CRÍTICA DEL REDENCIONISMO HISTÓRICO
Joseph Maier me liberó del mito de la liberación. Era uno de los últimos sobrevivientes del Institut für Sozialforschung1 cuyos principales representantes —Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Theodor W. Adorno, Karl Wittfogel— ejercieron una influencia profunda en la izquierda occidental a partir de los años sesenta. Aunque en muchas universidades del Tercer Mundo ya no se les leía con la misma avidez, la historia intelectual y moral del grupo de Fráncfort era, en muchos sentidos, una lección: pocos intelectuales en Occidente habían tenido una formación humanística más rica y completa. Hijos pródigos de la Ilustración y el romanticismo alemanes, lectores y herederos de la doctrinas de Marx y Freud, quisieron fundir todos esos ideales —sin advertirlo del todo— en el crisol antiguo del mesianismo. En un principio concentraron su esfuerzo en una espléndida labor de resistencia intelectual frente al nazismo. Fue su mayor contribución a la libertad. Años más tarde, los sueños de su Razón —como en la frase de Goya— engendraron monstruos. En México al menos, toda una generación vivió —y en 1982 seguía viviendo— inmersa en los esquemas y las obsesiones totalizadores de los años sesenta, nacidos en buena medida en la Escuela de Fráncfort.
Mi primer contacto con esa corriente de pensamiento lo debo a un discípulo de Adorno: mi amigo José María Pérez Gay. A él le debo también el primer acercamiento a autores fundamentales que, sin estar ligados orgánicamente a la Escuela de Fráncfort, fueron amigos de ellos (en algunos casos muy cercanos) y desde luego pertenecieron a la misma generación: Gershom Scholem, Walter Benjamin y Hannah Arendt. En las investigaciones históricas de Scholem sobre el misticismo judío, en las iluminaciones de Benjamin sobre arte, literatura y sociedad, en los libros de Arendt sobre la revolución o el totalitarismo, encontré caminos intelectuales infinitamente más ricos y abiertos que las cerradas utopías que intoxicaron a mi generación. Y ya para entonces —tras leer La miseria del historicismo y La sociedad abierta y sus enemigos, obras capitales de Karl Popper— me sentía incómodo con las grandes teorías de Marcuse que habían sido la biblia del 68: El hombre unidimensional y Eros y civilización.
Maier me ayudó a entender esa incomodidad. Criticar a Occidente desde Occidente (desde La Joya, California, en el caso de Marcuse) era, en sí mismo, un homenaje a la tradición crítica de Occidente. Pero la crítica de Marcuse a la civilización «enemiga del deseo y la felicidad» era llevar la crítica demasiado lejos, a un lugar metafísico, fuera de la historia. Maier me explicó las raíces de ese pensamiento. En un plano modestísimo y marginal, me di cuenta de que mi desencanto era el suyo.
Maier —profesor emérito de la Universidad de Rutgers— aportó en el transcurso de la charla datos sorprendentes. Según Arendt, Benjamin murió porque sus amigos del Instituto fundado por Horkheimer lo abandonaron a su suerte y provocaron, indirectamente, su muerte. Pero Maier me confió una valiosa anécdota que refuta esa versión. El tono general de la charla fue melancólico. Maier creía firmemente que el papel social de la Escuela de Fráncfort, a la que dedicó su vida, había terminado. Tenía razón, pero debí haberlo animado un poco: las ideas de aquellos hombres, superadas como ideario práctico, siguen vivas como tema de discusión crítica y como acicate moral.
Criticar a aquellos profetas que creyeron en el redencionismo histórico era —paradójicamente— un principio de salvación. Salvación por la vía del sentido común y el sentido práctico. Meses después, mientras editaba esta entrevista, recordé una frase que —como diría Borges— sí está en Scholem y que resume la lección que recibí de Maier aquella tarde en su modesta casa de Nueva Jersey: «Que el Mesías venga, pero no en mis días» (Sanedrín, siglo III).2
ENRIQUE KRAUZE: Varios miembros de la generación de 1968 leímos con devoción a Herbert Marcuse, el efímero profeta de aquella rebelión festiva y trágica. Muchos leímos también —o creímos leer, en difíciles traducciones— a Horkheimer y Adorno, miembros de la Escuela de Fráncfort. Usted vivió largos años asociado con este grupo. ¿Cómo los conoció?
JOSEPH MAIER: Llegué a Estados Unidos en septiembre de 1933, unos seis meses después de que Hitler ascendiera al poder. Mi padre me matriculó en la Universidad de Columbia y al poco tiempo entré en una pequeña organización de jóvenes inmigrantes, el Club Judío-Alemán de Nueva York, que no sólo atraía a gente de negocios y jóvenes, sino a destacados intelectuales que llegaban de Europa central. Se trataba sobre todo de un club recreativo, pero tenía además el propósito de conservar nuestra herencia cultural y contribuir a su naturalización en tierras americanas.
A finales de 1934 una muchacha que también era miembro del club me ofreció un empleo en nombre del profesor Max Horkheimer, director del Instituto. Ella trabajaba con Horkheimer, y un día ambos descubrieron que la conferencia de un joven judío alemán, pronunciada en memoria de Heine frente a su monumento recién inaugurado en el Palacio de Justicia del Bronx, coincidía en muchos pasajes de manera sorprendente con un texto que poco antes había escrito el propio Horkheimer. Yo era ese joven. Ella no sabía entonces mi nombre, pero, a instancias de Horkheimer, finalmente me localizó. Poco tiempo después nos casamos.
Una historia de amor con Heine —gran enamorado— como casamentero. ¿Qué fue lo que dijo usted en su discurso?
Lo recuerdo bien. Dije que nosotros, los refugiados, éramos —como Heine— los herederos auténticos de la filosofía y la literatura alemanas. Nuestra labor consistía en salvaguardarlas tanto en la letra como en el espíritu en que habían sido concebidas. Heine decía que los alemanes anticipaban en teoría, en espíritu, lo que los franceses hicieron realidad durante la Revolución: un mundo más libre. Los lemas de la Revolución francesa —Liberté, Égalité, Fraternité— se introducen en el mundo real o tratan de trasladarse a éste. La Revolución no logró crear un mundo de fraternidad, pero la idea de la libertad del hombre sí es algo. Heine pensaba que eso era lo que la filosofía y la literatura alemanas trataban de lograr. Ahora bien, con Alemania bajo el yugo nazi todo esto estaba amenazado. El mundo quedaría totalmente destruido si no lográbamos detenerlos. Fueron estas ideas y preocupaciones lo que a Horkheimer y a mí nos acercó.
Aparte de Horkheimer; ¿a quién más trató?, ¿con quién más trabajó?
Horkheimer me ofreció un trabajo de asistente de investigación en el Instituto. Fue el primer trabajo que tuve. Tenía que ayudar a los preceptores y eso me permitió conocerlos. Durante varios años colaboré muy de cerca en la edición de la revista del Instituto, la Zeitschrift für Sozialforschung.3 Hice algunos trabajos para Erich Fromm (sobre la clase obrera alemana), Herbert Marcuse y Theodor Adorno (sobre musicología). Conocí a Maxwell Komen, verdadero motor del Instituto y de lo que luego se llamó Escuela de Fráncfort. Komen acuñó el término «teoría crítica», una especie de filosofía amplia al estilo de la filosofía hegeliana. La totalidad cumple una función clave en esta concepción del papel de la filosofía y la teoría.
Después de la guerra, Horkheimer regresó a Alemania. Fue un hombre muy importante, por su empeño en reeducar al pueblo alemán en el espíritu de la democracia y por garantizar que la vida académica siguiera la dirección correcta. El nombre de Escuela de Fráncfort se adoptó tras el regreso de Horkheimer; no obstante, su fama proviene del trabajo que efectuó en los años treinta.
Walter Benjamin iba a incorporárseles, según creo…
Walter Benjamin dependía de la ayuda económica que recibía del Instituto, y Fred Pollack, el director administrativo, era el encargado de hacerle llegar esa ayuda. Voy a contarle algo. Un día, Hannah Arendt se presentó en el Instituto con unos escritos de Benjamin que debía entregar personalmente a Theodor Adorno, de acuerdo con los deseos de Benjamin. Ésa fue casi toda la relación que ella tuvo con el Instituto. Con todo, mantuvimos una buena amistad hasta el final. Gershom Scholem y Arendt, que primero fueron muy amigos, pusieron a circular la historia de que el Instituto, es decir, el grupo de Horkheimer, había dejado de apoyar a Benjamin y que éste, en su desesperación, se había suicidado. La realidad es que mi esposa mecanografió el affidavit (documento que garantiza la solvencia económica de alguien dentro de Estados Unidos) redactado por Horkheimer para Benjamin, y el documento llegó veinticuatro o cuarenta y ocho horas después de su muerte. Demasiado tarde.
Esto es lo que sucedió. Conozco las discusiones previas. El Instituto nunca tuvo intención de romper sus lazos con Benjamin. Claro que en el seno de la redacción se discutía sobre sus artículos, pero no se ejercía ningún tipo de presión. Todos los artículos se sometían a la discusión de los demás miembros del Instituto; también los de Horkheimer. Naturalmente, los dos miembros de mayor influencia para sugerir cambios editoriales eran Löwenthal y Adorno, que tenían un conocimiento previo de los escritos propuestos para la revista. Pero no encontrará usted ninguna carta de Horkheimer en la que intente alguna presión, dicte algún tipo de posturas o ejerza algún tipo de censura. Löwenthal o Adorno tampoco ejercieron ninguna clase de tiranía. Por supuesto, Benjamin no era suficientemente dialéctico ni suficientemente… demasiado marxista. Es muy probable —aunque no lo sé con certeza— que Benjamin aceptara algunas sugerencias porque, en caso de desoírlas, le preocupara molestar a Horkheimer. Pero nunca exigió promesa alguna Horkheimer, ni tampoco dijo que uno debía seguir sus huellas o adoptar sus posturas teóricas para recibir dinero de su grupo.
¿Qué influencia tuvo el grupo de Fráncfort sobre la Nueva Izquierda en los sesenta?
La Zeitschrift fue leída por muchos buenos estudiantes alemanes. Primero fue pirateada y más tarde volvió a publicarse pero se tergiversó por completo. En Alemania, durante los años sesenta, muchos estudiantes pensaron que la actual República Federal de Alemania era como la Alemania nazi. En opinión de Horkheimer, y en la mía también, la República es el Estado político más libre que los alemanes hayan conocido en toda su historia. Sin embargo, los estudiantes no comprendieron esto ni las críticas de Horkheimer a los nazis. Con el tiempo, la Nueva Izquierda arrojó a todo el grupo al «basurero de la historia».4
En la Alemania de los años treinta se hablaba de los socialistas como «social-fascistas». En los sesenta, el grupo formado alrededor de Dissent también fue satanizado por el grupo The Angry Young Men.5 Todo lo cual ayudó al fortalecimiento de la verdadera derecha. Pero siempre creí que la teoría crítica había sido un arma de la Nueva Izquierda. Por lo visto, la relación entre ellas fue, digamos, más dialéctica.
La Nueva Izquierda no tuvo en realidad un texto básico. Sólo conocía el compromiso, muy vago, de despedazar lo que en ese momento existía. ¿Para qué?, nadie lo sabe. Aparentemente creyó en el desarrollo de un programa y de una teoría política que sirviera de guía para una sociedad mejor o más justa. A mi juicio, no existe, ni ha existido, una verdadera teoría que pueda ser una guía fidedigna. La Nueva Izquierda cometió el error de confundir la teoría crítica con lo que acabo de llamar una «guía» para un mundo justo. Desde un punto de vista intelectual, por lo que he leído de la Nueva Izquierda, se trata, o se trató, de la mayor impostura que he conocido en mi vida. Es un revoltijo absoluto en el que todo tipo de teorías se tergiversa y deforma. He aprendido a pasarla por alto.
Supongo que las raíces profundas de estos hombres hay que buscarlas en el romanticismo y en Hegel. El marxismo fue también un corpus fundamental en la doctrina de Fráncfort.
Lo que la Escuela de Fráncfort recogió en la teoría crítica es lo que Marx llamaba la crítica de todo lo existente. Y la crítica del mundo «existente» no fue inicialmente lo que Marx llamaba la crítica de la economía política. La teoría crítica consistía, principalmente, en una crítica de la superestructura de la totalidad, que incluía el capitalismo de Estado. En lo que respecta a las identidades políticas, llegó el momento, durante los años treinta, en que la apariencia optimista de nuestra lucha contra el nazismo cedió su lugar a una preocupación más pesimista y surgió, en todos nosotros, el miedo, o la sensación, de que pasábamos a un universo administrado, en el que las causas de la libertad, y sobre todo la libertad del individuo, llegarían a perderse.
Por otra parte, si tuviese que resumir en una fórmula la huella mística de Marx en el grupo, diría que en un principio le imprimió una «teoría redencionista de la historia». Ésa es la clave. A mi juicio, es más redencionista que Hegel: verdaderamente creía en la posibilidad de un mundo enteramente nuevo, un nuevo periodo de la historia. Como Hegel, Marx creyó que el movimiento hacia la libertad era irreversible, pero Hegel no preveía grandes cismas en la historia. Los miembros del grupo creían —creíamos— en el curso previsible y fiel de la historia. El «espíritu del mundo»6 residía precisamente en el Instituto. Tiempo después, Horkheimer y Adorno se volvieron contra Marx y Hegel: ni la razón ni la historia seguían la dirección del progreso, sino de la regresión: no la bienaventuranza, sino el infierno.
Y usted ¿se ha redimido del redencionismo?
Ahora estoy más cerca de Max Weber. El Wertfreiheit de Weber —la libertad valorativa en las ciencias sociales— deja la puerta abierta tanto al progreso como al retroceso. La elección entre ambos es, fatalmente, asunto nuestro. Por otra parte, el conocimiento no es condición suficiente para el progreso. El conocimiento, el adelanto teórico o los adelantos en general, son una condición necesaria, pero no suficiente. La ciencia (incluidas las ciencias sociales y la filosofía) no puede prometer el triunfo definitivo de la historia ni vaticinar siquiera el curso de ésta, o si mañana habrá un mundo mejor o peor.
No presenciaremos el advenimiento histórico de la utopía, lugar donde todos serán felices y no habrá pugnas. A mi juicio, ésa no sería siquiera una sociedad justa. La administración de la justicia es siempre el esfuerzo por restaurar el equilibrio entre una parte ofendida y un ofensor. Es un proceso de reparación de daños. En una sociedad utópica desaparecerían todas estas diferencias. Sería, además, una sociedad aburridísima. En pocas palabras, algo imposible. Por eso llamo redencionista a esta teoría. Significa separarse de la historia. Marx se traslada a un reino posterior a este mundo, pero yo deseo permanecer aquí. No, no creo en una teoría redencionista de la historia. No creo que sea ni buena ni deseable, ni, en modo alguno, defendible moral o intelectualmente.
Su concepción actual del papel de la filosofía y de las ciencias sociales es, por lo visto, diferente a la de sus maestros.
Estoy comprometido en la búsqueda de la verdad, sin que importe quién la profese. No me interesa Aristóteles como representante de una sociedad esclavista. No lo critico en lo que atañe a sus compromisos, sus tendencias ideológicas o por ser un ciudadano representativo. Investigo las proposiciones que expresa sobre la teoría política en cuanto a su verdad o falsedad, pero no considero que pueda argumentarse que Aristóteles tiene que estar equivocado a priori. En un ensayo sobre «Vico y la teoría crítica»,7 traté de demostrar en qué sentido la Escuela de Fráncfort también era víctima de la ideología. En mi ensayo digo que Vico fue seguramente más objetivo de lo que parece, a partir de la alabanza que hizo de él Horkheimer por su capacidad de desmitificar mitos e ideologías. Vico tomó en serio el mandato de Spinoza, el de que no hay que ridiculizar las acciones humanas ni lamentarse de ellas; no odiarlas, sino entenderlas. Su humanismo científico lo protegió contra los excesos de optimismo y pesimismo de la teoría crítica en sus fases temprana y posterior. La historia no se aproxima inevitablemente —como Horkheimer y Adorno creyeron— hacia la gloria y la salvación, ni en dirección opuesta, hacia el infierno y la destrucción. El hombre ha sido en todas las épocas una criatura que piensa, desea y siente, y su historia ha oscilado siempre entre la razón y la sinrazón, o la razón disminuida. Es precisamente el carácter irracional del mito lo que le permite desempeñar una función esencial en cualquier sociedad y personalidad. El mito no será nunca enteramente superado ni tampoco servirá como una guía exclusiva.
En ese estudio traté de demostrar que en los ejemplos extraídos de Hobbes y Maquiavelo que utilizaron Horkheimer y Adorno existe un compromiso con la teoría redencionista de la historia. Pero lo interesante es que, como no se hicieron realidad ni sus sueños ni sus esperanzas, mis maestros se adhirieron a la filosofía de la desesperación. Su creencia en el progreso eterno se transformó en la creencia en el retroceso constante.
De Vico podemos aprender que existe un límite, en la medida en que una sociedad puede ser guiada por la pura racionalidad. Al comentar la afirmación de Vico acerca de los hombres que hacen su historia, Horkheimer dijo que la predicción en las ciencias sociales era difícil, si no imposible, porque vivimos en una sociedad que no es libre. Eso será diferente en una sociedad racional, donde los hombres harán verdaderamente su propia historia y se guiarán por la razón. Pero en la sociedad ideal, donde la administración de la sociedad llegará a simplificarse tanto que cualquier cocinero estará calificado para manejar su maquinaria (según la famosa frase de Lenin, que recuerda con mucha precisión a Marx, al igual que a Horkheimer, Adorno y Marcuse), el quehacer completo de la política y de la predicción podría ser de interés sólo para ese cocinero, o cuando mucho para aquellas «mentes mediocres» que Nietzsche consideraba las más calificadas para cuidar de los asuntos públicos.
Si adoptamos el punto de vista de Vico, el problema de la teoría crítica —ya sea en relación con el optimismo inicial de una sociedad racional o con el pesimismo del mundo completamente administrado— es que incurre en una visión escatológica de la historia. Horkheimer, Adorno y Marcuse creen distinguir un ritmo y una trama que las investigaciones empíricas no detectan. Vico, por su parte, insiste en que la Providencia fue el primer principio para el entendimiento de la historia; pero nunca distorsionó la historia sociopolítica con una mirada escatológica. Su desarrollo fue incompleto. El corso es seguido por un ricorso.8 No hay desenlace ni continuación. Hay límites para la secularización. Si una población llega a ser tan superflua e individualista en sus valores, si ya nada es sagrado para ella, es menos probable que permanezca unida. El desorden social resultante podría dar origen a nuevas sectas religiosas que predicaran el regreso a valores prístinos y a la salvación prometida.
Para Vico, se dan en el curso del desarrollo humano el progreso y la degeneración, y ninguno de los dos tiene una extensión infinita. Esto puede hacer más realista su visión de la historia que la concepción de la teoría crítica de una sociedad racional, un sistema social y una nueva era donde el mito y la ideología hayan dejado de ser relevantes. Esto nos remite a una condición en la cual la historia en sí parece estar abolida.
A propósito del corso y el ricorso, volvamos al grupo y, en particular, a una figura de la que me habló al principio: Erich Fromm. ¿Compartía la actitud y las ideas de los demás?
De todos los preceptores del Instituto, Fromm era el único que tenía lazos estrechos con la Segunda Internacional, el Partido Socialdemócrata. En esa medida era reformista, en tanto que los demás se consideraban políticamente independientes de los comunistas y de los socialdemócratas y, en cierto sentido, más radicales, especialmente Marcuse.
Lo que separó a Fromm de los demás fue la interpretación de Freud. En opinión de Fromm, había que hacerle a Freud ciertas enmiendas, en términos de la psicología social de Karen Horney, por ejemplo, o de Stack Sullivan. Sin embargo, Fromm tomó una orientación un poco más socialista; siguió siendo algo más marxista que Horney o Sullivan. Horkheimer, Adorno y Marcuse eran freudianos, principalmente por razones teóricas. No deseaban enmendar a Freud. No necesitaban hacerlo. Sentían que el Freud original era más aliado suyo, y su interpretación de él, no como terapeuta sino como pensador filosófico, es evidente en sus propios compromisos. Horkheimer intervino con mucha eficacia para que la Universidad de Fráncfort acogiera al Instituto de Psicoanálisis, que interpretaba a Freud partiendo de la crítica cultural de las sociedades actuales. Por otra parte, Fromm estaba muy interesado en su trabajo de terapeuta y en la aplicación terapéutica de las ideas de Freud. Deseaba curar al individuo. Se parece más a un trabajador social, y quién sabe si eso durará más tiempo. Lo cierto es que Fromm no deseaba cambiar a la sociedad, sino al individuo, para ayudarlo a encontrar su camino en el mundo.
Un gran escritor español, Antonio Machado, dijo que «Marx judaizó a Hegel». ¿Podríamos decir lo mismo del Instituto…?
No por accidente Horkheimer, Marcuse y Adorno son judíos. La mayoría de los miembros del Instituto, con una sola excepción, la de August Wittfogel, el conocido sinólogo, eran judíos. Desde luego, lo que para nosotros ha estado vivo ha sido una vieja tradición judía, no sólo rabínica. Como dice el Talmud: debemos hacer realidad el día en que se establezca el reino de Dios en la Tierra. Pero yo no me hago ilusiones. Lo considero una tarea eterna, como judío y también como heredero de la filosofía alemana. Así lo consideró Kant: debemos tratar de mejorar la situación del hombre en la Tierra. Y sólo podemos hacerlo tomando en cuenta de dónde venimos. No mediante la violencia ni en nombre de una ideología que está dispuesta a sacrificar a media humanidad o a tres cuartos de ella para lograrlo.
¿Cuál es el futuro de la Escuela de Fráncfort?
Creo que el papel social de la Escuela de Fráncfort, en cualquier nivel y en cualquier sector de la sociedad, ha terminado. No creo que tenga otra contribución que hacer. No creo que vaya a engendrar ni a los padres ni a los abuelos de ningún movimiento. En buena medida, los escritos de Horkheimer, de Marcuse o de Adorno interesan sólo a un reducido grupo de intelectuales. Y ahora ese interés se dirige a sus escritos sobre arte. Es un giro hacia el campo de la estética: la interpretación de la música, del arte y de la historia. Ése era el punto fuerte de Walter Benjamin.
Quizá la clave del fracaso esté en el concepto de libertad que postularon. Recuerdo que Bertrand Russell se burlaba del concepto hegeliano: «El Estado es la encarnación de la libertad racional». Quizá los maestros de Fráncfort fueron siempre, como Marx, unos jóvenes hegelianos.
Estoy de acuerdo. «El ciudadano —pensaría Hegel— procede mejor, es más libre, cuando obedece las leyes del Estado, no cuando las viola.» Pero seamos justos; me parece que la Escuela de Fráncfort tenía la misma idea que tuvo Marx muy al principio. La libertad de cualquier tipo de opresión directa o indirecta, ya fuera la opresión de las anónimas fuerzas de la economía o la de un dictador benévolo. El punto era poner la economía y la producción bajo el control de hombres con perspectiva, hombres racionales. La Escuela de Fráncfort se oponía a la esclavitud, sobre todo a la esclavitud engendrada por las fuerzas anónimas de las sociedades, especialmente las económicas.
Fue así como se volvieron mesiánicos. Su sueño era…
… Abolir los principios básicos que organizan la sociedad.
Pero llegar a este extremo es lo que llamamos redencionismo.
Ir más allá significa abolir la muerte. El hombre se transforma en el dueño omnipotente de su propio sino. Elimina de la historia el aguijonazo y el dolor de la tragedia. Así es como se llega al nuevo periodo en el que todo se repara. Surge el nuevo mundo del socialismo. Y dar a luz este nuevo mundo bien merecía el esfuerzo, en el que no habría ni tragedia ni tristeza, sino solamente felicidad. Pero en última instancia, como dice Freud, es una fantasía utópica, casi infantil.
Finalmente, creo que la suya es, como en Vico, la historia de un corso y un ricorso personal. Por las mejores razones, creyó en el redencionismo y por las mejores razones lo abandonó. ¿Con qué fe lo ha sustituido?
Yo era tan entusiasta como mi esposa. En el Instituto todos estábamos dispuestos a trabajar desde el amanecer hasta el anochecer para acabar, mediante nuestro trabajo, con el nazismo. Todos estábamos empeñados en una conspiración sagrada para derrocarlo. Estábamos convencidos de que participábamos en una tarea sagrada. Quizá crecí y maduré. Uno cree que puede cambiar el mundo de golpe. Yo no deseaba estar limitado por ninguna tradición. Estaba decidido a hacer cualquier sacrificio para que adviniera la redención del hombre; un mundo feliz, nuevo, en el que sólo hubiera justicia. Así anticipaba Marx el nuevo mundo: habría felicidad y los sacrificios no habrían sido en vano. Seis millones de judíos y Auschwitz me pesaban mucho. La única esperanza que hacía soportable la vida era la idea de un mundo feliz, nuevo, la esperanza de cambiar todo esto y derribar a los nazis.
Cuando finalmente fueron derribados, nos dimos cuenta de que no vivíamos en un mundo infinitamente maleable. Sabíamos contra qué luchábamos y qué era posible en el mundo real. Lo que no vi entonces, pero sí veo ahora, fue la tarea de remendar, para producir mejoras con el mínimo sacrificio humano posible. Lo que me entristece es que el Tercer Mundo también cree en buena medida que es posible cambiar de golpe las cosas. No existe una clave secreta para la salvación. Uno puede ayudar a que la humanidad mejore aportando su parte: un trabajo lento, paciente. Yo era impaciente y aprendí a ser paciente. Estudié un poco más de historia. Y, como dice la Biblia, el día de la redención llegará… al final de los tiempos. Será entonces cuando la historia realmente llegue a su fin. Entonces conoceremos el mundo nuevo: cuando éste llegue a su fin. Pero, en tanto continúe la historia, tenemos que poner todo de nuestra parte para mejorar este mundo y enfrentar sus altibajos.
1 Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Fráncfort. En adelante solamente «Instituto».
2 Isidore Epstein (ed.), Babylonian Talmud. Tractate Sanhedrin Translated into English with Notes, Glossary and Indices, 3 vols., Londres, Soncino, 1935, cap. XI.
3 Revista de Investigaciones Sociales.
4 Expresión común en el pensamiento marxista que designa el lugar al que habrían de arrojarse las instituciones políticas y económicas (como el liberalismo o la economía de mercado) que quedarían en el olvido tras el establecimiento del comunismo.
5 Grupo de escritores ingleses de los años cincuenta.
6 Die Weltgeist, término de la filosofía de Hegel que se encuentra en la introducción a las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (impartidas en la década de 1830). Existen versiones en español de Alianza Editorial y de otras editoriales.
7 En Social Research 43, 4, invierno de 1976.
8 Corsi e ricorsi, “flujos y reflujos”: expresión que se refiere al italiano Giambattista Vico (1668-1744) para describir su teoría de la historia como una serie de ciclos y, en consecuencia, opuesta a una concepción lineal o progresiva de la historia. Véase al respecto su gran obra Principios de ciencia nueva (1725). Existe una edición en español del Fondo de Cultura Económica.