El 24 de marzo de 1924, cuando Paul Éluard se marchó repentinamente de París, nadie tenía la menor idea de su paradero ni de sus intenciones, aunque el inquietante título de su nuevo poemario pudo dar que pensar: Mourir de ne pas mourir («Morir de no morir»); y a los enterados, una pista más: el frontispicio era un retrato de Éluard firmado por Max Ernst. Cuando el poeta desapareció sin avisar, Ernst y él estaban bien liados en un ménage à trois con Gala, la mujer de Éluard.
Éluard suponía que, durante la guerra, en algún momento había estado a menos de un kilómetro de Ernst, concretamente, en Verdún, una de las batallas más costosas de un conflicto espantoso que no entusiasmaba a ninguno de los dos. Estuvieran o no tan cerca el uno del otro en la zona de combate, la suposición sirvió para consolidar un vínculo perdurable, basado en la conciencia de que cada uno de ellos podría haber matado al otro. Ernst se había alistado en una unidad de artillería tres semanas después del inicio de las hostilidades. Herido en combate, aunque, por suerte para él, sólo por el culatazo de un fusil y la pata trasera de un burro, posteriormente lo destinaron a un puesto de mando, donde un oficial reconoció en el joven recluta nada menos que al artista cuya obra acababa de ver en la galería de Alfred Flechtheim en Düsseldorf.
Cuando estalló la guerra, Ernst, que entonces tenía veintitrés años, comenzaba a tener cierto éxito con sus cuadros. Un año antes, en agosto de 1913, había podido pagarse un viaje de un mes a París con la venta de una pintura. Su primer contacto con todo el espectro del arte moderno lo había tenido en la exposición Sonderbund (1912), en Colonia, su ciudad natal. Era la misma exposición que había llevado a los organizadores del Armory Show de Nueva York a reconsiderar sus planes; como ellos, Ernst quedó sobrecogido por la abundancia de obras fauvistas, expresionistas y cubistas. Su zambullida en las últimas tendencias artísticas contó con la colaboración de August Macke, un expresionista que vivía en la cercana ciudad de Bonn y cuyo círculo Ernst frecuentaba. A través de Macke conoció el grupo Der Blaue Reiter de Múnich, y también a Kandinski, durante una visita del artista ruso a Colonia a principios de 1914. Ernst también estaba presente cuando Robert Delaunay y Guillaume Apollinaire visitaron a Macke en el camino de vuelta a París desde Berlín, donde las coloridas pinturas de Delaunay, que Apollinaire consideraba «órficas», se habían expuesto en la Galería Sturm. Esos encuentros intensificaron la sensación de misión que tenía Ernst, aun cuando su padre (un pintor aficionado) literalmente le gritaba por practicar esa grotesca costumbre de salpicar todo el lienzo con pintura de varios colores en lugar de decantarse por el arte figurativo.
Otro encuentro clave tuvo lugar en mayo de 1914, cuando Ernst, mientras visitaba en Colonia una exposición de arte francés, conoció a un joven que explicaba las obras a un caballero ya mayor (y bastante indignado). Lejos de ponerse agresivo y perder la mesura, el joven insistía con paciencia, aunque en vano, «con la dulzura de un monje franciscano y una pericia digna de Voltaire». Seguidamente, Ernst se presentó y trabó con Hans Arp, que había ido a Colonia a visitar a su padre, una amistad que duraría toda la vida.
Ese verano, Arp, atento a la escalada de la tensión internacional, avisó a Ernst de que las cosas no tardarían mucho en empeorar. No se equivocaba, pero sólo Arp, aprovechando uno de los últimos trenes que salieron de Alemania antes de que se cerraran las fronteras, consiguió refugiarse en la Suiza neutral. Los dos jóvenes artistas compartían el gusto y la dedicación a las tendencias artísticas más modernas, que Arp llevó consigo a Zúrich; gracias a él, dadá pudo presentarse muy pronto como sucesor de esas corrientes.
Mientras tanto, Ernst aguantaba en el frente, y hacía lo posible por mantenerse al tanto de lo que ocurría en el mundo del arte. Tenía una informante de confianza en Luise Straus, dos años menor que él y también nacida en Colonia, a quien había conocido en una clase de dibujo antes de la guerra. «Lo primero que me llamó la atención [de Max]», escribió Straus más tarde, fueron «sus ojos azules, de un brillo increíble, sus corbatas de seda, extravagantes y de muchos colores, y su satisfacción, esa euforia incesante que tenía un toque muy infantil, pero que también reflejaba una ironía superior». Lou, como la llamaban, terminó su doctorado en historia del arte en 1917, cuando Ernst y ella ya se habían prometido. No era una perspectiva que sus respectivas familias vieran con buenos ojos; la de ella era una familia judía tradicional, y la de Ernst, otro tanto, pero católica. Después de casarse en octubre de 1918, Lou comenzó a trabajar en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia, donde en 1919 fue la comisaria de una exposición titulada «Imágenes de la guerra en las artes gráficas»; se mantuvo profesionalmente activa hasta que en junio de 1920 nació Jimmy, el primer hijo del matrimonio.
Max y Lou Ernst prosperaron en el animado mundo del arte en la Colonia de la posguerra. En palabras de Lou: «liderábamos uno de esos grupos que entonces proliferaban como hongos, con sus conferencias, conciertos, reuniones, pero sobre todo con muchas grandes ideas y pequeños escándalos». Por lo que sabemos, uno de esos escándalos tuvo que ver con la interrupción violenta, y previamente organizada, de una insulsa obra de teatro pro monárquica; los periodistas locales, indignados, denunciaron el suceso por considerarlo un síntoma de «bolchevismo literario» y «dadaísmo». El alboroto tuvo lugar en marzo de 1919, cuando a Ernst le importaba bien poco que lo acusaran de dadaísta. No fue hasta ese verano, durante una visita a Paul Klee en Múnich, cuando conoció los últimos números de Dada, llegados directamente desde Zúrich. Entre otras cosas, en la revista pudo leer que Arp, su amigo de antes de la guerra, era uno de los integrantes del movimiento, fuera lo que fuese el dadaísmo.
Durante su viaje, Ernst también conoció las pinturas inquietantes y oníricas de Giorgio de Chirico en la revista italiana Valori Plastici. Más tarde recordó: «Tuve la impresión de haber conocido algo que siempre me había resultado familiar, como cuando un déjàvu nos revela todo un campo de nuestro mundo onírico que, por medio de una especie de censura, nos hemos negado a ver o comprender.» Para Ernst, la obra del artista italiano fue, más que una influencia estilística o conceptual, un mundo alternativo que él únicamente podía explorar pintando. En años venideros, De Chirico y sus obras fueron un modelo para los surrealistas, pero si el artista italiano parecía haberse desviado bruscamente de su potencial, Ernst no cejó, y llegó a convertirse en uno de los abanderados más duraderos de lo que el surrealismo pudo ser después en el ámbito de las artes visuales. «Ya era surrealista cuando era un dadaísta», dijo Richter refiriéndose a Ernst, que alcanzó ese ideal antes incluso de que André Breton bautizara el nuevo movimiento.
Sin embargo, dadá ya existía antes de que el surrealismo se inaugurase en 1924, y la verdad es que Ernst era uno de sus defensores más incondicionales. Aunque le prohibieron entrar en Francia cuando los dadaístas patrocinaron su exposición en 1921, Ernst por fin consiguió llegar a París el año siguiente, clandestinamente y en circunstancias difíciles. También se les había adelantado con una exposición dadá en su Colonia natal. Su trayectoria permite atisbar parte de la caprichosa euforia que podía transmitir, sobre todo a los que no vivían en los centros principales del movimiento –Zúrich, Berlín, París– pero seguían con entusiasmo las noticias que llegaban con cuentagotas de esas ciudades.
A finales de 1919, Ernst ya se carteaba con frecuencia con Tzara (Zúrich), con Schwitters (Hannover) y, aunque con menos entusiasmo, con los dadaístas de Berlín. Estaba adaptando libremente sus actitudes y su jerga, llamando «pinturas merz» a algunos de sus montajes, y, en términos más amplios, daba por buena la sensación de que él y un puñado de amigos de Colonia estaban explotando el filón de dadá. Entre esos amigos cabe mencionar a Otto Freundlich, Heinrich y Angelika Hoerle y Johannes Baargeld. Los Hoerle compartían una actitud cercana a la de los hermanos Herzfeld de Berlín, para quienes el arte era un arma para la acción política. Der Ventilator, la revista de Heinrich y Angelika, publicada en seis entregas en febrero y marzo de 1919, se repartía a las puertas de las fábricas.
Ernst y sus amigos se llamaron a sí mismos W/5, apócope de Weststupidia 5 –el inglés era importante a nivel local, pues en aquel entonces Renania estaba ocupada por las fuerzas aliadas–. Si consideraban que Weststupidia era dadá, lo era en espíritu, no por el nombre. La cuestión se agudizó en noviembre, cuando una asociación de artistas a la que pertenecían organizó una exposición, pero negándose a incluir obra del grupo de Ernst. El resultado fue una exposición paralela en el mismo local, con un letrero que aclaraba:
DADÁ NO TIENE NADA EN COMÚN CON LA SOCIEDAD DE LAS ARTES
A DADÁ NO LE INTERESAN LOS PASATIEMPOS DE ESE GRUPO
FIRMADO: JOHANNES THEODORE BAARGELD, MAX ERNST
A DADÁ A LA SOCIEDAD DE LAS ARTES
En esa exposición inaugural de dadá se presentó una serie heterogénea de objetos, lo que movió a algunos participantes a retirar sus obras antes de la apertura. Fue una salva de bienvenida a algo que un periodista local decidió calificar de programa de «locura metódica», y que lo llevó a preguntarse si debía indignarse o reír. Los términos de esa indecisión tocaban una nota muy conocida en otras ciudades en las que dadá dejó su impronta.
Hubo alguien que rió, aunque sin tomárselo a broma, cuando asistió a esa última manifestación dadaísta: la artista y mecenas neoyorquina Katherine Dreier, que visitó Colonia en su viaje por Europa. Conocedora de la obra de Duchamp, Man Ray y Picabia, supo apreciar, y no poco, el trabajo de Ernst y sus compinches, e intentó que la exposición viajase a los Estados Unidos para presentarla en Société Anonyme. Por desgracia, las autoridades británicas que ocupaban Renania no lo permitieron, y como ocurrió también con los berlineses después de la Dada-Messe, los norteamericanos nunca llegaron a ver el dadaísmo berlinés como un trabajo de equipo.
La iniciativa de dadá en Colonia se benefició de la llegada de Hans Arp, que pasó diez días en la ciudad en febrero de 1920, poco después de que Tzara se instalase en París. Es probable que la introducción de la perspectiva –zuriquesa– de Arp fortaleciera la sensación instintiva de Ernst en lo tocante a mantener las distancias con Berlín. En una carta a Tzara del 17 de febrero, se refirió a los berlineses llamándolos «falsificaciones de dadá». Para Ernst, eran «genuinamente alemanes», en el sentido de que «los intelectuales alemanes no pueden cagar ni mear sin ideologías». (Un ejemplo divertido de ese espíritu irreverente lo debemos a Vera Broïdo, una de las amantes de Raoul Hausmann. «Un día, Baader y Hausmann salieron a pasear con un amigo escritor, y éste se detuvo cerca de un árbol a orinar. Viendo que los otros dos seguían andando, se molestó y dijo, mientras seguía meando, que tendrían que hacer lo mismo. Actitud típica de los dadaístas de Berlín en lo que atañe a su arte.»)
Ernst también tomó nota de la creciente ideologización de sus colegas de Colonia; los Hoerle se separaron de dadá en abril para formar su propio grupo, al que llamaron Stupid. «Nos hemos apartado de toda anarquía de signo individualista», declararon, y manifestaron su deseo de «ser la voz del pueblo». En consecuencia, concluyeron: «Rechazamos las supuestas payasadas anti-clase media de dadá, que sólo han servido para divertir a la clase media.»
No se equivocaban en cuanto a las raíces burguesas de dadá, aunque la verdad es que la clase media difícilmente se divertía. En todas partes, la reacción burguesa a dadá se resumió en el título del artículo que Raoul Hausmann publicó en Der Dada 2 en febrero de 1919, «Der deutsche Spiesser ärgert sich», que podría traducirse como «El burgués alemán se cabrea». En lo que respecta a Ernst, su ira era existencial, no política. «Una guerra demente y horripilante nos quitó cinco años de nuestra vida», recordó en 1958. «Todo lo que se nos había concedido como un derecho genuino y hermoso, cayó en un abismo vergonzoso y absurdo. En aquella época se suponía que mis obras no gustaban a nadie; se suponía que hacían aullar al público.» Y vaya si aullaba, no sólo ante las obras propiamente dichas, sino por la actitud que se expresaba en el título de la serie de litografías de Ernst, Fiat Modes Pereat Ars, «Que se haga la moda, que muera el arte».
«La exposición dadá de principios de primavera», el mayor acontecimiento dadaísta de Colonia, fue una idea que surgió cuando a Ernst y Baargeld les negaron el acceso a una muestra en el Kunstgewerbemuseum. Los artistas reaccionaron organizando su propia exposición en una taberna a la que se accedía únicamente pasando por los lavabos; allí esperaba una joven vestida con traje de comunión y recitando poemas obscenos. Como contó la prensa: «Después de pasar por una puerta que hay detrás de un edificio de un bar de Colonia, la gente tropieza con una estufa que sólo puede calificarse de vetusta. A la izquierda, una pila de sillas del bar; el arte empieza a la derecha.» El periodista que escribió esa descripción afirmó preferir lo que se veía a la izquierda. Al salir del espacio reservado a la exposición, el público «pasa junto a dos cubos de basura abiertos, repletos de cáscaras de huevos y toda clase de porquería, y no consigue decidir si eso forma parte de la exposición o si se trata de “originales naturales”». Una de las obras expuestas era una pecera que Baargeld había llenado de agua roja y en la que había metido una peluca que flotaba en la superficie y la mano de un maniquí en el fondo de esas aguas turbias.
Tras recibir denuncias por contenido pornográfico, las autoridades no tardaron nada en clausurar la muestra, pero al día siguiente, cuando se comprobó que el objeto ofensivo era el adorado Adán y Eva de Durero, que Ernst había pegado en uno de sus montajes, se levantó la prohibición. Un póster exclamaba:
¡DADÁ TRIUNFA!
REAPERTURA
DE LA EXPOSICIÓN CLAUSURADA POR LA POLICÍA
DADÁ ESTÁ A FAVOR DE LA PAZ Y EL ORDEN
Para muchos, la exposición fue un fraude. Pero los organizadores refutaron la acusación: «Dijimos claramente que era una exposición dadaísta. Dadá nunca ha afirmado tener relación alguna con el arte. No es culpa nuestra si el público confunde una cosa con otra.» Ésa era exactamente la clase de retórica que tanto daño hacía a los oídos del padre de Ernst. «Te maldigo. Nos has deshonrado», le dijo con desdén Ernst padre al hijo descarriado.
Dadá llegó oficialmente a Colonia en abril de 1920, con la exposición de principios de primavera; Baargeld pronto empezó a hacer otras cosas, y las esperanzas de Ernst de integrarse seriamente en dadá significaban poner sus miras en otra parte. Se había mantenido al corriente de la explosiva situación en París, y tras el decisivo repudio a Tzara en Le Pilhaou-Thibaou (también penoso para Hans Arp), Ernst propuso a Tzara que se encontrasen en los Alpes para lamerse las heridas y elaborar una estrategia. Para él, ese encuentro sería «una importante conferencia de los potentados». «Por favor, decídete y envíame un telegrama», le escribió, sugiriendo que el 15 de agosto era una buena fecha. «De esto depende el futuro inmediato de dadá.»
En el verano de 1921, a dadá le quedaba poco más que un futuro «inmediato». Había pasado un año desde la Dada-Messe de Berlín, e incluso en París, donde el dadaísmo no entró en el cuadro hasta la llegada de Tzara a principios de 1920, el movimiento ya pisaba en falso. De todos modos, pequeños tentáculos dadaístas ya se abrían camino hasta lugares muy remotos, de Belgrado a Tokio, pero era dadá de segunda o tercera mano, en forma de casualidad, deseo o insinuación. El fuego del principio se había extinguido, y ya pocas chispas saltaban.
Así pues, Ernst hizo bien cuando decidió llevar a dadá de vuelta a su cuna suiza, las cumbres alpinas, y nada menos que durante la tradicional temporada de vacaciones. ¿Dadá de vacaciones? Muy raro. Pero se acercaba el final, y ni siquiera los integrantes del movimiento podían no darse cuenta. Así y todo, Ernst sentía que comenzaba a ver con claridad su verdadera vocación. Para mantenerse activo, necesitaba que dadá también siguiera activo, pues lo que él, como artista, iba descubriendo no podría vivir fuera de la singular incubadora del dadaísmo.
En efecto, los objets d’art de Max Ernst eran los «objets dad’art» por antonomasia (con jueguecito de palabras incluido). Dadamax, como Ernst se llamaba a sí mismo, repobló el mundo visible con mecanismos y autómatas tomados de catálogos ilustrados del siglo XIX. La ilustración de portada para un volumen de poemas de Paul Éluard publicado en 1922 es el ejemplo perfecto de su sensibilidad dadaísta, que a través del ojo del espectador se insinúa como un extraño malestar físico. Como si la imagen de una aguja clavada en una córnea no fuese ya lo bastante inquietante, el título del libro prolonga el malestar: Répétitions. (Como solía hacer Ernst, también ese motivo tan gráfico lo tomó de una fuente anterior, a saber, del también dadaísta Johannes Baargeld y su Ojo humano y un pez, este último petrificado, que colgaba en la sala de estar de Max y Lou.) No obstante, y a pesar de su evidente y cada vez más marcada afinidad con el movimiento, Ernst estaba destinado a subirse a la balsa de dadá en el preciso momento en que empezaba a hundirse, una coincidencia que lo llevó a buscar refugio en el más increíble de todos los lugares.
Unas vacaciones en el Tirol le ofrecían la gratificación inmediata de pasar un tiempo precioso en compañía de Arp, así como la oportunidad de conocer por fin personalmente a Tzara. Por supuesto, a Lou y al pequeño Jimmy el aire de las montañas les sentaría de maravilla. Era una ocasión propicia, se mirase por donde se mirase, que produciría, entre otras cosas, montones de postales que enviar a amigos y compañeros. A manera de señuelo para Paul Éluard: «Max Ernst regalará un cuadro a cada dadaísta que venga a Tarrenz. Está aquí con su mujer y su bebé, Jimmy, el dadaísta más pequeño del mundo.»
Éluard no pudo ir a verlos al Tirol, pero la idea de un retiro en los Alpes con el artista alemán era un atractivo palpable. La exposición de Ernst en Au Sans Pareil había tenido lugar en mayo, y tras la deserción de Picabia, el alemán era la gran esperanza del movimiento. (Man Ray acababa de llegar a París y no expondría hasta diciembre.)
En cualquier caso, quien llegó hacia el final de las vacaciones no fue Éluard, sino Breton, acompañado por su nueva esposa. Ernst percibió al instante el aura de grandeza que, a manera de una capa, rodeaba a esa «presencia casi mágica», caracterizada, según parece, por una mezcla de «cortesía y presunción y una autoridad desinhibida y no disimulada». Tampoco se le escapó que Tzara y Breton no se sentían a gusto cuando estaban juntos.
Cuando llegaron los Breton, el trío formado por Arp, Tzara y Ernst ya había sacado una modesta publicación considerada el último número de Dada. Su título (sugerido por la bailarina Maja Kruscek, la novia de Tzara, que seguía en Zúrich) era todo un ejemplo de desparpajo: Dada Intirol augrandair der Sängerkrieg («Dadá en el Tirol, al aire libre de la guerra de los cantantes»), y aunque reflejaba el espíritu alegre de las vacaciones –la mayor parte de los textos estaba escrita en una vena despreocupada y absurda–, se ocupaba de responder a la ponzoñosa afirmación de Picabia en Le Pilhaou-Thibaou, a saber, que los fundadores de dadá habían sido él y Duchamp, y que Tzara, como mucho, había descubierto la palabra, cosa que también se ponía en tela de juicio, pues Huelsenbeck aparecía mencionado como cofundador. En Dada Intirol, Hans Arp colaboró con una parodia sobre la cuestión de la paternidad del movimiento, que, a pesar del tono de burla, ha influido en la memoria colectiva sobre la evolución del dadaísmo.
Declaro que Tristan Tzara descubrió la palabra DADÁ el 8 de diciembre de 1916 a las seis de la tarde; yo estaba presente con mis doce hijos cuando pronunció por primera vez esa palabra que desencadenó en nosotros un entusiasmo legítimo. El descubrimiento tuvo lugar en el Café de la Terrasse de Zúrich; yo llevaba un brioche en mi fosa nasal izquierda. Estoy convencido de que la palabra no tiene importancia alguna, y que las fechas sólo interesan a los imbéciles y a los profesores españoles. Lo que nos interesa es el espíritu dadá, y todos éramos dadaístas antes de que dadá existiera.
La prehistoria de dadá se sugería burlonamente en la fecha de publicación impresa en la revista: 16 de septiembre 1886-1921. Era, en realidad, la fecha de nacimiento de Arp, extendida hasta ese momento, cuando tenía treinta y cinco años.
El primer artículo lo firmaba Tzara: «Un amigo de Nueva York nos habla de un carterista literario; se llama Funiguy y es un célebre moralista.» Funny Guy era el nom de plume con el que Picabia firmaba en 391 muchos de sus alocados textos. En una nota aparte, Tzara fue un punto más allá en la sátira e informó a los lectores de que Funny Guy había inventado el dadaísmo en 1899, el cubismo en 1870, el futurismo en 1867 y el impresionismo en 1856 –el año del nacimiento de Freud, aunque tal vez Tzara no conocía esa coincidencia, o no dio el dato de manera deliberada.
Dada Intirol incluía un grabado de Arp y un collage de Ernst, que ocupaba el lugar de honor debajo del título (impreso patas arriba y de atrás para adelante). Se titulaba Preparación de pegamento a partir de huesos, un ejemplo magnífico de la tenebrosidad que Ernst podía plasmar de manera casi casual, con el dedo índice en el pulso de una red de arterias compleja y ultraterrena que bombeaba sueños en lugar de sangre. Werner Spies califica esa obra de «manifiesto-collage», pues en el título ya se alude a la técnica empleada. Ernst añadió muy poco a la imagen original, de por sí fascinante, una ilustración tomada de una revista médica que describía un tratamiento diatérmico. (Una fotografía del tratamiento puede verse en Foto-Auge, de 1929, un montaje de Franz Roh y Jan Tschichold, donde se yuxtapone misteriosamente a El mecánico John Heartfield, una pintura-collage de Georg Grosz.) Ernst quedó tan prendado de la imagen que la reprodujo en un cuadro de gran formato. Con sus brillantes colores, «tiene naturalmente un efecto mucho más enloquecedor que la reproducción pequeña». El cuadro fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial, pero su impacto perdura en una fotografía de Mutter Ey, galerista de Düsseldorf, y un grupo de entusiastas que posan junto al cuadro como si fuera el talismán sagrado de alguna religión misteriosa.
Max Ernst, Preparación de pegamento a partir de huesos, publicado en Dada Intirol (septiembre de 1921).
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Puesto que no podía abandonar sus obligaciones profesionales en París para reunirse con Ernst en las montañas, Éluard decidió visitarlo en Colonia, donde Gala y él pasaron una semana a principios de noviembre. Allí vieron una muestra de Man Ray organizada por Ernst, así como una exposición aparte de la obra de Ernst. La estimulante visita hizo revivir la animación que había reinado en las vacaciones tirolesas. Ese estado de ánimo se mantuvo cuando Tzara llegó en diciembre para pasar tres semanas. Pero el viaje de los Éluard a Colonia resultó estimulante también en sentidos inesperados.
Durante esa semana, Ernst y Gala sintieron las primeras punzadas de una atracción recíproca. Gala era rusa, nacida Elena Dimítrievna Diakonova en 1895, tenía la misma edad que Éluard. Gala y Paul se habían conocido en un sanatorio en Suiza cuando ambos tenían diecisiete años, y establecieron un vínculo que no se deshizo siquiera después de que regresaran a sus respectivos países. Finalmente, en 1916, Gala viajó a París, donde se instaló en casa de los padres de Éluard mientras el joven combatía en el frente; se casaron durante un corto permiso que Éluard consiguió en febrero de 1917. Hubo entre ellos un punto de contención, en diciembre, cuando Éluard dejó su puesto de ordenanza del servicio médico y se alistó en una unidad de infantería, arriesgando innecesariamente su vida en combate. Sobrevivió, y en 1918 la pareja tuvo una hija, Cécile.
Apenas se conocieron en Colonia, Ernst y Éluard se consideraron mutuamente dos almas gemelas que llevaban mucho tiempo sin verse, gracias a su reciente participación en la guerra, y cuando los Éluard volvieron a París, comenzaron a colaborar por correspondencia; el fruto de esa tarea se publicó en marzo con el título Répétitions, un poemario de Éluard con collages de Ernst. En cuanto el libro salió de la imprenta, Éluard y Gala fueron otra vez a Colonia, cargados de ejemplares, de euforia... y con los sentidos desatados.
La relación entre Ernst y Gala que había surgido en noviembre llegó precipitadamente a su punto álgido. En sus memorias, escritas veinte años después, Lou seguía furiosa por la indignidad de lo que había ocurrido y con la mujer que había sido la culpable: «Esa criatura tan chispeante, y tan poco de fiar, con su larga melena negra, unos ojos negros luminosos y vagamente orientales, huesos delicados, que, por no haber conseguido que su marido se liara conmigo para poder ella apropiarse de Ernst, finalmente decidió quedarse con los dos, y con el tierno visto bueno de Éluard.»
La impetuosidad del affaire entre Gala y Ernst fue aún más asombrosa si se tiene en cuenta que en Colonia también estaban los pequeños Cécile y Jimmy. Podría decirse que allí formaban una gran familia infeliz. Hay varios retratos de grupo de los cuatro adultos con los dos niños, y es difícil no advertir el desconcierto de Lou, la intensidad de Gala y la obsesión de Ernst. ¿Y Éluard? Como contó Tzara después: «A Éluard le gustaba el sexo en grupo. Le encantaba que sus amigos hicieran el amor con Gala mientras él miraba o participaba en la fiesta.» Y en este caso el amigo era casi un segundo Éluard. Durante esa época, Ernst pintó un retrato doble en que su cabeza y la de Éluard se funden en una sola, exactamente igual que los collages que Raoul Hausmann hacía en Berlín y en los que unía su cabeza a la de Baader, el Oberdada.
El llamamiento de dadá a acudir a los Alpes duró desde 1921 hasta el año siguiente, cuando a los primeros visitantes se sumaron los Éluard, junto con el escritor norteamericano Matthew Josephson y su esposa, Hannah. Josephson vivía en París, donde había conocido a Tzara por intermedio de Man Ray, y en la exposición de Ray en diciembre, en Au Sans Pareil, había trabado amistad con Louis Aragon. Así pues, no tardó en asistir a todos los actos dadaístas, y pasaba el tiempo en el Café Certa y otros bares frecuentados por el clan de Littérature. «Si bien esa vida en grupo tenía ciertos inconvenientes», dijo Josephson, «allí sentíamos la calidez de la camaradería. En cambio, una reunión de escritores y pintores de la vanguardia norteamericana se parecía siempre a un diálogo de sordos. Cada cual hablaba de lo suyo.»
Reunidos en el escenario alpino, Tzara y Arp previeron reanudar la publicación de Dada del año anterior, pero esas esperanzas se vieron truncadas por el sombrío estado de ánimo que emanaba del ménage à trois. Y ni siquiera los que formaban ese triángulo parecían muy felices con lo que habían montado. Era una olla exprés: Ernst, Éluard y Tzara dormían en la misma habitación, mientras Lou y el pequeño Jimmy ocupaban el dormitorio contiguo (Cécile se había quedado en París con los abuelos). «¡Nadie tiene la menor idea de lo que significa estar casado con una rusa!», le dijo Éluard a Josephson, que opinaba que mientras Ernst «se comportaba con muchísimo aplomo en una situación difícil», el «cambiante estado de ánimo de Gala» y la tensión nerviosa apenas los dejaban respirar. «Nos importa un comino lo que hacen, por supuesto, o quién se acuesta con quién», se lamentó Tzara. «Pero ¿por qué esa Gala Éluard tiene que convertirlo en semejante drama de Dostoievski? ¡Es aburrido, es insoportable, es inaudito!»
En opinión de Josephson, el único alivio fue la llegada de Hans Arp y Sophie Taeuber. Para el escritor norteamericano, Arp era «una de las compañías más encantadoras que he tenido jamás, un tipo increíblemente divertido», capaz, en un abrir y cerrar de ojos, de pasar de una seriedad monacal al payaso de cine Mack Sennett. La manera indirecta de Arp de reconocer la escapada alpina extra –e intra– conyugal consistió en declarar: «Nunca podría hacer el amor con una mujer a menos que estuviera casado con ella», y eso a pesar de su relación íntima con Sophie desde que eran muy jóvenes. (La pareja finalmente se casó más tarde ese mismo año.)
Salvo por sus precipitadas consecuencias, poco interés tendría explayarse aquí sobre las complicaciones que rodearon al triángulo Max-Gala-Paul. Si se hubiera limitado a una o dos semanas, en Colonia y en los Alpes, se habría reducido a poco más que un detalle biográfico en la vida de tres personas más conocidas por otras cosas. (Gala, por ejemplo, más tarde se casó con Salvador Dalí.) Pero no fue una aventura efímera. Un día, Lou le reprochó a su marido que maltrataba verbalmente a Gala, preguntándose, sin duda, por qué la rusa lo toleraba, pues la propia Lou seguramente no lo habría permitido. Ernst se volvió fríamente hacia ella y dijo, como dándole una bofetada: «A ti nunca te he querido tan apasionadamente como la quiero a ella.»
Ernst decidió seguir a la absorbente pareja a París, con la intención de pasar allí una semana. Lou le dijo que no volviese. Para Ernst, el problema radicaba en que no podía entrar legalmente en Francia. En una solución que añadió otra complicación más, Éluard le dejó su pasaporte. Así pues, en París Ernst fue un inmigrante ilegal, sin papeles y sin medios de vida. Una vez en la capital francesa, adoptó otro nombre falso, sólo para buscarse la vida, por ejemplo, haciendo de extra en un rodaje de Los tres mosqueteros. Al principio, su visita a París se pareció un poco a un viaje de placer y sin mayores pretensiones, pero poco después contribuyó de manera irrevocable a la disolución del movimiento que él con tantas ganas había abrazado en Colonia.
Durante un tiempo, e inmediatamente después de su llegada a París, Ernst vivió en casa de los Éluard, y eso quería decir vivir bien, pues Éluard era el hijo único de una familia acaudalada –el padre era promotor inmobiliario– y el poeta (aunque a desgana) trabajaba en la empresa familiar. El apaño no satisfacía a los padres de Éluard –desconocían el montaje sexual, pero algo se olían, por fuerza–; para ellos, Ernst era a todas luces un extranjero que vivía del cuento, beneficiándose descaradamente de la generosidad de su hijo. Cuando la situación empezó a desgastarse, Paul dio señales de estrés.
Al cabo de poco tiempo, de la chispa que tanto había animado a los tres empezó a salir más humo que fuego. Ya a principios de 1922, los amigos que visitaban a Éluard en su domicilio de las afueras de París se alarmaron al percibir el clima que reinaba en la casa. Uno de ellos escribió a Tzara sobre una cena «en la que Éluard se emborrachó tanto que daba miedo». Todos los demás estaban animados y alegres, «menos Ernst, que apenas dijo una palabra en toda la noche y miraba a Éluard con la boca cerrada y los ojos como los de una estatua de mármol»..., igual que había mirado a Lou apenas un mes antes, en los Alpes.
Por alguna razón, esa excéntrica relación duró todo el año y se prolongó el siguiente, cuando, en abril de 1923, Éluard compró una casa muy espaciosa a unos veinte kilómetros de París. En los seis meses siguientes, Ernst pintó murales en toda la casa. Más tarde, Cécile Éluard recordó, sin mucha ternura, su infancia en esa casa.
Por fuera, la casa no tenía nada especial, pero por dentro era espléndida y extraña a la vez. Cuadros surrealistas en todas las habitaciones, incluso en la mía, y en el dormitorio de mis padres, en el salón... Por todas partes. Algunos me asustaban. En el comedor, por ejemplo, había un cuadro de una mujer desnuda con las entrañas a la vista, y en colores muy vívidos. Yo entonces tenía ocho años, y esas imágenes me daban mucho mucho miedo.
No deja de sorprender esa inocente referencia al dormitorio de los padres, porque, como Gala confió más tarde a un amigo, Ernst y Éluard dormían en su cama todas las noches.
Poco después, la relación se deshizo por completo, un hecho que añadió su propia sacudida sísmica al ya deteriorado mundo de dadá. Cuando los otros dadaístas (en el momento en que el movimiento ya se iba a pique) finalmente vieron la casa de Éluard, Breton se espantó: «Supera, en horror, cualquier cosa que uno podría imaginar.» Menos de seis meses después, Éluard sorprendió a todos desapareciendo de repente, sin avisar ni dar ninguna explicación. Tres días más tarde, Simone, la esposa de Breton, comentó: «André está tristísimo, preocupado, nostálgico y más distante que nunca.» Dos semanas después, Breton reconoció que lo ocurrido había confirmado sus «preocupaciones más pesimistas», y hasta tal punto que «apenas le encuentro sentido a nada». Más afectado se sentía aún por la dedicatoria de Éluard en el libro que le había dejado: «Para simplificarlo todo, éste mi último libro está dedicado a André Breton.» Y si bien dernier livre podía significar, inocentemente, el más reciente, era difícil, tras la desaparición del autor, no percibir una sombría finalidad.
De hecho, todo el grupo estaba conmocionado. Era como si la parodia de epitafio a Éluard que había publicado Soupault en 1920 hubiera sido un presagio involuntario de lo que ahora había llegado a pasar: «Te marchaste sin decir adiós.» En su nota del autor a esa colección de «Epitafios» publicada en Littérature –nueve poemas con los nombres de nueve amigos dadaístas–, el poeta confiesa que había adoptado esa estrategia al sentir que sus versos iban perdiendo vitalidad, y que «en realidad, cada uno de los personajes que llevan esos famosos nombres es Philippe Soupault». De pronto, tras la desaparición de Éluard, la idea de un epitafio se sintió como algo más que una estratagema literaria. Todo eso ocurrió después de los legendarios «ataques de sueño», esos ejercicios de sonambulismo en escritura automática, que, aun siendo fascinantes, alteraban tanto a los participantes que Breton decidió darlos por terminados al cabo de unas semanas. El más clarividente había sido Robert Desnos (¡llegó a afirmar que recibía mensajes de la Rrose Sélavy de Duchamp!), que pensó que Éluard estaba en el Pacífico. Durante su ausencia, Éluard nunca se comunicó con ninguno de sus amigos, pero había pedido ayuda a Desnos para que le consiguiera un pasaporte falso, y quizá había avisado a su amigo sobre un posible viaje.
Entonces, ¿qué le pasó a Éluard? No cabe duda de que el triángulo doméstico acabó resultándole insostenible, pero no hay detalles sobre lo que ocurría en privado. En cambio, sí disponemos de una misiva reveladora que Éluard envió a su padre.
24 de marzo de 1924. Querido padre: Ya he tenido bastante. Me voy de viaje. Te devuelvo el negocio que montaste para mí, pero me llevo el dinero que tengo, 17.000 francos. No llames a la policía, ni a la estatal ni a detectives privados. Me cargaré al primero que vea, y eso no será nada bueno para tu reputación. Lo que quiero decirte es esto: di a todos lo mismo, que cuando llegué a París tuve una hemorragia y que ahora estoy hospitalizado, y después diles que me he ido a una clínica de Suiza. Cuida mucho de Gala y Cécile.
Ese «ya he tenido bastante» dice bastante. En sus cartas, Éluard no menciona a Ernst, pero, por supuesto, el alemán era persona non grata para los padres del poeta. Más aún les preocupó enterarse de que su nieta seguía viviendo con Gala y su amante. Discutieron, pero no puede decirse que el propio Éluard se librara: su displicente referencia a los 17.000 francos –unos treinta mil dólares de hoy– pasa por alto el hecho de que los había sacado de la caja de la empresa familiar.
Pero, claro, Éluard necesitaba ese dinero, pues había puesto rumbo a Indochina en un buque de pasajeros que hasta entonces había servido para misiones militares alemanas, concretamente en el Pacífico Sur. Paul no tardó en ponerse en contacto con Gala, con la que dispuso que se subastara su colección de arte para devolver el dinero que había robado y generar un extra suficiente para que ella se le uniera en el Lejano Oriente. ¿Y Ernst? Al final, viajó con Gala, y se encontró con Éluard en Saigón; las dos fotografías que han llegado hasta nuestros días muestran ya no un trío, sino a la pareja original franco-rusa en una, y al artista alemán, solo, en otra. Vestido con un traje blanco tropical, brilla con una intensidad tal que parece a punto de terminar él mismo todo blanco. Éluard y Gala dejaron solo a Ernst, que se dirigió a Camboya, donde visitó Angkor Wat y otros templos en ruinas que dejaron en su arte una impronta imborrable.
Seis meses después, cuando Éluard volvió a París con Gala, su reaparición fue, para sus amigos, tan escalofriante como su misteriosa partida. El poeta volvió tranquilamente a su silla del café como si acabase de fumarse un pitillo en la acera. Lo máximo que admitió fue que el viaje había sido una estupidez. «Es él, de eso no cabe duda», escribió Breton, desanimado, a un amigo. «De vacaciones, eso es todo.» En cambio, el escritor francés Pierre Naville percibió algo más trascendental. Para él, «ese número de desaparición» de Éluard era más importante que el viaje en tren que llevó a Tzara a París en 1920: «Dadá llegó en tren y desapareció en Oceanía en un vapor.»
Naville era demasiado joven para haber participado en las temporadas dadaístas parisinas, pero muy pronto se integró activamente en el surrealismo; para él, Oceanía equivalía nada menos que a las profundidades insondables del inconsciente. A Tzara le había encantado ver que dadá desencadenaba convulsivamente la «inconsciencia total» en el público suizo, pero repudió el triángulo erótico tirolés por considerarlo poco más que una tempestad emocional eslava que terminó agobiando a los que habían decidido pasar las vacaciones juntos; pero, vista la avidez y la desesperación con que el gigante Paul-Gala-Max se mantuvo en pie varios años, sólo podía sostenerlo un profundo impulso inconsciente.
Ernst se fue a vivir solo en un apartamento y dejó a Éluard y Gala en su casa de las afueras, pero siguió colaborando con el poeta. En una palabra, el poeta y el pintor siguieron unidos, tanto en el ámbito profesional como en el personal, confirmación del retrato doble que Ernst había esbozado poco después del primer encuentro.
Los momentos de incertidumbre fueron inevitables. Cuando en 1925 Éluard publicó otro de sus libros en colaboración con Ernst, Au Défaut du Silence, Ernst firmó esta dedicatoria personal:
Gala, mi pequeña Gala
Por favor, perdóname.
Te quiero más que a nada y más que nunca.
No consigo entender lo que me sucede...
Ernst acabó divorciándose de Lou y se casó con la pintora francesa Marie-Berthe Aurenche. Durante una cena en casa de Breton en 1927, Marie-Berthe hizo una referencia impertinente a Gala, que entonces estaba en Rusia visitando a sus padres después de muchos años lejos de su país natal. A Éluard no le gustó nada, y las emociones se dispararon hasta que Ernst le dio un puñetazo; Éluard cayó hacia atrás, pero la caída no tuvo mayores consecuencias. Más tarde escribió a Gala: «Se atrevió a hacer lo que nadie más había osado hacer; me golpeó, y salió impune», añadiendo, en un tono definitivo: «No volveré a ver a Max. NUNCA.» No obstante, se reconciliaron al cabo de dos años y Éluard compró varios cuadros de Ernst.
En la década de 1930, después de que Gala lo dejase por Dalí y Éluard volviese a casarse, las parejas Ernst y Éluard eran grandes amigos. No puede decirse que el poeta pudiera alguna vez quitarse a Gala de la cabeza. En 1934, la noche antes de casarse, le escribió, confesándole que le debía los momentos más hermosos de su vida: «Nada de esto es posible sin el consuelo de verte, de tu voz. Necesito tu desnudez para desear ver a otras mujeres.» Y continuó escribiéndole en ese tono hasta el final de su vida. Ella siguió siendo la chispa libidinal, en lo poético y también, aparentemente, en lo sexual.
Según se ha dicho siempre, Gala era una depredadora sexual y emocional. La artista y escritora norteamericana Dorothea Tanning, que se casó con Ernst en 1946, dijo que los ojos de Gala parecían un «cigarrillo encendido», un complemento perfecto de la evocación de Lou Ernst, cuando definió a Gala como una «criatura chispeante». Ernst había retratado esa mirada impenetrable en 1924, pero, en lugar de una frente, es un pergamino lo que sale de sus ojos, y eso le confiere más bien el aire de una esfinge.
Un último apunte sobre la seductora rusa lo debemos a Jimmy Ernst, que acabó viviendo en Nueva York (junto con su padre). Refugiado de la Segunda Guerra Mundial, Ernst hijo se encontró con Gala en una galería y se presentó. Sí, era Jimmy, el dadaísta más pequeño del mundo en aquellas vacaciones en el Tirol. A Gala se le iluminó la cara con un interés rayano en la convulsión, y el joven enseguida se olió algo. «Daba una impresión muy fuerte de ser un felino depredador», escribió luego en su autobiografía. «Era una Diana cazadora nada casta después de abatir a su presa, con un rostro y un cuerpo que intimidaban, distanciados, pero esperando siempre una sensualidad imposible de identificar.» Encontrarse con Jimmy Ernst cuando éste tenía diecinueve años fue una oportunidad que Gala no pudo resistir; tras haber tenido al padre, también quería al hijo. Fue una proposición que Jimmy supo declinar intuitivamente. «Es probable que fuese más el miedo que el resentimiento lo que me dijo cómo responder a esa invitación», reflexionó el joven, que más tarde descubrió que eran más de uno los que en Nueva York se dedicaron a apostar por las posibilidades de Gala.
En los días en que su ex amante intentaba acostarse con su hijo, la prolongada carrera de Max Ernst conocía su mejor momento, y continuó así, imparable, hasta el final de su larga vida en 1976. Ernst, como Man Ray, fue pionero de un lenguaje psicoestético en el que lo visible en la obra de arte da un secreto apretón de manos a lo que es invisible en la mente. Durante un tiempo, y en cualquier caso en París, eso se llamó dadá hasta que se transformó en surrealismo.
En la breve nota que Breton redactó para la primera exposición de Ernst en París bajo los auspicios de dadá, definió al movimiento como «la facultad maravillosa de alcanzar dos realidades muy apartadas sin abandonar el ámbito de nuestra experiencia, unirlas y conseguir que de ese contacto salte una chispa». Más de tres años después, volvió a repetir la fórmula en el primer «Manifiesto del surrealismo», tras mencionar que su fuente era la definición de la imagen poética de Pierre Reverdy:
La imagen es una pura creación de la mente.
No puede surgir de una comparación, sino de una yuxtaposición de dos realidades más o menos distantes. Y cuanto más distante y auténtica la relación entre las dos realidades yuxtapuestas, más fuerte es la imagen –y mayor será su fuerza emocional y su realidad poética.
Reverdy había publicado esa reflexión en un tipo extragrande en su revista Nord-Sud en marzo de 1918, un número que concluye con un poema de Tzara. Unos meses después, Reverdy propuso que Dada se fusionara con Nord-Sud, pero Tzara rechazó cortésmente la invitación.
Cuando Breton citó a Reverdy en nombre del surrealismo, lo que hizo fue saltar por encima de dadá. No mencionó, por ejemplo, que anteriormente lo había definido con referencia a ese modelo de la imagen como yuxtaposición de dos realidades distintas, y llegó al extremo de amañar la fecha, reconociendo que el término surrealismo derivaba de Apollinaire, «que acaba de morir». Apollinaire había fallecido más de un año antes de que Tzara llegase a París, un hecho que Breton y sus amigos habían esperado ansiosos; huelga decir que aún estaban lejos de llamarse a sí mismos surrealistas y que lo que más les entusiasmaba era la idea de integrarse en le mouvement dada.
Entonces, ¿por qué Breton manipulaba rápida y despreocupadamente la cronología? Para decirlo con palabras sencillas: el surrealismo era hijo suyo; dadá no podría serlo nunca. En 1922, con el dadaísmo parisino a punto de hundirse, pero dos años antes del manifiesto surrealista, Breton escribió: «Que nunca se diga que el dadaísmo estuvo al servicio de algún propósito que no fuera mantenernos en un estado de disponibilidad total, a partir del cual ahora nos dirigimos, con las ideas claras, hacia lo que nos llama por señas.» A pesar de la cronología engañosa citada en el manifiesto, el movimiento aún no tenía nombre, pero era evidente que competiría con dadá.
Para Breton, el surrealismo era todo lo que dadá prometía pero no podía dar por no estar a la altura de las expectativas que creaba. Él, en cambio, dirigió el espectáculo con la tenacidad de acero que ya se le conocía desde el juicio a Barrès y el Congreso de París, con la que se ganó el dudoso apodo de «pope del surrealismo». No obstante, tras su declaración de fe en la imagen, es obvio que necesitaba a Tzara y a dadá más de lo que dadá y Tzara lo necesitaban a él.
El surrealismo, tal como lo fundó Breton en 1924, estaba formado casi íntegramente por antiguos dadaístas. Aunque al principio fue para él un movimiento literario, las colaboraciones de Max Ernst y Man Ray eran tan indispensables que pronto se sumaron a la causa más artistas, entre otros, Joan Miró y Dalí. Pero ésa es otra historia, pues el surrealismo vivió muchas décadas más que dadá, como un fuego que de vez en cuando vuelve a encenderse incluso en nuestros días. No obstante, para la duradera mansión bretoniana de lo maravilloso, dadá fue el único cimiento, y como tal –bajo tierra, sin ser visible– hizo su trabajo en la oscuridad.