MÉXICO, ¿HISTORIA O ESENCIA?

El año 1984, año en que Orwell situó su profecía, fue significativo para Octavio Paz. Cumplía setenta años y se hallaba en la cúspide de su «pasión crítica». Ejercía esa pasión sin respiro y sin cuartel. Su adversario principal era el mismo de su contemporáneo Orwell, el totalitarismo, y su credo, como el del inglés, una fina y compleja mezcla de liberalismo y socialismo. La opresión lo indignaba tanto como la mentira. Su crítica era múltiple: contra las dictaduras del Cono Sur, contra la «democracia imperial» estadounidense, contra el vacío hedonismo europeo, contra el fanatismo religioso, contra la «ideocracia» totalitaria soviética y sus cómplices: «los compañeros de viaje» en Occidente y en Latinoamérica. Pero el sujeto y objeto permanente de su pasión y de su crítica era México, su país, al que había vuelto en 1970, y en el que vivió, a partir de entonces y hasta su muerte, desplegando una extraordinaria creatividad literaria, intelectual, editorial y política.

A mediados de aquel año, Paz publicó un importante libro de reflexiones sobre la política y la vida internacional, Tiempo nublado;1 desplegó una intensa actividad pública, en la que destacó una serie de televisión titulada Conversaciones con Octavio Paz. Su director, Héctor Tajonar, me invitó a participar en un programa sobre la imagen histórica de México en la obra de Paz. Se me ocurrió entonces iniciar la enésima lectura del libro de cabecera del siglo XX en México: El laberinto de la soledad.2 Revisé cronológicamente las líneas principales del Laberinto y las comparé con las ideas posteriores de Paz. El resultado fue una suerte de historia oral paralela: por un lado, la biografía de Paz; por otro, la biografía de México según la visión de Paz. Y, enmarcando ambas, el turbulento siglo XX.

Heidegger dice en algún lugar que el hombre no puede saltar sobre su propia sombra. Paz fue, en muchos sentidos, un profeta, pero se movió dentro de los paradigmas vigentes durante su larga y fructífera existencia. Fiel a la estirpe orteguiana (derivada en parte del historicismo alemán), se empeñó en buscar la «naturaleza histórica» de los países y, dentro de ella, la significación o el «ser» de cada etapa, de cada movimiento. La historia como un libreto que no sólo admite una indagación de sus significados últimos, sino que, de hecho, la reclama para liberarse de sus fantasmas, para ser libre, salvarse. Esa visión de la historia —y en la historia— convoca naturalmente a la poesía: «Sin visión poética —decía Paz— no hay visión histórica».

Esta forma de acercarse a la realidad histórica (de parcelarla, evocarla, nombrarla) arrojó diversas interpretaciones a través del tiempo. A veces parecía haber cierta inconsistencia en zonas de su pensamiento histórico, pero se trataba de afinarse y corregirse. Paz fue el primer objeto de su propia crítica, de ahí su vitalidad. Otro aspecto permanente fue la fascinación por la dualidad. Lo atrajo siempre esa noción, no sólo en el mundo prehispánico, sino en el género humano. Es una idea rectora de El laberinto de la soledad; por eso eligió como epígrafe una frase de Antonio Machado sobre «la esencial heterogeneidad del ser». En esta conversación con Paz (sostenida en el riguroso trato de usted que nunca pude, ni quise, romper) se dio una amistosa esgrima en torno a la dualidad: él la asumía como el hecho más natural; yo intentaba sugerir el riesgo de que, aplicada al conocimiento histórico, la dualidad podía convertirse en ambivalencia o en algo más grave: en contradicción.

Al pasar por la lente de Paz, cada periodo histórico de México es uno… y es otro, su doble y su contrario. Otredad esencial: la Conquista es un suicidio y una salvación; el periodo virreinal, un orden opresivo y armónico a la vez; el liberalismo del siglo XIX, una hazaña y una máscara; el Porfiriato, un primer intento de modernización y una «simulación» colectiva. Sólo la Revolución mexicana parecía salvarse, disolver la otredad en unidad: era la comunión de México consigo mismo. Pero ¿cuál revolución, de todas las que estallaron? ¿Cómo conciliar la fe en esa revolución con el régimen autoritario que engendró? ¿Y dónde, en fin, colocar la democracia, tan ajena al ser histórico de México, que Paz apenas si se refirió a ella en El laberinto de la soledad?

Un pensamiento más lineal y empírico —más liberal— habría subrayado no la dualidad sino la pluralidad de causas y significados en la historia. Sin rechazar las paradojas u oposiciones reales. «Las contradicciones, si son auténticas, pueden ser fecundas.» Paz no escribió una historia de México, pero con esa clave concibió una anatomía poética del país.

La visión de Paz recuerda la de otro poeta, Robert Graves, enamorado de una historia cuya sustancia última es la verdad, no necesariamente la realidad. La verdad, en ambas concepciones, tiene que ver con una coherencia de símbolos antes que con los hechos. En el caso de Graves, la verdad eran los mitos bíblicos o griegos; en el de Paz —como en la pintura de Tamayo, cosmos de jaguares y serpientes— son los mitos prehispánicos. Una verdad más allá de la historia. Ésa es la verdad que subyace y se esconde tras la realidad que, a su juicio, revela la Revolución mexicana. Me pareció entonces, y me ha parecido siempre, una visión muy sugerente y poderosa, pero limitada al zapatismo y, por eso mismo, arraigada en la biografía personal de Paz. (Recordemos que su padre fue secretario de Emiliano Zapata.) En esta conversación traté de tocar estas fibras personales. Esa verdad ¿es la verdad? Lo era para Octavio Paz en 1984.

Cuando, diez años después, el neozapatismo surgido en Chiapas tomó esa misma idea —como si el subcomandante Marcos fuera un guerrero y su biblia El laberinto de la soledad—, lo asaltó la perplejidad: esa verdad estaba bien en las páginas de su libro (como recurso de la imaginación o llamado moral), pero no como bandera revolucionaria en un México que, a finales del siglo XX, necesitaba modernizarse con urgencia. Paz, con toda razón, veía demasiados resabios marxistas en el movimiento neozapatista y en sus simpatizantes. Y, sin embargo, los rebeldes de Chiapas vindicaban la vuelta a la tradición que Paz había defendido tanto y —punto central— eran indígenas mayas, indígenas puros, no sólo campesinos mestizos como los zapatistas de 1910. Fue así como Octavio Paz, al final de su vida, se enfrentó con el rostro cruel de la dualidad. «Hay que corregir el liberalismo con el zapatismo», apuntó en nuestra conversación. Murió en 1998… pensando: «corregir el zapatismo con el liberalismo».

ENRIQUE KRAUZE: México ha para sido usted objeto de pasión, contemplación, reflexión y crítica. Pero su obra no es la de un historiador que registra o recrea una época, sino la de un poeta que se pregunta por el sentido de la historia. Para usted la historia es un texto por descifrar; cada etapa esconde un signo, un significado, una clave. Su historia no es una historia: es una visión de la historia. La obra de Octavio Paz —podemos decir— no es estática, porque no piensa ahora lo que pensaba en 1950Y por momentos parecería incluso que piensa cosas opuestas a las de entonces.

A mi juicio su obra de reflexión histórica tiene la misma consistencia profunda y apasionada de su poesía. Las ideas pueden cambiar, pero no las creencias. A mí me gustaría que esta plática fuese una suerte de historia paralela: su historia personal, por un lado, y, por otro, su visión de la historia de México así como las mutaciones que dicha visión ha sufrido con el tiempo.

OCTAVIO PAZ: En realidad, se trata de dos evoluciones paralelas. Yo nunca aspiré a ser un historiador sino que, como mexicano, me pregunté qué hacía yo en este país, en este siglo; lo cual me llevó a otra pregunta: ¿qué significa México en nuestra época? Siempre pensé que la reflexión sobre uno mismo colinda de alguna manera con la reflexión sobre la historia del país al que pertenecemos. A su vez, la historia de la nación de la cual somos miembros es parte de la historia universal. Nunca he creído que haya historias nacionales; siempre he creído que la historia es universal. Y por eso, cuando escribí aquel librito, El laberinto de la soledad, la palabra soledad tenía una significación claramente histórica: estar solos en el tiempo es estar solos en la historia. Por lo demás, éste es, quizá, el destino de todos los hombres y de todas las naciones.

Justamente lo contrario de la soledad es la comunión. Leyendo El laberinto de la soledad después de muchos años encuentro que para usted la Nueva España es el lugar histórico de una comunión, el lugar donde dice usted que «todos los hombres y todas las razas encontraron sitio, justificación y sentido». El pueblo crea entonces formas religiosas, estéticas, éticas, es decir, una cultura que le ha dado fuerza en siglos de penuria. Tiene usted en ese momento una visión positiva del orden colonial como una vida congruente y auténtica. Para usted, me parece, ése es el momento de nuestro origen.

Continúo glosándolo, ahora con respecto al siglo XIX: «La Independencia se define como un nacimiento de espaldas y la Reforma es la culminación de la Independencia en que se funda a México mediante una triple negación: la negación del pasado indígena, la de la herencia española y la del catolicismo. Lo que afirmaba esa negación: los principios del liberalismo, la igualdad y la libertad, son ideas de una hermosura precisa, estéril y, a la postre, vacía. Ideas sin contenido histórico concreto». Entonces parecería que la Independencia y la Reforma se refieren a una etapa en que la historia mexicana fuese ya como un río fuera de cauce. Lo que me gustaría —como dije al principio— sería cotejar esta visión de 1950, que me parece que es explicable y natural, con la que tiene usted ahora. ¿Cuál es, finalmente, su visión del siglo XIX?

Vamos por partes. Usted me pregunta algo complejo… difícil. En primer término tendría que explicarle por qué vi en la Nueva España la imagen del orden y por qué el orden me pareció un valor que había que rescatar. Desde un punto de vista puramente biográfico, es muy simple. Después de todo yo soy un liberal. Nací en el liberalismo, soy hijo de liberales y mis primeras lecturas fueron los enciclopedistas franceses y los liberales mexicanos. Así es que por fatalidad familiar, pero también por origen y por vocación histórica, soy liberal. Pero nací en el gran desorden que fue y ha sido el siglo XX: guerras mundiales, conflictos civiles, quiebras del capitalismo y la democracia. Nací en y con la crítica moderna —la de los revolucionarios y la de los conservadores— al mundo moderno. Por todo esto, los de mi generación sentimos nostalgia por lo que he llamado, sin mucha precisión, el orden. Nostalgia a veces llena de horror porque ese orden fue muchas veces el orden de la injusticia y el despotismo. En la Nueva España fue una ortodoxia y una Inquisición. Así que en mi relación con ella había nostalgia por un orden vivo, social y espiritual, y también reserva ante una sociedad jerárquica, con un sistema de privilegios y ausencia de libertad y de crítica. Por una parte, comunidad de creencias y valores; por otra, una sociedad cerrada. No habría sentido esa nostalgia reticente y mezclada de aprensión si no hubiera sido un liberal… Pero un liberal decepcionado por las sucesivas crisis del primer tercio de este siglo XX. Ésta es la explicación de orden psicológico de mi ambivalencia frente al liberalismo y frente a la Nueva España. Aparte de esto, está el punto de vista histórico.

Sí, creo que el liberalismo fue una triple negación: negación del pasado indígena, negación del pasado español y negación del catolicismo. La síntesis precaria e injusta de la Constitución de 1857 no podía, por sí sola, suscitar el nacimiento de un nuevo orden, una nueva sociedad y una civilización. El proyecto liberal demolió muchas instituciones del pasado, casi siempre con razón. Inauguró la separación de la Iglesia del Estado, suprimió muchos privilegios y quiso establecer la igualdad política de los hombres. Eso es admirable pero México había tenido antes una revolución bastante más profunda que la del liberalismo. En el siglo XVI México cambia de civilización con ese gran hecho terrible que fue la Conquista; con ella, comienza la evangelización, la introducción del cristianismo. El cambio del politeísmo al cristianismo fue no menos sino más profundo que la revolución liberal de Juárez. Abandonar a los dioses por el monoteísmo cristiano fue un cambio mucho más radical que cambiar el orden católico por el liberal. El cristianismo penetró profundamente en la conciencia de los mexicanos. Fue fértil. Y si negó al mundo indígena, también lo afirmó, lo recogió, lo transformó; creó muchas cosas. Fue muy fecundo en el campo de las creencias y de las imágenes populares. Una de las grandes creaciones de la imaginación poética mexicana es la Virgen de Guadalupe. Y eso fue posible gracias a esta síntesis del mundo prehispánico y del cristianismo… Yo no encuentro esta fertilidad en los liberales. Fueron admirables pero su revolución fue la de una minoría de la clase media y de sus intelectuales. Cambió las leyes y las instituciones, pero no logró cambiar al país profundo.

Sin embargo, supongo que no hay que espantarse de las contradicciones o de las incongruencias, o examinarlas, si es que son eso. Por una parte usted ha predicado continuamente la necesidad de una vuelta a nuestras raíces novohispanas; por la otra lamenta usted —como un pecado capital o como un gran pecado— la falta de una tradición crítica y liberal: no tuvimos, ha dicho usted, un Voltaire o un Doctor Johnson. A mi juicio, estas dos afirmaciones son, o pueden ser, contradictorias.

Creo que las fallas de nuestra tradición liberal —teñida de dogmatismo y jacobinismo— se deben a que nuestra Ilustración, hablo de la española, fue débil y derivada. El siglo XVIII de la cultura hispánica no fue un gran siglo, como lo fueron el XVIII inglés, o el francés y el alemán. Tuvimos antes un Cervantes, un Calderón, una Juana Inés de la Cruz, pero en el siglo XVIII no tuvimos un Kant, un Hume, un Voltaire, un Rousseau… ¿Por qué la negación de los liberales no logró recrear mitos ni crear imágenes ni una cultura nueva?

La Revolución en Francia fue la heredera de una tradición intelectual propia. Esa tradición no existió en la cultura española. Nosotros la adoptamos, nos apropiamos de ella por un acto de conquista intelectual. No hubo un Voltaire, un Rousseau, un Hume ni un Kant porque tampoco hubo una sociedad moderna. La ideología de la Enciclopedia correspondía a la ideología de una nueva sociedad y de una clase social que estaba decidida a cambiar al mundo. Había una burguesía (hubo varias, hablar de una burguesía es simplificar), hubo varios grupos sociales y una voluntad de cambiar el mundo. Cuando se hizo la revolución política en Francia ya se había hecho la revolución económica, la revolución de las costumbres, la de la sensibilidad y la de la sexualidad. Piense usted lo que fue la sociedad europea en el siglo XVIII, piense en Sade, Laclos, Diderot. En realidad, la Revolución francesa es la consagración política de una profunda transformación social, cultural y económica. En Estados Unidos tenemos al otro gran modelo de los liberales mexicanos. Allá el fenómeno es mucho más claro; la Revolución de Independencia de Estados Unidos la hacen grupos modernos y que encarnan la modernidad. Realizan lo que estaba ya en el aire, el destino del país. En México, en cambio, los liberales son una minoría intelectual que debe luchar contra un pasado hostil y también contra una realidad económica, cultural, moral y social sin relación con la modernidad. En México no había verdadera burguesía.

Usted en sus escritos posteriores parece aproximarse a ese liberalismo.

Cuando escribí El laberinto de la soledad sentía la necesidad de rescatar a la Nueva España y lo que llamaba —de un modo inexacto, probablemente— el orden. Hay que pensar que en aquella época todos nosotros, hijos de la gran crisis del capitalismo en el siglo XX, sentíamos nostalgia por el orden. Algunos de mis amigos sintieron gran inclinación por el comunismo, porque la Unión Soviética era la imagen del orden. Otros hablaban de orden y pensaban en Mussolini, e incluso en Hitler. La palabra orden —en los años treinta y cuarenta— tenía una vibración especial. De nuevo: orden en el sentido de comunidad de valores. Orden: comunión: comunismo… Pero volvamos a nuestros liberales del siglo XIX, que se encontraban frente a un dilema terrible: estrellarse o admitir el triunfo de la realidad. El triunfo del «principio de realidad» se llamó Porfiriato…

Precisamente, usted habla de nostalgia del orden en El laberinto de la soledad, pero si hay un momento de orden, paz y progreso en este país es el Porfiriato.

Mi idea del orden era orgánica, una armonía entre las creencias, las ideas y los actos. Pensaba, como arquetipos, en los momentos del mediodía de las civilizaciones, esas épocas de armonía… En cambio, en el Porfiriato encontramos un divorcio absoluto…

Entonces, si para usted la Reforma es el lugar histórico de una triple negación; la Nueva España, el lugar histórico de una comunión, y la Conquista, el de un suicidio, el Porfiriato ¿sería el lugar histórico de una simulación?

Exactamente.

¿Cuál es ahora su visión del Porfiriato?

En cierto modo sigo pensando lo mismo que en aquella época aunque, claro, como en el caso del liberalismo, mi visión ha cambiado un poco. Lo importante, creo, no es negar; lo importante es explicar. Sigo pensando que el porfirismo fue el triunfo del «principio de realidad». El Porfiriato no fue una dictadura de los conservadores mexicanos; fue la dictadura de los liberales, de los herederos del liberalismo. Una fracción del liberalismo tomó el poder y lo ejerció durante treinta años. El Porfiriato, en el ámbito de las ideas, modificó de una manera sustancial al liberalismo porque cambió la doctrina clásica liberal por el positivismo. De un modo mucho más profundo, más total que el liberalismo y, además, con la máscara de la ciencia, el positivismo negó al mundo novohispano y al mundo indígena. O sea, a las dos grandes construcciones que hoy enorgullecen a los mexicanos. Pero en el siglo XIX parecía un infortunio haber sido primero indios y luego españoles. Después, el Porfiriato tiene una contradicción muy grande. Por una parte busca la modernización y en esto es heredero no solamente de Juárez sino también de los españoles ilustrados del siglo XVIII; por otra parte, con la venta de los bienes de la Iglesia (que data de la época de Juárez) y con la destrucción de la propiedad colectiva de los pueblos mexicanos, nace y se fortalece una clase de neolatifundistas. Hay entonces una contradicción entre el propósito de modernización del Porfiriato y la realidad del latifundismo. En la política exterior encontramos lo mismo: por una parte, Porfirio es nacionalista y se enfrenta varias veces a Estados Unidos…

A mi juicio, Octavio, el Porfiriato modernizó a México en todos los aspectos, salvo en el político y el agrario. Esta modernización «coja» —digamos— continúa en la Revolución y hasta nuestros días con el PRI y el ejido. Por otro lado, creo, en efecto, que lo más rescatable de la era porfiriana es su política exterior.

Exactamente. Pero junto a eso está su política económica de entrega al capital extranjero. Ésta es otra gran contradicción. Pero esas contradicciones son las contradicciones del país y las del mismo liberalismo transformado en Porfiriato. La contradicción más grande fue política: la existencia nominal de una república democrática gobernada por un dictador durante treinta años. Sin embargo, yo no condenaría ahora al Porfiriato. Creo que allí está el origen de muchas cosas buenas. Por ejemplo, Teodoro González de León, el arquitecto, me decía que los primeros intentos por rescatar y usar las formas indígenas en el dominio del arte moderno, sobre todo en la arquitectura, no están en el periodo revolucionario, como se cree generalmente, sino en la época porfiriana. Este y otros parecidos son temas que deberíamos volver a pensar y a examinar… El Porfiriato es la primera tentativa en serio, desde el poder, de modernizar al país. Sí, hay que recordar a los virreyes ilustrados de Carlos III y, después, a Juárez. Los primeros no lograron sino comenzar. En cuanto a Juárez: se encontró con un Estado débil, terriblemente pobre. Un Estado que había sido…

Saqueado

…saqueado y que, además, había sufrido mucho con la guerra civil y las dos guerras extranjeras. Porfirio Díaz fortalece al Estado mexicano. El actual Estado mexicano, que es muy fuerte, está ya presente en el Porfiriato.

Pero niega a los liberales

Los liberales querían una sociedad fuerte y un Estado débil… relativamente débil. Así pues, Díaz fortalece al Estado y lo convierte en el agente de la modernización. Aquí encontramos otra gran contradicción, pues al mismo tiempo él es un jefe, un caudillo. ¿Y qué hace? Continúa el patrimonialismo de la Colonia. He hablado de la parte positiva de la Colonia, pero podríamos hablar de la parte negativa. Por ejemplo, la herencia del régimen patrimonialista. Maquiavelo dice que hay dos tipos de gobierno, dos maneras en las que un príncipe gobierna. Con los barones, con sus iguales en la sangre (esto se llama ahora feudalismo), y la monarquía absoluta, en la cual el príncipe gobierna a la nación como si fuera su casa y pone como ministros y ayudantes a sus parientes, a sus amigos, a sus esclavos.

Me suena familiar eso.

Esto fue una realidad en Europa en los siglos XVI, XVII y XVIII. El Estado moderno, en el siglo XIX, acaba con ello. En México ese patrimonialismo se prolonga, aunque Juárez intenta acabarlo, y Lerdo también. Porfirio Díaz lo resucita. Y el patrimonialismo sigue siendo uno de los aspectos más porfirianos de la Revolución mexicana.

Pasemos a otra cosa. Yo tengo una curiosidad biográfica. Su abuelo fue porfirista y antiporfirista…

Como tantos mexicanos.

¿Por qué una cosa y después la otra?

Creo que fue el dilema de su generación. Él era joven cuando la República retorna y todo un grupo de jóvenes, entre ellos Porfirio Díaz, no encontró acomodo en el nuevo régimen. Hubo un pleito de generaciones. Pero mi abuelo era liberal. Atacó a Juárez y a Lerdo porque le parecía que no eran bastante liberales y —he aquí la contradicción— terminó apoyando a Díaz durante años y años…

Para usted, la Revolución es, en México, el lugar histórico de una revelación. La historia de México es la de un pueblo que busca una forma que lo exprese. Con la Revolución el mexicano encuentra esa forma. Ahora permítame citar un párrafo de usted que es uno de los más hermosos de la literatura mexicana: «Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado. Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentira, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y el amor, que es rapto y tiroteo. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un sacar al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esa sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano».

¿Qué piensa usted ahora de este concepto de la Revolución? Desde un punto de vista psicológico ¿no le parece a usted demasiado cercano al zapatismo de su padre? ¿Qué tiene que ver esta revolución con la de Obregón y Calles? Y, hablando de la manera en que los románticos alemanes entreveraban poesía e historia, como si tuvieran la misma sustancia, ¿no hay aquí, finalmente, una suerte de distorsión poética de la historia, una subyacente visión surrealista? Y en esta reconciliación de México consigo mismo ¿no hay además la visión de un fin de la historia?

Usted me ha hecho tres preguntas y las tres son muy difíciles. La primera es de tipo biográfico: ¿que si no es demasiado zapatista mi visión de la Revolución? No lo creo. La Revolución es el momento en que nuestro pueblo busca la forma política e histórica que lo exprese. No es el momento en que los mexicanos encuentran esa forma, sino en el que se deciden a buscarla o a inventarla. ¿Y por qué? El orden de la Nueva España fue un orden impuesto, un orden español, no un orden nuestro. La negación del orden novohispano de los liberales tampoco fue mexicana: fue la adopción de una filosofía universal en una circunstancia concreta: México en el siglo XIX. El Porfiriato y la filosofía positivista fueron también la adopción de ideas universales. La crisis revolucionaria mostró que el pueblo mexicano estaba huérfano de esas ideas madres que simultáneamente fundan, alimentan y forman a una sociedad. Ante la petrificación o la invalidez de las ideas que le habían dado una raison d’être, el pueblo mexicano busca, instintivamente, y casi sin ideas, nuevas formas. No afuera, como antes, sino dentro de sí. Éste es el sentido profundo, para mí, de la Revolución mexicana. No las encontró pero se conoció a sí mismo… Veo que la explicación biográfica se mezcla en este caso con una explicación de orden general.

La relación entre poesía e historia: sí son dos cosas distintas, pero hay un momento en que se cruzan. Un gran historiador dijo que los historiadores son profetas del pasado.3 Yo cambiaría un poco la frase: los historiadores son los poetas del pasado. Sin visión poética no hay visión histórica. Y esto se ve en todos los grandes historiadores, lo mismo en los griegos y latinos que en Vico y en Michelet. También Marx ve la historia con ojos de poeta y no solamente de economista o de historiador. En cuanto a mí: yo no soy historiador pero sí un hombre que vive profundamente la historia. Para los hombres del siglo XX la forma del destino, y aun de la poesía, es la historia…

Y finalmente: sí, la Revolución fue una fiesta. Ahora advierto algo que habría que añadir: las revoluciones son fiestas pero son también resurrecciones de lo más antiguo de una sociedad. En general se piensa en la Revolución como un proyecto de futuro. Sin embargo, en las revoluciones hay la aparición de lo otro: la revelación del rostro escondido de un pueblo.

Por esto mismo subrayo su visión zapatista de la Revolución: una especie de rebelión y de revelación de la realidad mexicana en el estado de Morelos. Y lo que allí se rebela y se revela no es sólo la realidad colonial, sino algo incluso anterior, ¿verdad?

Anterior, claro: la realidad del mundo prehispánico.

Esto es la revolución zapatista. Pero ¿y las otras revoluciones mexicanas? La de Villa, la de Obregón, la de Calles

Creo que la revolución de Villa también es fiesta: revelación de lo escondido y enterrado. El villismo es, como aquel capítulo de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, «la fiesta de las balas». También en la Revolución francesa y en todas las grandes revoluciones aparece ese trágico elemento de la fiesta, en el sentido más profundo de la palabra fiesta: resurrección de lo más antiguo.

La Revolución nunca es una. No nos dábamos cuenta antes pero hoy lo perciben cada vez con mayor claridad los historiadores modernos. François Furet ha mostrado que hubo varias revoluciones francesas: la de los intelectuales y la de los burgueses, la de los pobres (los sans-culottes), y una revolución anticapitalista, antimoderna y antiliberal: la de los campesinos monárquicos en contra de la Revolución, la Vendée. Y así como hubo varias revoluciones francesas, hubo varias revoluciones mexicanas. La revolución democrática de Madero, que trata de rectificar el Porfiriato con un régimen liberal y que en el fondo quiere volver a la Reforma (y ésa es una revolución que todavía los mexicanos no hemos realizado, que está por hacerse y que tal vez estamos en vías de hacer). Después tenemos la gran revolución de la modernización de México, es decir, la revolución de Obregón y Calles. La de Carranza, la del nacionalismo. (No en balde Carranza fue senador porfirista.) Y por último hay la antirrevolución, la revuelta de los que no quieren cambiar el país sino volver al principio, al origen, permanecer: los zapatistas, la gran revuelta mexicana…

Yo quisiera dejar así, como congelado, el hecho de que en 1950, cuando publica usted El laberinto de la soledad, ésta es su imagen de la Revolución mexicana: una imagen básicamente zapatista.

Una imagen que es una interrogación. Un escritor siempre adivina a medias. Nunca es dueño de lo que escribe. Lo que vamos escribiendo nos va iluminando, por lo menos en mi caso. No sé lo que voy a decir sino una parte de lo que voy a decir. Y cuando leo lo que acabo de escribir me doy cuenta de que, sin saberlo, fui más allá; la pluma me va guiando y así llego a conclusiones diferentes de las que, acaso, preveía al principio. En lo que entonces escribí sobre México está la idea de la vuelta al origen: el zapatismo. Y enfrente está la idea de la modernización. Dos ideas contradictorias pero que son la contradicción misma de México y de cada uno de nosotros. Las contradicciones, si son auténticas, pueden ser fecundas. Creo que en México sigue viva la herencia zapatista, sobre todo moralmente. En tres aspectos. En primer lugar fue una revuelta antiautoritaria: Zapata tenía verdadera aversión por la silla presidencial. Y esto es fundamental. Hay que rescatar la tradición libertaria del zapatismo.

En segundo lugar, fue una revuelta anticentralista. Frente a la capital, frente a dos milenios de centralismo (es decir, desde Teotihuacan), el zapatismo afirma la originalidad no sólo de los estados y las regiones sino incluso de cada localidad. Este anticentralismo es también muy rescatable.

Y por último, el zapatismo es una revuelta tradicionalista. No afirma la modernidad, no afirma el futuro. Afirma que hay valores profundos, antiguos, permanentes. Estos tres aspectos del zapatismo siguen vigentes en este final del siglo XX mexicano… La revolución que triunfó —la de Obregón y Calles— fue en realidad un compromiso histórico, como se dice ahora, entre el Porfiriato y la democracia. La invención del Partido Nacional Revolucionario, que hoy se llama Partido Revolucionario Institucional, fue un gran acto de imaginación política. Le dio al país la oportunidad de no caer en el cesarismo revolucionario y, al mismo tiempo, escapar de la guerra civil y los pronunciamientos, como ha ocurrido en el resto de América Latina. No tuvimos una dictadura sino el monopolio político de un partido, después convertido en «clase política». Este remedio a una enfermedad endémica nos dio un largo respiro y ahora quizá permitirá el tránsito hacia una auténtica democracia.

Quisiera volver al motivo biográfico. En un poema cuenta usted de su abuelo liberal que, en las sobremesas, hablaba de las batallas de la Reforma, y de su padre zapatista, que le hablaba de Soto y Gama. El poema termina con estas palabras: «¿Y yo, de qué puedo hablar?» Me pregunto: ¿cuál es el compromiso de Octavio Paz? Yo creo que hay en usted una doble raíz, liberal y zapatista. ¿De cuál de las dos raíces querrá hablar?

Yo creo que hay que corregir al liberalismo con el zapatismo.

¿Es posible esto?

¿Era posible que el pueblo francés tomase la Bastilla? Si a la gente de aquel siglo se lo hubieran preguntado… Nadie suponía lo que iba a pasar. Se ha dicho que la política es el territorio de lo posible. Yo pienso que la historia es el territorio de lo imposible…

¿Es decir que lo que es ilógico, incongruente y contradictorio en la esfera racional no lo es en la esfera de la vida?

En la historia hay elementos irracionales que, como en nuestra vida diaria, nos negamos a reconocer. Por ejemplo, el accidente, la fortuna. Los historiadores antiguos le dieron mucha importancia mientras que los modernos lo niegan tontamente. Además, la influencia de la locura en la historia. Hubo césares locos. En Stalin había un elemento de locura. También en Hitler. Olvidar el accidente, olvidar la locura, es olvidar la realidad humana…

Volvamos al tema de la Revolución mexicana triunfante: pienso que fue un compromiso con la realidad y que esto permitió al país vivir y buscarse a sí mismo. La invención del PRI hizo posible, por un tiempo, la continuación del proyecto de modernización. Durante los últimos treinta años México ha intentado, con éxito a veces, modernizarse. No lo hemos hecho tan mal pero ya no podemos ir más allá. Ahora está claro que el PRI o estalla o se democratiza. Ése es el dilema, a mi juicio. México necesita más democracia… También, en el caso de la economía, la modernización tiene un límite. Hemos visto las consecuencias de la modernidad en los países desarrollados y no queremos ese tipo de modernización para México. La modernidad necesita el correctivo del tradicionalismo; por esto es importante la idea de volver a proyectos más modestos y humildes. Debemos pensar en todos nuestros grandes fracasos, en los últimos años, en materia económica y social. Han sido los años de la desventura. Hemos querido demasiado y demasiado pronto; hemos administrado mal nuestra riqueza.

¿Entonces estaría usted de acuerdo en que hacia la mitad de siglo tenía usted una visión casi religiosa y muy apasionada de la Revolución y que quizá, en años posteriores, por las revoluciones que ha podido usted ver o vivir, ha habido un desencanto del mito de la Revolución?

Sí, mi generación nació con el mito de la Revolución y hemos visto cómo ese mito se ha ensangrentado. No particularmente en México: las fallas de la Revolución mexicana han sido otras. Las revoluciones del siglo XX han sido revoluciones que se han petrificado y se han convertido en ídolos crueles, en dioses sanguinarios y abstractos.

Habíamos dispuesto al principio de esta entrevista una suerte de juego: un paralelo entre la historia de México y la historia personal de usted, Octavio. Hacia 1950 —dijimos— había en usted una especie de reconciliación con la idea de la Revolución. Yo creo que usted comienza a cambiar hacia el final de los años cincuenta. Diez años después de El laberinto de la soledad ya no busca el conocimiento de nuestro ser o el sentido revelado de nuestra historia, sino un diagnóstico que a veces toma un aspecto de tratado político y económico

Eso obedece a mi vida personal también. Cuando escribí El laberinto de la soledad yo vivía fuera de México, con todo el pasado inmediato del cardenismo, de la Revolución mexicana, de la guerra de España… Y frente a la realidad de Occidente, la posguerra y Estados Unidos.

¿Dónde lo escribió usted?

En París, pero la primera idea del ensayo la tuve en Estados Unidos, cuando conviví con los mexicanos en Los Ángeles. Vi a los pachucos y me reconocí en ellos. Me dije: «Yo soy ellos. ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué ha ocurrido con mi país, con México, en el mundo moderno? Porque lo que les pasa a ellos nos pasa a todos nosotros». Así que fue un sentimiento de identificación profunda con ellos. En ese sentido, el Laberinto es una confesión, una búsqueda de mí mismo. Años después trabajé en Relaciones Exteriores, o sea, en uno de los sitios sensibles de la vida mexicana (aunque, por lo demás, mi rango era muy modesto). Y me preocupaba la situación de México, su porvenir inmediato.

Es decir que cuando usted escribe el Laberinto hay una visión completa del pasado. Y años después viene una especie de pasmo.

En el mismo Laberinto hay una primera salida hacia el mundo. Son páginas escritas después de la gran aventura, de esa inmersión de México en su propio pasado, en su propia realidad, que fue la Revolución mexicana. Al salir a la superficie de nuevo, al salir de sí mismo, México se enfrenta al mundo y, más tarde, se enfrenta a la Segunda Guerra Mundial y su desenlace.

En los años cincuenta usted empieza a preocuparse por la brecha del subdesarrollo. Y yo advierto una especie de pasmo en usted, a finales de los cincuenta. Por una parte, no hay ni habrá revoluciones en los países desarrollados. Es decir: revoluciones que habrían favorecido precisamente a los países pobres. Por otro lado —admite usted en 1959— no se puede optar por el modelo soviético, porque la acumulación material se hace a costa de una cuota enorme de dolor y servidumbre humana. Entonces todo parece, dice usted, una enorme equivocación. «Hemos perdido la fe en la razón y en las utopías». En ese momento todavía tiene usted fe en algo como un tercermundismo, es decir, en el surgimiento de una serie de revoluciones periféricas. Y nuevamente, hacia 1965, tiene usted otra especie de pasmo: como si a mediados de los años sesenta toda esta historia personal y esta visión histórica lo hubieran llevado a una gran interrogación, al origen de usted mismo y a preguntarse de nuevo qué es la revolución; digamos: al origen de esta palabra.

Es muy interesante todo esto que ha dicho. Me obliga a reflexionar. Debo contestar de un modo histórico y de un modo biográfico. Escribí El laberinto de la soledad después de la Segunda Guerra Mundial. Como tanta gente de mi generación, fui marxista… O estuve cerca del marxismo, aunque tenía mis dudas. Por ejemplo, nunca pensé que el arte fuese una superestructura. Pensaba que había realidades que el marxismo no tocaba: la muerte, el más allá y otras realidades importantes para la persona íntima. Pero, en fin, yo creí, como tantos, que habría una revolución, según Marx lo había predicho, en los países desarrollados. Pronto me di cuenta de que no era así, y de que no había ya probabilidades para esa revolución. Si hubiese habido una revolución en las naciones desarrolladas, todos los problemas históricos de los países que inexactamente llamamos subdesarrollados —los países de la periferia— no existirían. Todo se habría resuelto con el advenimiento del mundo socialista. No fue así. Marx se equivocó radicalmente: no hubo revolución en los países desarrollados. En cambio, en un Imperio atrasado, en un extremo de Occidente, pero que tampoco era un país totalmente subdesarrollado —puesto que había creado una industria, una gran literatura y una ciencia importante—, en Rusia, había triunfado una revolución. Sólo que esa revolución se había petrificado y se había convertido en algo completamente nuevo en la historia, en algo que no era ni capitalismo ni socialismo. Ya en esos años me había empezado a preocupar —aunque sólo toqué el tema de paso en la segunda edición del Laberinto—: el problema de la naturaleza histórica de la Unión Soviética. Es un nuevo animal social y político. Es un Estado nuevo: no se parece a los Estados de la Antigüedad, ni al Estado socialista que pensó Marx. Nadie, que yo sepa, previó su aparición en la historia. Éste es el gran problema al que me enfrenté y con el que he dialogado toda mi vida.

¿Trotski tiene algo que ver con esta interrogación?

Hubo un momento en que me pareció que la crítica de Trotski al Estado estalinista era justa. Estábamos frente a una degeneración burocrática del Estado socialista. En realidad, el primero que lo dijo no fue Trotski sino Lenin, en 1920, precisamente respondiendo a Trotski. Dijo: «Bueno, nuestro Estado en 1917 era un Estado obrero pero actualmente es un Estado obrero con una enfermedad burocrática». Años después, en 1936, Trotski publica La revolución traicionada. Dice allí que la revolución bolchevique se ha detenido y que padece una degeneración burocrática. Ahora bien, si una enfermedad dura cincuenta años, ya no es una enfermedad: es una segunda naturaleza. Ésta es la primera objeción que se me ocurre hacer a Trotski. La segunda, mucho más grave, es que realmente no se trata de una democracia. Una burocracia es una casta, un grupo social que se ocupa de la administración de las cosas y las gentes. Y lo que hay en la Unión Soviética y en los llamados países socialistas es algo más terrible y nuevo: es la aparición de una forma de dominación social que no conocía la humanidad, muy distinta de las viejas dominaciones (el feudalismo, el capitalismo, las sociedades esclavistas, etcétera).

En los sesenta, precisamente en el ensayo «Revolución, revuelta, rebelión», indica usted la existencia de dos figuras históricas: el reformista, que busca lo mismo que el revolucionario, pero por vías no violentas, y, lo que es más interesante en este perfil biográfico, el rebelde individual: el inconforme. Luego llega el año axial de 1968. Y para mí el 68 es, en usted, el lugar histórico-biográfico de un acto de rebeldía individual; es un acto de solidaridad con una generación de jóvenes que debieron recordarle, nostálgicamente, las pasiones revolucionarias de su propia generación. Por eso dice usted en un poema:

El bien

Quisimos el bien

Enderezar el mundo.4

Me reconocí de tal modo que… Vivíamos en la India. Como en aquel verano del 68 hizo mucho calor, mi mujer y yo nos fuimos a un pequeño pueblo de los Himalayas. Me llevé un aparato de radio con el cual podía oír lo que pasaba en París y así seguí la rebelión de los estudiantes parisienses con una emoción increíble. Pensé que si había fusión entre el movimiento estudiantil y la clase obrera, Marx no se había equivocado: podría ser el principio de la revolución en Occidente. Pero no hubo esa fusión y mis esperanzas fueron vanas.

En ese momento luminoso del 68 hay un arco de solidaridad entre generaciones, por más que haya sido efímero. Unos meses después, escribe usted Postdata, donde hace una lectura de lo sucedido en el 68 y hay palabras nuevas en el discurso de usted —para usar la pedantísima forma de los teóricos franceses—, y una de ellas es la palabra democratización, la gran bandera instintiva del 68. Habla también de la búsqueda de otro modelo de desarrollo y la designa como la gran tarea de nuestro tiempo: «La carrera del desarrollo es mera prisa por condenarse». Y la gran novedad, la palabra crítica. Entonces la primera crítica es un mensaje a los estudiantes con tentaciones autoritarias. Porque había esa doble cara, ¿verdad? Usted sabía que ese impulso antiautoritario podía convertirse fácilmente en la tentación contraria. Dice usted: «Toda revolución sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al poderoso, para sustituir pacíficamente a un gobernante por otro, es una revolución que se derrota a sí misma».

Hablaba desde mi experiencia de las revoluciones del siglo XX, de la rusa a la cubana.

Veo allí un tránsito que desemboca en un descubrimiento: el de la crítica. Vuelve usted a ver a México y lo ve en forma de una pirámide. La «Crítica de la Pirámide». Me parece que es usted el primero en utilizar el arquetipo jungiano de la pirámide azteca para explicar la vida mexicana, en todos sus órdenes. «La crítica —concluye usted— es el aprendizaje de la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo.» Pregunto, en conclusión: ¿por qué nació la fe en la crítica?, ¿ésta es un reducto o una fe?, ¿una apertura o una última trinchera? ¿Se ha «curado» usted de fantasía?

No sé si estoy curado de fantasía. Nadie puede estarlo y ¡ay de nosotros si nos curáramos totalmente de la fantasía! Pero me pregunta usted si la crítica fue un último reducto. Creo más bien que fue producto de una evolución. Nació en mí cuando descubrí la dualidad entre la revuelta —que me parece legítima y sana— y la revolución propiamente dicha, que termina siempre en la guillotina, en el terror, en la GPU,5 en el Gulag. Después: ¿por qué la exaltación de la rebeldía? Porque soy un poeta, o quiero serlo, y pertenezco a la tradición de la poesía moderna, que es una tradición de rebeldía frente a la sociedad contemporánea y sus dos espejismos: el conformismo religioso y el conformismo revolucionario. De ahí mi exaltación de la rebeldía. La rebeldía me lleva a simpatizar, por una parte, con los estudiantes, con el movimiento juvenil; por otra, me lleva a la crítica y a redescubrir a los liberales que hacía diez o quince años había criticado (no sin justicia, pero quizá de un modo unilateral).

Para mí fue capital esta recuperación del liberalismo. En cuanto a la palabra clave, democratización, quise aplicar a los sucesos de México en 1968 lo que había pensado siempre: en un fenómeno histórico hay aquello que vemos, lo más superficial, y luego las fuerzas secretas que lo mueven. Lo que hacían los estudiantes era repetir la fraseología revolucionaria del siglo XX, pero esto no era lo esencial. Lo esencial —y por esto los escuchó el pueblo mexicano— era que hablaban de democracia. Dándose o no cuenta de ello, retomaban la vieja bandera de Madero. ¿Por qué? Porque se trata de una revolución que en México no se ha hecho. Hemos tenido la revolución de la modernización, la revolución zapatista, muchas revoluciones, pero hay una revolución inédita.

Usted se está quedando ahora con la maderista.

¡Claro! Porque el proyecto de modernización social y económica es imposible sin la democracia. Si no podemos criticar al gobierno, si no podemos decir: «En esto haces bien, pero en esto haces mal; estas medidas tuyas son buenas, pero estas otras son malas», no tenemos posibilidades de enmienda. Y sobre todo: si el gobierno no nos oye, si el Estado no oye al pueblo, la modernización es una farsa, una manera de esclavizar a la gente, como ha ocurrido en Rusia. Modernidad, para mí, significa más y más democracia y libertad de crítica.

La última parte de su Postdata es la «Crítica de la Pirámide». Para mí, en este viaje histórico-biográfico que estamos realizando, llegamos al momento en que sobreviene el dominio de la crítica y una paulatina aceptación de valores liberales que quizá usted no veía muy claros o no apreciaba suficientemente a mediados de los años cincuenta. Hay entonces, digamos, una floración crítica. Y la dirige usted a tres objetivos. Primero, aunque no necesariamente en orden cronológico, es la crítica del Estado mexicano. Luego, una crítica de las ideologías, la cual lo lleva a un desencuentro con la izquierda mexicana. En tercer lugar, su crítica de nuestra relación con Estados Unidos.

En cuanto a la crítica del Estado mexicano, creo que toda su paradoja, la de usted, se halla en el título de El ogro filantrópico. El liberal en Octavio Paz llama ogro al Estado. Y la raíz española en Octavio Paz señala al filántropo en el Estado. ¿Cuál es finalmente su visión del Estado mexicano?

Es ambigua. El Estado mexicano es una variante del Estado moderno. El Estado moderno es el gran benefactor, o quiere serlo, pero se ha convertido en el gran opresor. En ese sentido, el de México no es distinto a los otros Estados. Ha sido el agente de la modernización y ha realizado una serie de tareas positivas. Al mismo tiempo, ha cometido abusos muy grandes. No propongo acabar con el Estado, pero sí limitar su poder. Creo que para esto es fundamental el pluralismo. Fui uno de los que introdujeron esa palabra e incluso hicimos una revista llamada Plural. Ahora todo el mundo habla de pluralismo y me gusta, está bien, pero ese pluralismo hay que realizarlo realmente. Sin pluralismo no hay modernidad.

No es casual entonces lo que usted escribió cuando murió Cosío Villegas. Imaginemos que Cosío Villegas hubiese muerto en 1960. Usted no hubiese escrito lo que escribió sobre él.

Sí, a mí me emocionó el último Cosío Villegas.

El hombre que cree en la tradición de la Reforma, de la prensa libre, de un Congreso, de un Poder Judicial, de los viejos valores liberales

La división de poderes, la existencia de un Poder Judicial… En el régimen pasado, cuando el presidente José López Portillo expropió la banca privada, me sorprendió que lo fueran a felicitar los miembros del Poder Judicial. Me pareció escandaloso, un acto antidemocrático por naturaleza. Fue una imagen de lo que es México y del poder excesivo del Ejecutivo entre nosotros.

Entonces usted piensa que en esa franja de la tradición liberal hay una verdad

Una verdad que debemos recobrar. La salvación de México está en la posibilidad de realizar la revolución de Juárez y Madero.

¿Cree usted que Vasconcelos tenía esa idea en 1929?

Probablemente la tenía. Vasconcelos es un personaje doble, arrebatador pero también ambiguo y confuso. Sin duda tenía esa idea en 1929 y, al mismo tiempo, estaba poseído por un mesianismo. Su temperamento a veces disputaba con sus ideas. Sus ideas en aquella época eran democráticas, no su temperamento.

Finalmente la biografía de usted lo confirma: nadie critica con pasión algo que le es ajeno. Usted critica de modo apasionado ciertas ideas y actitudes de la izquierda mexicana y mundial. Hay aquí una querella de ellos con usted y de usted con ellos. Por momentos una irritación

Más bien, en mi caso, indignación.

Nadie critica apasionadamente sino lo propio. Es como si usted viera a esas personas andar por los caminos que usted ya anduvo y que ahora considera erróneos. Habla usted de la soberbia de los teólogos, como si reconociera que la tuvo usted en la juventud. Usted sabe ya a dónde conducen las simetrías racionales en que muchas de esas personas creen. Dígame algo sobre esa querella, que es tan importante y dolorosa.

Creo que el gran fenómeno del siglo XX es el totalitarismo. A principios de siglo, en Europa, el socialismo, la socialdemocracia, crece y los líderes piensan que lentamente el mundo se acerca a las profecías de Marx. A medida que en la ahora llamada Europa occidental crece la democracia, el aspecto religioso del marxismo decrece, palidece. En cambio, la clase obrera conquista más y más posiciones. Viene la gran catástrofe, la Primera Guerra Mundial. Una pequeña desviación de la socialdemocracia rusa —los bolcheviques— toma el poder. No saben exactamente qué van a hacer; creen que son el principio de la gran revolución proletaria europea. Pero no hubo esa revolución. La clase obrera no ha sido la clase revolucionaria e internacionalista que pensaba Marx. Entonces ese grupo expropia al Estado, el Estado expropia a la sociedad, y aparece ese fenómeno absolutamente nuevo en la historia que es el sistema totalitario soviético. No vamos a recordar toda la historia de la Unión Soviética: las tragedias de los años veinte y treinta, el asesinato de Trotski, la tiranía de Stalin, el Gulag, etcétera. El hecho es que ese Estado no sólo sobrevive a la Segunda Guerra Mundial y al nazismo sino que se convierte en una de las superpotencias y se extiende por el planeta. China adopta un sistema semejante, y éste llega incluso a las playas de América Latina y hay una pequeña isla encantadora, Cuba, sobre la cual también se impone un régimen totalitario. Es un fenómeno nuevo en la historia y hay que repensarlo. A mí el asunto me ha apasionado desde el principio, puesto que fui socialista y lo sigo siendo en cierto modo. Me apasionó el problema de la naturaleza histórica, real, de la Unión Soviética. No es un Estado burocrático, no es simplemente una dictadura política, ni una dictadura militar, tampoco es un régimen socialista: ¿qué diablos es? Descifrar este enigma es orientarse en la historia moderna. Es una pregunta que muchos se han hecho en todo el mundo, pero que la izquierda mexicana no se ha hecho y, cuando lo ha hecho, no ha respondido. Y me parece que tiene que responder. En primer lugar, tiene que renunciar al mito de la Unión Soviética y al de Cuba como países socialistas. No lo son. Tienen que decir a los mexicanos que si aquí va a haber socialismo éste va a parecerse o no al que hay en Rusia y en Cuba. Es lo primero que deberían decirnos para que los mexicanos les creamos. En segundo lugar, tendrían que renunciar al mito del partido vanguardia del proletariado. En seguida, al mito de Lenin… Y así sucesivamente. Es decir, tendrían que llevar a cabo una reforma moral profunda, redescubrir el verdadero marxismo y la vieja tradición revolucionaria no marxista.

¿En qué modo sigue usted siendo socialista?

Yo sigo pensando que el capitalismo no es la solución de los problemas sociales. Para mí lo fundamental no es el progreso económico, sino la dignidad de los hombres. Y esto no lo encuentro en el capitalismo.

¿Los socialistas españoles lo habrán hecho?

El Partido Socialista Español lo ha hecho en parte. De ahí su fecundidad y su popularidad.

¿Se siente identificado con ellos?

Me siento bastante cerca de ellos. Los partidos socialdemócratas no nos conmueven como nos conmovían los partidos revolucionarios totalitarios porque les falta la chispa religiosa, la chispa de la intolerancia. En el Partido Socialista Español encuentro respuestas a las realidades españolas. En México no encuentro respuestas parecidas del lado de la izquierda. Veo esas respuestas en una reforma profunda tanto del PRI y de la Revolución mexicana como de los partidos llamados de derecha.

Octavio, en varios lugares ha dicho usted que nuestra frontera con Estados Unidos, más que política o económica, es cultural. No hablar de Estados Unidos es no tocar la mitad del problema de México. Usted ha dicho que el puritano dialoga con Dios y consigo mismo pero nunca con el otro. Estados Unidos es cada vez más un país aislado que no reconoce a otros países en términos propios. Y esto ha ocurrido en la política internacional durante todo este siglo. En el principio de la época porfiriana Porfirio Díaz mismo tuvo que volverse hacia Europa, empujado por la política arrogante, la ceguera y el aislamiento de Estados Unidos.

Es muy cierto lo que usted dice. Cuando yo trabajaba en Relaciones Exteriores me di cuenta de que había un malentendido fundamental entre ellos y nosotros. Y como el diálogo con el otro lado, con los países totalitarios, era imposible, porque en ellos no hay diálogo sino sumisión, pensé que había que buscar el diálogo —como en la época de Porfirio Díaz— con los europeos, con Europa occidental y también con el Tercer Mundo. De ahí mi tercermundismo de los años cincuenta y mi simpatía, en un momento dado, por la política de De Gaulle. Pensé que podríamos encontrar interlocutores y amigos en Oriente, África y, sobre todo, en Europa occidental.

¿Sería excesivo hablar del «autismo histórico» de Estados Unidos?

Es un problema complejo. Acabo de escribir dos ensayos paralelos: uno, «La ideocracia imperial», que es un examen de la Unión Soviética, su política internacional y la naturaleza de sus relaciones con los Estados vasallos y con los Estados amigos y los independientes; en el otro, «La democracia imperial», hago lo mismo con Estados Unidos. En la fundación de Estados Unidos hay una tentativa única en la historia. Fue el liberalismo llevado a sus últimas consecuencias. Pero es un liberalismo que venía del puritanismo y que se propuso crear una sociedad al abrigo de las vicisitudes y de los horrores de la historia. Los norteamericanos crearon su país contra y frente al pasado europeo, para escapar de la historia. En la democracia norteamericana hay un elemento religioso: el viejo horror a la historia del cristianismo primitivo, resucitado por la Reforma protestante.

Y la historia se escapó de ellos.

Quisieron hacer una democracia fuera de la historia. Pero no sólo fueron una democracia sino también una gran potencia industrial, un Imperio. Imperio significa participar en este mundo, ser de este mundo. Hay una contradicción profunda en Estados Unidos. Es una democracia ahistórica que quiere darle la espalda a la historia: autista, como usted dice. Un mundo ensimismado que ve con horror al extranjero: lo de fuera es lo malo, el inmigrante es bueno si se asimila, si entra en el melting pot. La contradicción se da entre su destino como nación y su destino como imperio, entre la democracia norteamericana frente a la historia, y el Imperio norteamericano, que interviene en la historia pero que no tiene los elementos intelectuales (filosóficos, morales o religiosos) para intervenir en ella. Exactamente lo contrario de la Unión Soviética, en la cual el mesianismo imperialista-zarista continúa en el actual mesianismo «marxista-leninista» ruso.

Y en el terreno latinoamericano, ¿cómo ve usted ese ajedrez ahora?

Los norteamericanos no han sabido oírnos y no es fácil dialogar con ellos. Ha sido una tragedia porque necesitamos entendernos con ellos: tenemos cosas comunes que defender. La oposición entre México y Estados Unidos es profunda. Somos dos versiones distintas de la civilización de Occidente. Y somos dos vocaciones distintas. Nosotros tenemos un pasado indígena muy rico y ellos no lo tienen. Nosotros nacimos con la Contrarreforma y tenemos una serie de valores que ellos no conocen. A su vez, ellos tienen valores que desconocemos: nacieron con la Reforma y la modernidad, con el capitalismo. Así que hay esta oposición de civilizaciones entre ellos y nosotros. Pero estamos obligados a dialogar porque tenemos una frontera común de varios miles de kilómetros. Si mañana, por un accidente extraordinario, los norteamericanos cambiasen de régimen político y nosotros también, de todos modos las diferencias fundamentales, que son las del estilo de vida, de civilización y de cultura, seguirían siendo las mismas. La misma división que hay entre polacos y rusos, entre alemanes y polacos, cualquiera que sea el régimen social, la hay entre mexicanos y norteamericanos. Aparte de esta diferencia de civilizaciones, hay valores comunes que defender. La gran realidad del siglo XX es el totalitarismo. Por esto habría que encontrar una manera de dialogar con los norteamericanos. Es muy difícil, porque ellos no tienen ni siquiera conciencia clara de lo que están haciendo.

¿A usted le gustaría ver en América Central, y en América Latina en general, el lugar histórico —como hemos dicho— de un compromiso inteligente e imaginativo entre reforma social y libertad?

Exactamente. Después de todo, lo que hizo la Revolución mexicana fue bueno. No debemos avergonzarnos. El modelo no es Cuba. El modelo tiene que ser la Revolución mexicana. A pesar de todos los errores que cometió, de los abusos, de las inmoralidades, de la corrupción… Hay que acabar con ellos, evidentemente, pero hay buenas semillas. Justamente por eso: porque no hubo una dictadura ideológica. Esto salvó a México de muchos horrores. Y es lo que debemos defender.


1 Barcelona, Seix Barral, 1998.

2 Publicado por primera vez en Cuadernos Americanos, México, 1950.

3 Jules Barbey d’Aurevilly, Les Prophètes du Passé, París, 1851. En un sentido muy diferente al de Barbey d’Aurevilly, Friedrich Schlegel dijo: «El historiador es un profeta vuelto hacia atrás» (fragmentos del Athenaeum, 80; existe una versión en español de Marbot Ediciones).

4 «Nocturno de San Ildefonso», Vuelta, Barcelona, Seix Barral, 1976.

5 Policía secreta de la Unión Soviética durante los años 1922-1934.