Capítulo 5

Lucy no podía dormir. No era que le quedara mucho más tiempo para descansar, aun así, no lograba conciliar el sueño.

¿Podía ser cierto? Su cabeza todavía no comprendía cómo en tan corto tiempo su vida se hallaba en un embrollo que no sabía resolver.

Por un lado, James. Si al menos todo lo que había arriesgado la hubiera llevado a él…, pero ni siquiera eso. Él jamás se enteraría de lo que, como mujer, había puesto en juego solo por su amor. Su reputación, su futuro, su familia… su vida. Y para entonces, también la de su padre, porque, como si hubiese sido poco, los desalmados que la habían atacado no eran ni más ni menos que los mismos que habían incendiado uno de los talleres de su familia hacía apenas un mes atrás, justo cuando ella viajó para participar de la temporada en Londres.

Por otra parte, estaba su padre, Peter Cartwright, a quien por nada en el mundo quería decepcionar. Sabía que las relaciones entre padres e hijas solían ser, sino conflictivas, mínimamente frías y vacías. No obstante, la suya era una perla negra en el mar. Desde que tuvo uso de consciencia, Peter siempre había sido un padre afectuoso, cercano y presente. Cierto era que los negocios de la industria textil que lideraba se concentraban en la húmeda Manchester, y ella, junto a su difunda madre, rara vez habían viajado a esa ciudad. Amaban el sur de Escocia, en la que había nacido Rose Maclean, la madre de Lucy, y vivían casi todo el año allí, lo que dificultaba la permanencia de Peter con ellas. Aun así, el tiempo que pasaban juntos como familia era insuperable. Y la razón de tanta felicidad no era desconocida, pues el amor entre Rose y Peter había sido legítimo, algo con lo que Lucy se nutrió hasta el día en que su madre, de forma inesperada, murió en un accidente.

Como fuera, el lazo que unía a Lucy con su padre Peter era tan indestructible como el mejor de los diamantes. La confianza era mutua y perfecta, a tal extremo que Lucy no pudo guardar más su compromiso secreto con James y se lo desveló en cuanto finalizó el luto por su madre. Esperó que la reacción de Peter fuera otra, pues conocía bien a su padre y era extraño que no coincidieran también en ese punto. Tan extraño que Lucy descubrió que la primera cuestión que no compartían era que ella se casara con James. Por supuesto que Peter jamás se lo manifestó con palabras, y menos al escuchar de la boca de Lucy que su deseo por contraer matrimonio con James era por amor, como lo había hecho él con Rose. Pero el intenso silencio seguido de un peculiar pedido por parte de Peter habían dejado en claro la postura paternal. Él no se opondría a esa unión si era lo que ella anhelaba, pero a cambio solo le pedía que, aunque fuera por única vez, viajara a Londres a disfrutar de una temporada. Desde ya la idea era que no estuviera James, y en eso fue honesto. Como padre, lo que más aspiraba en el mundo era que su hija fuera capaz de asegurarle que James era el hombre indicado para ella. Lucy no quiso reclamar los pormenores porque no tenía sentido; Peter jamás pedía nada y mucho menos incoherencias. Pero, además, ¿qué le importaba estar separada de James por una temporada si estaría junto a él el resto de sus días? Por supuesto que, para evitar problemas con su prometido, Lucy había jurado mantenerse comunicada con James por medio de cartas de las que Peter no tendría conocimiento.

Le había parecido un plan fácil de ejecutar. Sin embargo, la vida le demostró que nada es tan simple. Dispuesta a casarse en secreto y poniendo en juego la reputación de toda la familia, había huido en busca de un hombre que la había abandonado por carta. Una completa locura, aunque peor era la decisión que había tomado: se lo ocultaría a Peter.

No quería mentir ni engañar a Peter, pero el motivo era sencillo: no podía defraudar a su padre, no podía contarle que había traicionado su confianza solo porque James no había soportado que ella estuviera lejos de él. Confesarle lo ocurrido en los suburbios no solo mostraría que había elegido a su prometido por sobre su incondicional padre, sino que también haría ver que el amor entre ella y James no era tan fuerte como hasta entonces había hecho creer. Quedaría a la vista que la relación no gozaba de la fortaleza amorosa que su padre pretendía para ella. En realidad, se haría visible que James no podía ofrecerle aquel tipo de amor, porque Lucy sí había demostrado lo que era capaz de hacer por él, aun después de aquella terrible carta… una carta que, encima y para entonces, volvía a jugarle en contra al poner en riesgo la vida de Peter, pues había caído en las manos equivocadas: en las de los O’Grady.

«Demonios», pensó Lucy al tiempo que se giró hasta quedar boca arriba en la cómoda cama con dosel.

Miró cómo la luz del día bañaba cada uno de los elegantes muebles de la habitación. Ya casi era la hora del desayuno.

¿Qué haría? No tenía la más mínima idea. Solo esperaba que su padre no se diera cuenta y que el tiempo pasara lo más rápido posible para olvidarse de todo, en especial, de James, aunque… Oh, Dios. La preocupación se desvaneció por un momento y las mejillas se le encendieron en un abrir y cerrar de ojos. No pudo evitar recordarlo. ¿Acaso era posible olvidar un cuerpo como ese? ¿Cómo se dejaba atrás una mirada tan dura, salvaje y masculina como la de él?

Lucy rio. ¿Qué más podía hacer? De solo pensar que se había besado con un completo extraño… ¡Cielos santos! Ella, una jovencita de las familias más ricas del norte, cuyo comportamiento debía ser impecable, ¡había besado a un desconocido! No, peor aún… ¡a un luchador de los suburbios! Carcajeó otra vez. Era cierto que lo que había ocurrido le traería serios problemas, pero no podía negar que la aventura de haber besado a un hombre distinto al que se suponía debía ir a buscar le supo a una brisa de aire refrescante. Aunque, claro… solo había sido eso: una inolvidable aunque breve brisa. No había posibilidad alguna de que sus vidas volvieran a cruzarse, y quizá aquello fuera lo mejor.

Recordó por última vez sus dulces palabras de aliento, el roce que le borró la lágrima que ella no pudo contener, y suspiró. No lo volvería a ver más, lo sabía, pero al menos había sido como una caricia después de todas las bofetadas que, hasta entonces, le había dado el amor.

Se acomodó para sentarse, dispuesta a bajar para compartir las primeras horas del día con Peter como si nada hubiera ocurrido, pero unas voces que sonaban cercanas a la puerta la impulsaron a caminar hasta esta.

—Por favor, no, señor Cartwright —escuchó decir a una suplicante Bethany del otro lado.

—Lo siento, pero quiero saber qué rayos es lo que sucede. Si me lo permites… —oyó replicar a Peter.

Lucy estaba segura de que, aunque fuera la hija, su padre abriría sin importarle la privacidad que necesitaba una jovencita de su edad, por lo que decidió ella misma abrir la puerta.

Los ojos de Bethany se abrieron a tal punto que, por primera vez, Lucy notó que eran de un hermoso tono avellana.

—¿Buenos días, padre? —expresó Lucy, con un aire muy convincente y una ceja elevada por la «sorpresa» de la visita a su alcoba.

Peter suspiró en una mezcla de alivio con vergüenza, algo que también demostró al bajar la mirada para alisarse el cabello castaño oscuro.

—Lo lamento, Lucy. No quise importunarte. Solo es que… —Suspiró—. No acostumbro a descansar por la noche sin antes despedirme de ti.

—Descuida, lo comprendo, padre —lo tranquilizó Lucy, con dulzura.

—Siento habérselo impedido, señor Cartwright, pero fue un pedido de la señorita Lucy. —Bethany aprovechó el no estar bajo los ojos de Peter y fulminó a su amiga con la mirada—. No se sentía bien, señor.

—Es cierto, padre. Por el mismo motivo, me retiré de la casa de los Watson. ¿Tú te encuentras bien? —disimuló Lucy.

—Te entiendo, mi niña. Y sí: no podría estar mejor. Verte, y al parecer, ya no indispuesta, pues me calma el alma. —Aliviado, largó el aire de los pulmones—. No tardes mucho, así podremos desayunar juntos. Recuerda que hoy será un día largo. Una importante fiesta te espera por la noche. Espero que no lo hayas olvidado. —Sonrió, y tras recibir el mismo gesto de parte de Lucy, se marchó para dirigirse escaleras abajo.

Ambas esperaron a que Peter terminara de descender la escalera y solo cuando se aseguraron de que él ya no estaba tan cerca como para oírlas, Bethany se anticipó a Lucy:

—No sé qué es lo que ha ocurrido, pero jamás en toda mi vida me sentí tan feliz de verte temprano y con ropa de cama. —Lucy sonrió, aunque no pudo evitar fruncir el ceño. No hizo falta palabras: Bethany lo leyó en los aguados ojos de su amiga y, en especial, en el silencio—. Lucy, sabes que cuentas conmigo, ¿verdad? —dijo tomándole una de las manos.

La joven Cartwright apenas elevó la vista hacia ella que, en cuanto lo hizo, las lágrimas le brotaron de los ojos cual cascada.

Bethany la contuvo en un fuerte abrazo y la guio hacia dentro de la habitación para que nadie más la viera en ese estado. La ayudaría a vestirse y, sin duda, la animaría a que, por fin, descargara lo que había ocurrido por la noche.

***

Lord Whisky no solo era un experto a la hora de beber o de luchar. Además, era especialmente magnífico al camuflarse como el mejor de los espías. Podía aparecer y desaparecer de donde fuera con magistral habilidad. Pero aquello no era una mera casualidad de la vida. Hasta algunos años atrás, sus mejores cualidades habían estado al servicio del honor de la nobleza. Qué tiempos aquellos… Y aunque la verdad era que no quería recordarlo, estar frente a la fachada de la impresionante residencia de Graffort le había hecho inevitable las imágenes del pasado.

Llamó a la puerta y un criado, que lucía una impecable librea, lo atendió. Por supuesto que la expresión de este fue de absoluta sorpresa aunque no de la buena. Lord Whisky, perdido en los pensamientos de si debía o no estar ahí, había olvidado que vestía como lo que era en ese entonces: un pobre hombre de los suburbios.

—Busco a Graffort. Dile que soy Whisky —se limitó a decir de forma seria y seca. Ni siquiera se atrevió a mirarlo a los ojos. No tenía sentido intentar convencer al pobre muchacho de que no era un malviviente que iba a mendigar a su excelencia.

No le importó que el sirviente le cerrara la puerta en la cara. Entendía que lo hacía por la seguridad del duque, aunque en el fondo sintió un desprecio inmediato por el mundo al que pertenecían los nobles.

La puerta se abrió a los pocos minutos y el joven guio a Whisky hasta el estudio donde se hallaba el duque.

Mientras caminaba tras el criado, Whisky no pudo evitar mirar de soslayo la absoluta opulencia en la que vivía Edward Howard, cuarto duque de Graffort. El reluciente mármol, el oro de los candelabros y el invaluable arte que decoraba la residencia hicieron inevitable un gesto de disgusto en Lord Whisky. No era la primera vez que había estado allí, pero hacía ya cierto tiempo que no tenía contacto con tanta riqueza.

El joven muchacho entró al estudio y dio paso a Whisky, que no tardó en adentrarse.

—Whisky… —expresó Graffort en cuanto el sirviente se marchó. Yacía de espaldas con ambas manos hacia atrás y miraba por la enorme ventana. La luz que bañaba toda la habitación hacía que él apenas fuera visible.

—Excelencia… —respondió Whisky, serio y con cierto dejo de reticencia.

Graffort no pudo evitar carcajear en cuanto lo oyó.

—¿Excelencia? —repitió divertido al tiempo que se giró para quedar de frente a Whisky, aunque se hallaban separados por un elegante escritorio de caoba—. No creo recordar que me llamaras así. —Sonrió—. Aunque, pensándolo bien, en tu última carta te expresaste de igual modo.

Whisky entrecerró los ojos e hizo una mueca de disgusto. Quería ir al grano.

—Tengo información que debes saber.

Graffort lo miró de arriba abajo.

—Pues no creo que se relacione a ti, ¿cierto? A menos que consideres como novedad que, en apenas dos años, te hayas destruido tanto.

Whisky suspiró para contener la furia.

La verdad era que, a diferencia de él, el duque lucía cada día mejor. La juventud y excelente salud eran notables a simple vista. Como era de esperarse, el fornido cuerpo de Graffort lucía lo último en moda, y el cabello oscuro aún le resaltaba los ojos al punto de quitar el aliento. Una mirada celeste hielo; implacable para cualquiera que se detuviera en ella.

—Claro es que, si he tenido que venir hasta aquí, no es para hablar de mi vida —sentenció Whisky. Caminó dos pasos con firmeza y miró a Graffort directo a los ojos—. Han vuelto.

Edward no parpadeó por varios segundos. Sabía a quiénes se refería, pero la mente le decía que no podía ser cierto. Gracias a su esfuerzo, él mismo había logrado encerrar a los O’Grady en la prisión de Newgate. Claro que, para evitar poner en riesgo a otros colegas de Cartwright, se los había juzgado solo por robo. Si bien era cierto que habían tratado de asesinar a Peter, también habían intentado tomar los planos de un innovador telar diseñado por Cartwright. Como fuera, Graffort estaba seguro de que, tarde o temprano, los O’Grady serían colgados por aquello.

—¿Dónde los has visto? —inquirió el duque con tono quedo. Con un gesto de mano, invitó a que Whisky se sentara, pero este se negó cordialmente.

Whisky suspiró. Quería explicar todo lo más breve posible.

—En The Cave. Luché contra Paul, y Patrick está herido.

Graffort, indignado, largó el aire de los pulmones y negó con la cabeza.

—¡Genial! Y ahora gracias a tus estúpidas peleas a cambio de monedas, ¡el trío más peligroso sigue libre, enfurecido y al acecho! —soltó nervioso y al tiempo que se acarició el cabello hacia atrás.

Whisky estuvo al borde de explotar de furia. Parecía que de nada servían los años que se conocían. El duque le había reprochado como si se hubiera tratado del mayor irresponsable del reino.

—¿Gracias a mis estúpidas peleas? —Dio un paso al frente, y Graffort lo miró con atención. Aquel tono de voz, seguro y oscuro de Whisky, paralizaba a cualquiera—. ¡Si quieres hablar de estupidez, explícame por qué demonios no fueron ejecutados! —Apoyó las manos sobre el escritorio con la desafiante vista sobre los ojos de Graffort—. Te desvives por ser el mejor en política, ¡pero te importa una mierda que niños hambrientos sean colgados por robar pañuelos mientras bestias como los O’Grady siguen sueltos! —El pecho agitado mostraba la ira que contenía en su interior.

El duque respiró profundo. Whisky estaba en lo cierto.

—Sabes que, si por mí fuera, muchas cuestiones hubieran cambiado hace tiempo. —El tono bajo denotaba la impotencia que sentía. Volvió a mirarlo y, resignado, suspiró—. Aun en contra de mis deseos, la política no es suficiente. Lo sabes mejor que yo.

El rostro de Whisky se relajó. Podía no estar de acuerdo en muchísimas cuestiones con Graffort, pero si había algo que los había unido por tanto tiempo era el sentido de justicia. De un modo u otro, ambos eran caballeros, y sus ideas siempre intentaban apuntar a un reino más justo, aunque sabían que muchos no pensaban así.

—Como sea… —Whisky se giró y caminó hasta quedar cerca de la puerta—. Hubiera podido hacer mucho más, pero era elegir entre ellos o marcharme con ella.

—¿Ella? —inquirió Graffort con el entrecejo fruncido—. ¿Te refieres a…?

—La hija de Cartwright —lo interrumpió Whisky. Sabía a quién iba a nombrar y no quería siquiera escuchar aquel nombre.

—¡¿Lucy?! ¡¿De qué rayos estás hablando?! —exclamó el duque, en una mezcla de alarma con sorpresa.

Whisky sonrió de medio lado y volvió a acercarse. Disfrutaba de ver aquella expresión de desconcierto en el duque.

—Pues, al parecer, la distinguida señorita tenía algunos asuntos allí…

Graffort entrecerró los ojos. No iba a permitir que nadie insultara a Lucy Cartwright, aunque Whisky estaba muy lejos de querer causar aquello.

—¿Qué asuntos? —preguntó a regañadientes.

—Un asunto llamado James —se limitó a decir Whisky. Se hizo un breve silencio. Los ojos de Graffort mostraron una frialdad instantánea, pero el lord del alcohol prefirió continuar—. Cuando salió de la taberna, fue cuando descubrí que los gemelos la perseguían.

—Pero hasta donde tengo conocimiento, muy pocos conocen personalmente a Lucy. No entiendo cómo es que la reconocieron —expresó Graffort, preocupado.

—No lo sabían, pero pronto lo sabrán —afirmó Whisky. El rostro de Graffort parecía desfigurado, por lo que no tardó en continuar—. La acorralaron hasta dar con un callejón sin salida. Ella logró deshacerse de Patrick. Al parecer le destrozó una rodilla, pero al intentar huir, perdió una carta que llevaba consigo. Luego Paul la atrapó, pero intervine a tiempo.

—¿Cómo sabes que perdió una carta?

Whisky suspiró. No supo bien por qué, pero el tono posesivo con el que había hecho la pregunta le molestó.

—Joseph me informó que los hermanos, incluso William, me estaban buscando y que no tardarían en dar con la maldita rica que hirió a Patrick, pues habían encontrado esa carta en el callejón. —Se hizo un breve silencio, pero continuó—: Joseph lo dijo delante de Lucy, y ella no lo negó.

—¡Maldición! —exclamó Graffort, y se tomó la cabeza con las manos al tiempo que empezó a caminar de una punta a la otra sin saber qué hacer—. Solo asegúrame de que no le han tocado un solo cabello, porque si no, yo… —no pudo continuar. Estaba desbordado de ira e impotencia.

Whisky entrecerró los ojos. Aquel Graffort era uno que jamás había visto en todos los años que había durado la amistad entre ambos. Sin duda, el interés del duque por el bienestar de los Cartwright parecía ser bastante intenso… tan intenso como el color fuego de la cabellera de Lucy.

Y así, tragó saliva. Si quería evitar más problemas —y seguir vivo—, debía ser muy cauteloso. Lo calmaría, por supuesto. Aunque por su propio bien, omitiría el tema de los besos que la misma Lucy le había robado a él.

—Cálmate, Graffort. No le han hecho nada. Está a salvo, en su propia casa. Yo mismo la he llevado, pero si he venido hasta aquí es porque estoy seguro de que no le confesará nada a su padre. —Whisky observó la mirada perdida y pensativa de Graffort―. Debes hacer algo. No tardarán en dar con ella.

Para Whisky, ya no había nada más que hacer allí. Sentía que había cumplido; no quería seguir involucrándose. Hizo un gesto a modo de saludo y se giró para retirarse, pero la voz del duque lo detuvo.

—Espera… —Graffort caminó hasta quedar cerca de él—. ¿Eso es todo? ¿No piensas ayudarme?

Whisky suspiró.

—¿Ayudarte? —sonrió—. ¿Haberla salvado de los O’Grady y venir a avisarte no ha sido suficiente?

—Lo tomo como una retribución del último favor que te hice con Jack Connelly.

La mirada sombría de Whisky no pasó desapercibida.

—Sí, gracias. Y ahora está muerto.

—Pero eso no es culpa mía ni de Cartwright… —Graffort vio el dolor en Whisky, por lo que se vio obligado a continuar—. Tampoco es responsabilidad tuya, sino de los O’Grady y del maldito que está detrás de todo esto.

Era cierto. Él no había hecho más que pedirle un empleo para su amigo de los suburbios. Graffort le había conseguido un espacio en el taller de Cartwright, pero el resto solo había sido fruto del infortunio.

—Como sea. Un favor a cambio de otro, excelencia —remarcó con tono sarcástico. Y se giró para marcharse.

—Pero aún me debes otro favor. Y lo sabes —sentenció Graffort.

Whisky se paralizó. Aquello había sido como un puñal directo a su orgulloso corazón. No quiso darse vuelta, pero le contestó.

—No tengo nada para ofrecerte. Si me disculpas… —Y siguió su marcha.

—Sabes que no puedo solo. Te necesito. Como en los viejos tiempos.

Whisky no pudo evitarlo y giró para mirarlo directo a los ojos.

—Eso es pasado. Ya no soy el mismo. Tu viejo amigo ha muerto, Graffort.

—No importa lo que me digas. Tanto tú como yo sabemos que aquel hombre aún yace en tu interior. —Se adelantó hasta quedar a solo dos pasos de distancia. Parecía una batalla de miradas en la que el hielo de Graffort trataba de calmar el fuego de la de Whisky—. No lo hagas por mí. Tampoco por ti. Hazlo por la gente inocente. Hazlo por gente como Jack.

«Y por Lucy», se atrevió a pensar el lord del alcohol.

El corazón de Whisky se lanzó al galope. No quería regresar al pasado, no quería volver a sentir todo el dolor que lo había llevado a enterrarse en los oscuros suburbios. Revivir aquel hombre que había sido era lo último que quería hacer en la vida.

—Ya no pertenezco a tu mundo —dijo Whisky a secas.

—Te equivocas. Jamás dejaste de pertenecer, y lo sabes. —Se tomó unos segundos y continuó—: Además, tu padre… —Suspiró—. No hay día en el que no espere tu regreso. Solo piénsalo, Harley —sentenció Graffort.

El duque, otra vez, había incrustado el dedo en la llaga. No solo le había recordado que tenía un padre, sino que también se le había dirigido llamándolo por el título que había recibido de nacimiento. No había nada que pudiera hacer al respecto: él era Arthur Middleton, él era el conde de Harley.

Whisky inspiró profundo en un intento de dejar pasar por alto esos dos detalles. Y bien hizo, pues, de no haber respirado con calma, la furia hubiera estallado sin posibilidad de contención.

Las miradas se dieron una tregua. Whisky, con la seriedad tan propia de su sangre, lo saludó con un frío gesto y se retiró.

Necesitaba escapar. Necesitaba respirar y pensar si volver al pasado sería mejor o peor muerte que abandonarse en los suburbios una vez más.