SAINT-ÉVREMOND PEQUEÑOS TRATADOS SOBRE LOS PLACERES

Al conde de Olonne

Me preguntáis qué hago en el campo. Hablo con todo tipo de gentes, pienso sobre todo tipo de asuntos, no medito sobre ninguno. Las verdades que busco no necesitan ser profundizadas; por lo demás, no quiero entablar ningún trato demasiado largo ni demasiado serio conmigo mismo a propósito de asunto alguno.

La soledad imprime en nosotros un no sé qué de funesto a través del pensamiento común acerca de nuestra condición, en el que aquélla nos hace caer.

Para vivir feliz, es preciso no hacer pocas reflexiones sobre la vida, sino salir a menudo como fuera de sí; y entre los placeres que proporcionan las cosas de fuera, hurtarse al conocimiento de los propios males. Los divertimentos han extraído su nombre de la diversión que provocan de los objetos enfadosos y tristes las cosas gustosas y agradables. Lo cual muestra lo suficientemente que es difícil llegar hasta el final de la dureza de nuestra condición por ninguna fuerza de espíritu, mas que, con habilidad, uno puede apartarse de ella ingeniosamente.

Sólo es propio de Dios considerarse a sí y encontrar en sí mismo su felicidad y su reposo. Apenas podríamos nosotros mirarnos sin encontrar mil defectos que nos obliguen a buscar en otra parte lo que nos falta.

La gloria, la fortuna, los amores, los placeres bien entendidos y bien ordenados, son grandes socorros contra los rigores de la Naturaleza, contra las miserias vinculadas a nuestra vida. También la sabiduría nos ha sido dada principalmente para ordenar nuestros placeres; tan considerable como es, su uso no deja de ser considerado de poca ayuda entre los dolores y en la cercanía de la muerte.

La filosofía de Posidonio le llevó a decir cuando su gota era más fuerte que «la gota no es un mal», pero no por ello dejó de sufrirla. La sabiduría de Sócrates le hizo razonar mucho en su muerte, pero sus razonamientos inciertos no convencieron ni a sus amigos ni a él mismo de lo que decía.

Conozco a gentes que enturbian la alegría de sus mejores días mediante la meditación de una muerte concertada; y, como si no hubieran nacido para vivir en el mundo, no piensan más que en la manera de salir de él. Sin embargo, sucede que el dolor arruina sus bonitas resoluciones, que una fiebre les arroja a la extravagancia, o que, al hacerlo todo fuera de razón, gustan de la luz cuando es preciso resolverse a abandonarla.

...oculisque errantibus alto

Quaesivit caelo lucem, ingemuitque reperta [1]

En cuanto a mí, que siempre he vivido azarosamente, me bastará con morir de la misma manera. Dado que la prudencia ha tenido tan poca parte en las acciones de mi vida, me molestaría que se entrometiese en su final.

El buen sentido dice que todas las circunstancias de la muerte sólo conciernen a quienes se quedan. La debilidad, la resolución: todo es igual en el último momento; y es ridículo pensar que esto debe ser importante para quienes no van a estar ya. Nada hay que pueda borrar el horror del paso, si no la convicción [de la existencia] de otra vida, esperada con confianza, en la tranquilidad de esperarlo todo y no temer nada. Por lo demás, se debe ir tranquilamente ahí donde tantos gentilhombres han ido antes que nosotros, y a donde seremos seguidos por tantos otros.

Si hago un largo discurso sobre la muerte, después de haber dicho que su meditación es enfadosa, ello se debe a que es como imposible no hacer alguna reflexión sobre algo tan natural: no osar nunca pensar en ella denotaría incluso blandura. Mas, se diga lo que se diga, no puedo aprobar que se estudie de manera particular; es esta una ocupación demasiado contraria al uso de la vida. Lo mismo sucede con la tristeza, y con toda suerte de pesadumbres; no podríamos deshacernos de ellas absolutamente; además, en ocasiones son legítimas. Encuentro razonable que nos entreguemos a ellas en ciertas circunstancias; la indiferencia es vergonzante ante algunas desgracias: el dolor es apropiado ante las desgracias de nuestros verdaderos amigos. Mas la aflicción debe ser rara, y terminarse pronto; la alegría, frecuente, y cuidadosamente mantenida.

Así pues, no se podría ser demasiado hábil para ordenar nuestros placeres; incluso los más entendidos se ven en dificultades para gustarlos bien. Una larga preparación, al arrebatarnos la sorpresa, nos arrebata lo que tienen de más vivo; si no nos preocupamos por ellos, los tomamos inadecuadamente, en un desorden enemigo de la delicadeza, enemigo de los gustos verdaderamente delicados.

Un gozo imperfecto deja pesadumbre; cuando es demasiado estimulado, trae hartazgo. Hay un cierto tiempo que se debe tomar, una justeza que se debe guardar, que no es conocida de todo el mundo. Es preciso gozar de los placeres presentes, sin hacer intervenir a los placeres por venir.

También es preciso que la imaginación de los bienes deseados no perjudique al uso de los que se poseen. Ello es lo que obligó a las más gentiles gentes de la antigüedad a hacer tanto caso a una moderación que podía llamarse economía de las cosas deseadas u obtenidas.

Como no exigís de vuestros amigos una regularidad que les obligue, os comunico las reflexiones que he hecho sin ningún orden, según vienen a mi alma.

La Naturaleza empuja a todos los hombres a buscar sus placeres, mas los buscan de manera diferente según la diferencia de sus humores y sus genios. Los sensuales se abandonan groseramente a sus apetitos, no privándose de nada de lo que los animales piden a la Naturaleza.

Los voluptuosos reciben una impresión en los sentidos, que llega hasta el alma. No hablo de esa alma puramente inteligente, de donde proceden las luces más exquisitas de la razón; hablo de un alma más mezclada con el cuerpo, que entra en todas las cosas sensibles, que conoce y gusta los placeres.

El espíritu tiene más parte en el gusto de los refinados que en el de los demás; sin los refinados, la galantería sería desconocida, la música, ruda, las comidas, inmundas y groseras. Es a ellos a quienes debemos la eruditio luxu [2] de Petronio, y todo lo que el refinamiento de nuestro siglo ha encontrado de más fino y de más sorprendente en los placeres.

He hecho otras observaciones sobre los objetos que nos gustan, y me parece haber observado algunas diferencias bastante particulares en las impresiones que hacen en nosotros.

Hay impresiones ligeras, que no hacen más que rozar al alma, por así decir, despertar su sentido, ponerla en presencia de objetos agradables, en los que se detiene con delectación, sin cuidado, sin mucha atención.

Las hay blandas y voluptuosas, que vienen como a fundirse y a expandirse deliciosamente en el alma, de donde nace esta dulce y peligrosa indolencia que hace perder al espíritu su viveza y su vigor.

Hay objetos que nos tocan, que hacen su impresión en el corazón, y conmueven lo que en él hay de sensible. Los hay que, por un encanto secreto, difícil de expresar, mantienen al alma en una especie de encantamiento. Los hay punzantes, de los que el alma recibe como un golpe que le gusta, una herida que le es querida. Más allá, están los transportes, y los desfallecimientos, que llegan si no se da proporción entre el sentimiento del alma y la impresión del objeto. Con los primeros, el alma es arrebatada por una especie de rapto; con los demás, sucumbe bajo el peso de su placer, si puede hablarse así.

Esto es lo que tenía que deciros sobre los placeres; me queda por tocar algo sobre el espíritu vuelto en sí, y vuelto a poner, como se dice, en su lugar.

Al igual que las personas ligeras y disipadas son las solas que no se poseen jamás, tan sólo los soñadores y los espíritus umbríos permanecen siempre en sí mismos; y es de temer que, en lugar de gustar de la dulzura de un verdadero reposo, este gran apego les arroje al tedio. Sin embargo, el tiempo en que nos arrojamos al tedio debido a la pesadumbre no cuenta menos que el más dulce de la vida. Estas horas tristes, que querríamos que pasasen precipitadamente, contribuyen a llenar el número de nuestros días como las que se nos escapan a nuestro pesar. Yo no soy de esos que gustan de lamentar su condición en lugar de pensar en aliviarla:

Fastidioso entendimiento, nos haces siempre temer,

Infeliz sentimiento, nos haces siempre lamentar,

Funesto recuerdo, del que me siento herido,

¿Por qué evocas siempre el mal ya ido?

¿Hay que rendir a las desgracias este penoso homenaje

De sentir su golpe, o conservar su imagen,

De alimentar nuestros dolores, y siempre castigarse

Con una pena pasada, o con un mal por venir?

Yo dejo gustoso a estos señores con sus murmuraciones, y trato de sacar alguna dulzura de las mismas cosas de que ellos se quejan. Busco en el pasado recuerdos agradables, e ideas placenteras en el porvenir.

Estoy obligado a lamentar alguna cosa; mis pesares son más sentimientos de ternura que de dolor: si para evitar el mal hay que preverlo, mi previsión no llega hasta el temor. Quiero que el conocimiento de nada sentir que me importuna, que la reflexión de verme libre y dueño de mí, me otorgue el placer espiritual del buen Epicuro; quiero decir: esa agradable indolencia que es un estado sin dolor y sin placer; es el sentimiento delicado de una alegría pura, que procede del reposo de la consciencia y de la tranquilidad del alma.

Después de todo, tengamos cuidado de no permanecer durante demasiado tiempo en la dulzura que podamos encontrar en nosotros mismos. Pasamos fácilmente de estas alegrías secretas a pesares interiores; lo cual hace que necesitemos de la economía en el gozo de nuestros propios bienes, así como en el uso de los de fuera.

¿Quién no sabe que el alma se cansa de estar siempre en el mismo estado, y que terminaría por perder toda su fuerza si no fuese despertada por las pasiones?

Para vivir felizmente es preciso hacer pocas reflexiones sobre la vida, y salir a menudo como fuera de sí; y, rodeado de los placeres que proporcionan las cosas de fuera, hurtarse al conocimiento de los propios males.

He aquí lo que la filosofía de Epicuro y la de Aristipo pueden dar a sus seguidores; pero

Los verdaderos cristianos, mil veces más felices.

En la pureza de sus leyes,.

Gustarán las dulzuras de una vida inocente.

Que será seguida de otra aún más feliz.

REFLEXIONES SOBRE LA RELIGIÓN

Al considerar en puridad el reposo de esta vida, sería ventajoso que la religión tuviese más o menos poder sobre el género humano. Constriñe, pero no somete lo bastante; se asemeja a ciertos políticos que arrebatan la dulzura de la libertad sin aportar la felicidad de la sujeción. La voluntad nos hace aspirar débilmente a los bienes que nos son prometidos, pues no es lo suficientemente excitada por un entendimiento que no está lo bastante convencido. Decimos, por docilidad, que creemos lo que se dice con autoridad que es preciso que creamos; mas, sin una gracia particular, estamos más preocupados que convencidos de una cosa que no cae bajo la evidencia de los sentidos y que no proporciona ninguna suerte de demostración a nuestra alma.

Este es el efecto de la religión por lo que hace a los hombres comunes; y he aquí sus ventajas para el verdadero y perfecto piadoso. El verdadero devoto rompe con la Naturaleza, si se puede hablar así, para convertir en placer la abstinencia de placer; y, en el sometimiento del cuerpo al alma, convierte en algo delicioso el uso de mortificaciones y penas. La filosofía no llega más lejos que a enseñarnos a sufrir los males; la religión cristiana hace que se goce de ellos, y sobre ella puede decirse seriamente lo que se ha dicho elegantemente sobre el amor,

Los demás placeres no valen sus penas

El verdadero cristiano sabe convertir todas las cosas en ventajosas. Los males que le advienen, son bienes que Dios le envía; los bienes que le faltan, son males de los que la Providencia le ha protegido. Todo le es beneficioso, todo es gracia para él en este mundo; y cuando hay que salir de él debido a la necesidad de la condición mortal, encara el final de su vida como el paso a otra más venturosa, que dura siempre.

Tal es la felicidad del verdadero cristiano, mientras que la incertidumbre supone una condición infeliz para todos los demás. En efecto, casi todos estamos inciertos, poco determinados al bien y al mal. Es un continuo ir y venir de la Naturaleza a la religión, y de la religión a la Naturaleza. Si abandonamos el cuidado de nuestra salvación para contentar nuestras inclinaciones, estas mismas inclinaciones se sublevan pronto contra sus placeres, y el disgusto de los objetos que más las han deleitado nos remite a los cuidados por nuestra salvación. Y si renunciamos a nuestros placeres en virtud de un principio de consciencia, lo mismo nos sucede cuando nos volcamos en nuestra salvación, en la que el hábito y el fastidio nos empujan hacia los objetos de nuestras primeras inclinaciones.

Así es como somos en nosotros mismos a propósito de la religión; he aquí el juicio que de ella hace el público. Si abandonamos a Dios para entregarnos al mundo, somos tratados de impíos; si abandonamos el mundo para entregarnos a Dios, se nos trata de imbéciles; y sacrificar la fortuna a la religión es algo que se nos perdona tan poco como sacrificar la religión a la fortuna. El ejemplo del cardenal de Retz será suficiente por sí solo para justificar lo que digo. Cuando se hizo cardenal mediante intrigas, facciones, tumultos, se clamó contra un ambicioso que sacrificaba, como se decía, lo público, la consciencia, la religión a su fortuna; cuando abandonó los cuidados terrenales para entregarse a los del cielo, cuando la persuasión de la existencia de otra vida le hizo considerar las grandezas de la terrenal como quimeras, se dijo que había perdido la cabeza, y lo que en el cristianismo nos es propuesto como la mayor virtud fue considerado en él como una debilidad vergonzante.

El alma común es poco favorable a las grandes virtudes; una sabiduría demasiado elevada ofende a una razón común. La mía, aun siendo enteramente común, admira a una persona verdaderamente convencida, y se asombraría mucho más aún si esta persona completamente convencida pudiese ser sensible a alguna ventaja de la fortuna. Dudo un poco de la convicción de esos predicadores que a la vez que nos ofrecen en público el reino de los cielos, solicitan privadamente un pequeño beneficio con la mayor diligencia.

La sola idea de la posesión de los bienes eternos convierte a la posesión de todos los demás en algo despreciable para un hombre que tiene fe; mas, como poca gente la tiene, pocos defienden la idea frente a los objetos; la esperanza de lo que se nos promete cede naturalmente ante el gozo de lo que se nos da. En la mayor parte de los cristianos, las ganas de creer suplantan a su creencia: su voluntad les fabrica una especie de fe mediante sus deseos, que el entendimiento rechaza mediante sus luces. Yo he conocido a algunos devotos que, sufriendo una cierta contradicción entre su corazón y su espíritu, amaban verdaderamente a Dios sin creerlo. Cuando se abandonaban a los movimientos de su corazón, ello no era sino celo por la religión; y cuando se volvían hacia la inteligencia del espíritu, se encontraban asombrados por no comprender lo que amaban y por no saber cómo responderse a sí mismos a propósito de su amor. Entonces les faltaban las consolaciones, por hablar en los términos de la espiritualidad, y caían en ese triste estado de la vida religiosa que es llamado aridez y sequedad en los conventos.

Sólo Dios puede darnos una fe segura, firme y verdadera. Lo que podemos hacer nosotros es doblegar al entendimiento a pesar de la resistencia de las luces naturales, e inclinarnos sumisamente a ejecutar lo que se nos prescribe. La humanidad mezcla fácilmente sus errores en lo que se refiere a la creencia, se equivoca poco en la práctica de las virtudes; pues pensar con justeza sobre las cosas del cielo está menos en nuestro poder que obrar bien [3]. Nunca hay motivo para equivocarse en las acciones de justicia y caridad. A veces el cielo ordena y la Naturaleza se opone; a veces la Naturaleza pide lo que prohibe la razón. Sobre la justicia y la caridad, todos los derechos están concertados; hay como un acuerdo general entre el cielo, la Naturaleza y la razón.

QUE LA DEVOCIÓN ES EL ÚLTIMO DE NUESTROS AMORES

La devoción es el último de nuestros amores, en el que el alma que cree aspirar a la felicidad de la otra vida busca, sin pensar en ello, construirse alguna satisfacción en esta. El hábito del vicio es un viejo apego que no proporciona más que disgustos, de lo cual procede comúnmente la vuelta hacia Dios por espíritu de cambio, para formar en el alma nuevos deseos y hacerla sentir los movimientos de una pasión naciente; la devoción hará a veces que una vieja encuentre unas delicadezas del sentimiento, y unas ternuras del corazón, que las más jóvenes no tendrán en el matrimonio o en una galantería gastada. Una devoción nueva complace en todo, incluso en el hablar de los viejos pecados de que uno se arrepiente, pues hay una dulzura secreta en detestar lo que ha disgustado en ellos, y en recordar lo que han tenido de agradable.

Si se examina bien a un vicioso convertido, se verá muy a menudo que no se ha deshecho de su pecado más que por el tedio y la pesadumbre de su vida pasada. En efecto, ¿quién vemos que haya abandonado el vicio en el tiempo en que acaricia a su imaginación, en el tiempo en que se muestra con sus encantos y en que hace gustar sus delicias? Es abandonado cuando sus encantos están gastados, y cuando un hábito tedioso nos ha hecho caer insensiblemente en la languidez. Así pues, no es lo que gustaba lo que se abandona cuando se cambia de vida; es lo que no se podía ya aguantar. Y entonces el sacrificio que se hace a Dios es el de ofrecerle un hastío del que buscamos deshacernos a cualquier precio.

En nosotros, el vicio hace dos impresiones muy diferentes. Lo que hay de tedioso y de lánguido al final nos lleva a detestar la ofensa hecha a Dios; lo que ha habido de delicioso en sus comienzos nos hace añorar el placer sin darnos cuenta, y de ahí procede que haya pocas conversiones en las que no se sienta una mezcla secreta de la dulzura del recuerdo y del dolor de la penitencia. Se llora, es verdad, con entera amargura, un crimen odioso; mas el arrepentimiento de los vicios que nos fueron queridos deja siempre un poso de ternura por ellos, mezclada con nuestras lágrimas. Hay algo de amoroso en el arrepentimiento por una pasión amorosa; esta pasión es en nosotros tan natural que no nos arrepentimos sin amor de haber amado. En efecto, si un alma convertida se acuerda de haber suspirado, o bien llega a amar a Dios y lo convierte en un nuevo objeto de suspiros y de languidez, o bien detiene su recuerdo al sentir agrado por el objeto de sus ternuras pasadas. La idea de un amante no le será nunca arrebatada por el miedo a la condenación, por la imagen del infierno con todos sus fuegos. Pues no es al miedo, sino sólo al amor a lo que le está permitido borrar el amor. Diré más. Una persona seriamente tocada de amor no piensa en salvarse, sino en amar, cuando se une a Dios. La salvación, que constituía el primero de sus cuidados, se confunde en el amor que no soporta otros cuidados en su espíritu, ni otros deseos en su alma, que los suyos. Y si se piensa en la eternidad en este estado, no es por temer los males con que se nos amenaza, o por esperar la gloria que se nos promete; gustamos de considerar una duración eterna sólo en vista de amar eternamente. Donde el amor ha sabido reinar una vez, no hay otra pasión que subsista por sí misma; es por él por lo que se espera y se teme; es por él por lo que se forman nuestras alegrías y nuestros dolores; la sospecha, los celos, incluso el odio, proceden insensiblemente de su fondo, y todas estas pasiones, por distintas y particulares que fuesen, no son más, si lo entendemos bien, que sus movimientos [4]. Odio a un viejo impío como a un malvado, y le desprecio como a un hombre torpe que no comprende qué le conviene. Mientras que no se ocupa sino de la Naturaleza, combate su última inclinación hacia Dios, y niega a aquélla el último placer que le pide [5]. Se ha abandonado a sus movimientos en tanto estos han sido viciosos; se opone a su placer, tan pronto como éste se convierte en una virtud. «Todas las virtudes, se dice, se pierden en el cielo, excepto la caridad, es decir, el amor»; de suerte que Dios, que nos lo conserva en el cielo, no quiere que nos deshagamos de él nunca durante la vida.

SOBRE LA MORAL DE EPICURO

A la moderna Leontium

Queréis saber si he sido yo quien ha compuesto esas Réflexions sur la doctrine d’Epicure que me son atribuidas; podría honrarme de ello, pero no gusto de otorgarme un mérito que no tengo, y os diré ingenuamente que no son mías. Obtengo un gran perjuicio de esos pequeños tratados que se imprimen con mi nombre. Los hay que están bien compuestos pero que yo no reconozco, pues no me pertenecen; y entre las cosas mías, se han mezclado muchas tonterías que no me tomo la molestia de negar haber escrito. A mi edad, una hora de vida bien aprovechada es más importante para mí que el interés por una mediocre reputación. ¡Cuán difícil es deshacerse del amor propio! Yo lo abandono en tanto que escritor, lo retomo como filósofo, al sentir un placer secreto que debe ser desatendido, por el cual se preocupan los demás.

La palabra placer me recuerda a Epicuro; y confieso que de todas las opiniones de los filósofos tocantes al soberano bien, no hay ninguna que me parezca tan razonable como la suya. Sería inútil traer aquí las razones cien veces repetidas por los epicúreos: que el amor por el placer y la huida del dolor son los primeros y más naturales movimientos que se observan en los hombres; que las riquezas, el poder, los honores, la virtud, pueden contribuir a nuestra felicidad, pero que el solo gozo del placer, la voluptuosidad, por decirlo todo, es el verdadero fin al que se remiten todas nuestras acciones. Es algo bastante claro por sí mismo, y estoy plenamente convencido de ello. Sin embargo, no conozco bien qué era el placer según Epicuro, pues nunca he visto opiniones tan diversas como las que se han tenido sobre las costumbres de este filósofo. Hay filósofos, e incluso discípulos suyos, que han clamado contra él como contra un sensual y un perezoso que tan sólo salía de su ociosidad para entregarse al desenfreno. Todas las sectas [6] se han opuesto a la suya; los magistrados han considerado su doctrina como perniciosa para el público; Cicerón, tan justo y tan sabio en sus opiniones, Plutarco, tan estimado por sus juicios, no le han sido favorables [7]; y por lo que respecta a los cristianos, los Padres le han hecho pasar por el más grande y por el más peligroso de todos los impíos. Estos son sus enemigos; pasemos a sus partidarios.

Metrodoro, Hermaco, Meneceo y muchos otros que filosofaban con él han sentido tanta veneración como amistad por su persona. Diógenes Laercio [8] no ha podido escribir su vida de manera más ventajosa a su reputación. Lucrecio le ha adorado; Séneca, aun siendo totalmente enemigo de su secta, ha hablado de él elogiosamente. Si ha habido ciudades que le han execrado, otras le han erigido estatuas. Y, entre los cristianos, si los Padres han clamado contra él, Gassendi y Bernier le justifican.

Entre todas estas autoridades, opuestas unas a otras, ¿qué medio hay de decidir? ¿Diré que Epicuro es un corruptor de las buenas costumbres, dando fe a un filósofo envidioso [9], o a un discípulo descontento [10], que habría podido dejarse llevar por el resentimiento debido a alguna injuria? Por lo demás, dado que Epicuro ha querido arruinar la opinión que se tenía de la Providencia y de la inmortalidad del alma, ¿no puedo convencerme de que el mundo se ha levantado contra una doctrina escandalosa, y de que la vida del filósofo ha sido atacada para desacreditar más fácilmente sus opiniones? Pero si me cuesta creer lo que sus enemigos y quienes le han envidiado han publicado sobre él, tampoco creeré fácilmente lo que osan decir sus partidarios. No creo que haya querido introducir una voluptuosidad más dura que la virtud de los estoicos [11]. Este celo por la austeridad me parece extravagante en un filósofo voluptuoso, se examine como se examine su voluptuosidad. ¡Bonito secreto el de clamar contra una virtud que arrebata el sentimiento al sabio para establecer una voluptuosidad que no soporta movimiento alguno! El sabio de los estoicos es un virtuoso insensible; el de los epicúreos es un voluptuoso inmóvil. El primero es en los dolores, sin dolores; el segundo gusta de un placer sin placer. ¿Qué motivo tendría un filósofo que no creía en la inmortalidad del alma para mortificar sus sentidos? ¿Por qué establecer un divorcio entre dos partes compuestas de la misma materia, las cuales deberían encontrar un beneficio en el concierto y la unión de sus placeres? Yo perdono a nuestros religiosos la triste singularidad de no comer más que hierbas con la vista puesta en adquirir con ello una felicidad eterna; pero que un filósofo que no conoce otros bienes que los de este mundo, que el doctor de la voluptuosidad se haga una dieta de pan y agua para llegar a la soberana felicidad de la vida, es algo que mi poca inteligencia no comprende.

Me asombra que no se sitúe en la muerte la voluptuosidad de un Epicuro semejante, pues, si se considera la miseria de su vida, su soberano bien debía estar en terminarla. Creedme, si Horacio y Petronio [12] se la hubiesen figurado como es pintada, no le habrían tomado por maestro en la ciencia de los placeres. La piedad por los dioses que se le atribuye no es menos ridícula que la mortificación de los sentidos. Esos dioses ociosos, en los cuales no veía nada que esperar o que temer, esos dioses impotentes, no merecían la fatiga que acarrea su culto. Y que no se me diga que iba al templo por miedo a llamar la atención de los magistrados y de escandalizar a los ciudadanos. Pues les habría escandalizado mucho menos por no asistir a los sacrificios de lo que les chocó mediante unos escritos que destruían a los dioses establecidos en el mundo, o que cuando menos arruinaban la confianza que se tenía en su protección.

¿Pero qué opinión, se me dirá, tenéis vos de Epicuro? No creéis ni a sus amigos, ni a sus enemigos, ni a sus adversarios, ni a sus partidarios; ¿cuál puede ser el juicio que os hacéis de él? Pienso que Epicuro fue un filósofo muy sabio, que, según el tiempo y la ocasión, amaba la voluptuosidad en reposo o la voluptuosidad en movimiento; y de esta diferencia en la voluptuosidad procede la de la reputación que ha tenido. Timócrates y sus otros enemigos le han atacado por los placeres sensuales; quienes le han defendido tan sólo han hablado de su voluptuosidad espiritual. Cuando los primeros le han acusado del gasto que hacía en sus comidas, estoy convencido de que la acusación estaba bien fundada; cuando los otros han hecho valer ese pequeño trozo de queso que pedía, para hacer una comida mejor que de costumbre, creo que no les falta razón. Cuando se dice que filosofaba con Leontium, se dice la verdad; cuando se sostiene que se divertía con ella, no se miente. «Hay un tiempo para reír y otro para llorar», dice Salomón; hay un tiempo para la sobriedad y un tiempo para la sensualidad, según Epicuro. Además de esto, ¿acaso un hombre voluptuoso lo es durante toda su vida? En la religión, el más libertino se convierte a veces en el más devoto; en el estudio de la sabiduría, el más indulgente con los placeres se convierte a veces en el más austero. En cuanto a mí, considero a Epicuro de manera diferente en la juventud y la salud que en la vejez y la enfermedad.

La indolencia y la tranquilidad, esa felicidad de los enfermos y de los perezosos, no ha podido ser mejor expresada de lo que lo ha sido en sus escritos; el placer sensual no es peor explicado en ese pasaje formal que Cicerón alega expresamente [13]. Sé que nada que pueda destruirle, o que sirva para eludirle, es olvidado; ¿pero pueden compararse algunas conjeturas con el testimonio de Cicerón, que tantos conocimientos tenía de los filósofos griegos y de su filosofía? Más valdría cargar sobre la inconstancia de la naturaleza humana la desigualdad de nuestro espíritu. ¿Dónde hay un hombre tan uniforme que no muestre contrariedad en sus discursos y sus acciones? Salomón merece el nombre de sabio al menos tanto como Epicuro, y también él se desmiente en sus opiniones y su conducta. Montaigne, siendo aún joven, ha creído que era preciso pensar eternamente en la muerte para prepararse para ella; al acercarse su vejez, canta, dice, su palinodia, pues quiere que nos dejemos conducir suavemente a la Naturaleza, que nos enseñará a morir [14].

El señor Bernier [15], ese gran partidario de Epicuro, reconoce hoy que «después de haber filosofado durante cincuenta años, duda de las cosas que había creído más seguras» [16]. Todos los objetos muestran caras diferentes, y el espíritu que está en un movimiento continuo las considera de manera diferente según cómo se vuelva a ellas, de suerte que no tenemos, por hablar así, más que nuevos aspectos cuando pensamos tener nuevos conocimientos. Por lo demás, la edad trae grandes cambios a nuestro humor, y del cambio del humor procede muy a menudo el de las opiniones; añádase que los placeres de los sentidos a veces hacen que despreciemos las satisfacciones del espíritu, por demasiado secas y demasiado desnudas, y que las satisfacciones del espíritu, delicadas y refinadas, hacen despreciar a su vez los placeres de los sentidos por groseros. Así, no debe asombrarnos que, en una diversidad tan grande de puntos de vista y de opiniones, Epicuro, que ha escrito más que cualquier otro filósofo, haya tratado de manera diferente la misma cosa según pueda haberla pensado o sentido de manera diferente. ¿Qué necesidad hay de este razonamiento general para mostrar que ha podido ser sensible a todo tipo de placeres? Que se le considere en su comercio con las mujeres, y no se creerá que haya pasado tanto tiempo con Leontium y con Temiste no haciendo otra cosa que filosofar. Mas si ha amado, como voluptuoso, el gozo, se ha ordenado como un hombre sabio. Indulgente con los movimientos de la Naturaleza, contrario a los esfuerzos; al no tomar siempre a la castidad por una virtud, al contar siempre a la lujuria entre los vicios, quiso que la sobriedad fuese una economía del apetito, y que la comida que se hacía no pudiese nunca dañar a quien debía [de otro modo] dañar: sic praesentibus voluptatibus utaris ut futuris non noceas [17]. Desembarazaba a los placeres de la inquietud que les precede, y del disgusto que les sigue. Cuando cayó en la debilidad y el dolor, puso el soberano bien en la indolencia, sabiamente, en mi opinión, debido a la condición en que se encontraba; pues el cese del dolor es la felicidad de quienes sufren. En cuanto a la tranquilidad del ánimo, que formaba la otra parte de su felicidad, no es más que una simple exención de malestar; mas quien ya no puede tener movimientos agradables es feliz por poder protegerse contra las impresiones dolorosas.

Tras tantos discursos, concluyo que la indolencia y la tranquilidad debieron constituir el soberano bien de Epicuro cuando fue débil y languidecía; para un hombre que está en condiciones de poder gozar de los placeres, creo que la salud se hace sentir por sí misma mediante algo más vivo que la indolencia, al igual que una buena disposición del alma quiere algo más animado que un estado tranquilo. Vivimos en medio de una infinidad de bienes y males, disponiendo de sentidos capaces de ser tocados por los unos y zaheridos por los otros; sin tanta filosofía, un poco de razón nos hará gustar los bienes tan deliciosamente como es posible, y acomodarnos a los males tan pacientemente como podemos.

EL HOMBRE QUE QUIERE CONOCER TODAS LAS COSAS NO SE CONOCE A SÍ MISMO

No sois ya tan sociable como lo erais. El estudio tiene un no sé qué de umbrío que estropea vuestros gustos naturales, que os arrebata la soltura de ingenio, la libertad de espíritu, que exige la conservación de los gentilhombres. La meditación produce aún peores efectos sobre el trato personal; y es de temer que, meditando, perdáis con vuestros amigos lo que pensáis ganar con vos mismo.

Sé que vuestra ocupación es importante, y seria: queréis saber lo que sois, y lo que seréis un día, cuando dejéis de ser aquí. Mas decidme, os lo ruego, ¿se os puede ocurrir pensar que esos filósofos, cuyos escritos leéis con tanto cuidado, hayan encontrado eso que vos buscáis? Ellos lo han buscado como vos, señor, y lo han buscado en vano. Vuestra curiosidad es de todos los siglos, al igual que vuestras reflexiones y la incertidumbre de vuestros conocimientos. El más devoto no puede llegar al extremo de creer siempre, ni el más impío al de no creer nunca; y una de las desgracias de nuestra vida es la de no poder estar seguros naturalmente de si hay otra, o de si no la hay.

El Autor de la Naturaleza no ha querido que podamos conocer bien lo que somos; y entre deseos demasiado apremiantes de saberlo todo, nos ha reducido a la necesidad de ignorarnos a nosotros mismos. Él anima los resortes de nuestra alma, pero nos esconde el secreto admirable que los hace moverse; y este sabio obrero se reserva a sí solo la inteligencia de su obra. Nos ha puesto en medio de una infinidad de objetos otorgándonos unos sentidos capaces de ser tocados por ellos; nos ha dado un espíritu que hace un esfuerzo continuo por conocerlos. Los cielos, el sol, los astros, los elementos, toda la Naturaleza, aquel mismo de quien ella depende; todo está sujeto a su especulación, si no lo está a su conocimiento. Mas, ¿padecemos el más mínimo dolor? nuestras bonitas especulaciones se desvanecen; ¿nos encontramos en peligro de muerte? hay poca gente que dejaría de entregar los beneficios y las pretensiones del espíritu a cambio de la conservación de esta parte baja y grosera, de este cuerpo terrestre, del que los especulativos hacen tan poco caso.

Vuelvo a una opinión que no aprobaréis, y que yo creo, sin embargo, bastante verdadera: nunca hombre alguno ha sido convencido por su razón de que el alma sea ciertamente inmortal, ni de que se aniquile efectivamente con el cuerpo.

Nadie duda de que Sócrates haya creído en la inmortalidad del alma: su historia lo atestigua, y las opiniones que Platón le atribuye parecen asegurarnos de ello. Pero Sócrates mismo no nos lo asegura, pues cuando se encuentra delante de sus jueces, habla de ella como un hombre que la desea, y trata de la aniquilación como un filósofo que no la teme.

Esta es, señor, la bonita seguridad que nos da Sócrates de la eternidad de nuestros espíritus; veamos qué certeza nos dará Epicuro de su aniquilación.

Todo es cuerpo para Epicuro: alma, espíritu, inteligencia; todo es materia, todo se corrompe, todo termina. Mas, ¿acaso no desmiente, en su muerte, las máximas que ha enseñado durante su vida? La posteridad le seduce; su memoria se le hace valiosa; le halaga ganarse una reputación con sus escritos, que encomienda a su discípulo Hérmaco. Su espíritu, que tanto se había comprometido con la opinión del aniquilamiento, es tocado por cierto cariño hacia sí mismo, y se reserva honores y placeres para otro estado distinto del que va a abandonar.

¿De dónde pensáis que proceden las contradicciones de Aristóteles y de Séneca sobre este asunto, sino de la incertidumbre de una opinión, que no pudieron fijar, acerca de una materia que es la que más interesa y la más obscura para el conocimiento? ¿De dónde procede esta variación tan común? De que son perturbados por las ideas de una muerte presente y de una vida futura. Su alma, incierta de sí, establece o arruina las opiniones a medida que es seducida por las diversas apariencias de la verdad.

Salomón, que fue el más grande de los reyes y el más sabio de los hombres, proporciona a los impíos con qué mantener sus errores, e instruye a las gentes de bien sobre cómo permanecer firmes en el amor de la verdad. Si hay alguien que ha debido estar exento de error, de dudas, de fluctuaciones, este ha sido Salomón. Sin embargo, vemos, a través de la desigualdad de su conducta, que se ha cansado de la sabiduría, que se ha cansado de su locura; que sus virtudes y sus vicios le han dado, por turnos, nuevos disgustos; que ha pensado, en ocasiones, que todas las cosas sucedían por ventura, que en ocasiones lo ha referido todo a la Providencia.

Que los filósofos, que los sabios se apliquen; se encontrarán no sólo con la alteración, sino incluso con la contrariedad de sus opiniones. A menos que la fe sujete a nuestra razón, nos pasamos la vida creyendo y no creyendo, queriendo persuadirnos y no pudiendo convencernos.

Sé bien que pueden ponerse algunos ejemplos que parecen contrarios a lo que digo: un discurso acerca de la inmortalidad del alma ha empujado a ciertos hombres a buscar la muerte para apresurar el gozo de las delicias de que se les había hablado. Mas cuando se llega a tales extremos, no es ya la razón lo que nos guía; es la pasión, que nos arrastra; no es ya el discurso lo que actúa sobre nosotros, es la vanidad de una muerte bella, que es amada, estúpidamente, más que la vida; es el hastío de los males presentes; es la esperanza de bienes futuros; una enfermedad, en fin, un furor que violenta el instinto natural y que nos saca fuera de nosostros mismos.

Creedme, señor: un alma que está tranquilamente en su punto de equilibrio no sale de él por la lectura de Platón. Tan sólo pertenece a Dios hacer mártires, y obligarnos, mediante su palabra, a abandonar la vida de que gozamos para ir al encuentro de otra que no conocemos. Querer convencerse de la inmortalidad del alma por la razón es entrar en la desconfianza de la palabra que Dios nos ha dado acerca de ella, y renunciar de alguna manera a la sola cosa por la que podemos estar seguros de ella.

¿Qué ha hecho Descartes mediante su supuesta demostración de [la existencia] de una sustancia puramente espiritual, de una sustancia que debe pensar eternamente? ¿Qué ha hecho mediante unas especulaciones tan depuradas? Ha llevado a creer que la religión no le convencía sin poder convencer, ni a él ni a los demás, mediante sus razones.

Leed, señor; pensad, meditad; encontraréis al final de vuestra lectura, de vuestros pensamientos, de vuestras meditaciones, que pertenece a la religión decidir sobre la cuestión, y a la razón, someterse.

Notas al pie

[1] Virgilio, Eneida, IV, 691-692 [«...y con la mirada perdida en lo alto buscó la luz del cielo, y gimió profundamente al encontrarla»].

[2] El lujo refinado.

[3] El divorcio entre religión y moral, claramente denunciado por todos los libertinos del XVII, es explícitamente denunciado por Saint-Évremond.

[4] En este pasaje resuena claramente la teoría de las pasiones de Spinoza, a quien Saint-Évremond ha leído detenidamente y con quien probablemente se ha encontrado en Holanda antes de establecerse definitivamente en Inglaterra.

[5] La positividad de la religión quedaría reducida para Saint-Évremond a que es capaz de proporcionar algún tipo de placer.

[6] En el sentido, claro está, de escuelas filosóficas.

[7] Por ejemplo, Cicerón en las Tusculanas o en su De la naturaleza de los dioses. O, más claramente, en el De finibus, donde uno de los interlocutores propone tachar el nombre de Epicuro de la lista de los filósofos (I, VIII, 26).

[8] El capítulo sobre Epicuro de la obra de Diógenes constituye hasta los siglos XVI y XVII incluidos —más en concreto, hasta la aparición de los trabajos de Gassendi, en especial su De vita et moribus Epicuri (1649), largamente inspirada en Diógenes Laercio—, la fuente más importante, casi la única, de la que se pueden extraer noticias sobre la doctrina de Epicuro y el epicureísmo.

[9] Debe entenderse: un estoico.

[10] Se trata de Timócrates, que será citado más adelante.

[11] Referencia a Gassendi y Bernier, quienes han ido tan lejos en su pretensión de restaurar el epicureísmo y de lavar la imagen de Epicuro que han llegado a convertirle en un moralista extremadamente riguroso.

[12] Famosos epicúreos. El primero renegó del epicureísmo al final de su vida.

[13] Cf. Tusculanas, III, 18.

[14] Cf. Ensayos, I, 20 y III, 12.

[15] Discípulo de Gassendi y difusor de su filosofía, autor de un famoso Abrégé de la philosophie de Gassendi en cinco volúmenes.

[16] Cf. F. Bernier, Doutes de M. Bernier sur quelques-uns des principaux chapitres de son Abrégé de la philosophie de Gassendi, París, Michalet, 1682.

[17] Usa de los placeres presentes de manera que no perjudiques los placeres futuros. Sentencia atribuida a Epicuro.