Después del secuestro a Lucy y Peter Cartwright, los dos hermanos O’Grady que quedaron con vida se dieron a la fuga y pasaron a ser las sombras más buscadas en el reino. A diferencia de ellos, Henry Spencer, quien solo sufrió una herida de bala en el hombro, fue entregado a las autoridades. No fue una sorpresa que en esta causa tanto tories, whigs y radicales pensaran lo mismo: la horca era el destino final que Henry merecía. Por su parte, Malory Hatton logró escapar sin dar pistas de su paradero, aunque jamás dejaría de ser buscada.
Graffort, aunque con el corazón enfocado en lady Mary Stewart, se quedaría en Londres por un tiempo. Lucharía para que en el Parlamento se aprobaran una serie de medidas que no solo incluían mayor seguridad en la ciudad, sino también mejoras en las condiciones de vida de los más necesitados. Peter Cartwright, aunque no muy convencido, analizaría la propuesta de participar en la Cámara de los Comunes, en donde, sin lugar a dudas, sus ideas serían más que bienvenidas.
Tras la trágica muerte de James, Escocia fue el destino en el que Lucy acompañó a Arthur en su recuperación. Incluso, luego de una excelente sanación, tanto él como Lucy se quedaron allí por algunas semanas. El aire y la libertad de los campos relajaron los corazones de ambos, en especial el de Harley que, tras meditarlo con el alma, decidió partir a su tan amada Hampshire.
El miedo a enfrentarlo le carcomió el corazón. No obstante, el reencuentro con su padre, Frederick, fue tan liberador como sanador, pues no pasaron más que unas semanas que la salud del marqués de Wincheston se renovó de forma impensada y veloz. Nadie dudaba de la causa: su hijo había regresado, y la felicidad lo desbordaba.
Por supuesto que el marqués mostró completa aprobación al conocer a la señorita Cartwright y a su familia. No solo sabía el tipo de mujer que era, sino que, además, podía ver en el brillo de los ojos de Harley lo que ella, como persona, había sido capaz de lograr.
Y así, tanto Arthur como Lucy se dedicaron a disfrutar, aunque claro, no sin antes resolver algunas cuentas pendientes…
—No puedo negar que durante todo este tiempo he disfrutado más que en toda mi vida, señorita Cartwright —expresó Harley con una formalidad burlona mientras ambos cabalgaban en sus caballos.
Sonriente, ella entrecerró los ojos y los clavó en los de él.
—¿Es una sensación mía o estoy en lo cierto si digo que creo que se avecina un «pero», su señoría?
Harley sonrió.
—Parece que me conoce más de lo que esperaba. —Avanzó con Hércules unos pasos más y se colocó delante de ella para impedirle el paso—. Si mal no recuerdo, creo haber perdido una apuesta con usted en Hyde Park, ¿puede ser?
—Jamás podría olvidarlo. —Contuvo la risa.
—Pues creo que aún no ha reclamado su absurdo premio —agregó el conde.
—Si la memoria no me falla, lo había liberado de aquel compromiso.
—Pues no me parece justo, señorita Cartwright. Pienso que está en todo su derecho de reclamar lo que es suyo.
Lucy rio.
—Ya que insiste… —Simuló pensar y, divertida, volvió la vista hacia él—. Le propongo una nueva apuesta, lord Harley. Ya que está tan seguro de sus dotes como jinete y dado que ya conoce mis habilidades al montar, creo que no hay nada más justo que darle una segunda oportunidad —dijo ella sonriendo. Harley, curioso, alzó una ceja—. ¿Ve el árbol que está allí? —señaló un enorme roble, y el conde asintió—. Perfecto. Ese será nuestro punto de llegada. Si usted llega primero, pues retornará a usted el derecho de elegirse esposa. Si, por el contrario, gano yo… pues le diré el nombre de la afortunada. ¿Qué dice?
—Usted siempre vuelve las apuestas más tentadoras, señorita Cartwright. —La fulminó con una mirada llena de deseo y suspiró—. Sin lugar a dudas: acepto.
Lucy asintió y, tras los dos acomodarse en la misma línea de partida, la cuenta comenzó.
—A la una, a las dos y a las… ¡tres! —exclamó.
Los dos caballos salieron a todo galope. Sin embargo, a medida que Hércules aumentaba la velocidad, el caballo de Lucy quedaba sorpresivamente muy detrás. Harley frunció el ceño y, aunque también bajó el ritmo, no tardó en ser el primero en llegar al árbol.
Lucy, con una enorme sonrisa de oreja a oreja, se acercó y, cortés, lo felicitó con una reverencia.
—Felicidades, lord Harley. De verdad es usted un gran jinete.
Arthur sonriente y al tiempo que negaba con la cabeza, se acercó hasta ella.
—No sé por qué, pero tengo la ligera sospecha de que usted, señorita Cartwright, me ha dejado ganar…
Lucy abrió los ojos como dos platos.
—¡¿Yo?! ¡¿Dejarlo ganar a usted?! ¡Puff! —Y carcajeó.
—Entonces creo que vuelvo a tener el poder de elegirme una esposa, ¿verdad?
—Eso parece… —Lo miró con intensidad y volvió a sonreír—. ¿Y entonces?
—¿Y entonces qué? —inquirió el conde, divertido.
—¡Oh! Piensa atormentarme y no me dirá el nombre de la afortunada, ¿verdad?
Harley sonrió de lado.
—Tal vez… Aunque quizá cambie de opinión y le diga el nombre si acepta una nueva carrera, señorita Cartwright. ¿O prefiere que ya la llame «futura condesa de Harley»?
Lucy sonrió y, sin decir ni una palabra más, se lanzó al galope para esta vez intentarle ganar. Y, por supuesto, Arthur la siguió.
Y aunque nunca se supo quién triunfó en esa tercera carrera, la victoria los abrazó a ambos por el resto de sus vidas, pues tanto Lucy como Arthur resultaron ganadores indiscutibles en aquella apuesta por amor.