Si me despierto en la enorme casa de veraneo, en el campo, tan solo un par de horas después de que los demás huéspedes se hayan retirado a sus dormitorios es, principalmente, debido al vino tinto. La familia al completo se ha acercado hasta aquí para la celebración de su encuentro anual, en el que han proliferado las conversaciones, las discusiones y los besos en las mejillas. A veces me resulta difícil de creer que Joel, mi marido, forme parte de esta familia, tan frío y distante como es en su trato diario, aunque quizás esto último no sea más que una consecuencia de la relación que mantenemos últimamente.
En la casa reina el silencio ya que, aparte de Jacob y yo, nadie se aloja en el edificio principal. Como Joel y yo llevamos años durmiendo en camas separadas por culpa de sus ronquidos, o al menos esa es la excusa que nos ponemos el uno al otro, me he habituado a dormir sin compañía, así como a pasar largos períodos en vela, que, en las noches de verano, llegan a rozar el insomnio. Y aunque siempre me he considerado una persona muy sensual, este verano en particular me siento más necesitada de caricias e intimidad que de costumbre. Jacob, el hermano pequeño de Joel… hay algo en él, algo fuerte y apasionante, una chispa que todavía no se ha apagado, un peligro que está al acecho, pero al que él parece no tenerle demasiado miedo.
La ropa de cama parece de un material robusto y en el dormitorio se respira un ambiente de frescura. Enciendo la lámpara de noche. En la pared de enfrente cuelga un enorme cuadro de una plantación de viñedos italiana, no demasiado diferente del paisaje que se puede contemplar al otro lado de la ventana. Me fijo en que la ropa de cama está estampada con grandes motivos florales, y en que hay una pesada manta echada a los pies.
Mi kimono de seda de lunares descansa sobre una silla, no lejos de allí. Me levanto, me envuelvo en el kimono atándolo con un nudo sin apretar y miro con relativa satisfacción la imagen que me devuelve el espejo de la pared. El cinturón del kimono hace resaltar la estrechez de la cintura, en contraste con el trasero curvilíneo. Me recojo el cabello con una horquilla para mantenerlo apartado de la cara y recorro el largo pasillo hasta la cocina. En mis noches en vela, en las que con frecuencia acabo por levantarme de la cama para saborear esas horas de oscuridad que me pertenecen solamente a mí, mi atuendo de elección es casi siempre el kimono de seda.
Fuera, la luna brilla con todo su esplendor. Voy encendiendo las luces a mi paso, también las de la cocina. Logro encontrar una copa lavada y me sirvo un poco de vino tinto.
La cocina desprende el mismo encanto rústico que caracteriza al resto de la casa, que ha ido pasando de generación en generación y en la que, según creo, vive ahora una de las tías. Es un lujo poder escaparse de la ciudad. Las baldosas del suelo aún conservan parte del calor que han ido absorbiendo a lo largo del día. Me siento en una de las altas sillas de la cocina, con las uñas todavía pintadas de rojo de la fiesta de ayer y sintiendo el tacto de la seda sobre la piel. El fuerte aroma del vino se hace patente al tomar el primer sorbo. Oigo el ruido de pies que se arrastran por las escaleras e instantes después se presenta ante mí Jacob, con aspecto adormilado. Preguntándome si no soy capaz de conciliar el sueño, señala hacia la copa. Sonriendo, le explico que, en las noches de verano, cuando hay luna llena, suelo sufrir de insomnio. Sonríe haciendo un gesto con la cabeza y se dirige hasta detrás de donde yo me encuentro para servirse también una copa de vino. Va descalzo y lleva unos vaqueros oscuros y una camiseta blanca, y mientras se sirve el vino se puede apreciar el movimiento de sus músculos bajo la piel dorada. Llevamos siglos coqueteando: miradas que se alargan, ligeros toquecitos… ese tipo de gestos. Hace unas horas me había ido a dar un baño sin echarle el cerrojo a la puerta. Jacob irrumpió de golpe, sorprendiéndome en pie, completamente desnuda en medio de la estancia, justo cuando acababa de aplicarme aceite por todo el cuerpo; tras vacilar por un momento, volvió a cerrar la puerta. Cuando un poco más tarde nos vimos en la cena y se le ruborizaron las mejillas al instante, me di cuenta de cuánto lo deseaba. Brindamos bajo la tenue luz de la cocina y nuestras miradas se cruzan. Jacob me pregunta que si de verdad me encuentro bien y me comenta que no le ha pasado desapercibida la enorme separación que parece haber entre su hermano y yo. ¿Qué será lo que pretende? Aunque lo que me ha dicho es absolutamente cierto y lo lleva siendo desde hace mucho tiempo, prefiero esquivar la pregunta. No me apetece hablar de Joel ni de cualesquiera que sean nuestros problemas de pareja, así que cambio de tema para hablar, en su lugar, de Jacob. Con un estilo de vida de lo más extravertido, las anécdotas que comparte nunca dejan de ser interesantes. Tiene una sonrisa amplia y resplandeciente, y cuando gesticula con demasiada energía, haciendo honor, me imagino, a su descendencia italiana, le resbala el pelo por delante de la cara. Nuestras rodillas se rozan por debajo la mesa y separo ligeramente las piernas, haciendo que se me sonrojen las mejillas.
Conversamos animadamente y nos bebemos el resto de la botella de vino. El corazón me late con fuerza bajo la piel y siento que reconecto con mi juventud, con la libertad, con la persona que solía ser antes de sentar la cabeza, antes de quedar atrapada en mi anodina vida con Joel. Es como si los dos deseásemos escapar de nuestro matrimonio.
En uno de los armarios, Jacob descubre una cajetilla de cigarrillos a medio acabar y una caja de cerillas y, a pesar de que ninguno de los dos es un fumador habitual, decidimos fumarnos uno a medias, por simple capricho, porque nada nos lo impide. Me siento a la vez halagada y rejuvenecida. De pronto, Jacob se pone en pie, estira la mano y me saca a bailar. Me sostiene a menos de un brazo de distancia de su cuerpo, atrayéndome hacia él y haciéndome dar vueltas mientras tararea una canción. Al no haber nadie más en el edificio, no tenemos que preocuparnos de no hacer ruido, así que, riendo, giramos y volvemos a girar al compás de las llamas de las velas, que parpadean encima de la mesa. El nudo mal apretado del cinturón de mi kimono se deshace, y en un abrir y cerrar de ojos me encuentro frente a Jacob con medio cuerpo a la vista y uno de mis senos completamente al aire. Intercambiamos la más intensa de las miradas, sin haber recuperado del todo el aliento. Todavía no me he recolocado el kimono.
En dos fugaces pasos, se coloca frente a mí, me busca la cara con las manos y me besa con pasión, recorriendo con la lengua el cuello y el pecho desnudo, mientras va deslizando las manos por mi espalda, por encima de la seda del kimono. Mi cuerpo tembloroso acoge con agrado sus caricias. Jacob se arrodilla, me coloca mirando hacia la mesa de la cocina, aparta bruscamente el kimono y me besa las nalgas, al tiempo que me dedica unas halagadoras palabras en italiano. Le oigo desabrocharse el cinturón. Me levanta una de las piernas y se acerca aún más a mí. En la oscuridad de la ventana se puede apreciar nuestro reflejo. El invisible muro que nos separaba se ha derrumbado y cualquier atisbo de tensión desaparece. Todo sucede a una velocidad de vértigo y ni por un segundo me preocupo de que alguien nos pueda interrumpir; lo que está ocurriendo esta noche parece ser obra del destino.
De pie frente al sofá, Jacob se desnuda y yo me tumbo sobre el cuero. Tiene el pene erecto y su cuerpo exhibe la firmeza de la juventud. Se tumba sobre mí, me mira a los ojos y me penetra con un solo movimiento lento y prolongado; yo arqueo la espalda, soltando un gemido en el que se concentra toda mi ansia, y su rostro se contrae con un gesto en el que se entremezclan el dolor y el placer. Los sensuales sonidos que emite Jacob, repletos de juventud e ilusión, me resultan sumamente halagadores, habituada como estoy al silencio. Lo aparto de un empujón, se recuesta y voy descendiendo hasta colocarme encima de él. En esta nueva postura también le resulta imposible contener el entusiasmo y sigue agitándose con excitación debajo de mí. Los cuerpos se adhieren al sofá, haciendo crujir el cuero.
Aún con los ojos cerrados, no puedo dejar de percibir la tensión de su cuerpo bajo el mío. A los ojos de Jacob, que me observan detenidamente, centelleantes, soy una mujer experimentada, un deseo prohibido. Constantemente al borde del orgasmo, se mueve frenéticamente y se le nota la garganta contraída cada vez que desciendo sobre él. Me aprieta las nalgas con firmeza y se abandona a los movimientos. Da enérgicos golpes de cadera hacia arriba; su mirada se vuelve distante. Lo retengo en su posición colocando mis manos sobre su pecho y dándole un beso húmedo y prolongado.
Me levanto, y Jacob también se incorpora hasta quedarse sentado. Delante del sofá, me arrodillo entre sus piernas y me humedezco los labios. Jacob va cambiando de posición la lámpara de mesa hasta iluminarme la cara, al tiempo que se sujeta la polla con firmeza. Siento el calor de la luz de la lámpara en el rostro. Me inclino hacia adelante y abro ligeramente la boca. Jacob me mira fijamente mientras se masturba. Me parece entrañable que mi cara sea suficiente para alimentar su deseo. Con la boca aún parcialmente entreabierta, pongo los brazos alrededor de él y le aprieto las nalgas. Sabe muy bien cómo darse placer. Voy recorriendo con mis labios la parte interna de su muslo y noto que tiene la piel húmeda. La tensión se dispara en todo su cuerpo hasta que se corre sobre mis pechos. Mis manos siguen el ritmo de sus movimientos. Suelta tres largos chorros de semen, apoyado sobre mi hombro para mantener el equilibrio, y yo siento cómo el líquido caliente me resbala por el vientre. Jacob se sienta junto a mí, sobre la alfombra. —Ahora es tu turno —. Me pone la mano entre las piernas con una sonrisa sexi y juguetona. Cuando me mete la mano en el coño, estoy completamente empapada. Tumbada en el suelo con las piernas flexionadas y del todo abiertas, espero con impaciencia lo que está por llegar. Me folla con los dedos, presionándome el punto G con movimientos firmes y decididos. Por mi respiración sabe que no me falta ya mucho para terminar. En el momento del clímax, me sujeto a su brazo y le aprieto con fuerza entre mis piernas. Él no hace ningún ademán de retirarse en todo el tiempo que tardo en regresar a la realidad. Nos besamos y, con un pañuelo de papel, me limpia los pechos y el vientre. A continuación, me coge de la mano para ayudarme a levantarme y nos encaminamos hacia mi dormitorio.
Ponemos la alarma del despertador de su móvil para primera hora de la mañana. Dejo el kimono de seda sobre la silla y me meto bajo las sábanas con Jacob, que tiene la piel caliente. Por la ventana entra la luz de la luna, pero esa noche me duermo muy pronto y consigo descansar bastante mejor de lo que lo había hecho en mucho tiempo.
Al abrir los ojos por la mañana, Jacob ya no se encuentra a mi lado. En la mesa, durante el desayuno, lo observo con nostalgia. La gente habla despreocupada, sin la menor sospecha de lo que estaba sucediendo en esa misma cocina hace tan solo unas horas. Tomo asiento frente a Jacob, en el lado opuesto de la mesa, y él coloca el pie junto al mío. De manera intencionada, dejo que se me abra un poco el kimono, e intercambiamos miradas cómplices a través de una mesa repleta de delicias. Jacob es el primero en levantarse y despedirse del resto de la familia. Se despide de mí con un beso en la mejilla y me invade el olor de su colonia. Su cuerpo me resulta muy cercano y familiar. Regreso a mi dormitorio y observo desde la ventana cómo se marcha del patio y cómo se despide con un gesto enérgico de la otra gente que salió al mismo tiempo que él. Posee un halo de energía capaz de atraer la atención de todo el mundo. Me vuelvo para acabar de hacer la maleta; al ponerme un vestido dejo caer el kimono y entonces descubro una nota que se ha caído al suelo: «A mi bellísima Julia: gracias por la noche que compartimos. Llámame cuando no puedas dormir o, mejor aún, llámame si te decides a cambiar de vida». Guardo la nota en el bolsillo del kimono y cierro la cremallera.
Joel y yo vamos en el coche, de vuelta a casa, en el más absoluto de los silencios. Él conduce con la mirada fija en la carretera desierta. De vez en cuando, al descender por las montañas, llueve ligeramente. Miro por la ventanilla y escucho el sonido de la lluvia contra el parabrisas y el leve zumbido de la radio. La atmósfera entre Joel y yo ya lleva algún tiempo siendo así; no tiene nada que comentar sobre el viaje que acabamos de hacer. A pesar del mal ambiente, no puedo dejar de sonreír, mirando la lluvia y los rayos de sol ahí fuera en las pendientes de las montañas. Con la mano derecha, froto el asiento de cuero hacia adelante y hacia atrás, tratando de reproducir con mi pulgar el sonido que el sofá de cuero hacía ayer por la noche sin demasiado éxito. No tengo la impresión de haber hecho nada malo. Prohibido, es posible, pero es una sensación impresionante. Ya ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí así de bien. Me vienen a la mente las palabras de la vidente la última vez que fui a consultarla, abrumada por la tristeza y el agotamiento. El tarot nos dijo que mi vida estaba a punto de cambiar, que este iba a ser mi año, que iban a sucederme cosas… algo que había estado deseando durante mucho tiempo sin conseguirlo. Podría tratarse de cualquier cosa, en realidad.
Pienso en Jacob y en donde estará… volviendo a casa, quizás. Pienso en su cara. En la música que estará escuchando. En lo que se alegrará al pensar en la cara que pondré al descubrir su pequeña nota. Cuando Joel y yo regresamos al piso que compartimos en la ciudad, me retiro a mi oficina con una copa de vino después de deshacer la maleta y guardarla bajo la cama, no sin antes haber colocado la ropa en el armario. Nos gusta tener el piso limpio y ordenado. Mientras deambulo por el salón, Joel ni siquiera me pregunta por qué me he vuelto a poner el kimono.
Tengo trabajo pendiente, pero me resulta imposible concentrarme. Solo alcanzo a encender el ordenador y a abrir el correo; todos mis esfuerzos por empezar a trabajar son en vano, pues mis pensamientos regresan una y otra vez a Jacob y a aquella cocina. El cuerpo entero me pide a gritos que se vuelva a repetir lo que sucedió ayer por la noche. Guardo la notita en el cajón del escritorio. Lo único que me importa en este momento es mantener viva la llama y alimentar esta nueva historia de amor; quiero estar en los brazos de Jacob otra vez. Lo encuentro en Facebook y lo añado como amigo. Aunque nunca antes había llegado tan lejos, es un gesto lo suficientemente inocente como para que a nadie le llame demasiado la atención. A continuación, busco un trozo de papel y, con la mejor letra de la que soy capaz, comienzo a escribir: «Querido cuñado:»