CONTINUIDADES Y DISCONTINUIDADES DEL LIBERALISMO

Conocí a Charles Hale hacia 1976; nuestro encuentro fue para mí memorable. Había publicado años atrás el primero de sus tres libros sobre El liberalismo mexicano en la época de Mora.1 Fuimos a comer, si no recuerdo mal, al Círculo del Sureste, y dimos inicio a una larga y bella amistad, que no sólo incluyó nuevas comidas en nuestro sitio favorito sino al menos una estancia mía en la Universidad de Iowa, hospedado por Charlie y Lennie, su inteligente y gentil esposa. Lo vi en Nueva York, en Chicago, en Iowa, en México. Fue una amistad itinerante.

Hale escribió dos libros más, ambos clásicos: Las transformaciones del liberalismo mexicano (publicado en español inicialmente por editorial Vuelta en 1991) y una biografía intelectual de Emilio Rabasa.2 Era tan extraordinariamente riguroso, que tardaba un decenio en escribir cada libro. Sus investigaciones, ejemplo supremo de su género —la historia de las ideas—, se fincaban no sólo en libros y folletos (a menudo inéditos o muy raros) sino en una vasta documentación hemerográfica. Desde ese piso cotidiano de las ideas Hale construyó sus tres libros memorables. Fue también un acucioso y sabio historiador de las ideas en América Latina (como prueba su amplio estudio sobre el tema en la Cambridge History of Latin America)3 y —cuando quería— un excelente biógrafo. Escribió un insuperado perfil de su maestro Frank Tannenbaum.

Siguiendo la obra pionera de Jesús Reyes Heroles,4 Hale creía en la continuidad histórica del liberalismo mexicano: del liberalismo original al porfiriano, del porfiriano al revolucionario. Aunque encontraba simpatías y diferencias con esa idea (el liberalismo tiene muchos aspectos sociales y culturales, étnicos y económicos), mi concepto era distinto. Siguiendo una obra capital de Cosío Villegas —La Constitución de 1857 y sus críticos5 creí entonces (y sigo creyéndolo ahora) que el liberalismo esencial del siglo XIX, el liberalismo político, quedó truncado por la dictadura porfirista y la priísta. De ahí que nos sea tan difícil, aún ahora, asumir los valores de una sociedad liberal: civilidad, tolerancia, respeto a las opiniones ajenas, armonía entre las libertades y las responsabilidades. En ese sentido, la remota conversación que sostuve con mi amigo Hale es vigente. En México, la alternativa liberal sigue abierta, inédita. Por momentos parece que lo seguirá estando siempre.

Más allá de las diferencias, siento una nostalgia profunda por Charlie Hale. Era tímido y discreto. Tras su formalidad académica (corbata, tweed) había un joven universitario que hacía ejercicio y usaba zapatos de goma. ¡Cómo gozamos compartir en el campus de Iowa largas travesías en bicicleta! Tenía una sonrisa casi infantil. Hablaba con adoración de sus cuatro hijos desperdigados por la Unión Americana. Tenía una letra chiquita y perfecta. Era preciso, clarísimo, sabio. Guardo sus cartas. México le concedió el Águila Azteca pero los mexicanos (sobre todo sus colegas antiguos, actuales y futuros) le debemos el homenaje de la relectura y el debate.

ENRIQUE KRAUZE: ¿Cuáles son los rasgos históricos fundamentales del liberalismo político mexicano?

CHARLES HALE: Dentro del liberalismo político mexicano, desde 1820 y a través de la Reforma, hubo una tensión constante entre dos tendencias clásicas: la que buscaba el fortalecimiento del Estado para lograr la igualdad —o igualdad ante la ley— y la que trataba de limitar al Estado para lograr la libertad individual, lo que en el siglo XIX se llamaba «garantías del individuo frente al despotismo del Estado». Se trataba, a un tiempo, de fortalecer al Estado y, además, instituir un sistema constitucional frente al despotismo heredado de los Habsburgo, los Borbones, la época imperial de Iturbide y, en general, el prepotente Estado colonial. En el marco de esa tensión, el fortalecimiento del Estado en nombre de la igualdad ante la ley fue la nota dominante, por encima de la libertad individual. Hacia los años veinte José María Luis Mora trataba de establecer un sistema constitucional con el propósito inicial de limitar el poder del Estado por medio del federalismo y de la autonomía de los municipios y del sistema judicial. En 1833, Mora y la gente que estaba cerca de él —Gómez Farías entre otros— se dieron cuenta con dolor de que el problema fundamental no era alcanzar la libertad individual sino acabar de alguna manera con la sociedad colonial para que el individualismo tuviera algún significado. El mismo drama se volvió a representar durante la Reforma. Los constituyentes de 1857 buscaron limitar el poder del Estado, al que identificaban como heredero de la dictadura de Santa Anna. Los primeros debates del Congreso Constitucional están cargados de la obsesión por Santa Anna. Los congresistas redactaron una Constitución que postulaba un Ejecutivo esencialmente débil y un régimen parlamentario. Pero continuaba existiendo el problema de la Iglesia, por lo que el régimen juarista (1858-1872) comenzó a adquirir poderes dictatoriales para acabar con esa sociedad institucional y continuar la obra de los reformistas de 1833. Juárez se comportaba como un dictador en los años sesenta y como tal se le conocía.

Este conflicto interno me parece básico. Volvió al primer plano —y para aclarar esto la obra de Cosío Villegas es muy importante— durante la Restauración de la República (1867-1876). Uno puede decir que, en cierto modo, con la Revolución de 1910 se volvió a repetir el ciclo. La ideología de Madero era constitucionalista. Era una ideología que daba la espalda a un largo periodo de autoridad central. Era el restablecimiento de la Constitución de 1857 y de su tentativa de liberar al municipio, limitar el poder del Ejecutivo y restablecer la libertad judicial. Con todo, la obra social de la Revolución y la oposición interna a ella tuvieron como consecuencia que en tiempos de Carranza el constitucionalismo acentuara cada vez más la autoridad del Estado. En suma: el liberalismo político mexicano ha sufrido esta tensión, este conflicto interno, característico del mundo occidental y particularmente visible en Francia y en España.

¿Qué otros rasgos caracterizan a nuestro liberalismo aparte de esta tensión?

Sobre todo, pienso en uno: la oposición al clero. Puede decirse que en la entraña del liberalismo mexicano existió siempre un elemento anticlerical. El liberalismo en México puso el acento en un Estado fuerte y laico que mantuviese la igualdad ante la ley en detrimento de las entidades tradicionales, sobre todo la Iglesia y el ejército. Los liberales no tuvieron mucho éxito en la limitación del ejército como institución pero sí lograron, en cambio, limitar severamente a la Iglesia. Por lo demás, las ideas anticlericales y el ideal de un Estado fuerte y laico no eran privativos de México: tenían raíces en la Revolución francesa y guiaron a los reformistas españoles en Cádiz y durante el resto del siglo.

Nuestro liberalismo es entonces más mediterráneo que nórdico

Como doctrina política, el liberalismo mexicano tiende menos hacia Inglaterra y Estados Unidos que hacia Francia y España, ya que estos países encararon problemas similares a los de México y elaboraron teorías y políticas comparables. Por ejemplo, la conquista de la igualdad ante la ley fue uno de los objetivos principales del liberalismo mexicano, como lo fue para el de Francia y España, porque en los tres casos los liberales se enfrentaron a un orden institucional sólidamente establecido, en cuyo corazón estaba la Iglesia católica de Roma. Esta solidez institucional, que existía por supuesto en Inglaterra y Estados Unidos, se había visto mermada, sin embargo, con la aparición gradual de los cambios económicos en Inglaterra, o bien había sido tradicionalmente más débil, como en el caso de Estados Unidos.

Hay otros apellidos para el liberalismo. El económico, por ejemplo.

En México la Revolución de 1910 no rechazó totalmente el liberalismo económico. Había —y hay, es cierto— una tendencia constante a favorecer la intervención del Estado en nombre de la reforma social: la reforma agraria, el nacionalismo económico, la expropiación del petróleo, la adquisición del capitalismo extranjero. Todo esto se alejaba del liberalismo económico. Pero al mismo tiempo se conservó la propiedad privada y la «pequeña propiedad» rural, se fomentaba una industria nacional en manos de particulares y se veía con buenos ojos, sobre todo a partir de 1940, la llegada del inversionista extranjero. Esta tendencia, en mi opinión, no ha dejado de existir. Probablemente el Estado es más fuerte todavía en la vida política que en la vida económica.

Lo cual no lo vuelve más liberal en esta esfera; pero probemos aún otro apellido: cultural.

En cierto sentido, el liberalismo cultural podría significar una tradición de libertades civiles y de libre expresión, de libertad de prensa… Esta tradición siempre ha estado presente en México, con más fuerza en algunos periodos que en otros, por supuesto. Durante el Porfiriato hubo una tendencia creciente a la censura, que coincidió con el desarrollo de una filosofía oficial de la educación. Pero al mismo tiempo había una fuerte tradición de libertad civil, una incisiva prensa de oposición y muy pocas restricciones a la expresión cultural en las artes y en la literatura.

Ahora la situación es, en cierta forma, menos liberal. Es evidente que el Estado desempeña un papel importantísimo en la cultura. Pocas actividades culturales hay —en la vida académica, en la vida universitaria o en el periodismo— que puedan conducirse con independencia del Estado. La literatura es quizá la única excepción. Me impresiona, por ejemplo, la medida en que el Estado determina, con los alicientes económicos o académicos que ofrece, la dirección del trabajo y las obras de los investigadores, sobre todo en el caso de los investigadores que prometen y han terminado su tesis o su primera obra considerable y lista para su publicación. Entiendo que lo mismo vale para la investigación científica. El poder y el patrocinio del Estado son muy fuertes. Creo que en este sentido, al influir en la dirección de la vida cultural, por muy sutil o abiertamente que lo haga, el Estado se separa de algo que podríamos llamar el ideal liberal.

La continuidad entre el liberalismo del siglo XIX y la Revolución de 1910 es más incierta de lo que la leyenda oficial quisiera. Hay versiones opuestas

Creo que la posición oficial es la que ha tenido más influencia en México y quizá también en el extranjero. Es la de Jesús Reyes Heroles en su magistral obra en tres volúmenes sobre el liberalismo mexicano. Las tesis básicas de esta obra son, en primer lugar, que existe una continuidad del liberalismo desde el siglo XIX hasta el XX y, en segundo lugar, que ni la Revolución ni sus mecanismos, como él dice, pueden llamarse hijos de sí mismos sino de las profundas tradiciones liberales del siglo XIX.

Lo interesante de esta tesis es que, si uno examina los tres extensos y bien documentados volúmenes de Reyes Heroles, observará que su historia comienza con la Revolución de Independencia, o con el periodo inmediatamente anterior, a principios de 1800, y termina intempestivamente en 1867. Entonces, cuando habla de continuidad está hablando de una primera fase que culmina con la Reforma y que continúa sólo después de 1910. El periodo que va de 1867 a 1910 —la República Restaurada y, en particular, el Porfiriato— es, según él, una alteración, una aberración de la tradición liberal mexicana. Para Reyes Heroles la Reforma se caracterizó también por su preocupación social, su interés por la población india, la reforma agraria, etcétera. Reyes Heroles consideraba que éstos eran los antecedentes directos de lo que sucedió después de 1910 y por ello omite explícitamente al Porfiriato, que en su opinión no forma parte de la tradición liberal. Su concepción coincide en gran medida con las propias interpretaciones de los revolucionarios, desde Madero hasta Carranza.

Por otro lado, está la opinión que se identifica más con Daniel Cosío Villegas y los que colaboraron con él en su Historia moderna de México.6 Si bien no ataca directamente a Reyes Heroles ni discute con él —trabajaron independientemente y no creo que haya existido diálogo entre ellos—, Cosío Villegas prefirió estudiar minuciosamente el periodo específico que omitió Reyes Heroles. Lo que interesó particularmente a Cosío Villegas fue encontrar las raíces de lo que, a su juicio, era la verdadera tradición liberal. Para Reyes Heroles esa tradición es muy amplia: un movimiento que cambia gradualmente, que abarca desde Madero hasta la reforma económica y social de Cárdenas, y que más tarde incluye la promoción industrial de Alemán. En cambio, Cosío Villegas consideraba que el liberalismo revolucionario se limitó al impulso político y constitucionalista de los primeros años: los de Madero.

Al principio Cosío Villegas no se interesó en el estudio del Porfiriato, sino que comenzó por estudiar la República Restaurada, porque de alguna manera sentía que en los años cuarenta, cuando inició su obra, México estaba alejándose de los verdaderos ideales de la Revolución, a la que él definía, por cierto, en términos liberales. Lo que encontró durante el periodo de Juárez y Lerdo fue algo muy cercano a un modelo liberal; un modelo no tanto de sociedad liberal ideal como de sistema político liberal. Fue un periodo de libre expresión en la prensa; el sistema judicial funcionaba libremente, como nunca antes ni después lo ha hecho. A pesar de la necesidad de fortalecer al Estado contra la disensión interna o los desafíos regionales, México gozaba de las más amplias libertades políticas. Cosío encontró que éste era un periodo ejemplar en la historia de México. Sentía que podía servir de inspiración al presente.

Más tarde, como buen historiador que era, entendió que el periodo del Porfiriato debía estudiarse en sus propios términos. Su trabajo sobre la dictadura fue muy analítico. En el transcurso de la obra el término autoritarismo remplazó al de dictadura. Con el tiempo, ganó algo de simpatía por el Porfiriato, aunque no creo que llegara a decir que hubo continuidad entre éste y la Revolución por el solo hecho de estudiarlo tan escrupulosamente.

Una de sus tesis principales fue que, después de 1940, México entró en un nuevo Porfiriato. Creo que esto fue algo que mantuvo hasta su muerte. Una continuidad en el antiliberalismo. La distinción fundamental entre Reyes Heroles y Cosío Villegas —si hay que establecerla— está en su acercamiento implícito o explícito al periodo de Díaz. Para aquél se trata de una aberración del continuum liberal-revolucionario. Para éste es un antecedente casi orgánico de la Revolución hecha gobierno y tan ajeno como ella —con excepción de Madero— al liberalismo.

Esto pensaban dos de los grandes historiadores del liberalismo en México. ¿Qué piensa Hale, el tercero?

Desde luego no negaría la existencia de una continuación en la tradición liberal. Puede haberse transformado, no ser lo que era antes, pero continúa. Basta observar todo el pasado para ver en cada periodo los elementos de esta continuidad. Mi punto de vista se aleja del de Reyes Heroles pero también del de Cosío, porque encuentro que hay liberalismo entre los partidarios de Díaz y no sólo entre sus opositores. Lo que me ha impresionado en mis estudios del periodo 1867-1910 es que con la victoria de Juárez sobre Maximiliano el término liberal se convirtió en un término oficial. Los conservadores eran los vencidos y los liberales los vencedores. De manera que a partir de entonces quien tuviera participación en el gobierno o tuviera aspiraciones políticas tenía que ser liberal y proclamarse así abiertamente. Además, me parece que después de 1867 el liberalismo empezó a dejar de ser una ideología en lucha contra una sociedad tradicional y un grupo de instituciones, para convertirse en un mito unificador. Con el creciente consenso político, en particular después de 1877, se desarrolló lo que podría llamarse un establishment liberal. Hacia 1890 circulaba una frase que decía que el Partido Liberal se había vuelto «un partido de gobierno».

Un pre-PRI

Juárez y Lerdo fueron decididamente los personajes liberales de la Reforma. Pero Díaz también fue un liberal en el sentido prístino de la palabra. Ascendió al poder en 1876 porque él y sus partidarios decían que Lerdo estaba volviéndose un líder autoritario. Él mismo, a su vez, se hizo autoritario; sin embargo, nunca dejó de emplear el término liberal para designarse.

Además de la explotación oficial del término liberal, lo que vuelve tan confuso al periodo —y no sólo en México, sino también en Francia o en España— es el tono menor de los viejos conflictos ideológicos entre conservadores y liberales. De alguna manera, quienes estaban en el poder —en Francia los republicanos, en España la monarquía restaurada— tenían la impresión de que los ideales del liberalismo se habían realizado. Fue esencialmente un periodo de consenso político. Los conflictos entre los diferentes partidos eran poco profundos: en Francia, durante la Primera República, los partidos se llamaban a sí mismos «liberales conservadores». La misma tendencia surgió en México en el grupo que simpatizaba con Porfirio Díaz y que en 1878 fundó el periódico La Libertad: Justo Sierra, Francisco Cosmes y Telésforo García. Su periódico era «liberal conservador»; se llamaban «nuevos liberales». Desarrollaron una doctrina de «política científica», parcialmente inspirada en ideas positivistas; la política nacional y la Constitución se basarían, de forma realista, en los hechos, en la experiencia, y no en la aplicación de teorías abstractas o «metafísicas». Para ellos, «política científica», «nuevo liberalismo» y «liberalismo conservador» se vuelven sinónimos. En cierto modo, estaban justificando el régimen de Díaz al decir que los ideales de 1857 se habían desgastado y que eran demasiado abstractos para aplicarse apropiadamente a la historia de México. Podrían considerarse apologistas del régimen. Creo que ésta es la opinión de Cosío Villegas. Pero aun así se consideraban «liberales». El problema, repito, es que este término llegó a significar muchas cosas diferentes.

Que se llamaran a sí mismos liberales no los hace liberales. Por mi parte creo que el libro que discierne con claridad este problema es La Constitución de 1857 y sus críticos. Liberales puros fueron los hombres de la Reforma y la República Restaurada, los opositores al régimen de Díaz y los maderistas. Creían más en la «libertad de», no en la «libertad para».7 En cambio los porfiristas —como su descendencia revolucionario-institucional— escamotearon, digámoslo así, el sentido liberador de la palabra liberal.

Cosío Villegas ve la continuidad de la tradición liberal del Porfiriato esencialmente en la oposición, es decir, en quienes se opusieron al poder autoritario de Díaz y defendieron la Constitución de 1857 contra la extralimitación del Ejecutivo. Documenta esta oposición muy cuidadosamente. Cosío Villegas no llamaría a Justo Sierra liberal, en ese sentido, pero sí, en cambio, a alguien como José María Vigil o los editores de El Monitor Republicano, El Diario del Hogar y otros órganos menos conocidos de la prensa «liberal», «independiente» o «no oficialista». Según él, esta oposición continúa con Vázquez Gómez en 1892, con la facción moderada del Partido Liberal después de 1900, y culmina con Madero en 1908.

Por mi parte he encontrado que el grupo de Justo Sierra, el grupo de La Libertad, aunque difería marcadamente de quienes habían hecho la Constitución de 1857, mantenía con firmeza su vocación constitucionalista. Sentían que la Constitución debía ser reformada de modo que permitiera un gobierno más fuerte. Aquí es donde uno puede acusarlos, en efecto, de socavar la Constitución, de volverse apologistas de un régimen autoritario.

Pero importa recordar que para 1893 el mismo grupo (antes que nadie, Justo Sierra, con otros que luego adoptaron el nombre de «científicos», por ejemplo Francisco Bulnes) propuso un plan para limitar el poder de Díaz, en particular el control del Poder Judicial por el Ejecutivo. Al hacerlo, Justo Sierra recurrió en 1893 a los mismos argumentos «científicos» que había utilizado para fortalecer el poder en 1878. (Quienes se oponían al grupo de Sierra los llamaron «científicos», nombre que desde entonces ostentaron con orgullo.) Pero en realidad eran constitucionalistas.

El corolario de todo esto es la clara existencia de antecedentes constitucionalistas no sólo en la oposición abierta a Díaz, sino también en estos «científicos», miembros del establishment del Porfiriato. Cuando hablamos de continuidades tenemos que hacerlo en varios niveles. Ha existido una pasmosa renuencia de parte de muchos intérpretes a seguir las diversas formas de continuidad que cruzan a todo lo largo del periodo de Díaz y lo enlazan con el periodo inmediato posterior. Cosío Villegas ha trazado hilos de la continuidad antiliberal al hablar de un Neoporfiriato, pero lo que no creo que haya hecho con claridad es mostrar la forma de continuidad positiva desde la edad madura de Díaz hasta el periodo posterior a 1910; por ejemplo, las ligas posibles entre el constitucionalismo «científico» de 1893 y el Constituyente de 1917.

Resaltar los elementos de oposición constitucional a Díaz entre sus propios partidarios es importante. Desvanece, entre otros mitos, el del Porfiriato monolítico. Pero ¿no sería acaso que en 1893 los «científicos» comenzaban a revalorar los ideales de los «venerables abuelos», desechados quince años antes? Por lo demás, la liga posible entre 1893 y 1917 no es, necesariamente, de carácter liberal. La Constitución de 1917 fue todo menos un código liberal.

Permítame añadir algunos detalles. En mi trabajo sobre las ideas políticas del periodo que va de 1867 a 1910, una de las cosas que más me intrigaron fue el problema de cuáles eran exactamente las ideas del grupo encabezado por Sierra, que fundó el periódico La Libertad y apoyó a Díaz. ¿Cuáles eran sus ideas antes de 1878? Entonces eran hombres muy jóvenes, por supuesto. El grupo de Sierra se consideraba una nueva generación; tenían entre veinticinco y treinta y cinco años, de modo que eran todavía más jóvenes durante el régimen de Lerdo (1872-1876). Cuando uno estudia los primeros años de esta gente no hay indicios de un rechazo a la tradición de la Constitución de 1857 o de un futuro apoyo a Díaz. Creo que el año decisivo fue 1876, cuando eran francos simpatizantes de José María Iglesias en contra de Lerdo. Entonces fundaron un periódico titulado El Bien Público. Eran constitucionalistas a la enésima potencia. Pero dos años más tarde, en 1878, los encontramos apoyando a Díaz y pidiendo cambios a la Constitución en nombre de la ciencia. Existen algunos documentos muy interesantes de 1877 que no son conocidos y que muestran las angustias de Sierra, en particular al tratar de justificar este cambio de iglesista a porfirista. Se le criticó duramente por ello y dio justificaciones muy elaboradas, no siempre convincentes aunque mostraban una considerable tensión interior.

En esencia creo que particularmente Sierra y algunos otros se desencantaron del legalismo exagerado del periodo de Iglesias y que llegó a su fin con el arribo de Porfirio Díaz en 1876. Consideraban que el país necesitaba algo más flexible —y más en armonía con las realidades de la sociedad— que las interpretaciones legalistas de Iglesias. Se hicieron a la idea de que la Constitución, antes que algo impuesto, debía ser algo que surgiera de las realidades de la nación. Esto se justificaba por la aplicación de una nueva doctrina política influida por el positivismo, en el cual el gobierno se vio como algo que debe brotar naturalmente de la realidad social.

Con todo, quince años después descubrieron que la nueva doctrina política conducía a la dictadura. El caso nos lleva de regreso a la sugestiva respuesta inicial de esta entrevista: lo característico del liberalismo mexicano es la tensión —política, ideológica, moral, biográfica— entre la libertad negativa y la positiva, entre la idea de límite y la idea de intervención. A mi juicio, los liberales de la Reforma, Madero y su tenue genealogía del siglo XX se inclinaron naturalmente por la primera vertiente, y quizá por hacerlo perdieron, muchas veces, el poder. Otros, Sierra sobre todo, habitaron aquella contradicción y sus tormentos, pero dudo que en la mayoría de los «científicos» —Bulnes, Macedo, etcétera— la tensión fuera profunda. Una tercera categoría —en la que se incluyen lo mismo Calles o Díaz, Cárdenas o Alemán— prefirió abiertamente, como ahora, el fortalecimiento del Estado como premisa y palanca de liberación social e individual. Pero no veo por qué llamar liberal a esta tendencia, al menos no a partir de mediados del siglo XX, cuando el poder de la Iglesia y el ejército, los dos cuerpos por vencer en nombre de la libertad, estaban vencidos.

Desde luego, la tradición constitucionalista clásica, es decir, la tendencia a limitar el poder del Estado para aumentar la libertad individual y civil, ha sido muy frágil y fue ahogada en México desde la victoria de los carrancistas en 1917 y el establecimiento de la Constitución. Basta recordar el olvido del movimiento a favor del municipio libre, que había sido una tendencia marcada a lo largo de la Revolución. Lo cierto es que es muy difícil encontrar pruebas de movimientos políticos hacia el liberalismo constitucional después de 1917. En 1968 afloraron varias de estas ideas. Por ejemplo, uno de los mensajes de Posdata, de Octavio Paz, en 1971, es la necesidad de recuperar la democracia pura, el liberalismo constitucional, la libertad para la acción política fuera del gobierno y del partido en el poder. Aunque ésta es una tendencia débil, creo que a Reyes Heroles le era difícil sostener como historiador que este aspecto del liberalismo haya tenido una sólida continuidad. Lo sostuvo implícitamente, pero creo que al hacerlo defendió el mantenimiento de las instituciones constitucionales en un sentido jurídico; esto es, la existencia de un sistema parlamentario, un sistema federalista, un sistema judicial, todos los cuales, formalmente, fueron parte de la limitación constitucional al poder del Estado. Pero no creo que penetre en la realidad. Con todo, es impresionante que Reyes Heroles, en su papel de político y hombre de Estado, haya dirigido el reciente intento de implantar una «reforma política» que en cierto sentido fue un esfuerzo por demostrar la continuidad del constitucionalismo liberal. Es una lástima que sus esfuerzos no hayan fructificado todavía.

Es que Reyes Heroles, como Sierra, sí vivió seguramente la tensión de que hemos hablado. ¿Iluminaría en algo una comparación del liberalismo argentino y chileno con el mexicano?

Una de las diferencias básicas entre el liberalismo político de Argentina y Chile y el de México es la debilidad del poder de la Iglesia. De ahí que la tradición anticlerical de orientación estatal fuese mucho más débil. En Argentina y Chile aquella tensión entre la tradición liberal, fuertemente apegada al Estado, y la esencialmente constitucionalista, fue más tenue que en México. Supongo que en este sentido el liberalismo sudamericano era de orientación más anglosajona, aunque me negaría a llevar demasiado lejos está generalización.

Estoy pensando en modelos de liberalismo. Creo que la obra clave, la que establece una distinción básica entre estas dos corrientes de liberalismo político —la francesa y la inglesa—, es A History of European Liberalism, de Guido de Ruggiero.8 Creo que el liberalismo chileno, por lo menos el del siglo XIX, se consideraría dentro de la tradición inglesa. Uno podría decir lo mismo del liberalismo argentino. Esta influencia inglesa se ha desvanecido en el siglo XX.

Cuando uno estudia la historia de Argentina y Chile en el siglo XIX y la compara con la de México, lo que más destaca es que falta este momento histórico de la Reforma, que sirvió de inspiración a México en 1910 y que, aunque desvirtuada, continúa vigente. La Reforma no sólo representó la secularización y el fortalecimiento del Estado, sino también, gracias a la Constitución de 1857, el mantenimiento de las libertades políticas. Los argentinos han sido incapaces hasta hace poco de encontrar esta forma heroica de la tradición liberal. La encontraron en la Revolución de mayo de 1810, pero no fue tan sólida. Tampoco los chilenos pudieron encontrarla en el siglo XIX; no había modo de que esta tradición tuviera una base popular. En México, en cambio, la tradición liberal contó con esta base popular que más tarde le serviría de inspiración. Desde luego, ni Argentina ni Chile tuvieron una revolución que reviviera estos viejos ideales de alguna forma, por lo que entraron al siglo XX con muchos problemas heredados.

Es muy difícil ver todo esto en términos de una especie de liberalismo comparativo, dado que en realidad nos movemos en sociedades muy diferentes; no sólo en diferentes situaciones étnicas, sino que también está el gran problema de la identidad nacional en Argentina, y en Chile, el problema de un pequeño grupo de terratenientes sólidamente establecido y que continuó en el poder hasta bien avanzado el siglo XX. Problemas muy diferentes de los de México. La situación actual induce a pensar con cierto optimismo en el renacimiento del liberalismo en Argentina, a pesar de la falta de una tradición liberal heroica. El mismo renacimiento podría ocurrir en Chile.

A final de cuentas sostiene usted una continuidad liberal en México mucho más amplia y profunda que la de Reyes Heroles. ¿Cuál es, en suma, su concepto del Estado mexicano con respecto al liberalismo?

A costa de una tradición constitucional sólidamente sostenida, el Estado mexicano aumentó su poder desde la Revolución de 1910 debido a su interés activo en el proceso de la reforma social. Las urgencias de reforma y de desarrollo económico señalaban la necesidad de aumentar los campos de actividad del Estado, aunque fuera a costa de algunas de las bases del sistema constitucional. Sin embargo, cuando uno establece alguna comparación, aunque sea implícita, entre el Estado mexicano y cualquier otro tipo de Estado totalitario, sea fascista o comunista, creo que es injusto afirmar que no existe una continuidad del liberalismo, una base para las libertades civiles e incluso políticas.

México sí cuenta con una tradición de libertades civiles, libertad de prensa, sostén —en alguna forma— del sistema parlamentario… y también un proceso electoral. Desde luego, ninguna de estas cosas se apega a la idea pura del liberalismo constitucional del siglo XIX, pero, con todo, proporcionan medios para la defensa del individuo frente al Estado. Esto es lo que uno observa en México cuando lo compara con un sistema totalitario. El Estado permea la vida del país, pero lo hace de manera sutil y, con frecuencia, benigna; generalmente no es represivo. La reacción del gobierno a los acontecimientos de 1968 es quizá la excepción más notable.

Todo lo cual recuerda al «ogro filantrópico». El problema es que su filantropía, en los últimos años, ha sido más imaginaria que real. Uno puede conceder que hasta los años cuarenta y quizá cincuenta, las actitudes antidemocráticas y antiliberales eran un mal menor frente a los hechos filantrópicos de un ogro que, por lo demás, como apunta usted, respetaba las libertades civiles e individuales (no tanto las políticas).

Pero la soberbia extravía al ogro. Olvidando las ideas liberales con que había doblegado a los poderes corporativos de la Iglesia y el ejército, el ogro acrecentó su poder sobre los individuos y la sociedad creando nuevas estructuras corporativas aún más opresivas e ineficientes. En vez de resolver la tensión interna del liberalismo mexicano abriendo por fin —como en la España actual— la opción de liberalismo constitucional, el ogro siguió una inercia que lo ha llevado a la inmovilidad y que podría desembocar en extremos de represión violenta. Aquel largo conflicto histórico entre las dos tendencias clásicas del liberalismo se aclara ante nuestros ojos: el Estado igualó a la sociedad ante la ley, pero sólo la democracia liberal iguala al Estado ante la sociedad.


1 Mexican Liberalism in the Age of Mora, 1821-1853, New Haven, Universidad de Yale, 1968 (existe una versión en español de Siglo XXI).

2 The Transformations of Liberalism in Late Ninetennth Century Mexico, Princeton, Universidad de Princeton, 1990 (existe una versión en español de Vuelta) y Emilio Rabasa and the Survival of Porfirian Liberalism. The Man, his Career, and his Ideas, 1856-1930, Stanford, Universidad de Stanford, 2008 (existe una versión en español del Fondo de Cultura Económica y el CIDE).

3 «Political and Social Ideas in Latin America, 1870-1930», en Cambridge History of Latin America, vol. 4, Cambridge, Universidad de Cambridge, 1984.

4 El liberalismo mexicano, 3 vols., México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1957-1961.

5 México, Hermes, 1957.

6 Obra que dirigió Daniel Cosío Villegas, publicada durante los años 1955-1974 en diez tomos por la editorial Hermes, México.

7 Ambos términos provienen de la distinción de Isaiah Berlin descrita en su conocida conferencia «Two Concepts of Liberty», dictada en la Universidad de Oxford en 1958. Publicada en forma de ensayo, se puede leer en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1988.

8 Londres, 1927.