por ella. Y eso la hizo suspirar, aunque el conde no lo notó.

—Sí, lo siento tanto. Yo… —intentó hablar, pero él la interrumpió.

—¿Por qué ha venido hasta aquí? Sabe que es un peligro. —Se hizo un silencio en el que ambos se miraron entendiendo lo que esas palabras podían significar, pero Arthur se apresuró a explicarse mejor—. Quiero decir, no debe preocuparse, pues yo no haré nada. Pero si alguien nos descubre, sería una catástrofe para su reputación. ¿Comprende?

—Sí, lo sé. —Hizo un breve silencio para meditar la excusa por la que, una vez más, había puesto su imagen en peligro y, solo cuando la razón la iluminó, volvió a hablar—. Lo cierto es que no podía dormir.

Harley frunció el ceño.

—¿Desea que solicite alguna infusión que pueda ayudarla a descansar?

Lucy sonrió. La verdad era que, de haber necesitado algo para beber, él hubiera sido la última persona a la que habría acudido.

—No, está bien lord Harley. Solo venía para hablar con usted —mintió de forma deliberada. Pero el conde, lejos de sospechar, se sorprendió.

—¿Hablar? ¿Conmigo? Pensé que era lo último que quería hacer, al menos por esta noche.

—Sí, lamento mi reacción, aunque no cambiaré mi postura. Creo que sea lo que sea que haya investigado sobre James ha sido una absoluta falta contra mí, lord Harley.

Arthur suspiró y agachó la vista.

—Lo sé. Y déjeme pedirle disculpas. —Se observaron con detenimiento hasta que Lucy le obsequió una tímida curvatura de labios y asintió. El conde le devolvió el gesto y continuó—: Pues bien, me alegra saber que ya no está tan enojada conmigo.

—Tal vez… —sonrió ella—. Aunque me gustaría saber lo que lo motivó a entrometerse en mi pasado. Pienso que es lo mínimo que puede ofrecerme luego del daño que ha hecho, ¿no cree?

Harley respiró con resignación al tiempo que se puso de pie. Sin duda, Lucy era de las mujeres a las que no se les escapaba ninguna oportunidad.

—Pues no le voy a mentir, señorita Cartwright. —Se acarició el cabello hacia atrás—. Si bien la victoria en Hyde Park ha sido justa, no puedo negarle que se me ha hecho bastante insoportable la idea de que me escogerá una esposa. Aun así, lo controlé hasta que no tuvo mejor idea que inmiscuirse en mi vida. —La miró fijo a los ojos, lo que estremeció a Lucy al punto de erizarle la piel—. Que me recordara el nombre de la mujer que me ha convertido en el peor apostador en el amor, pues… me dio sed de venganza —soltó.

—No lo culpo. Entiendo muy bien lo agobiante que es que controlen y manejen la vida de uno —expresó con una mirada de reproche.

—Agradezco su comprensión. No obstante, y a pesar de lo erróneo de mi proceder, le aseguro que haber cometido esa falta ha tenido su fruto.

En una clara maniobra de evasión, Lucy esquivó los ojos de Harley y clavó la vista en una esquina de la habitación.

—No sé si quiera saberlo, lord Harley. Yo…

—James Spencer es un hombre ahogado en deudas, señorita Cartwright —escupió Arthur sin anestesia. De forma instantánea, Lucy volvió a mirarlo, aunque los ojos, además de sorpresa, brillaban por unas incipientes lágrimas. El conde trató de pasar por alto la tristeza de ella y continuó—: Lamento tener que informárselo, pero es la verdad.

Lucy, incrédula, negó con la cabeza.

—No puede ser cierto. Jimmy me lo hubiera confesado. Él sabe que ni un solo reproche habría salido de mi boca y…

—Pero es un hombre, y como tal, el orgullo lo ha arrastrado a guardar ese secreto. —Se adelantó un paso hacia ella, que aún yacía sentada sobre la cama, y se agachó hasta quedar a la misma altura—. Señorita Cartwright, no es mi intención herirla. Créame que es lo último que haría en este mundo, pero lo que digo es la verdad. Incluso las deudas son tan grandes que nadie de honor le presta más dinero. Eso explica el contacto en los suburbios al que usted fue a buscar en la noche que huyó de su hogar. —Suspiró con angustia—. Siento ser yo quien le dé esta información y, más aún, haberla conseguido sin su consentimiento, pero creo que era necesario que saliera a la luz. —Y, sin pensarlo, apoyó una mano sobre las de ella, que las tenía sobre el regazo.

Lucy inspiró de golpe. Otra vez la piel de él en contacto con la de ella. El corazón comenzó a latirle desenfrenado, pero al ver el rostro preocupado de Harley, se calmó.

—Gracias, lord Harley. —Sonrió—. Será doloroso, pero si hay una certeza innegable es que saber la verdad siempre lleva al camino correcto.

De forma automática, Lucy entendió que era muy probable que James se hubiera decantado por lady Mary Stewart por su fortuna. Tal vez él había creído que esta, embelesada, jamás descubriría su estado deudor. Incluso Lucy analizó que James de seguro habría apresurado el compromiso con Mary para casarse antes de que esta descubriera su verdadera situación financiera. Pero, además, la forma de actuar de James dejaba a la vista la desesperación que sufría.

Aun así, el corazón de Lucy se quebró en mil pedazos porque, aunque fuera por orgullo, él había preferido no esperarla y abandonarla que confesarle la verdad. ¿Era eso amor? No, absolutamente no.

Harley notó que una lágrima rodó por la mejilla de Lucy, pero ella, con la mente muy lejos de donde estaban los dos, ni siquiera se había percatado.

Él sabía de eso. Él sabía del dolor.

Con una mano, envolvió el rostro de Lucy, y con el pulgar secó la gota que amenazaba con caerle sobre el regazo.

Lucy, en cuanto sintió el calor de la piel de Arthur, cubrió la mano de él con una suya. Y sonrió.

—Entonces ¿solo ha venido para hablar sobre su reacción por lo de James? ¿O ha venido por algo más, señorita Cartwright? —le preguntó él en un susurro.

Era obvio que no le diría la razón que, en primera instancia, la había motivado a ir a su habitación, pero sí le expresaría lo que le dictaba el corazón.

—Pues, me he cansado de decir lo infeliz que soy porque decidan por mí, así que… he venido para liberarlo, lord Harley.

—¿Liberarme? —inquirió Arthur, medio divertido, medio curioso.

Ella asintió sonriente.

—No le escogeré una esposa. Es libre. Otra vez. —Y rio.

El conde sonrió y, alegre, negó con la cabeza.

—Pues espero que haga lo mismo con usted —agregó él. Lucy, confundida, frunció el ceño, y él continuó—: No crea que ha pasado desapercibido el hecho de que hoy no ha lucido el collar del duque de Graffort, señorita Cartwright.

Lucy suspiró.

—Solo olvidé ponérmelo —respondió a secas y sin mirarlo.

Harley sonrió de lado.

—Siento mucho insistirle, pero de verdad: es una obviedad que usted no ama al duque.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Todo —sentenció, severo—. Que usted escoja casarse sin amor es el peor error que puede cometer. Tal vez no haga mucho tiempo que nos conozcamos, señorita Cartwright, pero la intensidad y las situaciones extremas que hemos tenido que atravesar me han llevado a saber sobre usted más de lo que cualquier otro hombre hubiera conseguido en años.

—Habla con demasiada seguridad.

—Sí, y no me importa reconocerlo. —Ambos se observaron con profundidad hasta que Harley continuó—: Señorita Cartwright, usted cree en el amor. No lo arruine. No se rinda.

—Y su señoría, ¿tampoco se rendirá? —inquirió, pero la mirada de ella era tan intensa que a Harley le costó tomar el aire suficiente para contestar.

—Ni siquiera tuve la opción a rendirme, señorita Cartwright. Aposté todo por amor, y le aseguro que hasta el alma perdí.

Lucy se hundió en los oscuros ojos de Arthur. Podía ver el sufrimiento, podía ver el llanto eterno en el que su corazón se había ahogado. Pero entonces, cuando posó una mano sobre la mejilla de él, la vio. Una luz, una de esperanza, iluminó la mirada del conde. Y así, no lo dudó.

Dejando que el corazón decidiera por ella, se acercó al rostro de Arthur, lo envolvió con las manos y, sin previo aviso, le besó los labios y los saboreó.

Arthur cerró los ojos en el mismo instante en que ella lo abrazó con su calor. Sí, se había rendido, pero ante ella. Ante su pasión.

Olvidó cuántos deslices cometería. En realidad, ni siquiera pensó en lo que haría. Solo se entregó al deseo propio y al de Lucy, que recibía su lengua como si del tesoro más preciado se hubiera tratado.

¡Dios! El sabor dulce de Lucy era tan embriagador como el aroma que emanaba de su tersa piel de porcelana. Era tan delicada que Harley podía sentir cómo Lucy vibraba ansiosa por más caricias. Suave, le besó cada centímetro del rostro hasta que decidió recorrer con los mismos besos el estilizado cuello de cisne de ella.

Lucy gimió al sentir la boca del conde en el hueco formado entre el cuello y el hombro. Había caído rendida ante su hechizo. Pero, lejos de arrepentirse, se juró que por nada en el mundo pararía hasta llegar a la cima del placer. Solo él le anulaba la razón. Solo por Harley era capaz de rendirse al pecado de la pasión.

Poseída, se acomodó sobre la cama y lo miró a los ojos. Se entregaba. En cuerpo y alma, se entregaba a él.

Un delicioso escalofrío recorrió el cuerpo de Harley al verla allí, tan sensual y solo para él. Se acercó y se acostó al lado. La observó con locura, de la cabeza hasta los pies. Y cuando volvió a los ojos de ella, posó las yemas de los dedos sobre una de sus mejillas y la acarició en un recorrido que terminó en el escote del vestido.

La agitación de Lucy fue en aumento y, cuando los dedos del conde arribaron a su pecho, apoyó la mano sobre la de él, pero para obligarlo a escurrirla por debajo de la tela.

De no haberse contenido, Harley le habría arrancado el vestido para hacerla suya en ese mismo momento. Pero no. La saborearía y le haría sentir un placer que, sin duda, ella reclamaría cada vez que lo viera.

Posó la boca sobre la de Lucy y, al tiempo que la devoraba, le acarició los senos por encima de la tela hasta que, con magistral experiencia, desnudó el torso de ella. Turgentes y a la espera de ser atendidos, los senos de Lucy se movían al ritmo de su agitación. El conde descendió hasta ellos y bebió de cada uno sin dejar de acariciarlos.

Lucy desbordaba de deseo, y los gemidos se hicieron más y más intensos, lo que enloqueció al conde.

La entrepierna de Harley atentaba con actuar por voluntad propia, pues la sábana que lo había cubierto hasta entonces se deslizó y dejó la erección de su miembro a la vista, en su máximo esplendor.

Lucy no podía verlo, pero sí sintió la dureza de la entrepierna de Harley. Empujaba sobre su vientre en un deseo que, sin remedio, aumentaba por cada gemido que ella liberaba. ¡Y Dios la salvase! Solo la suave y fina tela del vestido los separaba.

Harley, conteniendo el deseo de poseerla, se limitó a levantarle la falda y, tras deshacerse de la poca ropa que protegía las caderas de Lucy, ahuecó la mano y la posó sobre el monte de su feminidad.

Lucy sintió la enorme y experimentada mano e inspiró de golpe, pero el conde no tardó en acudir a su boca para relajarla y prepararla para el máximo placer.

La besó una y otra vez, mientras que sus gruesos dedos juguetearon con los virginales vellos que cubrían la intimidad de Lucy. Solo cuando logró que ella se abandonara, separó los labios del monte de venus y, suave, acarició el botón, el centro del placer de Lucy.

Ella alzó las caderas en cuanto Arthur aumentó el candente pero delicado movimiento circular que le regalaba a su clítoris. Y así, la humedad del deseo de Lucy bañó los dedos del conde; pronto alcanzaría el éxtasis.

La pasión amenazaba con estallar en Harley, pues ella estaba preparada para recibirlo. Ardiente, se le acercó a la boca y la devoró para luego comprobar que la agitación de Lucy indicaba que ella estaba al borde de la locura. El corazón de Harley le pedía que la hiciera suya y que él se volviera solo de ella. Sin embargo, a centímetros de adueñarse de su virtud, recordó la inocencia de Lucy, lo que provocó que, aun en contra de lo que el cuerpo le pedía a gritos, no la penetrara. Se recostó al lado y aumentó la velocidad con la que la acariciaba. Y entonces… entonces Lucy gritó de placer. Estalló en un gemido que se tornó una tortura absoluta para el conde, quien tuvo que tragar saliva varias veces para contenerse de hacer lo que realmente deseaba.

Lucy, desbordada de éxtasis, abrió los ojos y le sonrió. No quería pensar, tampoco hablar. Solo deseaba mirarlo, acariciarlo, abrazarlo y descansar con él.

Y así fue. Harley, intentando calmar el fuego de su interior, la besó en los labios y, sin decir palabra alguna, la atrajo hacia su fuerte pecho en donde Lucy dormiría, segura, feliz, satisfecha. Y, por sobre todo, libre.