Pedro Lomba
Durante los primeros años veinte del siglo XVII suena con fuerza en Francia una terrible e indignada voz de alarma: la corte de París se halla infestada desde finales del siglo anterior de toda suerte de «blasfemos», «licenciosos» y «ateístas». Todos ellos son rápidamente agrupados bajo la equívoca categoría de «libertinos», término peyorativo que pronto le es atribuido a todo aquel que demuestre una actitud poco respetuosa, o simplemente crítica, con la religión, las costumbres, las opiniones oficialmente establecidas y sancionadas.
Si bien es cierto que los apologistas [1] que lanzan esta voz de alarma poseen un olfato más o menos fino para descubrir las tesis en que se reconoce el libertinismo, no lo es menos que hacen de este epíteto una suerte de cajón de sastre en el que, con manga quizá demasiado ancha, introducen a gentes que en principio no parecen tener mucho en común. Se acusa de libertinismo, en primer lugar, a los miembros de la joven nobleza parisina [2], blasfema y de costumbres disolutas, agrupada en torno a los cenáculos literarios más avanzados de su tiempo y cuyo descarado comportamiento público escandaliza a memorialistas y publicistas en general. Pero también a algunos filósofos y eruditos de vida y comportamiento social irreprochables cuyo único delito parece consistir en el cuestionamiento del rígido universo religioso, político y ético —eso sí, desde una cautela que en seguida se hace sospechosa de enmascarar un ateísmo inaceptable para la época— que determina el normal transcurrir del siglo. Antoine Adam, uno de los más agudos analistas de este movimiento intelectual, prácticamente olvidado hasta bien entrado el siglo XX [3], lo ha dicho concisa pero rotundamente: en el mismo XVII se califica como «libertinos» a hombres cuyo único punto en común es su apuesta por la independencia y la libertad, aunque hagan de ellas un uso totalmente diferente [4].
Esta amalgama de personajes heterogéneos bajo la misma y única rúbrica de «libertinismo», la cual es utilizada indistintamente en el medio cultural francés desde la primera mitad del siglo por los apologistas de la fe y de la tradición intelectual cristiana —aunque quienes se convierten en objeto de sus ataques prefieren denominarse a sí mismos «espíritus fuertes» o «desengañados»—, ha exigido del historiador de la filosofía y de las ideas la introducción de una distinción que sirve cuando menos para arrojar alguna luz sobre este complejo fenómeno. Éste se bifurcaría en dos corrientes distintas: por una parte, se ha de distinguir a los personajes, literatos en su mayoría, que sin tapujo alguno exhiben con su comportamiento y en sus escritos una irreverencia violenta, agresiva, por lo que hace a la religión. Herederos de la gran literatura satírica francesa del XVI (sobre todo de la de François Rabelais), su espíritu se perpetúa en el llamado libertinismo, sin más, del XVIII: en la obra de Voyers d’Argens o del marqués de Sade, por poner tan sólo dos ejemplos ilustres. La categoría bajo la que han sido subsumidos por la crítica más reciente es la de «libertinismo escandaloso» o «libertinismo de las costumbres»[5]. Pero, por otra parte, se debe distinguir de ellos a determinados autores que, cultivando géneros literarios más propios de la tradición filosófica (el Diálogo, la Apología, el Tratado), y ajenos por completo al escándalo, a la provocación directa e incluso a la abierta difusión de las ideas que están forjando con su escritura, se consagran a una revisión crítica de ese universo intelectual, religioso, ético y político que da forma al siglo y que está claramente determinado por el cristianismo. El espíritu de estos últimos, más allá de toda duda razonable, será perpetuado por los filósofos y ensayistas de la Ilustración dieciochesca, convirtiéndose así en la verdadera semilla de la que brotará el pensamiento ilustrado francés: su labor será continuada por pensadores como Voltaire, Diderot, el barón d’Holbach o La Mettrie. Se trata de filósofos y eruditos que, sutil y secretamente, al margen por completo del ruido y del escándalo que están provocando los llamados «libertinos de las costumbres», desarrollan un tipo de «libertinismo» que va a preparar y determinar una verdadera revolución de los valores religiosos, morales y políticos: la que sólo podrá llevarse plenamente a cabo un siglo más tarde. La categoría creada por la historiografía moderna para reunir y desmarcar a estos autores de otras corrientes o comportamientos «libertinos» es la de «libertinismo erudito» [6]. Éste se presenta como un movimiento filosófico de pleno derecho cuyo estudio se ha revelado, se está revelando, como imprescindible para una plena comprensión de la gran filosofía sistemática del XVII, pues en ésta, sin ninguna duda [7], se discuten, se defienden, se critican o se fundamentan, según los casos, las grandes tesis y actitudes que definen a dicho movimiento. Algunos aspectos de la obra de autores como Descartes, Hobbes, Spinoza, Pascal o Malebranche constituyen en buena medida una suerte de diálogo secreto con determinadas tesis puestas sobre la mesa por el libertinismo erudito. A este tipo de libertinismo está consagrada la Antología que el lector tiene en sus manos.
Una vez marcada la diferencia entre el llamado «libertinismo de las costumbres» y el «libertinismo erudito», el historiador de las ideas se encuentra con una segunda dificultad: cómo definir a este último, cómo destacar los rasgos comunes que permiten reconocer a este movimiento de pensamiento. Pues el libertinismo erudito se constituye efectivamente, más que como una escuela filosófica compacta y unitaria, como un fenómeno intelectual enormemente complejo imposible de encuadrar dentro de los límites siempre nítidos de una escuela o un sistema. Lo que en principio lo define es el hecho de que se presenta a la mirada del historiador como un movimiento eminentemente crítico que se desarrolla en una variedad heterogénea de autores, y en una multiplicidad abigarrada de textos, que sólo pueden ser agrupados en una misma tradición en función de la crítica a que se entregan y de las estrategias que despliegan para llevarla a cabo. El libertinismo erudito, ciertamente, se ofrece como un conjunto de comportamientos y de temas, de topoi de tratamiento casi obligado, que van a hacer que entre en crisis, progresiva pero definitivamente, el universo orgánico de certezas que constituye la estructura cultural —o sea: la estructura ética, política y teológica— de la civilización europea del XVII [8].
Ahora bien, esta segunda dificultad en su definición es doble: por una parte, son tenidos por libertinos eruditos autores tan dispares en su inspiración, en su profesión y en su posición social como el canónigo Pierre Charron, acusado de deísmo; el bibliotecario Gabriel Naudé, quien trabaja sucesivamente para Richelieu, el cardenal Mazarino y la reina Cristina de Suecia; el escéptico François de La Mothe Le Vayer, preceptor de Luis XIV y procurador general en el Parlamento de París; los epicúreos Pierre Gassendi o Charles Marguelet de Saint-Denis, señor de Saint-Évremond, etc. Por otra, es también variopinto, o al menos eso parece en principio, el conjunto de autores a los cada libertino erudito considera como sus predecesores o como sus fuentes de inspiración más o menos directa, tanto en la antigüedad clásica y helenística como en el Renacimiento. ¿Significa esto que semejante categoría, una vez cribada de la de «libertinismo» en general, no es más que un concepto artificial, fabricado por el historiador de las ideas o de la filosofía para poner un poco de orden ahí donde el orden es imposible: dentro de un movimiento de pensamiento en el que florece un conjunto de autores que, desde convicciones y presupuestos diversos, sólo coinciden en poner en tela de juicio la doxa teológica, ética y política establecida? ¿Y acaso no es este enjuiciamiento de la doxa aquello en lo que se reconoce, sin más, toda filosofía? [9]. Más aún: dado que quienes son acusados por la apologética de ser libertinos han sido hasta hace relativamente poco tiempo considerados como autores «menores», «marginales»; dado que la historia oficial de la filosofía y de la cultura les ha prestado una atención cuando menos escasa, por no decir inexistente, ¿no se puede pensar legítimamente que la noción de «libertinismo» —y por extensión la de «libertinismo erudito»— es una categoría cuya principal utilidad es la de confinar en una suerte de albañal de la historia a determinados escritos y escritores difícilmente clasificables, difícilmente compatibles con lo que las interpretaciones al uso, clásicas, del XVII pretenden que constituye el espíritu de este siglo? Nosotros no lo creemos, pues, en primer lugar, y como esperamos indicar con estas páginas, no nos cabe ninguna duda de que la plena comprensión de la gran filosofía de este siglo exige un conocimiento profundo de este fenómeno cultural. Y, en segundo lugar, tampoco nos cabe duda alguna de que hay una manera de otorgar una unidad intrínseca, en ningún modo artificiosa, a este heterogéneo grupo de autores. Aunque sólo sea por la coincidencia de todos ellos en su decidida voluntad de someter las opiniones y las ideas recibidas —y en primer lugar las que parecen más sólidamente blindadas: las ideas éticas, políticas y religiosas que configuran la época— a una crítica libre, no sometida a ninguna forma de autoridad ajena a la propia razón, y, de una manera tal vez más particular, por la unidad de las estrategias que diseñan para desarrollar y expresar dicha crítica.
La definición del «libertinismo erudito», así pues, pasa necesariamente por la elucidación de aquella actitud, de aquel espíritu que todos han compartido y que de alguna manera especial convierte a este movimiento intelectual en una escuela de pensamiento unitaria y plenamente distinguible de otras que también florecen en la época y a las que, sobre todo, la historiografía contemporánea ha atribuido una relevancia y ha prestado una atención mucho mayores. En cualquier caso, lo que no debe ser perdido de vista en ningún momento es su heterogeneidad, la variedad de sus manifestaciones y la imposibilidad de encajar al libertinismo erudito dentro cualquier tipo de sistematicidad, pues, como en seguida veremos, uno de los rasgos que ha caracterizado a todos sus componentes es su frontal rechazo de todo orden sistemático, de toda tentación de escolasticismo, su renuncia a la construcción metafísica propia de los grandes sistemas teológicos y filosóficos. Esto es, su crítica de la razón dogmática.
Tal vez no sea inútil destacar primeramente la relación que todos ellos establecen con esa erudición que los califica, pues con ella se desmarcan de manera tajante de los usos más comunes que hasta los siglos XVI y XVII se hacen o se han hecho de la filosofía y de la cultura del pasado. Gracias a esta relación con determinadas tradiciones de pensamiento, la cultura del Renacimiento y de la antigüedad va a adquirir una fisonomía totalmente inaudita y transgresora, comenzando con ello a revelarse la unidad de intención crítica del libertinismo erudito.
Así, éste puede definirse en función de las elecciones y las omisiones que hace cuando se construye un cuerpo de fuentes. Por lo que se refiere a la antigüedad clásica, la erudición propia del libertinismo se ofrece en primer lugar como decidida voluntad de recuperación de textos, de autores, de temáticas muy concretas y determinadas: su atención y sus esfuerzos se dirigen preferentemente a la recuperación y restitución del valor de las obras de ciertos autores que hasta el momento han sido despreciados, considerados menores, o simplemente dejados de lado. Según los casos, los libertinos eruditos volverán su mirada hacia el Platón teórico de la política, el Aristóteles naturalista y defensor de la mortalidad del alma; hacia los atomistas antiguos, Epicuro, Lucrecio, Diógenes Laercio, Cicerón —el Cicerón del De natura deorum o del De divinatione, pero no el Cicerón que sintetiza y transmite las grandes tesis del estoicismo—, Plinio el Viejo; hacia Sexto Empírico, Pirrón, Plutarco, Luciano... Sin duda, esta atención particular a las tradiciones naturalistas, materialistas, o epicúreas, y escépticas, convierte a la mirada libertina hacia la antigüedad en una actitud ciertamente innovadora y heterodoxa, impensable —por abominable— en una época en la que la base de la moral común está constituida por una suerte de vago estoicismo aderezado con los principios del cristianismo.
Efectivamente, estas singulares maneras de mirar al pasado individúan al libertinismo erudito como movimiento plenamente identificable. Y lo hacen porque, en primer lugar, dicho uso de la erudición se desmarca rotundamente de los ejercicios propios de determinado humanismo renacentista, heredero del que han establecido algunos Padres de la Iglesia, según el cual la atención hacia la cultura antigua (de la que sólo parecen visibles las componentes estoicas y platonizantes o neoplatonizantes), o su recuperación para el presente, servía para vincularla al cristianismo triunfante: la cultura antigua, al menos aquella a la que se decidía prestar atención, era básicamente la que se podía considerar como el anuncio, como un antecedente de las tesis más indiscutibles del cristianismo, las cuales se habrían abierto paso en el medio pagano como a tientas, en una suerte de designio providencialista; la historia de la filosofía existiría únicamente como historia de la pia philosophia [10]. Por el contrario, el libertinismo erudito percibe en la antigüedad la expresión de una razón y de una ética perfectamente mundanas y, sobre todo, naturales.
En cuanto a la herencia renacentista que reclaman los libertinos, también es cuidadosamente seleccionada: se dejan de lado sus principales componentes místicas y religiosas, incluso las mágicas y herméticas. Lo que se privilegia, y de una manera absoluta, es el naturalismo inmanentista de autores como Pomponazzi, Giordano Bruno, Cardano o Vanini; las reflexiones políticas de Maquiavelo —esto es, la reflexión que separa decididamente a la política de la ética y de la religión—; o el escepticismo y el relativismo de autores como Montaigne. Parece claro, pues, que cuando los libertinos eruditos se vuelven hacia el pasado, remoto o inmediato, no lo hacen de una manera neutra, sin adquirir compromisos, sino que lo hacen buscando y seleccionando en él modelos morales y de vida del todo independientes de los que propone la ortodoxia religiosa cristiana. Definitivamente, el objetivo de dicha recuperación no es tanto el de descubrir o el de restituir eruditamente determinados textos —tarea ésta a la que se han entregado ya, de una manera general, los humanistas del Renacimiento—, cuanto el de encontrar y sacar a la luz ciertas fuentes que se considera permiten pensar el mundo y el lugar del hombre en él sin referencia a autoridad religiosa, eclesiástica o política alguna.
Digamos exactamente lo mismo pero de otra manera: los libertinos eruditos coinciden en que proyectan su mirada hacia el pasado buscando en éste —cada uno a su modo y haciendo sus elecciones particulares— un precioso arsenal de argumentos con los que combatir las supersticiones, los mitos, las ceremonias y las tradiciones absurdas de que según todos ellos está imbuida toda religión históricamente establecida, incluida la cristiana, y, en simbiosis con ella, el ordenamiento ético y político que legitima. Con semejante vuelta hacia el pasado se busca la creación de una suerte de nueva identidad mediante la constitución de un nuevo corpus de textos y de topoi del que extraer los elementos con los que construir una filosofía y una forma de vida laica, incluso atea en ocasiones y según los autores, que nada deba a la tradición dogmática ni a los credos religiosos contra los que se está posicionando el libertinismo erudito con sus elecciones y omisiones. El envite de esta especial erudición, por tanto, es el de encontrar los instrumentos adecuados para entablar sólidamente una polémica contra las costumbres, los valores éticos, religiosos y políticos establecidos y alzar el acta de los errores y las ilusiones humanas. Pues esta polémica y esta constatación de la persistencia y los usos del error y la ilusión será el punto crítico en el que converja este heterogéneo movimiento intelectual. La unidad de este movimiento se reconoce, pues, en que la gran variedad de «escuelas» y de «tradiciones» que se arrogan sus componentes —materialismo, escepticismo, epicureísmo, naturalismo, deísmo— le proporciona una clara unidad de intención crítica.
Así pues, y más allá de su peculiar uso de las fuentes antiguas y renacentistas, el libertinismo se reconoce básicamente en una actitud, en un trabajo crítico sobre las opiniones, las ideas, los dogmas que son moneda corriente, oficial, todo a lo largo del siglo XVII por haber sido asentados y santificados por el uso y la tradición. Y el motor de esta polémica, de este trabajo crítico y subversivo, está en una decidida voluntad de continuar, dándole nuevo impulso, el espíritu de una tradición ya antigua en la que el libertinismo va a hacer converger eclécticamente temas y desarrollos de corte epicúreo o materialista, escéptico o claramente naturalista —recuperando en primer lugar a un Aristóteles ajeno a los usos escolásticos, dogmáticos y teológicos, es decir, ajeno a la gran sistemática cristiana que se le ha apropiado, pero muy cercano del Aristóteles de las grandes escuelas naturalistas del Renacimiento, especialmente la de Padua. Dicho brevemente: el campo de batalla que configura al libertinismo erudito es el de una lucha por el establecimiento de un único plano de la realidad en el que todos los fenómenos tengan una explicación racional, en el que todo recurso a milagros, a intervenciones sobrenaturales, a manifestaciones de una Providencia transcendente, quede desechado en beneficio del análisis y la investigación de las causas naturales. Lo cual significa que si el libertinismo erudito posee una posición teórica propia y aglutinadora de la diversidad que caracteriza a sus miembros y a sus escuelas, ésta se define en función de su lucha encarnizada contra la superstición, contra los prejuicios, contra la credulidad y el fanatismo a ella asociada. No es para nada extraño, por tanto, que, a pesar de la variedad de sus manifestaciones y de las tradiciones de pensamiento que sus miembros se arrogan, haya sido percibido como la más peligrosa encarnación del ateísmo que puede concebir el siglo.
Así, el libertinismo erudito se presenta, ahora ya en general, como un movimiento en el que confluyen los más variados esfuerzos por hacer emerger una razón crítica que somete a su imperio todos los dominios del pensamiento, especialmente la teología y la filosofía recibidas, que rechaza toda regla exterior a la razón y todo principio de autoridad, propugnando una libertad filosófica sin trabas de ningún tipo, especialmente de tipo religioso. Y esta razón crítica, como no podía ser de otro modo, se proyecta sobre el campo de la moral como esfuerzo por construir una ética autónoma sin hipotecas religiosas o dogmáticas. La crítica libertina de la superstición y la credulidad se refracta en la búsqueda de una moral independiente de los mandamientos transmitidos por Moisés y ajena a la imitación de Jesucristo; en la búsqueda de una ética por completo desentendida de consideraciones sobre el pecado original, sobre la caída del hombre; ajena totalmente, en definitiva, a la tristeza, la penitencia, la mortificación de la carne [11]. El libertinismo erudito, así pues, se decanta por la fundamentación racional de una ética natural de sesgo epicúreo, naturalista o escéptico, que no puede sino dinamitar los fundamentos de la fe y de la ascética cristiana, poniendo el acento sobre una felicidad de carácter inmanente y sobre la necesidad de una vida feliz según la naturaleza y la razón crítica. Todo lo relativo al cristianismo oficialmente establecido, especialmente sus dogmas y su moral, es rechazado con un mismo gesto teórico: el objeto de la crítica libertina se define como crítica de la representación cristiana del mundo, del hombre y de Dios. La razón crítica, materialista, escéptica y erudita que caracteriza al libertinismo francés del XVII, en fin, se realiza como tenaz esfuerzo por dejar atrás, por denunciar incluso, la esfera de lo sagrado, excluyéndolo del campo de la filosofía, de la historia, de la acción y de los modos de vida de los hombres. Por ello, el reconocimiento de la naturalidad de la razón, la crítica y la denuncia de la credulidad, la superstición y el fanatismo, determinará algunos de los temas recurrentes de este movimiento: el análisis racionalista, en términos de causalidad natural, de las profecías y los milagros; la consideración «científica» de las posesiones y la brujería; la crítica radical del antropocentrismo y antropomorfismo que determinan la ética y la moral cristianas —crítica ésta que suscitará un virulento debate, principalmente, acerca de la inmortalidad del alma y la inteligencia de los animales. La radical ruptura libertina con la concepción teológica y teleológica propia del cristianismo podrá desembocar en un cierto deísmo, pero también en un ateísmo materialista, o en un escepticismo radical capaz de enfrentarse a cualquier edificio dogmático que se le ponga por delante. De la variedad de escuelas que se arroga, por tanto, a la unidad de la intención crítica libertina, y de ésta a la variedad de las posiciones teóricas concretas de los integrantes de este complejo fenómeno.
Ahora bien, esta confianza libertina en los poderes de la razón natural y mundana de la que venimos hablando debe ser matizada. No se trata en absoluto de una confianza entusiasta e ilimitada: ya hemos indicado el recelo libertino hacia la sistematicidad de las grandes doctrinas, de las grandes construcciones teológicas y filosóficas, en las que se percibe una cierta continuidad con el dogmatismo, con las grandes visiones totalizantes y totalitarias que denuncian con insistencia. La razón crítica libertina se ofrece en primer lugar como renuncia a la metafísica y a las visiones totalizantes, como rechazo del dogmatismo y de las ya viejas, fatigadas y fatigosas polémicas religiosas, escolásticas; como exigencia, en fin, de un uso de la razón dentro de un horizonte humano, provisional y sobre todo natural. Lo que ya no es posible, ciertamente, es una confianza ciega, ilusa, en la amplitud de sus límites. La razón crítica libertina es escéptica y materialista en el sentido de que su divisa es la de nada aceptar que no haya sido, o que no pueda ser, probado, verificado, cribado, o que cuando menos no sea verosímil; es una razón crítica, esto es, un instrumento para el cuestionamiento de la tradición, de la autoridad, del consenso sancionado por la costumbre o por el poder.
¿Qué significa todo esto en el ámbito de la filosofía y su historia? Sencillamente, que el estudio de la emergencia de esa razón crítica e independiente que según todos los historiadores de la filosofía caracteriza a ésta en su etapa moderna, ha de pasar necesariamente por el estudio de las polémicas, de los textos y de los autores que integran este intrincado fenómeno intelectual. No cabe ninguna duda de que el libertinismo se presenta como un movimiento plenamente filosófico: como un movimiento que somete al imperio de la razón la superstición, la credulidad, los artículos de la fe, comprometiendo así, peligrosamente, a la fe misma. El libertinismo entra con fuerza, radicalmente, en un debate filosófico antiguo y omnipresente dentro de la tradición cristiana para dinamitarlo desde su interior mismo. Pero lo hace de una manera en cierto modo oblicua: lo que interesa a los autores libertinos es principalmente denunciar las variedades de la sinrazón, de la credulidad, desvelar que el mundo de creencias, opiniones, dogmas que determinan las coordenadas del cerrado universo intelectual, político y ético de la Europa del XVII está basado en la ilusión, en la inconsecuencia, en la obstinación, y también en el fanatismo, en la violencia que promociona lo falso o lo engañoso. El combate libertino, así, es un combate por hacer tabula rasa de la opinión y de las falsas convicciones. La idea misma de verdad, de una verdad absoluta y única dada de una vez por todas, independiente y ajena a las condiciones sociales, culturales, políticas e históricas, es algo a lo que se debe renunciar. Y es preciso renunciar a dicha idea de verdad precisamente desde la confianza en el poder de la razón, en un poder que es crítico y en este sentido liberador: liberador de los dogmas, de los engaños, de la ignorancia y sobre todo del uso violento que de esta ignorancia y de la credulidad a ella asociada se ha hecho a lo largo de prácticamente toda la historia por parte de las autoridades políticas y eclesiásticas. Los análisis libertinos denunciarán con fuerza la certeza que dicen poseer los supuestos detentores de la verdad; es decir, denunciarán enérgicamente la ambición, la tentación de absoluto.
Por ello, el escepticismo que recupera y asimila determinado libertinismo erudito está muy lejos de aquel otro, el fideísmo, que el cristianismo ha integrado en su ideario en determinadas fases de su historia; está muy lejos de ese escepticismo que primero somete a la razón y a sus pretensiones denunciando su arrogancia y su orgullo, para afirmar a continuación la imposibilidad en que esta razón se encuentra de alcanzar y conocer la verdad —la cual, consiguientemente, deberá ser aceptada mediante una adhesión de la voluntad, esto es, mediante un ejercicio de fe. A pesar de las declaraciones de algunos libertinos, como por ejemplo La Mothe Le Vayer, que dicen aceptar aquel fideísmo [12] —no sin ironía, ejerciendo esa cautela y esa dismulación que les caracteriza, como veremos al final de estas páginas—, semejante escepticismo pasará en seguida a ser identificado con el libertinismo y, consecuentemente, a ser combatido por los más activos apologistas de la época, como Marin Mersenne [13], con el mismo rigor con que va a ser atacado el deísmo o incluso el ateísmo. Este escepticismo libertino se hará acreedor desde el principio de las sospechas de apologistas y publicistas.
Y lo hará porque, en realidad, estas sospechas en modo alguno carecen de fundamento, al menos si se tienen en cuenta los derroteros por los que circulan quienes están haciendo que emerja esta razón crítica, erudita, materialista y escéptica. En efecto, a nadie se le escapará el hecho de que este primado de una razón que cuestiona, que sopesa, que no es una facultad de autoridad, sino de discernimiento y examen, unido a un cierto uso de la erudición, o a otro aspecto de ésta del que vamos a ocuparnos ahora, conduce naturalmente a un relativismo —a una suerte de relativismo cultural avant la lettre— que pone necesariamente en jaque a la religión establecida, revelando nítidamente su naturaleza, sus manejos, sus intenciones; o, lo que es lo mismo: la esencia de esa particular simbiosis que, como van a denunciar los libertinos, desde siempre se ha establecido entre los administradores de lo sagrado y el poder temporal.
No es sorprendente, pues, que todas estas características generales lleven como de la mano a un profundo cuestionamiento las relaciones entre teología y política, cuestionamiento que viene determinado en última instancia por un segundo aspecto de la erudición que define al libertinismo filosófico francés del XVII. Al margen de la recuperación estratégica de ciertas fuentes antiguas y renacentistas, la erudición propia del libertinismo sirve también a otro propósito: pone sobre la mesa una cantidad ingente de información, de experiencias, de datos acerca de las costumbres, los ritos y las ceremonias —esto es: las religiones y las leyes éticas y morales— de las más variadas civilizaciones que pueblan la tierra. Y esta información va a ser utilizada para otorgar una solidez nueva a su crítica de la dogmática y la ética recibidas. Este nuevo aspecto de la erudición, el cual converge claramente con el naturalismo, con el escepticismo y con el materialismo críticos de que acabamos de hablar, sirve para mostrar que los principios éticos y religiosos más contrarios, más disconformes, han sido sostenidos con iguales visos de verosimilitud en tiempos y lugares del todo diferentes. ¿Qué consecuencias puede extraer la razón crítica libertina de estas informaciones?
En esta época de descubrimientos geográficos, en la que tanto peso adquieren los relatos de viajes y los estudios comparados de las costumbres y las religiones de los diferentes pueblos, especialmente de los orientales y americanos, va a quedar definitivamente en entredicho un argumento de especial peso dentro de la apologética, dentro de la dogmática cristiana: el del «consentimiento universal» a la idea de Dios. Según este argumento, en todas las sociedades se haría presente una idea más o menos similar de la divinidad. Sin embargo, la erudición libertina va a poner esto en cuestión acumulando y sintetizando una enorme cantidad de ejemplos divergentes y contradictorios. En primer lugar, van a ser convocadas las relaciones de los viajeros para demostrar que no en todos los continentes se ha dado una idea similar de Dios: hay pueblos en Asia, en América, en Africa que no conocen representación, idea alguna de la divinidad. Esto es, la experiencia demuestra que existe lo que hasta entonces era impensable: pueblos «ateos». Pero es que, además, y en función de esa atmósfera escéptica en que respira el libertinismo, a todas las religiones y todas las costumbres convocadas les será implícitamente otorgado el mismo valor, acabando así con los privilegios de la cristiana: las religiones y las costumbres varían de una región a otra, nada hay en el mundo que no haya sido divinizado, las religiones se asientan sobre ritos y ceremonias igualmente sanguinarios y absurdos. La multiplicidad de costumbres, de leyes, de religiones, de ritos, prueba, en definitiva, su carácter humano y relativo. El espíritu escéptico de los libertinos hace imposible decretar cuál de esas religiones es la verdadera.
Estos análisis y estas comparaciones quedarán así sustanciados en otro de los rasgos que individúan al libertinismo erudito como fenómeno intelectual con identidad propia: en la negación de toda historia sagrada privilegiada y legitimadora de los ordenamientos jurídicos y políticos. Lo cual se puede decir de otra manera aún más clara: el origen, el desarrollo y los privilegios de que gozan las religiones es referido abiertamente a resortes exclusivamente humanos. Por tanto, la aparentemente inconmovible relación entre religión, ética y política que parece sustentar el universo teórico y práctico del siglo XVII es puesta seriamente en entredicho, pues si —como parecen indicar los relatos de viajes, los estudios comparatistas y la razón natural— la variedad de religiones y de leyes depende de las costumbres, del clima, etc., no queda entonces sino admitir que la religión no encuentra su fundamento fuera de este mundo, ni las leyes éticas y políticas, legitimadas tradicionalmente por la religión establecida, en un bien o en una disposición transcendentes. Ética y política, definitivamente, carecen de todo fundamento universal y sagrado; su origen y su fundamento han de ser remitidos a situaciones concretas y bien materiales: a los diferentes climas y temperamentos, a las luchas humanas por el poder, a las diversas pasiones dominantes —a los diferentes ingenia— de las diferentes colectividades que pueblan la tierra, etc.
Ética y política, así pues, encuentran su fundamento —un fundamento, claro está, ciertamente endeble si se compara con el que hasta entonces se ha supuesto y aceptado que tienen— en la humana institución de los legisladores, quedando al descubierto el hecho de que lo que realmente legitima su validez es su eficacia, su probada capacidad para mantener la paz civil, para contener las pasiones de los hombres, de la multitud, y así obligarles al cumplimiento de sus deberes. Pero no, en cualquier caso, su conformidad con una siempre supuesta voluntad divina, pues ¿cómo podría ésta adquirir tal variedad de formas según la diversidad de los lugares y los tiempos en que se expresa? Ética y política, consecuentemente, se revelan al análisis libertino como convencionales y provisionales. Al igual que la religión, la cual no podrá ya dejar de ser considerada sino como una herramienta, como un instrumento esencialmente político. Una síntesis de naturalismo y realismo político —en la estela de Maquiavelo y los teóricos de la razón de Estado— conducirá directamente a los subversivos análisis libertinos de la verdadera naturaleza del poder de los monarcas de derecho divino: toda religión revelada no es sino un medio privilegiado del poder que sirve eficazmente a la solución del problema de la obediencia y de la contención de las pasiones del pueblo; su naturaleza se agota, en el mejor de los casos, en su función de instrumento para el mantenimiento del orden y la paz civiles.
Más aún: el libertinismo erudito dará una vuelta de tuerca a esta teoría del uso de la religión construyendo toda una teoría acerca de su origen político [14]. Con ésta no sólo se reconocerá el valor de las leyes, de los cultos, de las creencias en general en su capacidad para mantener la paz y el orden civiles, sino que se tendrá a la religión y a su espectacular séquito de ritos, milagros, ceremonias y cultos, por otros tantos engaños pergeñados para conformar el imaginario, y por tanto las pasiones sociales y políticas, de un pueblo al que los libertinos consideran como esencialmente ignorante y guiado por los azares de sus pasiones y costumbres, como esencialmente preso en los engañosos poderes de la imaginación. La teoría de la impostura religiosa será central dentro del movimiento.
Estrechamente vinculada a la denuncia de la sinrazón, del poder de la ilusión, de la obstinación en lo falso y lo inverosímil, del fanatismo político y religioso a que por naturaleza tiende el pueblo, la denuncia de la impostura religiosa nos sitúa ante el aspecto tal vez más radical y peligroso del libertinismo erudito del XVII. Parece claro que el análisis crítico de las religiones y su estudio comparado ha conducido a una negación de esa simbiosis que parecía definitivamente fundada entre ética, política y religión, tan esencial para la vida civil. Y pasar de esta negación a la concepción de la religión como impostura, o, es lo mismo, a la consideración de los grandes fundadores de religiones como otros tantos impostores, parece relativamente sencillo. La religión, toda religión histórica, es pensada como una trampa tendida para satisfacer intereses no del todo limpios; como un engaño con el que la dignidad y la inteligencia —y, por tanto, la independencia ética y política— son del todo despreciadas; como instrumento para una manipulación consciente del lenguaje, del imaginario y consecuentemente de la ideología. La religión, según esta teoría, no sólo permite dar un ficticio fundamento absoluto a las leyes al constituir por su propia naturaleza —en función de su objetivación del bien y del mal, y de su amenaza de castigos o su promesa de recompensas en el más allá— un freno para las pasiones del pueblo sin cuyo doblegamiento se hace imposible la construcción de un cuerpo político, sino que es denunciada como una invención de algunos hombres más hábiles y astutos —los legisladores, pero también determinados profetas, quienes en realidad no han sido sino políticos especialmente hábiles— que han explotado la ignorancia y la credulidad del vulgo para imponer en nombre de una divinidad en la que ni siquiera ellos creen un orden político y social determinado y asentar con él un código absoluto de valores morales y de normas positivas. El ordenamiento ético y político, así pues, carece de todo fundamento divino: lo sagrado queda legitimado tan sólo como solución política; no es sino una creación humana, un instrumento, el que se ha mostrado como el más eficaz de todos, para legitimar la dominación y conseguir que ésta sea aceptada alegre, devotamente incluso, por quienes la padecen.
Estos son algunos de los temas más relevantes en cuyo tratamiento se reconoce el libertinismo erudito francés del XVII. No obstante, nos queda aún por destacar otra característica decisiva que da su verdadero tono general. Se trata esencialmente de un modo de escritura, de una actitud que viene determinada simultáneamente por las duras condiciones sociales, religiosas y políticas en que nace y se desarrolla esta escuela de pensamiento, y también por una convicción interna, propia del libertino.
No cabe ninguna duda de que el siglo XVII es un tiempo en Francia en el que la vida social, política y religiosa se organiza y vehicula a través de un Estado fuerte y autoritario que acaba de pasar, durante prácticamente los dos últimos tercios del siglo anterior, por la traumática experiencia de las guerras civiles de religión. Todo ello implica que el mundo del XVII francés se construye como un mundo orgánico, cerrado, extremadamente rígido, de certezas inconmovibles y definidas de una vez por todas cuya puesta en cuestión puede llegar a pagarse al precio de la propia vida. Así las cosas, la expresión de determinadas ideas, como las que con su escritura forjan los libertinos eruditos, debe circular subterránea, clandestinamente: estos no pueden emplear sino la máxima precaución. El libertinismo erudito se reconocerá claramente también en las estrategias que absolutamente todos sus componentes despliegan para expresar dichas ideas.
En primer lugar, la función de las fuentes antiguas y renacentistas de que se apropian es doble: éstas les permiten construirse una tradición, un arsenal de textos y de argumentos. Sobre ello hemos insistido ya de manera suficiente. Pero también les proporcionan tácticamente una suerte de máscara que les permite expresar ciertas ideas especialmente peligrosas, imposibles de afirmar en nombre propio. Un límite claro, pues, se impone a la abierta expresión de las ideas: el que viene determinado por las condiciones externas, el cual exige la cuidadosa aplicación de un principio absolutamente necesario de prudencia. De este modo, el libertino erudito se inscribe plenamente en el mundo barroco de la disimulación: niega para afirmar, oculta para mostrar, confiesa aceptar la más segura ortodoxia cristiana para inocular simultáneamente el pensamiento más libre y, por tanto, más peligroso. Por ello, la crítica libertina del cristianismo se hará siempre, o casi siempre, de manera oblicua, como por persona interpuesta: denunciando lo ilusorio, lo irracional, de las religiones paganas, de su idolatría, y de su absurdo cortejo de supersticiones, ceremonias, ritos y sacrificios. Los libertinos eruditos muy raramente dan el paso de equiparar de manera abierta al cristianismo con las religiones que critican; llegan incluso a excluir explícitamente de sus críticas a éste. Sin embargo, al lector atento no puede escapársele la verdadera naturaleza de los análisis libertinos, ni tampoco cuál es en realidad el objeto de sus ataques. Ello al menos no se le escapó al lector atento contemporáneo de los libertinos, ni tampoco, está de más decirlo, a los apologistas que los combaten [15].
Así pues, el modo de escritura libertina exige un modo de lectura atento, cuidadoso, extremadamente vigilante, pues se trata de un modo de escritura construido totalmente en función de esa cautela y esa disimulación a que se entregan los libertinos eruditos. Sus obras no sólo serán publicadas frecuentemente bajo pseudónimo, con falso pie de imprenta e indicando un falso lugar de impresión, sino que además presentarán discursos fragmentados [16], no faltará en ellas la ironía, estarán plagadas de referencias más o menos ocultas a lugares comunes, a topoi antiguos o modernos, etc. [17]. Y estarán repletas también de citas y fragmentos en lenguas reservadas a un público culto, esto es, al selecto y minoritario público al que se dirige únicamente esta escritura. Se trata, en definitiva, de una escritura cuyo primer objetivo es el de desorientar a los censores, pero también al lector ingenuo o que no pertenezca a esa reducida élite intelectual de que forma parte el libertino erudito.
Es en este punto donde convergen las presiones externas que llevan al libertino a desplegar estas estrategias de escritura con la convicción interna de que hablábamos un poco más arriba. En efecto, si la crítica libertina se desarrolla en primer lugar, como hemos indicado, como crítica de los errores populares, de la credulidad, de los prejuicios y del consiguiente fanatismo de que está imbuido el pueblo, o vulgus, como gusta de decir, la concepción que tiene de éste no podrá ser sino absolutamente peyorativa. El libertino erudito parte de la convicción de que el común de los hombres es del todo incapaz de alcanzar la verdad, de que el «populacho» vive exclusivamente entregado a sus pasiones y a los engañosos poderes de la imaginación, y, por ello, de que no es posible, pero tampoco deseable, difundir la verdad que ellos están desvelando, sino que se debe hablar de ella secretamente. Así, la disimulación y la cautela es algo que le viene impuesto al libertino por las condiciones externas, sí, pero también es algo que éste acepta por su propia convicción interna.
Por ello, su posición soporta una paradoja fuerte: siendo radicalmente revolucionario en la teoría, el pensamiento libertino se muestra claramente conservador, elitista y reservado en la práctica. Y lo hace por una suerte de realismo político: porque considera que la abierta difusión de sus ideas, o la rebelión que temen podría incitar, sólo puede conducir a la descomposición social: la revuelta de un pueblo considerado como esencialmente ignorante y estúpido, que se guía tan sólo al azar de sus pasiones y su imaginación, incapaz de grado alguno de autonomía intelectual, moral y política, nunca podría provocar, según ellos, una transformación política positiva. No es sorprendente, por tanto, que la convicción propia, interna, del libertino le empuje a mantener su crítica en su gabinete privado, o a difundirla tan sólo entre un restringido círculo de eruditos, igualmente libertinos o lo suficientemente independientes como para aceptar o cuando menos interesarse por sus argumentos, entre una minoría culta totalmente ajena y alejada de los prejuicios, la credulidad y las pasiones que caracterizan por naturaleza —tal es la convicción del libertino— a la «estúpida multitud».
Sea como sea, de lo que no puede cabernos ninguna duda ya es de que el solo abandono de esta actitud, es decir, la abierta difusión de las ideas libertinas —abandono y difusión probablemente imposibles de llevar a cabo en el siglo XVII— precipitarán el advenimiento de esa generalizada revolución intelectual, social y política que tanto han temido los libertinos y que dará su fisonomía propia al siglo de las Luces. Revolución que hará que entre definitivamente en crisis el orgánico universo axiológico, político y religioso de la civilización europea contra el que se han posicionado los libertinos eruditos franceses a través de su erudión, sus ideas, sus actitudes y su escritura.
* * *
Abrimos la presente Antología con la traducción de algunos fragmentos de la obra del padre jesuíta François Garasse (15851631), Doctrine curieuse des beaux esprits de ce temps ou prétendus tels (París, S. Chappelet, 1623), pues se trata de una de las fuentes contemporáneas del libertinismo erudito que mejor permite hacerse una idea más o menos exacta de este fenómeno intelectual. En ella, además de dar la voz de alarma sobre el relajo en las costumbres y las opiniones que vive la corte parisina, el temible y temido apologista describe de manera aproximadamente ajustada ese credo minimo libertino que tanto escandaliza a los memorialistas y publicistas franceses del XVII.
En la obra de Garasse se acusa a Pierre Charron (15411603) de ser una de las principales y más peligrosas cabezas visibles de este movimiento. El caso de Charron es cuando menos curioso: deísta convencido, canónigo encargado de la enseñanza de la teología en la ciudad de Comdom, su obra De la Sagesse (1601; segunda edición: 1604), una de las más leídas y reimprimidas durante el XVII, constituye un verdadero arsenal de temas y de argumentos que serán recurrentemente retomados en prácticamente todas las obras libertinas posteriores, dando así el tono general de lo que será el libertinismo erudito todo a lo largo del siglo. Ofrecemos una versión castellana del esencial capítulo 5 de su segunda Parte [18], en el que se hace un análisis crítico de las diferentes manifestaciones religiosas —de sus diversas ceremonias, ritos y cultos—, se denuncia después la incompatibilidad entre la práctica efectiva y la fe de los creyentes, y se concluye con la tesis eminentemente deísta según la cual se ha de anteponer la «honestidad» a cualquier credo concreto, haciéndose así un llamamiento a la tolerancia religiosa.
A continuación traducimos algunos fragmentos especialmente significativos de una obra relativamente poco conocida del escritor Gabriel Naudé (1600-1653), su Apología de todos los grandes personajes de los que falsamente se ha sospechado que eran magos. Escrita como respuesta polémica a un escrito de François Garasse —su Nouveau Jugement de ce qui a été dit pour et contre le livre de la Doctrine curieuse, en el que acusa de magia y brujería a infinidad de personajes destacados de las artes, las ciencias, la política y las letras—, el bibliotecario y erudito Naudé aprovecha la ocasión para componer un texto en el que cuestiona la tradición y la autoridad haciendo un llamamiento a la razón contra la credulidad, la superstición y la suspicacia populares ante todo lo que se sale de la norma establecida, desvelando simultáneamente su manipulación perversa por parte de las autoridades políticas y eclesiásticas [19].
En cuanto a la reflexión libertina acerca de la política, hemos seleccionado para esta Antología, en primer lugar, dos escritos del escéptico François de La Mothe Le Vayer (15881672) que ofrecemos íntegramente: De la patria y los extranjeros, perteneciente a sus Opuscules ou Petits traités (editados tardíamente, en el siglo XVIII), en el que defiende, en estos tiempos de configuración de los Estados-nación que tantas energías y tantos desvelos movilizan para la creación y el blindaje de las identidades nacionales, la riqueza que supone tanto la inmigración como la emigración para el sano desarrollo económico, político e intelectual de las naciones [20]. Y también su Tratado De la libertad y de la servidumbre, uno de los escasísimos escritos del XVII que se hace eco del importante Discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie (compuesto en el siglo XVI). En el Tratado de La Mothe se muestra a las claras ese escepticismo que critica, sopesa, que presenta con iguales visos de verosimilitud tesis contrapuestas, pero para terminar denunciando la servidumbre que acecha a los afanes políticos de los hombres [21]. Integramos a continuación en esta Antología dos capítulos del Tratado de los tres impostores, de autor anónimo y compuesto ya a finales del siglo. Y lo hacemos porque en dichos capítulos, además de afirmarse aquella teoría del uso político de la religión de que hemos hablado anteriormente, se ofrece una síntesis casi perfecta de la teoría libertina del origen político de las religiones. Estos capítulos, por lo demás, se hacen eco, con una claridad diáfana, de determinados análisis de Hobbes y también de Spinoza sobre los mecanismos antropológicos que llevan a la creación y a la aceptación de la religión. Hemos considerado que así podía resaltarse esa particular simbiosis que se establece entre algunos argumentos libertinos y ciertas tesis propias de la gran filosofía sistemática del XVII.
Tras esto, hemos querido ofrecer algún texto que mostrase el trabajo de recuperación del epicureísmo antiguo y, sobre todo, la utilización que de éste se hace para la construcción y la fundamentación de una ética y un modo de vida por completo ajenos a los propugnados por el cristianismo. Nos hemos decidido por cinco breves Tratados [22] del diplomático y militar Charles Marguelet de Saint-Denis, señor de Saint-Évremond (1613-1703). En ellos resuena con fuerza la discusión libertina de la ética y la ascética cristiana, especialmente del rigorismo de que hace gala en la época, y en Francia, el jansenismo —en la obra, por ejemplo, de Blaise Pascal.
Finalmente, cerramos la presente Antología como la hemos abierto: con la traducción de algunas páginas significativas de un autor que no pertenece al libertinismo erudito. Y lo hacemos así, precisamente, porque la obra de Pierre Bayle (16471706) muestra que a finales del XVII el libertinismo ha conseguido modificar los espíritus de alguna manera. En sus Pensamientos diversos sobre el cometa [23], en efecto, puede verse cómo el ateísmo ha dejado ya de ser algo excepcional que convierte en un monstruo sin redención posible a quien lo profesa. Bayle dedica algunos de sus parágrafos a una figura hasta entonces del todo impensable: la del ateo virtuoso. Si bien es cierto que éste es encarnado en los fragmentos que ofrecemos por Spinoza y Vanini, no lo es menos que sin la labor del libertinismo erudito del XVII la sola consideración de una virtud moral desligada de la religión, especialmente del cristianismo, habría sido por completo imposible.
Adam, A., Les libertins au XVIIe siècle, París, Buchet/Castel, 1974.
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Moreau, P.-F. (dir.), Le scepticisme au XVIe et au XVIIe siècle. Le retour des philosophies antiques à l’ âge classique, París, Albin Michel, 2001.
Pintard, R., Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle, Ginebra-París, Slatkine, 1983 (primera edición: 1943).
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Spink, J. S., French free thought from Gassendi to Voltaire, Londres, The Athlone Press, 1960.
[1] De entre las obras de apologética que se muestran más preocupadas por la irreligión y el relajo de las costumbres que parecen asolar la Francia de la primera mitad del XVII deben destacarse dos: la Doctrine curieuse des beaux esprits de ce temps ou prétendus tels, del padre François Garasse (y de la que ofrecemos en esta Antología algunos fragmentos a nuestro juicio especialmente significativos), y las famosas Quaestiones in Genesim in quibus, Athei & Deistae impugnantur & expugnantur, del padre Marin Mersenne. Ambas fueron publicadas en París el mismo año de 1623.
[2] Encabezados por el poeta Théophile de Viau, a dicha nobleza pertenecen, por ejemplo, el barón de Blot l’Église (autor de unas muy leídas coplas satíricas en las que se llega a hacer mofa de la persona y la divinidad de Cristo), Gaston de Orléans y su círculo, Candale, Bachaumont, etc. El modo de vida que llevan estos libertinos, y que tantas energías moviliza en su contra, ha quedado descrito en la Histoire comique de Francion, de Sorel. Por lo demás, de estos círculos nobles y libertinos ha salido, entre otros, un escrito obsceno del que se sabe que era leído con gran delectación por la reina Ana de Austria y su camarilla más íntima de amigas: el Parnasse satyrique.
[3] Una de las primeras monografías consagradas al libertinismo erudito en cuanto tal es el estudio de 1943, ya clásico, de René Pintard: Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siécle, Ginebra-París, Slatkine, 1983 (reimpresión de la primera edición).
[4] A. Adam, Les libertins au XVIIe siècle, París, Buchet/Castel, 1974, p. 7.
[5] Además de los estudios mencionados en las notas anteriores, véase Françoise Charles-Daubert: Les libertins érudits en France au XVIIe siècle, París, P.U.F., 1998.
[6] El término lo acuña René Pintard en la obra citada en la nota 3.
[7] Así lo ha subrayado insistentemente R. Pintard.
[8] Cf. Tullio Gregory, Genèse de la raison classique de Charron à Descartes, París, P.U.F., 2000, pp. 78 y ss.
[9] Preguntas como éstas, añadidas a la constatación del hecho de que «libertino» es un epíteto empleado despectivamente por los apologistas y no asumido por los aludidos —quienes, como hemos indicado, se denominan a sí mismos «espíritus fuertes»—, han llevado a Jean-Pierre Cavaillé a cuestionarse seriamente la oportunidad de semejante categoría. Paradójicamente, no obstante, lo hace en una de las más completas monografías recientes sobre el libertinismo erudito como movimiento intelectual. Cf. la introducción a su obra Dis/simulations. Jules-César Vanini, François La Mothe Le Vayer, Gabriel Naudé, Louis Machon et Torquato Acetto. Religion, morale et politique au XVIIe siècle, París, Honoré Champion, 2002, pp. 11-38.
[10] Cf. T. Gregory, Genèse de la raison classique de Charron à Descartes, op. cit., pp. 22-23.
[11] Cf. F. Charles-Daubert, Les libertins érudits en France au XVIIe siècle, op. cit., p. 30.
[12] Cf. R. Pintard, Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle, op. cit., pp. 513 y ss.
[13] El libertinismo determinará en cierta medida la posición católica respecto del escepticismo: Marin Mersenne defenderá en La Verité des Sciences que ciencia y religión están estrechamente ligadas, pues ambas se refieren a, y defienden la existencia de, una verdad absoluta y única.
[14] Esta teoría, aunque constituye un tópico de tratamiento casi obligado dentro del libertinismo erudito, es desarrollada con especial intensidad en tres obras. En la de Giulio Cesare Vanini, De admirandis Naturae Reginae Deaeque mortalium arcanis libri quator, de 1616 (hay una versión castellana del Libro III: Sobre los maravillosos secretos de la Naturaleza, reina y diosa de los mortales, trad. de Fernando Bahr, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2007), en el anónimo y virulento Theophrastus redivivus (hay una edición crítica, sin traducción, al cuidado de G. Canziani y G. Paganini, en dos volúmenes, Florencia, 1981), y en las Considérations politiques sur les coups d’Etat de Gabriel Naudé (existe una edición castellana a cargo de Carlos Gómez Rodríguez: Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, Madrid, Tecnos, 1998).
[15] Cf. A. Adam, Les libertins au XVIIe siècle, op. cit., pp. 13-14.
[16] Especialmente aquellas que sean compuestas bajo la forma del Diálogo, tan apreciada por el libertinismo erudito.
[17] Cf. F. Charles-Daubert, op. cit., pp. 18 y ss.
[18] Traducimos el texto de la siguiente edición: Pierre Charron, De la Sagesse, París, Fayard, 1984.
[19] El texto que traducimos es el editado en la Antología a cargo de Jacques Prévot, Libertins du XVIIe siècle (2 vols.), París, Gallimard, col. «La Pléiade», 2004, vol. 1, pp. 137-380. Hemos dejado de lado la obra más eminentemente política de Naudé, sus Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, por existir ya una traducción castellana, citada anteriormente en nota a pie de página.
[20] La edición utilizada aquí es la de Philippe-Joseph Salazar en su Antología: François de La Mothe Le Vayer, De la patrie et des étrangers et autres petits traités sceptiques, París, Desjonquères, 2003 (pp. 61-70).
[21] Traducimos el texto de la edición de Lionel Leforestier: François de La Mothe Le Vayer, De la liberté et la servitude, París, Gallimard, 2007.
[22] Los textos franceses que traducimos se encuentran en el vol. 2 de la Antología que ha preparado Jacques Prévot para Gallimard citada anteriormente.
[23] Ofrecemos la traducción del texto editado por Joyce y Hubert Bost: Pierre Bayle, Pensées diverses sur la comète, París, GF Flammarion, 2007 (pp. 377-384).