Multos absolvemus, si coeperimus ante
indicare quam irasci [1]
Prefacio
Amigo lector, como no me cabe duda alguna de que conoces la historia de Polidamas —el cual, queriendo detener una piedra que caía de lo alto de una montaña, fue aplastado por ella—, estoy seguro de que no dejarás de aplicar su enseñanza a mi designio para juzgar del azar y de la dificultad de esta empresa mía, la cual te podría parecer aún más peligrosa si hubieses visto, como yo, cuán enraizadas están en la fantasía de algunos historiadores, y cómo son mantenidas obstinadamente por la mayor parte de nuestros demonógrafos, estas opiniones comunes que trato de combatir y de destruir. Dichos historiadores y demonógrafos, dado que carecen de una complexión lo bastante fuerte y bien temperada como para resistir al contagio de los errores populares y comunes, se han dejado convencer fácilmente por todas estas calumnias que hoy se mantienen en contra de la inocencia y la buena vida de aquellos de quienes la sola consideración de su mérito debería ser más que suficiente para librar de esa sospecha, si los escritores que las publican no se asemejasen a las sanguijuelas y a las ventosas, que sólo sirven para extraer la mala sangre de la parte a la que se aplican. Pero si consideras que esa pesada y sólida masa de piedra que estaba al lado de la ciudad de Harpasa, en Asia, se movía fácilmente con la punta de un dedo, que sólo era preciso uno de los pájaros de la isla de Chipre para desvanecer y disipar una gran nube de langostas, y que el único medio para acabar con el croar de las ranas consiste en poner una luz en el lugar en que están..., estimo que no esperarás un efecto menor de esta Apología y que no dejarás de dar tu consentimiento a la verdad que quiero enseñar y establecer en ella para utilizarla como si se tratase de un faro elevado y muy necesario para todos los que se dejan llevar con tan poca discreción y resistencia por las borrascas y las tempestades de las opiniones comunes y erróneas. Por ello, a fin de no omitir nada de lo que podrías desear para tu ilustración, tan sólo hay que deducir y explicar de buena fe un par de cosas con la brevedad requerida por un Prefacio.
La primera de ellas te advertirá, y tal vez hará que te asombres, de que he aprovechado la ocasión para componer tan laboriosa Apología por un motivo casi de ninguna importancia. Sabes, según creo, que hacia finales de la última cuaresma se publicó un librito titulado Nouveau jugement de ce qui a été dit et écrit pour et contre le livre de la Doctrine curieuse des beaux esprits de ce temps [2], en cuyo final su autor ha insertado dos invectivas muy breves y sucintas contra Homero y Virgilio. ¿A qué fin, y con cuán poca razón? No es este el lugar para tratar de ello. Pero no deja de ser llamativo el hecho de que en la invectiva contra Virgilio le acusa de haber sido un insigne encantador y nigromántico, y de haber hecho una infinidad de cosas maravillosas por medio de su magia. Inmediatamente reconocí que todo esto era una transcripción palabra por palabra del último que el señor de Lancre ha hecho imprimir contra la incredulidad en los sortilegios. Y reflexionando a partir de ello acerca de lo que había leído, y recordando que no solamente de Virgilio, sino que de casi todos los grandes personajes se sospechaba igualmente que habían sido magos, comencé a pensar que no había razón para dicha sospecha. A propósito de lo cual, una vez que me hube aclarado acerca de muchas de las dificultades que me impedían alcanzar un conocimiento entero de esta verdad, no quise ser tan descuidado del bien del público ni de la memoria de todos esos famosos personajes como para denegar la comunicación de estas justificaciones de su inocencia a quienes no tienen, ni tendrán tal vez en seguida el tiempo o el ocio de buscarlas con el cuidado y la diligencia con que yo me he esforzado por hacerlo en esta Apología. Esta te presenta en primer lugar el medio seguro y las condiciones necesarias para juzgar acerca de los autores, y principlamente de los historiadores y demonógrafos, que son los dos principales arquitectos de este laberinto de falsas opiniones, del cual sería muy difícil salir sin la habilidad y la ayuda de este hilo, uno de cuyos extermos he querido atar al primer capítulo. A continuación, he puesto el de la magia y sus especies, a fin de que no se pudiera ignorar el punto principal de la acusación y de la defensa, que consiste en la distinción entre magia diabólica y natural. Y después de éste he investigado las causas generales que ha podido tener esta sospecha, a saber: la política, la doctrina profunda y extraordinaria, el conocimiento de las matemáticas, la composición de libros, las observaciones supersticiosas, la herejía, el odio, la ignorancia del siglo, la demasiado grande ligereza para creer muchas cosas fabulosas, y el poco cuidado y poco juicio de los autores y escritores. Todas estas causas son reducidas y explicadas en cinco capítulos, los cuales me han abierto y facilitado el camino para emprender en los catorce que siguen la defensa particular de Zoroastro, Orfeo, Pitágoras, Demócrito y otros, tanto antiguos como modernos. Para lo cual no he seguido el orden del tiempo en que han florecido, porque me ha parecido más apropiado clasificarles según los títulos de sus diversas dignidades y oficios; de suerte que habiendo hecho esto con los filósofos, los médicos, los religiosos, los obispos, los papas y todos los demás famosos personajes cuya defensa me he propuesto, no me quedaba más que atar el otro extremo de mi hilo al último capítulo de esta Apología, el cual te hará ver, como conclusión, por qué medio se mantienen todas estas falsedades, y qué debe esperarse de ellas si no son reprimidas.
Ahora bien, como estas primeras palabras no tienden sino a declarar y dar a conocer mi intención, es preciso que confiese que lo que ahora quiero exponer no tiene otro objetivo que el de excusarme, o más bien justificarme por haber adornado mi francés con algunas sentencias y autoridades latinas. Pues sé bien que muchos escritores que son estimados como los más pulidos de este siglo no pueden mirar sino con un ojo desdeñoso los escritos de quienes no hacen profesión, como ellos, de componer fábulas y encuentros amorosos para entretenimiento de mujeres y niños. Pero, así como les estoy agradecido por adaptar su estilo a la capacidad de aquellos para quienes escriben, no deberían considerar como algo malo el que yo haga lo mismo ni el que me haya gobernado según esta misma consideración al no vestir a la francesa estos pasajes latinos, pues no tienen ninguna necesidad de ser entendidos por el populacho, el cual posee la costumbre de remitirse, cuando se trata de investigar la verdad de todas estas calumnias y falsas sospechas, a la autoridad de los historiadores, los demonógrafos y otros autores de crédito, los cuales alimentan a este populacho consintiendo a tales ensoñaciones. Y, en verdad, si todo el mundo quisiera seguir el entusiasmo de estos espíritus que prefieren ver un período languideciente y descarnado en sus libros que el nombre o la autoridad de los autores a cuyas expensas los componen a menudo, ¿qué ocasión tendríamos para trabajar para la posteridad, dado que según esa máxima ésta sólo se serviría de nuestras obras como los rodasianos, que no hacían sino cambiar las cabezas de sus viejas estatuas para hacer que sirviesen para la representación de otras nuevas? Ciertamente, me parece que sólo es propio de quienes no esperan ser citados nunca no citar a nadie, y hace falta ser demasiado ambicioso para convencerse de que las concepciones propias son capaces de contentar a una diversidad tan grande de lectores sin tomar prestado nada de otros. Pues si alguna vez ha habido autores que puedan estimarse ser tales, estos han sido, sin duda, Plutarco, Séneca y Montaigne, quienes, sin embargo, no han dejado de lado nada ajeno que pudiese servir para embellecimiento de su discurso, como atestiguan los versos griegos y latinos que se encuentran casi en cada línea de sus obras, y, entre otros, ese consuelo de siete u ocho páginas que el primero envió a Apolonio, en el cual se pueden observar, a fin de cuentas, más de ciento cincuenta versos de Homero y casi otros tantos de Hesíodo, Píndaro, Sófocles y Eurípides. Y, además, no creo que estos nuevos censores de las maneras de escribir sean tan poco juiciosos como para oponer a las autoridades anteriores la de Epicuro, quien no insertó en los trescientos volúmenes que dejó una sola cita, pues ello equivaldría a proporcionarme los medios para condenarles, dado que las obras de Plutarco, Séneca y Montaigne son leídas, hojeadas, vendidas y reimprimidas todos los días, mientras que apenas nos queda el catálogo de las de Epicuro en Diógenes Laercio.
No digo esto, no obstante, para aprobar los usos de quienes se despojan voluntariamente de las riquezas de su espíritu para mendigar las de los demás, de quienes sólo aparecen bajo el fulgor de una apariencia prestada y se cubren con armas ajenas de tal modo que sólo muestran de sí mismos la punta de sus dedos. Mas hay que confesar que estoy hasta tal punto disgustado por estos largos e inútiles discursos que se nos dan hoy —y que el sabio Foción podría comparar, mejor que nunca, con un bosque de cipreses en el que los árboles son bellos y verdeantes, pero no producen ningún fruto de valor—, que considero que aquellos que casan sus concepciones con las de los antiguos, cuando el asunto se lo puede permitir, son los que mejor pueden no hacer asemejarse a sus lectores a aquellos que, en el profeta Jeremías, habiendo venido a buscar agua a un pozo volvieron con las manos vacías, confundidos y afligidos. Y de la misma manera que tan sólo es propio de las almas elevadas, trascendentes y que tienen algo por encima de lo común ofrecernos sus concepciones puras, desnudas, solas y sin otra escolta que la verdad, y así como es marca de un espíritu bajo y deficiente no emprender nada por sí mismo, igualmente lo propio del carácter de aquel que está tan alejado de la vanagloria como de la ignorancia y la estupidez, es seguir la pista y el camino abierto por los más doctos y sensatos, y no entrenerse tanto con lo que puede halagar y acariciar los oídos de los lectores como para llegar a desatender lo que es necesario para la plena satisfacción de su espíritu. Esto es lo que me he esforzado particularmente por hacer en esta Apología, la cual, si la juzgas sin pasión y con toda sinceridad —tanto me prometo de tu benevolencia—, estoy seguro de que no la negarás lo que siempre ha esperado de ti; y ello principalmente cuando hayas considerado la dificultad del asunto, las particularidades que me ha sido preciso tratar y la novedad de la materia, todo lo cual debe concederme tu favor y defensa.
In nova surgentem, majoraque viribus ausum,
Nec per inaccessos metuentem vadere saltus [3].
CAPÍTULO I. De las condiciones necesarias para juzgar
de los autores, y principalmente de los historiadores
El docto y juicioso Vives, quien debido a la consideración de sus méritos fue elegido, como otro Plutarco, entre todos los bellos espíritus del anterior siglo para educar el espíritu del gran emperador Carlos Quinto, nos enseña que se deben distinguir dos partes en la prudencia: una que regula los placeres, conserva la salud, pule la conversación, procura los cargos y las dignidades y se ocupa de tal manera en procurar los bienes del cuerpo y de la fortuna que por ello es llamada prudentia carnis por los Padres, y vafricies et astutia por los autores latinos. Y otra cuyo solo objetivo consiste en cultivar y pulir la parte más noble del hombre y enriquecerla con las ciencias y las disciplinas para hacerle reconocer y practicar lo que hay de mejor y de más verdadero en éstas, y la cual se hace reconocer particularmente en la censura y crítica de los autores, que es una parte verdaderamente tan necesaria y tan cargada de consecuencias que una vez bien ordenada, nos descubre la calma o la tempestad de sus pasiones, el Euripo de sus diversos movimientos y la admirable diversidad de sus espíritus. Nada mejor podría hacerse que ponerla en práctica y utilizarla como piedra de toque para distinguir lo verdadero de lo falso, como una antorcha que nos puede iluminar en las tinieblas palpables de la mentira, o como la única Osa menor que debe guiar el curso y la investigación que deseamos hacer de la verdad. La cual, puesto que nunca se nos aparece sino velada por las pasiones de aquellos que la disfrazan por su ignorancia o para favorecer su interés particular, es preciso, si queremos llegar a su conocimiento y gozar de su entera posesión, que vayamos a buscarla como Palamedes hizo con Ulises o el joven Aristeo con el dios marino: al lugar donde se esconde, y que la apremiemos de tal manera que, después de haberse agazapado y escondido en la estupidez de los ignorantes y bajo una infinidad de opiniones fabulosas, extrañas y ridículas, comparezca finalmente revestida de su primera forma,
Et quanto illa magis formas se vertet in omnes,
Tanto, nate, magis contende tenacia vincla,
Donec talis erit mutato corpore, qualem
Videris incoepto tegeret cum lumina somno [4].
Rechacemos así todos estos bonitos títulos, estas alabanzas extremas, estos halagos manifiestos que se acostumbra dar a quienes saben disfrazarla con mayor arte, disimulo y artificio, pues de ninguna manera deben cautivar nuestra libertad con el número de sus sufragios, ni inducirnos a aprobar, como si fuésemos jueces pedáneos, todo lo que les place decirnos, a no ser que lo reconozcamos como justo y razonable mediante una investigación y censura diligente. A falta de ésta, y dado que tenemos derecho a referir todas las fábulas, vanidades y supersticiones que hasta el día de hoy se han deslizado en los escritos y en la fantasía de una infinidad de personas, y principalmente esta fuerte y ridícula opinión de muchos según la cual han creído que todos los grandes personajes, incluso los papas y soberanos pontífices, han sido brujos y magos, es preciso que nos sirva ahora como la espada de Telefo, que sólo podía curar las heridas que había infligido, o como el sol, que sólo puede disipar las nubes y la bruma que se han elevado durante su ausencia. No obstante, aunque sea tan espinosa y difícil que no puede ser practicada indiferentemente por todo tipo de personas, la experiencia que no se adquiere con el tiempo, la reflexión que es preciso hacer sobre lo que se ha concebido, la exacta observación de los discursos bien escritos y de las sabias acciones del prójimo, y sobre todo esta indiferencia que siempre debe portar la antorcha en esta investigación de la verdad, dispensan fácilmente a los espíritus débiles, ligeros y obstinados, así como a los hombres jóvenes, semejantes comúnmente al que es descrito en Virgilio,
Ense velut nudo, parmaque inglorius alba[5]
de ocuparse de esta censura, la cual es realizada más felizmente y con menos dificultades por una edad madura y de un temple poco común. Y, de hecho, vemos que ha sido tan bien realizada por Erasmo, Vives, Escalígero, Bodino, Montaigne, Canus, Possevin y muchos otros que la han reservado como lo más serio de sus estudios, que nosotros no podemos dejar —pues, como nos advierte Séneca, Bona mens nec emitur nec commodatur [6]— por lo menos de perfeccionarla mediante sus ejemplos y por medio de los preceptos que se pueden dar en general para formarse y pulir el propio juicio. El primero de los cuales consiste en ocuparse a menudo en la lectura de los autores que más han sobresalido en ello, como Séneca, Quintiliano, Plutarco, Charron, Montaigne, Vives; en la de estos admirables y grandes genios de la historia: Tucídides, Tácito, Guicciardini, Commines y Sleidan; en la de los discursos políticos bien razonados y en la de todos aquellos que han ofrecido muchas nuevas concepciones, como Cardano y el canciller de Inglaterra, Verulamio, en todos sus libros. El segundo, poseer el conocimiento de la dialéctica para poder con mayor prontitud y facilidad distinguir lo verdadero de lo falso, lo simple de lo compuesto, lo necesario de lo contingente, y abrirnos el camino al último y tercero, que consiste en un conocimiento de las ciencias más útiles y en la práctica más universal y general posible de los asuntos del mundo, la cual debe ser adquirida tanto mediante nuestra industria como por el trabajo de los que nos han precedido, como el de los historiadores. La elección de estos tiene tanta importancia que nunca podría hacerse con demasiada circunspección, y principalmente en este siglo, en el que la filautía triunfa con tanta facilidad frente a la industria de los hombres para sacar a la luz los frutos de su ignorancia.
Sic dira frequentes
Scribendi invasit scabies, et turpe putatur
In nullis penitus nomen prostare tabernis [7].
De suerte que se podría decir con derecho de la impresión, alimento de todas estas fantasías rampantes, lo que decía Séneca a propósito de algo que es a la naturaleza lo que aquélla al arte: Si beneficia naturae utentium pravitate perpendimus, nihil non nostro malo accepimus [8]. Es lo que había sido previsto hace más de ciento veinte años por el docto Hermolao, patriarca de Aquilea, y por Perrot, obispo de Siponte, y sólo a lo cual debemos atribuir la causa de la repentina propagación de nuestras últimas herejías; como también del hecho de que, con todas las ventajas que tenemos sobre los antiguos, no podemos de ninguna manera igualar su doctrina. Es por ello por lo que estimo muy necesario escoger y separar cuidadosamente entre tan gran cantidad de autores a aquellos cuya diligente lectura pueda mostrarnos que han poseído todas las condiciones requeridas y necesarias para la perfección de un historiador, tal como ha sido Polidoro para los ingleses, Rhenanus para los alemanes y Paul Émile para los franceses, y despreciar a todos los demás, que no están marcados, como los anteriores, por la verdad. Si queremos leer a estos últimos, que sea bajo las mismas condiciones bajo las que Séneca se lo permitía a Lucilio: Nec te prohibuerim, le decía, aliquando ista agere, sed tunc cum voles nihil agere [9]. En cuanto a mí, diría más: que es preciso suprimirlas del todo, o que, de la misma manera que antiguamente estaba prohibido a quienes no habían alcanzado la edad de cuarenta años leer el Apocalipsis y el último capítulo de Esdras, se prohibiese igualmente a quienes aún no tienen el juicio formado por la lectura de los buenos libros detenerse en estos frutos abortivos que sólo sirven para desmontar y envilecer el espíritu de quienes se divierten con ellos, Nam qui omnes etiam indignas lectione schedas excutit, anilibus quoque; fabulis accommodare operam potest [10]. Antes de extendernos más sobre la censura y precaución de estas últimas, es preciso descubrir de paso el error de no sé qué personas que creen que la pintura y la poesía son dos hermanas asociadas capaces de dominar nuestra creencia de igual manera que las Historias más fidedignas. Pues aunque se deba conceder que su designio puede estar basado sobre alguna narración verdadera, sin embargo se permiten disfrazarla de tal manera mediante sus mentiras y quimeras, que después de haber sufrido ambas una misma condena,
Namque unum sectantur iter, et inania rerum
Somnia concipiunt, et Homerus et acer Apelles [11].
Quien se quisiese convencer de que Turnus, el pequeño Tideo y Rodomont lanzaron en otro tiempo contra sus enemigos trozos de montañas porque lo aseguran los poetas, o de que Jesucristo subió al cielo montado en un águila porque así es como está representado en la iglesia metropolitana de SaintAndré, en la ciudad de Burdeos, y de que los apóstoles tocaron los címbalos en los funerales de la Virgen porque el capricho de un pintor quiso representarlos así, se ganaría el derecho a que los demás se burlasen de él; a partir de lo cual se puede excusar la bufonada de Bèze, de cuyo argumento quiso valerse el doctor de Saintes en el Coloquio de Poissy. No sé si se debe tener más respeto por todas esas narraciones fabulosas, como las que se han deslizado en el mundo (si nos es permitido señalar algunas en la Historia eclesiástica), según declaran algunos títulos favorables y especiosos: De infantia Salvatoris, De la conformité de saint François, D’une légende dorée, un proto-Evangelium, de nueve o diez Evangelios, y de muchos otros semejantes, algunos de los cuales, primeramente imprimidos en el Micropresbyticon, han sido luego sabiamente expurgados de la Ortodoxographia y de la biblioteca de los Padres.
Quienes pretenden hacer pasar a Plinio, Alberto el Grande, Vicente de Beauvais, Cardano y algunos otros de no menor importancia por fabulosos secretarios de la Naturaleza, reconocen mal, a mi juicio, la deuda que tenemos con las observaciones de estos grandes personajes. Sería más apropiado grabar con esta marca las mentiras de los charlatanes, las ensoñaciones de los alquimistas, la estupidez de los magos, los enigmas de los cabalistas, las combinaciones de los lulistas y otras locuras semejantes de ciertos propietarios y coleccionistas de secretos, pues no aportan nada más sólido a la Historia natural que todos esos viejos y arruinados monumentos de Olaus, Saxo Gramático, Turpin, Neubrigensis, Merlín, Naucler, Fereculfo, Sigebert, Paulus Venetus y una infinidad de otros a la Historia política y civil. Porque estos, habiéndose molestado más en juntar lo que estaba disperso aquí y allá que en socavar la autoridad de los autores de los que tomaban sus memorias, no sólo han dado origen a una Ilíada de historias quiméricas y ridículas, sino que han puesto en boga por el mismo medio las que eran aún más falsas, refiriéndolas como muy ciertas y seguras. Y ello ya sea porque no hayan querido imitar a san Agustín en sus Retractaciones, Quamvis enim, dice Séneca, vana nos concitaverint, perseveramus, ne videamur coepisse sine causa [12], ya sea, más verosímilmente, porque siguiesen la ruta común de quienes se ponen a escribir —lo cual consiste en probar y en llegar hasta el final—, de cualquier manera, acerca de lo que han comenzado, trayendo las razones a la fuerza y las pruebas por los pelos, y tomando las habladurías por verdades ciertas, y todos los rumores por demostraciones.
Et sic observatio crescit
Ex atavis quondam male coepta, deinde secutis
Tradita temporibus, serisque nepotibus aucta [13].
La cual es una manera de escribir totalmente inepta y particular de los espíritus mansos del filósofo Huarto[14], los cuales, como el cordero de Cingar, abandonan voluntariamente la barca de la verdad para precipitarse uno tras otro en el mar de la mentira.
Ahora bien, para librarnos de todos estos absurdos no es preciso más que considerar el orden que siguen aquellos que describen estas bellas fantasías, y remontarnos hasta haber reconocido al primero y tal vez al único que nos las ha dado —como sucede sin duda y de manera constante con todas nuestras viejas novelas, que tienen su origen en las Crónicas del obispo Turpin; con los cuentos de la papisa Juana, que proceden de Marianus Scotus; con la salvación de Trajano, que viene de Jean Lévite; y con la opinión según la cual Virgilio fue un mago, que procede del monje Helinandus—. Una vez hallado esto, es preciso considerar diligentemente su condición, el partido que seguía y los tiempos en que escribió el primero. Porque se tiene mucha más seguridad tratando de aquellos que han sido los primeros en ocuparse del asunto que tratando de monjes y particulares, tratando de hombres elevados y sublimes que tratando de simples e ignorantes. En segundo lugar, porque todos los historiadores, excepto aquellos que han sido perfectamente heroicos, nunca nos representan las cosas puras, sino que las inclinan y enmascaran según el cariz que quieran hacerlas tomar; y para dar crédito a su juicio y atraerse a los demás, añaden con gusto algo al asunto, lo alargan y lo amplían, lo tergiversan y lo disfrazan según lo juzguen oportuno. A partir de lo cual podemos ver que los gentiles e idólatras han dicho muchas cosas contra los nuevos cristianos porque les odiaban; que los partidarios de algunos emperadores han dicho mil bajezas contra los papas; que los ingleses describen a la Doncella de Orléans como una bruja y una maga; y que los herejes de estos tiempos mantienen una infinidad de fábulas contra el honor de los soberanos pontífices de la Iglesia.
Finalmente, en tercer lugar [...] la experiencia nos enseña que casi todas las Historias, desde hace setecientos u ochocientos años, están tan cargadas e infladas de mentiras que parece que sus autores hayan competido por ver quién sería capaz de invetar más. Por ello se puede juzgar a partir de todas estas condiciones requeridas para la censura de los historiadores, que no puede ser puesta en práctica por esos espíritus estúpidos y groseros que nos eran representados en las letras egipcias por el onocéfalo, animal que no se mueve de un lugar. Es decir, por aquellos que nunca han traspasado los límites de su patria, que no leen ninguna Historia, que no saben qué se hace en otros lugares y que son tan rudos e ignorantes que si oyen nombrar a algún gran personaje, lo más a menudo creen que se les habla de algún monstruo del África o del Nuevo Mundo. Pues, no teniendo nada que decir ni que contraponer, no tienen dificultades para creer y decidir resueltamente lo que casa con su opinión. Un hombre sensato debe hacer lo contrario, cui si plura nosse datum est, majora eum sequuntur dubia [15], como nos representa Aristóteles a los ancianos, qui rerum vitiis longo usu detectis et cognitis, nihil imprudenter asseverant [16], y de los cuales dice en el mismo lugar que su larga práctica y experiencia les vuelve, comúnmente, incrédulos y desconfiados, como deberían ser siempre quienes pretenden sacar provecho de sus lecturas.
CAPÍTULO II. De la magia y sus especies
Dado que el famoso jurisconsulto [17] se ha ocupado en sus Emblemas de representarnos las tres causas de la ignorancia mediante la imagen de la Esfinge —el placer mediante su rostro, la inconstancia mediante sus plumas y el orgullo mediante sus pies—, creo que, para rematar esta pintura, no se podría dejar de representar su efecto a través de la crueldad de este mismo monstruo. Pues, de la misma manera que éste se complacía en arrojar desde lo alto de su atalaya a todos aquellos que no podían o no querían resolver sus enigmas, así la ignorancia se ha aplicado siempre a despreciar y como a arrojar de su crédito y reputación a todos aquellos que, teniendo mejores ocupaciones, no han querido entretenerse con niñerías y banalidades. En efecto, vemos que antes de que las humanidades y las letras se hubieran hecho comunes y hubieran sido puestas al alcance de cualquiera gracias a la felicidad de nuestro último siglo, todos los que gustaban de cultivarlas y pulirlas tenían la reputación de gramáticos y herejes; quienes más penetraban en el conocimiento de las causas de la Naturaleza eran tenidos por adiaforistas e impíos; quien mejor entendía la lengua hebrea, era tenido por judío o marrano; y quienes investigaban las matemáticas y las ciencias menos comunes, se ganaban la sospecha de ser encantadores y magos, aunque ello fuera una pura calumnia fundada en la ignorancia del vulgo, o en la envidia que éste siempre acostumbra a tener de la virtud de los grandes personajes debido a la escasa proporción que hay entre las costumbres de estos y las suyas, como reconoció ingenuamente Séneca en este pasaje: Numquam volui populo placere, nam quae ego scio non probat populus, et quae probat populus ego nescio [18]. Envidia de la cual, no obstante, habiendo sido los primeros favorablemente librados por el correr de los tiempos y el trabajo de quienes han querido tomarse la molestia de mantener su derecho, no puedo asombrarme lo bastante de que entre la multitud de los que escriben no se haya encontrado todavía ninguno que haya cogido la pluma para defender el honor de todos esos espíritus hegemónicos y dominantes, y en particular de los más doctos de nuestros religiosos, prelados y soberanos pontífices, de esta afrenta, la más ridícula y contraria a su condición que nunca pueda imaginarse: la de haber sido magos, brujos y encantadores [...].
CAPÍTULO III. Que muchos grandes personajes considerados
como magos no han sido sino políticos
[...] Puesto que hemos mostrado en el primer capítulo de esta Apología que la propagación de todas estas falsedades se había debido al poco juicio con que se lee a los autores, es preciso avanzar para desarrollar nuestro asunto, e investigar las causas generales de todos estos falsos rumores, los cuales, ni más ni menos que todas las ensoñaciones de los poetas más alejados de la verdad, se han puesto en boga bajo el pretexto de algún asunto y ocasión. Tito Livio parece ofrecernos alguna pista para descubrir la primera causa por la que se ha sospechado que muchos grandes personajes fueron magos, sin que no obstante ninguno de ellos haya practicado la magia, cuando nos advierte en su Historia de que datur haec venia antiquitati, ut miscendo humana divinis primordia urbium augustiora faciat [19]. A partir de lo cual podemos conjeturar que los más finos y astutos legisladores, no ignorando que el medio más apropiado para adquirir autoridad ante sus pueblos y mantenerla consiste en convencerles de que no son sino el órgano de alguna deidad suprema que les quiere favorecer con su asistencia y otorgar su protección, se han servido de estas deidades fingidas, de esos supuestos tratos, de esas apariciones mentirosas, y, en una palabra, de aquella magia de los antiguos, para mejor cumplir su ambición y fundar con mayor seguridad el primer designio de sus imperios. Así, en efecto, vemos que antiguamente Trismegisto dijo haber recibido sus leyes de Mercurio; Zamolxis, de Vesta; Carondas, de Saturno; Minos, de Júpiter; Licurgo, de Apolo; Draco y Solón, de Minerva; Numa, de la ninfa Egeria; y Mahoma del ángel Gabriel, el cual venía a menudo a susurrarle al oído, en forma de paloma, tan bien amaestrada para realizar esta estratagema como el águila de Pitágoras y la serpiente de Sertorio. Algunos espíritus de nuestros últimos siglos no han realizado esto menos exitosamente. Los cuales, por haber sido lo más sutiles, emprendedores e industriosos que es posible, disponiendo y haciendo valer la opinión según la cual se habían ganado el favor de alguna divinidad por medio de esa teurgia y esas apariciones simuladas, han realizado exitosamente muchas empresas, tan arriesgadas y difíciles como se puedan imaginar. Tales han sido las del ermitaño Schacoculis, quien tras haber representado a su personaje durante siete u ocho años en el desierto, se quitó finalmente la máscara, se apropió de varias ciudades, derrocó a un bajá y al hijo de Mahoma, y habría llegado más lejos si no hubiese irritado al sufí. Las de un tal Calender, quien, utilizando una devoción simulada, conmovió toda la Anatolia y tuvo en jaque al turco hasta que fue derrotado en una batalla. Las de Elmahel el Africano, que siguió el mismo camino para arrebatar el cetro a su señor, el rey de Marruecos. Y las de una infinidad de otros. Sus hazañas han dado ocasión a Cardano de aconsejar a los príncipes y soberanos que —por ser de baja extracción, estar asistidos por pocos amigos, o estar provistos de fuerzas militares exiguas— no poseen bastante crédito como para gobernar en sus reinos, que se apoyen en esta sagrada teurgia, como hizo Jacques Bussularius para gobernar durante algún tiempo en Pavia, Juan de Vicenza en Bolonia y Savonarola en Florencia, del cual poseemos este testimonio del político italiano [20] en sus Discursos sobre Tito Livio: El pueblo de Florencia no es estúpido, pero sin embargo el hermano Girolamo Savonarola le hizo creer que hablaba con Dios, como mucho tiempo antes había hecho Vespasiano mediante sus milagros, y Numa, ese fecundo fundador de Roma, qui Romanos operosissimis oneravit, ut rupices et adhuc feros homines multitudine tot numinum demerendorum attonitos efficiendo ad humanitatem temperaret [21].
Y, en verdad, esta astucia es de tal importancia que quienes no la han practicado de esta suerte, o quienes la han juzgado demasiado vil e insuficiente para satisfacer su ambición, la han encarecido excesivamente, llamándose a sí mismos hijos de aquellas deidades supremas, o más bien diablos íncubos, bajo cuyo favor a todos los demás legisladores y grandes personajes les fue fácil mantener su crédito y su autoridad,
veluti Parnassia laurus
Parva, sub ingenti matris se protegit umbra [22].
Lo cual debe llevarnos a juzgar que cuando Hércules se decía hijo de Júpiter, Rómulo del dios Marte, Servio de Vulcano, Alejandro de Ammón, etc., lo hacían, o bien para obligar a los pueblos a que les obedecieran y para adquirir un respeto entre los hombres semejante al que se tenía por sus padres putativos, o bien porque sus madres, más sabias y avisadas que muchas otras, hoc praetexuerant nomine culpam [23], como hicieron las de Platón, Apolonio, Lutero y el profeta Merlín, cuya novela han querido comenzar los ingleses con la fábula de su nacimiento, para no descuidar nada de lo que pudiera servir para hacer su historia más prodigiosa y asombrosa. También se puede reducir a esta causa la vanidad de todos esos particulares que, no teniendo menos deseos de tener algún ascendiente por encima de sus ciudadanos y del común de los hombres que los príncipes y monarcas por encima de sus súbditos, se han esforzado por darnos a conocer el cuidado que los dioses tenían de sus personas a través de la continua asistencia de algún genio tutelar y director de todas sus principales acciones. Como Sócrates, Apolonio, Chicus, Cardano, Escalígero, Campanella, y algunos otros, que se han convencido de que todas las pruebas y testimonios que nos querrían dar de sus demonios familiares no serían recibidas menos favorablemente por nosotros que esas viejas glosas de los rabinos, los cuales tienen por seguro que entre los patriarcas del Antiguo Testamento, Adán fue gobernado por su ángel Raziel, Sem por Jofiel, Abraham por Zaquiel, Isaac por Rafael, Jacob por Piel y Moisés por Mitratón. Y, en verdad, creo que se debe emitir el mismo juicio acerca de todos ellos, y que la mejor enseñanza que se puede sacar de todas estas ensoñaciones consiste en poder distinguir, gracias a su descubrimiento, la verdad de la mentira, la magia real de la fingida y simulada, y la política y natural de la diabólica [...].
[1] Séneca, De la cólera, III, 29: «Absolveremos a muchos si comenzamos a juzgar antes de ceder a la cólera».
[2] Se trata de un escrito del padre François Garasse, con el que completa su Doctrina curiosa, y en el que denuncia como magos a casi todos los personajes destacados en las artes, las ciencias y las letras, especialmente a Virgilio y Homero. Es muy posible que Naudé haya emprendido la composición de esta Apología como reacción a los desmanes del reverendo padre jesuíta.
[3] Alzándome en lo nuevo, atreviéndome con aquello que sobrepasa mis fuerzas y no temiendo seguir valles inaccesibles.
[4] Y cuanto más se cambie en toda suerte de formas, más tendrás, hijo mío, que tender y apretar los vínculos, hasta que se vuelva, tras una nueva metamorfosis, tal como la has visto cuando, durmiéndose, cerraba los ojos.
[5] Con su espada desnuda, banal con su pequeño escudo blanco.
[6] Una buena mente ni se vende ni se presta.
[7] Así la terrible comezón por escribir ha atacado a algunos, y se considera indigno no exhibir el propio nombre en las tiendas.
[8] Si evaluamos los beneficios de la naturaleza en función de la maldad de los que se benefician de ellos, nada hay que no hayamos recibido para nuestra propia desgracia.
[9] No te prohibiré dedicarte a veces a este género de actividades, pero que sea cuando hayas decidido no hacer nada.
[10] Pues quien examina todas las páginas, incluso las indignas de ser leídas, puede también ocuparse de las fábulas.
[11] Pues Homero y el penetrante Apeles siguen un solo camino y conciben vacías quimeras de las cosas.
[12] Por vanas que sean las razones de nuestra cólera, perseveramos para que no parezca que hemos comenzado sin causa.
[13] Y es así como se desarrolla una observancia infelizmente inaugurada antaño por los ancestros, transmitida a los tiempos que han seguido y fortificada por los bisnietos.
[14] Se trata del filósofo y médico español del XVI Huarte de San Juan.
[15] que, cuando le es dado saber muchas cosas, no hacen sino conocer más grandes dudas.
[16] Que, informados e ilustrados acerca del vicio de las cosas por su largo uso, no profesan nada impúdicamente.
[17] Se trata de Andrea Alciati, jurisconsulto italiano (1492-1550), autor de unos Emblemas publicados 1531 y traducidos al francés en 1536, de los que se harán sucesivas reimpresiones.
[18] Nunca he querido complacer al pueblo. Lo que yo sé, el pueblo no lo reconoce, y lo que él reconoce, yo lo ignoro.
[19] se permite a los antiguos hacer más venerables los comienzos de las ciudades mezclando las cosas divinas con las humanas.
[20] Referencia a Maquiavelo y sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
[21] Quien cargó a los romanos de supersticiones molestas para temperar la humanidad de unos hombres rudos y hasta entonces salvajes, asombrándoles mediante una multitud de divinidades.
[22] Como el laurel del Parnaso, que es pequeño, se protege bajo la sombra inmensa de su madre.
[23] Disfrazaron con este nombre su falta.