11. LA VIDA NUEVA

El ascenso en espiral de Dadá empezó en Zúrich en 1916, con una versión paralela en la sombra en Nueva York, y encendió puntos de luz de Berlín a París en 1920-1921, pero nunca tuvo la solidez de un movimiento como el futurismo. La deliberada estrategia de confusión y contradicción –que cambiaba también según el lugar– impidió una valoración clara del dadaísmo, y lo que prevaleció fue la ambigüedad.

Los propios dadaístas también fueron incoherentes en su propio ismo. Duchamp, por ejemplo, nunca se posicionó como dadaísta; en cambio, la competencia –el Merz de Kurt Schwitters– se consideraba comúnmente una manifestación de dadá. El llamado Club Dada de Berlín fue una filial sui géneris: a la vez que organizaba una serie de actividades públicas, dejaba libertad a sus miembros para que siguieran objetivos que podían discrepar, desde la monomanía de Baader hasta el compromiso político de Grosz y los hermanos Herzfeld. Sólo en París se intentó forjar, a partir de dadá, un colectivo disciplinado, pero fijarse un objetivo así significaba hacer caso omiso de la anarquía dadaísta, y el proyecto acabó siendo insostenible.

Dadá se propagó por sí solo, producto más de un virus artístico que de una ideología. El «microbio virgen» siguió su curso infeccioso, contagiando a decenas de individuos su animación febril, inspirando aquí y allá brotes intermitentes de actividad colectiva. La mayor parte de los contaminados agradecieron siempre ese estímulo, pero no invirtieron personalmente en dadá, y fueron pocos (Huelsenbeck y Tzara, principalmente) los que lo apostaron todo en el origen y la evolución del fenómeno.

El paso de Hans Richter de Zúrich a Berlín es sintomático del rumbo que tomaron varios dadaístas después de la guerra. Durante gran parte de la época dadá, Richter siguió atrapado en las turbulencias del expresionismo, tal como se pone de manifiesto en su serie de «retratos visionarios» de amigos, entre otros, el de Emmy Hennings, cuyo libro Gefängnis («La cárcel») Richter ilustró. En 1918, conoció en Zúrich al prestigioso compositor y pianista Ferruccio Busoni, un encuentro crucial en la medida en que hizo que sus aspiraciones cambiaran de dirección, pero poniéndolo en una senda que definió su legado y añadió otra dimensión a dadá.

Busoni estaba a favor de una nueva estética musical que superase la escala temperada del teclado para explorar el radiante mundo de los microtonos y otros sonidos que se resistían a la notación convencional. Eso no quiere decir que se decantara por las máquinas de ruidos de su colega italiano Luigi Russolo, cuyo manifiesto futurista El arte de los ruidos databa de 1913; como concertista de fama mundial, Busoni difícilmente habría apoyado la concepción que Russolo tenía de las salas de concierto, definidas como «hospitales de sonidos anémicos». No obstante, compartía la convicción de Russolo en el sentido de que «la vida moderna ya ha educado nuestro oído». Por ejemplo, Busoni sugería que, si salíamos a dar un paseo por la ciudad, nos encontraríamos rodeados por una mezcla de sonidos: líquidos que se arremolinan en cañerías y desagües, el chirrido metálico de las ruedas en los rieles del tranvía. «Disfrutamos creando orquestaciones mentales del estrépito de las persianas metálicas, de las puertas que se cierran de golpe, el barullo y el paso de las multitudes» y todos los demás sonidos de la metrópolis en plena actividad. Busoni comprendía la necesidad de organizar esos sonidos aleatorios en unidades inteligibles, pero reconocía otro principio de la organización musical, el contrapunto, y recomendó a Richter que lo aplicara en su pintura. Afortunadamente, quiso la casualidad que Tzara le presentara al artista sueco Viking Eggeling. Richter y Ekkeling no tardaron nada en hacer buenas migas, pues ambos se habían lanzado a buscar un alfabeto de la forma visible.

Para Richter, la búsqueda de un lenguaje primario formaba parte de una labor más amplia, encaminada a reformar la sociedad. Fue el cofundador, en Zúrich, del grupo de artistas Das Neue Leben («La vida nueva»), formado también por Eggeling y otros dadaístas como Arp, Taeuber y Janco. Con el tiempo, el grupo llegó a considerarse la vanguardia europea del constructivismo, una naciente iniciativa internacional de la posguerra en arte y arquitectura.

En algunos aspectos, dadá fue la condición previa para el surgimiento del constructivismo, e incluso a veces se utilizó como ingrediente, si bien siempre según las circunstancias, pues el constructivismo tenía filiaciones políticas evidentes que se desgranaban de distintas maneras de un país a otro. Podía ser un movimiento internacional, pero con raíces nacionales. En Alemania, donde aún predominaba el expresionismo, el constructivismo fue, según escribió un crítico en 1924, una reacción contra «el amorfismo y la anarquía del subjetivismo». La nueva corriente ofrecía una plataforma a los que querían «poner fin a todo sentimiento romántico y a toda vaguedad de la expresión». Incluso el aparente nihilismo de Tzara parecía útil cuando sugirió: «Hay un grandioso trabajo destructivo y negativo por hacer. Hay que barrer. Hay que limpiar.»

Como escribió Grosz en la publicación periódica G: «El dadaísmo no fue un movimiento ideológico, sino un producto orgánico que surgió como reacción a la tendencia a vivir en las nubes del llamado arte sagrado.» Un rasgo distintivo de la actitud dadaísta era bajar al arte de su pedestal, como ocurrió en Zúrich, donde Arp y Taeuber intentaron acabar con la diferencia entre las llamadas bellas artes y las artes aplicadas. Y como dijo Arp en el Almanaque Dadá (firmando con el seudónimo Alexander Partens):

En principio no se distinguía entre pintar y planchar pañuelos. La pintura se consideraba una tarea funcional, y al buen pintor se lo reconocía, por ejemplo, porque encargaba sus obras a un carpintero y le daba las instrucciones por teléfono. Ya no se trataba de cosas que se hacen para que sean vistas, sino más bien del modo en que podían llegar a tener un uso práctico para la gente.

Encargar una obra de arte por teléfono era algo por lo que más tarde se haría famoso el constructivista húngaro László Moholy-Nagy. Encargar arte por teléfono podía parecer un gesto característico de la iconoclastia de dadá, pero, en el caso de MoholyNagy, quería decir que prefería la practicidad de la técnica.

El constructivismo se gestó más o menos en la misma época que dadá. La revista De Stijl empezó a publicarse en los Países Bajos en 1917, cuando dadá iba por su segunda temporada en Zúrich. Le siguió la parisina L’Esprit Nouveau, en 1919, cuando el dadaísmo berlinés empezaba a coger el ritmo. Aunque L’Esprit Nouveau se asocia principalmente a Le Corbusier (cuyas colaboraciones en la revista se recopilaron más tarde en varios volúmenes muy influyentes), los primeros números los dirigió Paul Dermée, un antiguo dadaísta. Las dos revistas se dedicaban a limpiar los establos de Augías para liberarlos del desorden que reinaba en la sociedad y las artes contemporáneas. En toda Europa proliferaron publicaciones afines, y muchas de ellas mezclaban indiscriminadamente colaboraciones dadaístas y constructivistas; entre otras, Ma («Hoy»), revista húngara en el exilio; Merz, de Schwitters, y Mécano, publicada por Theo van Doesburg, el director de De Stijl, disfrazado con su álter ego dadaísta (I. K. Bonset). A instancias de Van Doesburg, Hans Richter lanzó una importante revista constructivista llamada G, donde la G alude directamente al término alemán Gestaltung, «forma/formación», y el cuadrado es el homenaje de Richter a El Lissitzky, codirector, con el escritor Iliá Ehrenburg, de otra influyente revista constructivista, la trilingüe Veshch/Objet/Gegenstand.

Dadá, hijo de la Gran Guerra, todavía tenía algo que aportar a la limpieza que emprendió el constructivismo una vez terminadas las hostilidades. Reconstruir un mundo en ruinas no sería nunca tarea fácil, y mucho menos en un momento en que fermentaban fuerzas políticas muy poderosas –como el nacionalsocialismo en Alemania–, decididas a atrasar el reloj para vivir en una supuesta edad de oro. El constructivismo, en cambio, hablaba de mirar hacia delante, no hacia atrás, y el desprecio de dadá por las antiguas devociones le vino como anillo al dedo.

El giro de Richter hacia el constructivismo –marcado por su encuentro con Ferruccio Busoni y su integración en Das Neue Leben– se produjo cuando Alemania se derrumbó en noviembre de 1918, una vez terminada la guerra. Richter volvió a Berlín, donde participó en la fundación de otro colectivo artístico, el Novembergruppe; cuando regresó a Zúrich, cofundó la Asociación de Artistas Radicales (en realidad, se trató de un mero cambio de nombre, pues los integrantes eran los mismos de Das Neue Leben). También tomó parte en la gran velada dadaísta del 9 de abril en la sala Kaufleuten, donde leyó «Contra Sin A favor de Dadá» antes de dirigirse a Múnich para integrarse en el recién instaurado gobierno comunista, que llegó a nombrarlo presidente del Comité para las Artes; con todo, no hay que olvidar que el Freikorps bávaro aplastó la revolución y Richter pasó varias semanas en la cárcel antes de que lo pusieran en libertad gracias a ciertos contactos familiares.

Era natural que Richter acabase en Berlín, donde se estaba forjando la fuerza de dadá como arma política. Sin embargo, más que integrarse en el Club Dada, lo que hizo fue instalarse en la finca familiar cercana a la capital, donde se le sumó Eggeling; ambos se embarcaron en la exploración del contrapunto visual como base de un idioma universal.

Los dadaístas de Berlín, que se burlaban del arte-fetiche, hablaban de sus creaciones como si fueran productos industriales. En la Feria Internacional Dadá de 1920, Heartfield y Grosz enseñaron una pancarta con la consigna: «El arte ha muerto. Lo que vive es el nuevo arte mecánico de Tatlin». Poco era lo que sabían del artista ruso Vladímir Tatlin, que, a decir verdad, no había hecho gran cosa que se pareciera a tal arte. No obstante, Tatlin sí se había apartado claramente de la pintura de caballete para empezar a producir, inspirado por una visita al estudio de Picasso antes de la guerra, relieves multimedia. Tatlin prefería los materiales sin tratar, trozos sin refinar de metal y madera, y así se anticipó al Merz de Schwitters. Fue esa inclinación a renegar de los materiales supuestamente más nobles, los preferidos de las bellas artes, lo que hizo que su obra pareciera estar vagamente dotada de cierto espíritu dadaísta.

Hacia 1920, cuando la recién fundada Unión Soviética reclutó artistas para tareas oficiales, a Tatlin ya se lo admiraba por haber dejado atrás el «arte». Cuando en Berlín se inauguró la Dada-Messe, el ruso estaba en San Petersburgo trabajando en su Monumento a la Tercera Internacional, una obra que compite en fama con la Fuente de Duchamp. El mingitorio desapareció poco después de su presentación pública; el proyecto de Tatlin era un modelo para un monumento que nunca se construyó. El escritor y crítico literario ruso Víktor Shklovski, aun cuando celebró ese proyecto «hecho de hierro, cristal y revolución», señaló: «No deja de ser extraño construir un monumento a algo que aún vive y está en pleno desarrollo.» La torre de Tatlin fue resultado de sus obligaciones profesionales, que incluían reemplazar todos los viejos monumentos zaristas con obras bolcheviques. En su calidad de director del Departamento de Artes Visuales del Narkompros (Comisariado para la Instrucción del Pueblo), y apoyándose en su larga trayectoria como artista, que se remontaba a antes de la revolución e incluso a antes de la guerra, Tatlin estuvo en el centro de los debates en torno al papel que al arte le correspondería desempeñar en la nueva sociedad soviética.

Los debates sobre el arte soviético llegaron finalmente a Occidente bajo el epígrafe general de constructivismo, pero en la Unión Soviética las cosas eran algo más complicadas. En primer lugar, el constructivismo ya existía antes de que interviniera el Estado. En los anales del movimiento, «El manifiesto realista» se identifica como el texto fundacional. Lo escribieron el escultor Naum Gabo y su hermano Antoine Pevsner, y el 5 de agosto de 1920 lo repartieron por todo Moscú, al tiempo que se celebraba una exposición al aire libre de sus «construcciones», término que describe su obra mejor que escultura, considerado antiguo. En realidad, en el manifiesto no se menciona el constructivismo; era, más bien, la bienvenida eufórica a «nuevas formas de vida, que ya han nacido y están activas», y que ese día de verano cualquier moscovita suponía que se referían a la Unión Soviética. «Hoy, el espacio y el tiempo han renacido para nosotros», proclama el manifiesto en un estilo utópico, pero no partidario. Tras una serie de ataques a las academias de arte, Gabo y Pevsner concluyen con una promesa:

Hoy es el día de los hechos.

Mañana rendiremos cuentas.

Decimos adiós al pasado, es carroña.

El futuro lo dejamos a los adivinos.

Nos quedamos con el presente.

Esas palabras tienen mucho en común con las proclamas de los dadaístas, aunque es posible que sus autores no pensaran así (ni siquiera sabían de la existencia de dadá). En cualquier caso, ni el uno ni el otro se quedaron mucho tiempo más en su país natal. Gabo se instaló en Berlín en 1922, y Pevsner en París en 1923. Los hermanos tuvieron una larga carrera sembrada de éxitos como representantes del constructivismo en Occidente.

Un augurio temprano del constructivismo soviético se remonta al día en que un grupo de estudiantes de bellas artes decoró las calles de Moscú para la celebración del 1 de mayo de 1918. La experiencia descubrió a los estudiantes un extenso campo más allá del caballete, que se abría al entorno en su conjunto, y un arte comparable a la revolución, que se nutría del gusto refinado de la vieja Academia de las Artes zarista. Los estudiantes formaron Obmoju (Sociedad de Jóvenes Artistas), que se dedicó a organizar exposiciones anuales. La muestra de 1921 influyó también fuera de Rusia gracias a las obras de Aleksandr Ródchenko. En las fotografías que se han conservado, vemos un espacio de exposición que parece un taller, con el suelo cubierto de objetos en voladizo, como caballetes y atriles para partituras, que retozaban como una cuadrilla de astronautas de la era espacial. Hay que mirar esas fotografías atentamente para ver que también había algunos cuadros en las paredes. Pero si las exploraciones de Tatlin se centraban en los materiales, a Ródchenko le interesaba el espacio. Sus construcciones se asemejan a prototipos de algo que aún había que fabricar.

En cierto sentido, el constructivismo había surgido por oposición al movimiento representado por Kandinski, el encargado de organizar el Instituto de Cultura Artística de Moscú (INKhUK), un centro de investigación financiado por el Estado. Kandinski también era profesor de la Vjutemás, la escuela de orientación industrial que a menudo se ha comparado con la Bauhaus. Kandinski había prosperado en el mundo del arte en Múnich y antes de la guerra, pero se había visto obligado a abandonar Alemania cuando estalló el conflicto y llevaba seis años viviendo en Moscú. Los artistas que encontró para la plantilla del instituto se habían formado como miembros de la vanguardia rusa antes de 1914. Apenas Kandinski ocupó su cargo, se puso en marcha una corriente contraria de artistas que protestaban contra su orientación psicológica y espiritual. Kandinski siempre buscaba milagros sinestéticos, una especie de travestismo entre sentidos y artes distintos. Al fin y al cabo, su despertar artístico se debió a la ópera Lohengrin, de Wagner, un encuentro trascendental que él convirtió en arquetipo de la interanimación artística. De ahí que encuestara a miembros del INKhUK con preguntas como a qué color se parecía el mugido de una vaca o el murmullo del viento en los pinos, y si un color dado tenía una afinidad natural por una forma geométrica concreta; preguntas que algunos consideraban irrelevantes para las necesidades de una nación que acababa de nacer.

Poco más de un año después de organizar el INKhUK, Kandinski regresó a Alemania, donde en junio de 1922 se integró en la facultad de la Bauhaus. Mientras tanto, a principios de 1921 los contrarios a sus puntos de vista ya habían formado un grupo de trabajo constructivista: Ródchenko, su pareja Varvara Stepánova, Liubov Popova, Aleksandr Vesnin y otros. «La vida constructivista es el arte del futuro», proclamó Ródchenko en una de sus consignas pedagógicas.

Los constructivistas dijeron oficialmente adiós al arte de caballete y, en lugar de arte, se dedicaron a hacer experimentos de laboratorio sobre problemas conceptuales y materiales. En nombre de la nueva sociedad, estaban dispuestos a abandonar el contaminado individualismo del arte, dedicando su capacidad a la realización productiva de «un nuevo organismo material». «Es hora de que el arte entre en la vida de manera organizada», insistía Ródchenko, decidido a acabar con todo vestigio de indulgencia decadente en el arte en cuanto prerrogativa aristocrática («Abajo con el arte como parche hermoso en la miserable vida de los ricos»). Una vez liquidado el arte aristocrático, se suponía que el talento artístico infundiría en la política una nueva salud.

Cuando la ética constructivista se propagó por toda Europa, su propuesta utópica –que el arte fuese un modo colectivo del progreso social– adquirió las características de una amistad secreta. Se comprometieron a construir una sociedad nueva y sana –una auténtica «nueva forma de vida»– otorgando un voto de confianza al talento artístico, que de una manera u otra podía redirigirse en sentido práctico para organizar la vida nueva. El lema «el arte a la producción» escalaba posiciones en la Unión Soviética, y la misma actitud racional y utilitaria inspiró a movimientos artísticos del oeste de Rusia.

Con todo, seguían discutiéndose algunas cuestiones enojosas en torno al papel del arte en la nueva sociedad. La primera era el término en sí. El contingente de vanguardia, que ya se había movido en esa dirección, declaró alegremente la guerra al arte por su tendencia a fomentar los misterios de la religión que despreciaban –arte como comercio de almas, no de producción social–; pero, por mucho que adoptaran consignas nuevas, como producción y organización, siguieron siendo «artistas». Era una carga de la que no se podían liberar por mucho que se considerasen «trabajadores», parte activa de la gran revolución del proletariado.

Cuando esos debates llegaron a Europa, donde la perspectiva de instaurar nuevas estructuras sociales se desvanecía rápidamente, lo que cuajó fue un modelo constructivista menos estridente. El dadaísmo berlinés prefiguró la ruptura dentro de sus propias filas. Heartfield, Herzfelde y Grosz fueron los ideólogos políticos del grupo, y dedicaron sus «productos» dadá al comunismo; otros, como Hausmann y Höch, utilizaron las mismas innovaciones artísticas en obras que podían ser muy críticas con la ñoña burguesía alemana, pero que no defendían un programa político. Poco después, el cisma dadaísta en Berlín tuvo serias consecuencias también para el constructivismo.

Durante 1921, cuando el debate sobre el constructivismo estaba en su punto álgido en Moscú, dadá daba sus últimos estertores en París. Tristan Tzara seguía aferrado a la tarea quijotesca de convertirlo en un nombre muy conocido en Francia, mientras que algunos de sus compañeros dadaístas presionaban para convertirse al constructivismo.

El año siguiente, cuando las últimas expectoraciones con flema y las discusiones en público acabaron con toda pretensión en el sentido de que dadá aún tenía gasolina en el depósito, el constructivismo floreció, sobre todo en Alemania. En febrero y marzo se formó un grupo constructivista en el estudio berlinés de Hans Richter, aprovechando el botín que traían los extranjeros que en ese momento llegaban a la ciudad en tropel. Un húngaro, un ruso y un holandés fueron los motores, y sus historias ofrecen un vívido cuadro de la fuerza duradera, aunque en declive, de dadá.

En ese momento, el dadaísmo ya era una corriente conocida en todas partes; a veces se la consideraba acabada, otras, en estado de hibernación. En algún momento, las proezas de dadá pudieron parecer legendarias, pero de pronto se veían cada vez más como cosa del pasado. A mitad de los años veinte, y recordando los primeros años de esa década, el escritor praguense Bedřich Václavek ponderó el lado bueno de dadá aun cuando pensara claramente que sus días de gloria habían pasado. Václavek se lamentaba de que, después de la guerra, a los checos les había faltado «una fuerte dosis de dadá», razón por la cual tuvieron que limpiar una densa maleza cultural sin la luz de la antorcha dadaísta. A medida que la iniciativa constructivista fue cobrando fuerza en toda Europa, con frecuencia se pensó que seguía las huellas de la saludable limpieza que dadá ya había llevado a cabo.

Ésa fue la novedad que, a principios de 1923, después de una temporada en Berlín, llevó a Japón el artista y dramaturgo Tomoyoshi Murayama, confirmando así a sus compatriotas de vanguardia que, en efecto, entre dadá y el constructivismo existía una relación no desdeñable. El dadaísmo no se asociaba solamente con rechazos y negaciones espectaculares y sonoros, y su espíritu desafiante era benéfico. La llegada del constructivismo ofreció a los dadaístas un nuevo punto de referencia y una salida a sus energías productivas. Mientras persistió la turbulencia de dadá, podía considerarse un reajuste saludable y un entrenamiento en las formas de conducta que requería la nueva era. A fin de cuentas, para ser constructivista se necesitaba casi tanta militancia como para ser dadaísta.

El primer aspirante a constructivista que llegó a Berlín fue Moholy-Nagy. Como Nagy es un apellido húngaro muy común, el artista puso un guión después del topónimo, y comúnmente lo llamaban Moholy. (Su verdadero apellido era Weisz, y había nacido en Bácsborsód; dado que su padre abandonó a la familia cuando él nació, tomó el apellido de su tío, Nagy, que vivía en Mohol, un pueblo de Serbia.) Tenía veinticinco años cuando llegó a Berlín, muy poco después de haber combatido en la guerra y en la revolución húngara de la posguerra. Béla Kun había instaurado en Hungría una república soviética de corta vida; como la mayor parte de sus compatriotas artistas, Moholy-Nagy quiso prestarle su apoyo. Tras la caída de la malograda República Soviética Húngara, se sumó a la comunidad exiliada en Viena, que se identificaba plenamente con la vanguardia internacional, filtrada a través de la revista Ma, que Lajos Kassák editó primero en Budapest y luego en la capital austriaca (a escasos cien metros de la casa de Freud). Para Kassák, dadá era «el grito trágico de nuestra entera existencia social», una formulación que sugería que la decepción política de la revolución húngara infundía en su grupo un punto de vista comparable al de los dadaístas berlineses unos años antes.

Poco después de llegar a Berlín, Moholy-Nagy leyó el último número de Der Sturm, y lo que vio en sus páginas lo indignó. En una carta a un amigo, se quejó de «un hombre llamado Kurt Schwitters, que hace cuadros con recortes de periódicos, billetes de tren, pelos y aros. ¿Para qué sirve eso?». Por lo visto, MoholyNagy no había tenido contacto previo alguno con Merz ni con dadá, y en ese momento no apreciaba la fertilidad artística de Schwitters y sus objetos encontrados en la basura, pero al menos sí llegó, tangencialmente, a saber algo de dadá, pues pocas semanas después visitó a Herwarth Walden, el empresario de la Galería Sturm y director de la revista homónima, acompañado por el artista rumano Arthur Segal, que había participado en las exposiciones y actividades dadaístas en Zúrich. Antes había pasado un tiempo en Budapest con Emil Szittya, un participante periférico en la escena zuriquesa. A pesar de la indignación que le producían los cuadros Merz, Moholy-Nagy no tardó mucho en darse cuenta de que, independientemente de lo que sugiriese el lío de ismos artísticos del momento, tendría que entenderse con dadá. Además, en su búsqueda incesante de lo nuevo, no le importaba nada absorber todas las tendencias disponibles.

Moholy-Nagy «nunca quiso que lo dejaran fuera de nada que fuese “nuevo”», dijo su compatriota Sándor Ék. «Incluso dentro de su círculo de amigos lo llamaban, con sarcasmo, Schnelläufer, corredor rápido, pues, costara lo que costase, no quería quedarse atrás en la carrera por la “originalidad”.» ¿Y qué podía ser más original que dadá?

En opinión de Ék y otros, el empeño constante de MoholyNagy por asimilar lo novedoso reflejaba su falta de formación artística. En su juventud había tomado unas clases con un prestigioso pintor húngaro, pero eso fue todo. Era un auténtico diletante, término que los dadaístas empleaban con gusto en sus propias declaraciones cuando proclamaban la virtud de carecer de instrucción pero estar preparado para todo. Die Schammade, la revista dadaísta que Max Ernst publicó en Colonia, tenía un subtítulo que decía: «Arriba, diletantes», y una de las consignas de la DadaMesse de Berlín fue: «¡Diletantes, alzaos contra el arte!» Y, como diletante que era, Moholy-Nagy pronto tendría que entenderse con dadá.

En las cartas a sus compatriotas, Moholy-Nagy esbozaba las tendencias modernas tal como él las veía.

El hombre moderno [...] se liberó violentamente de las cadenas heredadas (impresionismo), y después intentó crear una nueva unidad a partir de los fragmentos (cubismo, futurismo, expresionismo). Cuando vio que con esos pedazos de lo viejo no podía crear nada nuevo, los arrojó al viento con una carcajada impotente y desesperada (dadaísmo). Había que acometer una tarea nueva y, para esa nueva ordenación de un mundo nuevo, volvió a ser necesario tomar posesión de los elementos más simples de la expresión, del color, la forma, la materia y el espacio.

Ese párrafo, junto con una referencia de pasada al «galimatías dadaísta», pone de manifiesto que el malestar de Moholy-Nagy con dadá tardaba en desvanecerse. Conocer personalmente a varios dadaístas de pro sirvió para aliviarlo. Moholy-Nagy comenzó a frecuentar el estudio de Raoul Hausmann, donde no se distinguía entre dadaístas e innovadores de otras tendencias. Además, el padre de Hausmann era húngaro, por lo cual tenían algo en común aparte de sus inquietudes artísticas. Moholy-Nagy llegó incluso a firmar –con Hausmann, Arp y el artista ruso Iván Puni– el «Manifiesto del arte elemental», que se publicó en De Stijl en 1921. No obstante, puede decirse que vivía a caballo entre dos mundos. En las publicaciones húngaras en las que colaboraba (con impunidad, en su lengua materna), resonaba una nota marcadamente política, e incluso confirmó una acusación a la plataforma reformista de De Stijl calificándola de típico esteticismo burgués... mientras fraternizaba con Van Doesburg, el director, y publicaba en su revista.

«Producción-Reproducción», un ensayo de Moholy-Nagy publicado en De Stijl en 1922, era una suerte de plano para la obra de su vida, que lo llevó de la Bauhaus de Weimar a la Nueva Bauhaus de Chicago. Su trabajo estaba en deuda con dadá, también por asociación. Moholy-Nagy hizo suyos los principios biocéntricos de Hausmann, en el sentido de que el potencial del arte mejoraba la receptividad del organismo. El arte podía estimular la sensibilidad, ya en la forma más tradicional de la reproducción –arte como mímesis–, ya investigando el potencial productivo de las nuevas técnicas y generando contenidos originales. En su ensayo, Moholy-Nagy aplaude las películas abstractas de Viking Eggeling y Hans Richter, que provocaban «nuevas realidades cinéticas». Más tarde, escribió en La nueva visión: «Hoy nos enfrentamos a nada menos que la reconquista de las bases biológicas de la vida humana.»

En otro escrito, titulado «Sistema de fuerzas dinámico constructivo», publicado en Der Sturm, Moholy-Nagy y el crítico de arte Alfred Kemény imaginan un escenario en que «el hombre, hasta hoy, meramente receptivo en su observación de las obras de arte, experimenta un aumento de sus facultades y se convierte en parte activa de las fuerzas que se despliegan». El suyo era un modelo constructivista concebido como entrenamiento biodinámico, «incesantemente iniciático», en palabras del también húngaro Ernő Kállai, para quien la obra de Moholy-Nagy «se extiende en las fronteras del cubismo y el dadaísmo».

La deuda de Moholy-Nagy con dadá es evidente en su obra. Antes de llegar a Berlín ya destacaba por sus diagramas mecanomorfos, muy parecidos a los de Picabia, que se publicaron en Ma, la revista de Kassák, y, en formato libro, en la colección Horizont del mismo editor. No obstante, tras instalarse en Berlín, Schwitters lo fascinó, y produjo asteroides hechos de números, letras y elementos geométricos que se coagulaban en el espacio, en desorden, muy parecidos a los que Schwitters exponía en la Galería Sturm, donde Moholy-Nagy tuvo sus primeros éxitos. Al principio, Herwarth Walden lo decepcionó: «Tal como afirmó correctamente una revista dadaísta», escribió a un amigo húngaro, «está enriqueciéndose y decorando su talento para las finanzas con los harapos intelectuales que va pillando, y el arte le sirve de disfraz para hacer dinero»; esta afirmación revela el crédito que le merecían los recursos de dadá cuando ya tendía a relegar el dadaísmo al cubo de basura de la historia. Por supuesto, cambió de opinión cuando el empresario de la vanguardia internacional aceptó su obra.

El impacto de la exposición de Moholy-Nagy sobre sus colegas fue inmediato. El constructivista ruso El Lissitzky la saludó como una reprimenda «a la pintura objetiva alemana estilo medusa». Y un crítico del Frankfurter Zeitung no escatimó elogios:

Para ser moderno, hay que ser disciplinado. Ahí es donde se separan lo artístico y lo que sólo pretende serlo. Moholy-Nagy ha tenido la disciplina de hierro de un científico. Son muchos los que pintan en el estilo del constructivismo, pero nadie pinta como él. Nada de frialdad y mecanización; esto es sensualidad refinada llevada a su expresión más sublime. Es emoción a escala mundial, y capaz de unir al mundo.

Salta a la vista que ese crítico reconoció que las austeras tendencias geométricas que se asociaban con De Stijl y los protocolos del neoplasticismo encarnado en la pintura de Piet Mondrian, a la que la obra de Moholy-Nagy se parecía superficialmente, ocultaban más de lo que dejaban ver. De hecho, cuando Moholy-Nagy volvió a la vida civil tras varios años en el ejército, se preguntó si el arte tenía algún valor. La revelación llegó cuando comprendió: «Tengo el don de proyectar mi vitalidad [...]. Como pintor, puedo dar vida.»

Pudo ser su personal sentido de la vitalidad lo que finalmente llevó a Moholy-Nagy a reconocer un vigor similar en los dadaístas que conoció en Berlín. La negación de dadá era una fuerza, no un mero lamento descorazonado. Cuando Kassák y él confeccionaron un manual visual en 1922, llamado Libro de los nuevos artistas, integraron el brío destructivo de dadá en su concepción general del potencial artístico. «Aquí están los más potentes de los destructores y los más fanáticos de los constructores», escribió Kassák en el prefacio. En un número de Ma de octubre de 1922, Kassák publicó uno de sus poemas «pintura-arquitectura», donde se lee, en tipos variables: «Demoled para poder construir y construid para poder triunfar.» Moholy-Nagy, Kassák y otras alianzas incipientes con el constructivismo comprendieron que, para desencadenar la revolución cultural que deseaban, tenían que asimilar el dadaísmo.

A principios de 1921, cuando Moholy-Nagy visitó a Kassák y el círculo de refugiados húngaros en Viena durante cinco semanas, encontró un ambiente empapado de dadaísmo. Jolán Simon, la esposa de Kassák, era una veterana del teatro, y justo antes de la llegada de Moholy había interpretado obras de Huelsenbeck y Schwitters en una función de tarde en la que el también húngaro Sándor Barta leyó por primera vez su manifiesto dadaísta, «El hombre de la cabeza verde». Sobre la lectura de Simon, un crítico escribió: «Esta mujer trágica, con su voz asombrosamente débil, sacó los secretos más fantasmagóricos de Huelsenbeck y sus poemas. Fue gritando las secuencias de sonidos absurdos (sustitutos triviales y desesperados de todo lo inefable), y así consiguió una expresión del sufrimiento más plena y rica de la que podría haber alcanzado cualquier poema épico.»

Como corresponsal de Ma en Berlín, Moholy-Nagy fue un canal de transmisión práctico para Hausmann, Schwitters y otros, que aparecían con frecuencia en la revista. La visita de Kassák y Simon en noviembre de 1923 también fue una gran experiencia para los exiliados húngaros, pues actuaron en la Galería Sturm y recitaron textos de Schwitters, Arp y Huelsenbeck en húngaro. A esas alturas, hacía tiempo ya que el dadaísmo alemán había dejado de estar en activo, pero las traducciones y la absorción en otras culturas y lenguas persistían como un lento y prolongado trueno.

Si bien es cierto que dadá fomentaba el individualismo sin restricciones, se resistía al ensimismamiento expresionista, que se aferraba a la espiritualidad y el patetismo. Cuando un grupo de estudiantes de la Bauhaus formó una organización llamada KURI –Constructivo, Utilitario, Racional, Internacional–, atribuyeron a dadá la «destrucción como modo de análisis» y se declararon «libres de la ornamentación zigzagueante, el desorden caótico y el éxtasis cada vez más intenso del expresionismo». Ese efluvio del expresionismo extático impregnaba las galerías de moda de Berlín, donde a Iliá Ehrenburg los cuadros le parecieron meros «estallidos histéricos de gente armada con pinceles y tubos de pintura en lugar de revólveres y bombas». Para Ehrenburg, esas obras carecían de contención y sentido de la proporción: «Esos cuadros chillaban.» Y Ernő Kállai lo confirmó: «Nada de preparación, de lógica, de construcción. Todo es experiencia personal; una y otra vez lo mismo, “experiencia personal”.» El arte antiguo cultivaba la personalidad y la introspección, y también una transacción entre el artista y el público basada en la contemplación estética. El orden geométrico del constructivismo no apuntaba a alentar el sosiego contemplativo. Esas obras eran planos arquitectónicos y modelos.

Los constructivistas tenían varias ideas distintas sobre el papel que el arte podía desempeñar en el mundo de la posguerra. Una de las teorías más rigurosas la desarrolló en Berlín un ruso cuyos amigos más cercanos eran veteranos de dadá: El Lissitzky, emisario del constructivismo en Occidente, que acuñó para sus obras el término proun (contracción de proekt utverzhdenia nóvogo, «diseño para la afirmación de lo nuevo»). Esas obras eran, para el artista, estaciones en el camino hacia el futuro, modelos para una utopía. Lissitzky, nacido en 1891, tenía un sentido dramático de su generación. «Nos criaron en la edad de las invenciones. Cuando tenía cinco años, oí el fonógrafo de Edison; cuando tenía ocho, vi el primer tranvía; a los diez, el primer cine; luego, el dirigible, el avión, la radio. Nuestros sentimientos están equipados con instrumentos que amplían o reducen.» La máquina era un modelo, y «necesitamos la máquina», escribió Moholy-Nagy. «La necesitamos, libre de romanticismo.»

Artistas como Lissitzky y Moholy-Nagy compartían la sensación cada vez más intensa de que la práctica de la pintura podía ser la base de un documento preparatorio, no una finalidad estética. «El lado práctico de una pintura manufacturada en serie reside en el hecho de que uno se la puede llevar a casa», predijo en tono optimista Kállai, y «almacenarla o intercambiarla como un disco de gramófono.» No había previsto el fetichismo del artículo de consumo, pero anticipó el fenómeno que André Malraux bautizó como museo sin paredes, hoy omnipresente en Internet, pues el acceso universal pone supuestamente fin a la propiedad de las imágenes.

Esos modelos constructivistas, caracterizados por su optimismo, se desarrollaron en circunstancias que representaban un verdadero desafío. El escritor norteamericano Matthew Josephson, procedente del sanctasanctórum del dadaísmo parisino, encontró en Berlín un ambiente muy distinto. A diferencia de los franceses, esos artistas no se pasaban los días en los cafés. Josephson trabó amistad con Lissitzky, que un día lo acompañó al estudio de Moholy-Nagy, un lugar que parecía un «granero».

Aunque en esos días Moholy era pobre de necesidad, y no tenía muebles en su estudio, podría decirse que como anfitrión fue sumamente cortés. El lugar estaba decorado con pinturas suyas, abstractas, y esculturas-máquinas de los rusos Lissitzky, Gabo y Vladímir Tatlin [...]. Los constructivistas eran unos desarrapados, sus mujeres vestían ropas amorfas; pero eran alegres y rebosaban esperanza y grandes ideas. Moholy nos hizo sentar en unas cajas de embalar cubiertas con telas de colores, dispuestas en círculo alrededor de una sopera enorme que estaba en el suelo. Los invitados nos acercamos con nuestros boles, los llenamos con ese mejunje –aunque estaba exquisito– y volvimos a sentarnos en las cajas. Nos divertimos toda la noche bebiendo un vino de mesa bastante flojo.

La impresión que Josephson tuvo de Lissitzky fue típica. Bien recibido en todas partes, se convirtió al instante en un miembro más de la familia. Bajito y con una calva incipiente, el ruso no soltaba nunca la pipa; en la mirada, un brillo constante. En varios libros de memorias, Lissitzky parece el Bilbo Bolsón de su especie. Sencillo y nada llamativo, era el invitado preferido de todo el mundo.

Lissitzky también era un portento de intensidad creativa. Ehrenburg escribió una cálida semblanza de su amigo: «En la vida corriente era afable, excesivamente bondadoso, ingenuo a veces; se enamoraba de la manera en que la gente solía enamorarse en el siglo pasado –ciegamente, sacrificándolo todo–. [...]. Pero en el arte parecía un matemático fanático, encontraba su fuente de inspiración en la precisión y entrenándose en la austeridad.» Hablaba un buen alemán (aunque con un marcado acento ruso); había estudiado arquitectura en Darmstadt porque los centros de enseñanza rusos le estaban vetados por ser judío. Comenzó su carrera ilustrando y diseñando publicaciones en yídish, pero en 1919 regresó a Vítebsk, donde entró en la facultad del Instituto Artístico Técnico creado por Marc Chagall. Allí se alió con Kazimir Malévich, el severo fundador del suprematismo y archienemigo de Tatlin. Formaron un grupo dentro del instituto llamado UNOVIS, acrónimo de Afirmadores del Arte Nuevo.

El Lissitzky, El hombre nuevo, un proun de Victoria sobre el sol (1923).

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Los cuadros que Lissitzky incluyó en la categoría proun confirman su sensación de que la humanidad se precipitaba hacia un futuro que apenas una generación antes habría sido inconcebible. En esas pinturas, las imágenes ocupan simultáneamente distintas escalas: los montajes romboidales pueden ser microscópicos o galácticos. Kállai escribió varios artículos sobre los prouns, en los que sugería que podían compararse con «la sensación del espacio que tiene un aviador» una vez emancipado de la gravedad. «Las diagonales de una telaraña de líneas afiladas y rectas se esfuerzan por alcanzar el extremo de una antena utópica o un repetidor de radio. Un sistema planetario técnico mantiene su equilibrio, describe senderos elípticos o envía a la distancia construcciones alargadas con alas fijas, aviones del infinito.»

Kállai era lo bastante astuto para reconocer que se trataba de «romanticismo disfrazado», pero esa apreciación no fue en contra de la admiración que sentía por Lissitzky. Podían ser «construcciones ficticias de mecanismos ficticios», e incluso parecer objetos tridimensionales, pero eran «inmediatamente reconocibles como productos de la imaginación». El propio Lissitzky habría sostenido que todas las invenciones empiezan siendo eso, imaginaciones, y que luego, cultivadas en el laboratorio de la experimentación mecánica, la aplicación se descubre o aparece. Así pues, consideraba que sus prouns eran plataformas de prueba para orientar la mente y el cuerpo hacia la sensación emergente de espacialidad. «La superficie del proun deja de ser un cuadro y se convierte en una estructura alrededor de la cual hemos de girar, mirándola desde todos los lados, observándola desde arriba, investigando desde abajo», escribió Lissitzky. «Rodeándola, nos fijamos al espacio.» No obstante, por mucho que el espacio evocara el tablero de dibujo, para Lissitzky esos apeaderos «se elevaban en la tierra fertilizada por los cuerpos muertos de los cuadros y sus pintores». Tal como indican reflexiones como ésa, tenía en los huesos un poco del gusto dadaísta por el gruñido, fortalecido gracias a la revolución bolchevique.

Lissitzky reconoció que dadá y el constructivismo compartían la renuncia al «arte». En una carta al dueño de un proun, que preguntó, con bastante ingenuidad, cómo se colgaba ese cuadro, Lissitzky señaló que la casa en cuestión tenía alfombras en el suelo y cupidos de yeso en el techo. «Cuando hice mi proun», escribió, «no pensé en llenar una de esas superficies con otro parche decorativo.» Lissitzky trabajaba diseñando espacios apropiados para sus prouns y para las obras de sus colegas constructivistas. «Ya no queremos que una habitación parezca un ataúd pintado para nuestro cuerpo vivo», dijo.

Entre la versión del constructivismo de Lissitzky y dadá pueden señalarse otras semejanzas notables. Por ejemplo, diseñó un espacio proun para la Gran Exposición de Arte de Berlín (1923), basada en este agresivo principio: «Estamos destruyendo la pared como lugar de descanso de los cuadros» de los artistas convencionales. En 1927 siguieron dos espacios de exposición: «Espacio para arte constructivista», en Dresde, y «Armario abstracto», en Hannover. Mientras tanto, seguía trabajando en su misión de aliviar el arte constructivista de esa enfermedad llamada mercado. «Las grandes exposiciones internacionales de pintura parecen un zoo», opinaba, donde «a los visitantes les rugen mil bestias distintas a la vez.» Las obras que él quería ver salir de su estudio y de los talleres de sus colegas no reclamaban que se les prestase atención en esa función tan servil; antes bien, anticipaban un nuevo orden mundial: «Nuestra pintura se aplicará al conjunto de ese mundo que aún está por construir, y transformará la aspereza del hormigón, la suavidad del metal y el reflejo del cristal en la membrana exterior de la vida nueva.»

En 1921, cuando Lissitzky llegó a Berlín, en la ciudad vivían más de trescientos rusos, muchos huyendo de la revolución, pero no eran pocos los que aspiraban a restablecer las relaciones culturales y políticas entre Alemania y la Unión Soviética. Se oía hablar ruso por todas partes. Marc Chagall recordó que nunca había visto tantos rabinos y constructivistas juntos. En esa abarrotada probeta, dadá y el constructivismo se combinarían para crear una forma de vida completamente nueva.

Lissitzky llegó con la misión de divulgar el evangelio del nuevo arte ruso. Ehrenburg y él disponían de unos recursos modestos para lanzar una revista, trilingüe para que tuviera el mayor impacto posible: Veshch/Objet/Gegenstand. Era una especie de propaganda de las iniciativas constructivistas que llegaban de la Unión Soviética, pero los directores eran reacios a sumarse a la línea dura del productivismo: «Nadie debería imaginar», escribieron, «que cuando decimos objetos nos referimos expresamente a objetos funcionales.» Seguían imaginando un lugar para el arte, incluso cuando se adhirieron a un punto de vista marxista: «Somos incapaces de imaginar una creación de nuevas formas artísticas que no esté vinculada a la transformación de las formas sociales.» Por si el título de la revista confundía a alguien, explicaron con exactitud qué significaba objeto para ellos:

Toda obra organizada –sea una casa, un poema o un cuadroes un «objeto» dirigido hacia un fin particular que se calcula no para apartar a la gente de la vida, sino para emplazarla a hacer su contribución a la organización de la vida. Así pues, no tenemos nada en común con esos poetas que proponen, en verso, que ya no se debería escribir poesía, ni con esos pintores que usan la pintura como medio de propaganda para abandonar la pintura. El utilitarismo primitivo está lejos de ser nuestra doctrina. Para Objet, la poesía, la forma plástica, el teatro, son «objetos» de los que no se puede prescindir.

Insistiendo en el carácter internacional del arte moderno, Lissitzky y Ehrenburg reconocieron que «la táctica negativa de los “dadaístas” era una condición previa necesaria», aun cuando pensaran que «los días de destruir, de asediar y socavar ya han pasado». Este tema se repitió casi como un coro internacional común, y en los años que siguieron pasó de una revista a otra; pero, si bien el constructivismo se consolidaba, nunca llegó a liberarse por completo de la «táctica negativa» de dadá. La intransigencia de las actitudes de antaño en materia de arte no había desaparecido, y la actitud utópica del constructivismo necesitaba el ariete de dadá para hacerle frente.

Poco después de llegar a Berlín, Lissitzky conoció a George Grosz, que lo puso en contacto con sus colegas dadaístas; el artista ruso pronto empezó a verse con Hausmann, Höch, Richter y Moholy-Nagy, pero sobre todo con Kurt Schwitters, que, con su gran estatura, resultaba imponente al lado del diminuto ruso.

Lissitzky y Schwitters formaban toda una pareja, y no precisamente por la desigualdad física. Schwitters le presentó a Sophie Küppers, viuda del ex director de la Sociedad Kestner de Hannover, quien, fascinada con los prouns que se exhibieron en la Primera Exposición Rusa de Berlín, organizó una muestra de obras de Lissitzky; a su vez, Lissitzky sugirió que se complementaran con obras de Moholy-Nagy. Küppers también quiso que Lissitzky pronunciara una conferencia sobre nuevo arte ruso, y se ocupó de la publicación de una colección de prouns. Como para devolverle el favor, él, con los modestos recursos de que disponía, la invitó a ver una película de Chaplin en Berlín; fue el primer paso de un lento, pero firme noviazgo que acabó en matrimonio.

No puede decirse que frecuentar los círculos dadaístas de Berlín y Hannover convirtiera a Lissitzky en dadaísta; además, cuando empezó a moverse en ese ambiente, ya no se organizaban actos dadaístas en Berlín. No obstante, algunos lo consideraban un iniciado en dadá; entre otros, Louis Lozowick, un artista norteamericano de la misma generación. Como Lozowick solía ver a Lissitzky en compañía de otros dadaístas de la ciudad, en su perplejidad también incluyó al ruso. «Nunca entendí cómo un hombre como Lissitzky, tranquilo, callado, educado y sencillo, podía formar parte de ese grupo», escribió. En sus viajes, Lozowick conoció también a Van Doesburg, el director de De Stijl, un hombre «dispuesto a explicar sus teorías a cualquiera que quisiera oírlo»; como los dadaístas, el holandés desconcertó al artista norteamericano porque «parecía más un hombre de negocios que un rebelde».

La complejidad de la personalidad de Van Doesburg empezaba ya con su verdadero nombre: Christian Emil Küpper. Nacido en Utrecht en 1883, su padre ya estaba fuera del cuadro cuando él nació, y cuando empezó a pintar, siendo un adolescente, firmó sus lienzos Theo van Doesburg; el «van» indicaba que había tomado ese apellido del padrastro. Y con el tiempo se pondría aún más nombres. En 1917 le dijo a un amigo que estaba pensando en usar Küpper como seudónimo, y le mencionó que ya publicaba artículos firmando Pipifox. En pocos años añadió I. K. Bonset y Aldo Camini a su repertorio. En 1917 lanzó la revista De Stijl, que durante varios años se centró principalmente en la arquitectura y el diseño, publicando regularmente obras de los arquitectos holandeses J. J. P. Oud y Gerrit Rietveld, entre otros.

El colaborador más asiduo de De Stijl fue el pintor Piet Mondrian, teósofo como Kandinski, e interesado en calibrar los ingredientes básicos del universo con sus lienzos semejantes a rejillas y su fidelidad a los colores primarios. Van Doesburg y otros artistas de De Stijl, como Bart van der Leck y el húngaro Vilmos Huszár, crearon variantes sutiles de la forma característica de Mondrian.

Todo era muy racional, muy sobrio, el polo opuesto de dadá. A pesar de ciertos rituales esotéricos de purificación, esos hombres vivían con los pies en la tierra, interesados en las cuestiones prácticas de la arquitectura y la ordenación del territorio urbano. No obstante, cuando terminó la guerra y pudieron viajar a Francia y Alemania, se les reveló todo un mundo nuevo, y una de esas revelaciones fue dadá.

Un día desacostumbradamente cálido de principios de 1920, Van Doesburg y Mondrian estaban sentados en la terraza de un café de París, disfrutando de las vistas y los sonidos de la febril capital francesa. Van Doesburg escribió a un amigo que Mondrian «ha encontrado una fuente de inspiración en esta inmensa máquina que es París», y añadió: «una máquina muy compleja, pero cuando comprendes la estructura, es maravilloso ver lo rápido que uno se convierte en una unidad con ella.»

En esos días, Mondrian estaba comenzando a redactar su artículo sobre «Los grandes bulevares», donde definió la arteria urbana como un «concentrador de pensamiento»: «En el bulevar todo se mueve», escribió. «Moverse: crear y aniquilar.» Todo ese movimiento descomponía las unidades estáticas, arrojando como resultado algo parecido a un modelo en acción de un collage de Schwitters: «Cabeza de negro, velo de viuda, los zapatos de una parisina, piernas de soldado, rueda de carro, los tobillos de una parisina, un trozo de la calzada, una parte de un hombre gordo, el puño de un bastón, la base de una farola, una pluma roja.» Cuando esos fragmentos entran flotando en el campo visual, «forman otra realidad que confunde nuestra concepción habitual de la realidad», produciendo, sin embargo, no un caos, sino una «unidad hecha de imágenes rotas que se perciben automáticamente». La clave está en automáticamente, porque Mondrian reconoció algo sobre lo que más tarde teorizó Walter Benjamin, a saber, que la vida moderna no se puede absorber con la contemplación inmóvil, sino que se capta en un estado de distracción, poco a poco. «Lo particular me transporta», escribió Mondrian, y añadió: «Eso es el bulevar.»

Dejarse llevar por el estímulo incesante de la metrópolis moderna era una especie de iniciación en la visión que los dadaístas ensalzaban. Mondrian había regresado a París (su casa durante varios años antes de la guerra) en 1919, y volver a familiarizarse con la ciudad significaba asistir al debut francés de dadá. En el verano de 1920, firmó así una carta que envió a Van Doesburg: «Tu amigo, Piet-Dada.» Nadie ha incluido nunca a Mondrian entre los dadaístas, y él menos que nadie («estuvo bien mostrar entusiasmo, pero a largo plazo nosotros sencillamente no somos dadá»); no obstante, ese Piet-Dada reconoce una momentánea influencia. Se podía absorber el dadaísmo sin fundirse en una unidad con él; para que eso ocurriese, bastaba con sentarse en un café, al menos en compañía de Theo van Doesburg.

Dos años antes, Van Doesburg tuvo una revelación comparable a la de Mondrian, pero en lugar de llegarle desde las calles de la ciudad, fue una exportación norteamericana, cortesía de Hollywood. Sobre esa experiencia contó lo siguiente a su amigo, el arquitecto Oud:

En el momento del movimiento y la iluminación máximos se veía cómo la gente se desintegraba en planos cada vez más pequeños que en el mismo instante volvían a constituirse en cuerpos. Muerte y renacimiento continuos a la vez. ¡La abolición del tiempo y el espacio! ¡La destrucción de la gravedad! El secreto del movimiento tetradimensional. Le Mouvement Perpétuel. Menudos milagros hace el cine norteamericano. Esa manera de trastocar los volúmenes cerrados. Las perspectivas que abre a la mente pensante. ¿Y cómo puede revelar el secreto del movimiento universal, el secreto de la rotación de un cuerpo sobre una superficie? ¿Por qué intentamos resolver ese problema con figuras sobre un papel? De eso hay que olvidarse. Ve a ver una película. No una lenta, donde las curvas fluidas de los cuerpos son el límite exterior, una superficie, sino una rápida, de aristas afiladas, que desmonte los cuerpos en planos, en fragmentos planos, en puntos, y que en ese juego, el más maravilloso de todos, descubra el secreto de la estructura cósmica, haga visible lo que le ocurre a nuestro cuerpo, al cuerpo de todos: destrucción y reconstrucción en el mismo instante.

Teniendo en cuenta que sólo un artista sentiría la tentación de ver en una película común y corriente un rival de la pintura abstracta, la de pioneros de la abstracción como Kandinski y Mondrian, también estamos ante una exhortación a ser modernos. Y eso fue lo que quiso decir Mondrian cuando añadió Dada a Piet.

En 1918, un año después de embarcarse en la publicación de De Stijl, Van Doesburg tuvo su estimulante visión de «la destrucción y la reconstrucción en el mismo instante». Era una fusión tentadora que en parte reflejaba la senda que ya habían tomado Mondrian y Bart van der Leck en su alejamiento deliberado del inmenso revoltijo de las meras apariencias, con su profusión de detalles. Habían llegado a sus coordenadas geométricas puras literalmente abs-trayendo, es decir, separando, haciendo pedazos, los temas de sus cuadros, disolviendo la carne de la experiencia para que sólo quedaran los huesos. Ellos –y Van Doesburg– concibieron ese proceso como una purificación; de hecho, en el centro mismo de su concepción había un núcleo puro de disolución. Pero ¿y si la destrucción se hiciera visible para compartir ese parto «en el mismo instante» de la «reconstrucción»? Planteada como un ¿y si?, en el cine Van Doesburg tomó conciencia de que en el extranjero existía una tendencia capaz de llevar la carga de la destrucción, y se llamaba dadá.

No queremos decir con esto que Van Doesburg desconociera el proceso. En 1916, mientras hacía el servicio militar (no en el frente, pues su país no estaba en guerra), adoptó una estrategia radical consistente en reducir al mínimo la representación naturalista. A eso lo llamaba «destruir». No obstante, tardó varios años en reconocer que su estrategia podía equipararse a las iniciativas dadaístas que en ese momento se ponían a prueba en el Cabaret Voltaire. En 1920 escribió al pintor Georges Vantongerloo, colaborador de De Stijl: «Sólo los que se dedican a destruir sin cesar lo que tienen detrás, con la intención de reconstruirse para el futuro, podrán alcanzar lo nuevo y auténtico.» En octubre de 1921 le dijo a Tzara: «El espíritu dadaísta me gusta cada vez más. Hay el deseo de algo nuevo, parecido a aquello con lo que proclamamos el ideal modernista.» Y también algo importante: «Creo en la posibilidad de un contacto (y una síntesis) realmente positivo entre dadá y las creaciones del arte “moderno serio”.» No deja de resultar irónico que, poco después de esa carta, André Breton propusiera la celebración de su Congreso de París, que tan poca fortuna tuvo, para analizar ese «ideal modernista». De pronto, Van Doesburg comprendió que dadá y De Stijl (más el constructivismo entendido en sentido amplio) podían ser aliados. «Sólo los medios son diferentes.»

Cuando le escribió a Tzara, Van Doesburg vivía en Weimar, la ciudad que se asocia siempre con Goethe y Schiller, pero que, en ese momento, era un municipio conservador que observaba, nervioso, la creación de la Bauhaus, la nueva academia de arte que Walter Gropius había fundado un año antes. No obstante, las afinidades que, según Van Doesburg, iban a confirmarse entre la Bauhaus y De Stijl no fueron lo que había esperado.

En sus primeros días, la Bauhaus tenía cierta aura que la asemejaba a un culto, gran parte del cual derivaba de Mazdaznan, una religión neozoroastriana que había surgido en los Estados Unidos en la última década del siglo XIX y llegado a Europa en 1907. Túnicas anchas, la cabeza afeitada, la meditación, los rituales de purificación, la irrigación del colon, dieta vegetariana... Johannes Itten integró las prácticas de Mazdaznan en su programa de enseñanza, obligatorio para todos los estudiantes porque él daba clases en el curso preliminar. El papel de Itten fue fundamental a la hora de dirigir la Bauhaus hacia esa combinación peculiar de técnica moderna y cultos antiguos.

Cuando Van Doesburg llegó a Weimar, no pudo menos que sorprenderse, y la Bauhaus le pareció «enferma, afectada por la fiebre de Mazdaznan y del expresionismo sin cables» (una referencia a la moda de representar pictóricamente los objetos modernos, como teléfonos y surtidores de gasolina). A Lissitzky también le resultó desconcertante: «Antes, en Rusia marcaban a los criminales un diamante ♦ en la espalda, y los deportaban a Siberia. También les afeitaban media cabeza. Aquí en Weimar, la Bauhaus estampa su sello –el cuadrado rojo– en todo, delante y detrás. Creo que también se han afeitado la cabeza.» Frente a esa extraña mezcla de esoterismo y enseñanza progresista, Van Doesburg no tardó en diseminar «el veneno del Nuevo Espíritu» montando un estudio justo enfrente y reclutando estudiantes de la Bauhaus para seminarios y talleres informales (que acabaron siendo formales).

Con sus sólidos conocimientos sobre vitrales, arquitectura, poesía, música, tipografía y escritura, podía presentarse razonablemente como una alternativa unipersonal a la Bauhaus. Había dedicado varios años al diseño sobre cristal, asimilando la impronta estructural de los preludios y las fugas de Bach junto con las composiciones musicales de sus contemporáneos: Arnold Schoenberg, Erik Satie, Josef Hauer, Arthur Honegger, Francis Poulenc, Darius Milhaud y George Antheil. La arquitectura de la música se tradujo inmediatamente en abstracción, donde las líneas podían ser pulsaciones, círculos condensados en puntos de un gráfico que luego podían rebotar, como más tarde estudiaron en detalle tanto Kandinski como Walt Disney. El instinto musical ocupó un lugar aún más central cuando Van Doesburg conoció a la pianista Petronella van Moorsel, luego su tercera y última esposa, que desempeñó también un papel fundamental en la gira dadá que Van Doesburg emprendió con Kurt Schwitters.

La alianza de Van Doesburg con Schwitters se formó a raíz de dos memorables conferencias constructivistas de 1922. A principios de ese año, el holandés visitó Berlín, una auténtica olla intercultural, pues los rusos, fuesen rojos o blancos, seguían llegando a la ciudad. Allí visitó a Hans Richter y Viking Eggeling, inmersos ambos en la búsqueda de un lenguaje universal de signos visuales; el trabajo de Richter y Eggeling se concretó primero en variaciones secuenciales de un diseño en largos rollos de papel, para luego dar el salto al cine. El cine abstracto. Lo que Richter hacía en celuloide se parecía increíblemente a las purificaciones geométricas de De Stijl. Ese cine ponía figuras geométricas en movimiento: cuadrados y líneas en su mayor parte, alargados y acortados, expandidos y comprimidos en contrapunto visual. La mayoría de esas películas no duraban más de dos minutos. Film ist Rhytmus, decía Richter.

El desafío de trabajar con un soporte como el cine era claramente económico. Van Doesburg le sugirió a Richter que lanzara una revista para generar ingresos. El resultado fue G, pero no se publicó hasta 1923. A principios de 1921, en el estudio berlinés de Richter, se reunía un grupo comprometido con el constructivismo; lo formaban, entre otros, los rusos Gabo, Pevsner, Natan Altmann y Lissitzky; los húngaros Moholy-Nagy, Alfred Kemény, Ernő Kállai y László Péri; los holandeses Van Doesburg y Cornelis van Eesteren; los alemanes Willi Baumeister, Werner Graeff y Mies van der Rohe, y, de los días de dadá en Zúrich, Viking Eggeling y Hans Arp, que se encontraba en una de sus visitas periódicas a ciudades como Berlín, Hannover y Colonia, donde aún brillaba una chispa dadaísta.

Cuando valoró el contexto alemán, Van Doesburg reconoció el potencial de esa chispa que se negaba a apagarse. La Bauhaus estaba limitada por su anacrónica sensibilidad artesanal y el fuego del expresionismo, que aún echaba humo; en cambio, en otros lugares, las tendencias más progresistas asociadas al expresionismo, como el Novembergruppe, escondían sus garras políticas y blindaban sus apuestas, anticipando un resurgimiento del mercado del arte. De Van Doesburg podría decirse que era un revolucionario apolítico, empeñado en hacer realidad el cambio social abriendo una austera brecha estética justo en el centro; pero los modelos arquitectónicos y artísticos a los que apelaba eran casi espirituales en su idealismo. Con todo, no era teósofo como Mondrian, y seguía dando la vara sobre la necesidad de llevar a cabo reformas sociales. Estableció sus principios en una conferencia que pronunció por toda Alemania; Van Doesburg pedía:

definición en lugar de indefinición

apertura en lugar de cerrazón

claridad en lugar de vaguedad

energía religiosa en lugar de fe y autoridad religiosas

verdad en lugar de belleza

simplicidad en lugar de complejidad

relación en lugar de forma

síntesis en lugar de análisis

construcción lógica en lugar de representación lírica

forma mecánica en lugar de artesanía

expresión creativa en lugar de mimetismo y ornamentación

lo colectivo en lugar de lo individual

Como prueba de esa «voluntad de encontrar un nuevo estilo», Van Doesburg citaba una amplia gama de actividades de las artes, la arquitectura, la literatura, el jazz y el cine. Asimismo, se diferenciaba de la mayoría de sus aliados de otros países en lo tocante a la finalidad de ese «nuevo estilo». En lugar de la Tercera Internacional, explícitamente política, hablaba de una «Internacional de la mente» que motivara a «los partidarios del nuevo espíritu», que «sólo desean dar. Gratuitamente». Sin embargo, tras la crisis política de la Revolución de Noviembre de 1918, dadaístas e impresionistas por igual se decantaron a favor de un arte que pudiese usarse como arma para la lucha de clases. Surgieron varios colectivos artísticos, como el Consejo Obrero del Espíritu y el Novembergruppe. Al identificar el futuro del arte con una revolución espiritual fomentada por la vanguardia, el Novembergruppe galvanizó a los artistas progresistas de Alemania.

No obstante, en 1921 los dadaístas ya denunciaron las promesas de solidaridad del Novembergruppe con la clase trabajadora por considerarlas parte de una carrera oportunista por el primer puesto en el mercado del arte. Según los dadaístas, la organización se había reducido a un «comercio mezquino en fórmulas estéticas», y estaba en manos de una «dictadura de estetas y hombres de negocios». Más que «intentar rechazar el papel de esclavos y prostitutos que la sociedad capitalista impone a los artistas, los líderes hicieron todo lo posible por consolidar sus propios intereses con la ayuda de un sello de goma». Esa crítica, que no podía ser más hiriente, era una bomba de relojería que no tardaría en estallar en un congreso sobre arte que se celebró en Düsseldorf.

En febrero de 1922, mientras Hans Richter organizaba su grupo constructivista, iba formándose otro, más numeroso: la Unión Internacional de Artistas Progresistas. Liderados por Gert Wollheim, director del colectivo de artistas Junge Rheinland («La Joven Renania»), esos artistas se dispusieron a montar una gran exposición, prevista para finales de mayo en Düsseldorf, junto con un congreso que se celebraría los días 29, 30 y 31 de mayo: el Primer Congreso Internacional de Artistas Progresistas. Kandinski fue el autor de unas instrucciones que se incluyeron en el catálogo de la exposición, donde abundaba en los grandes temas utópicos de sus días en el movimiento Der Blaue Reiter. «Todo tiembla y muestra su Cara Interior», escribió, en términos que gustaban a los expresionistas. El nuevo mundo se revelaría por cortesía de la «Necesidad Interior». «Así pues, ha empezado la Época del Gran Espiritual», concluía en tono triunfal. Sólo los «progresistas» podían acoger con satisfacción los términos con que Kandinski evaluaba el futuro del arte, y ese hecho es un claro indicio de su inminente escisión de los constructivistas. Al fin y al cabo, el grupo de trabajo constructivista acababa de forzar a Kandinski a dejar el INKhUK de Moscú.

El Congreso de Düsseldorf se inauguró sin incidentes; el primer día se dedicó a cuestiones de organización; entre otras, identificar y elegir a los representantes de cada ciudad y país presentes en el congreso. Así y todo, Van Doesburg, Richter y Lissitzky protestaron contra la osadía de solicitar que todos los asistentes firmaran un documento colectivo en el que se declaraba que el arte era «internacional». Tanto insistieron, que el documento se enmendó para que fuera, básicamente, una lista de asistencia. En cualquier caso, el de Düsseldorf fue un congreso auténticamente internacional, con delegados venidos incluso de Japón, aunque el escenario, la capital de Renania del Norte-Westfalia, dio a los artistas alemanes de la región una equivocada confianza en sus prioridades.

A Richter y sus aliados les esperaba una sorpresa nada agradable el día siguiente, cuando se leyó un manifiesto en que se identificaba a la Unión como un grupo de artistas prácticos y de orientación comercial. Los dadaístas de Berlín no podían tolerar tan descarada resurrección del mercado del arte, que también repugnaba a los constructivistas del grupo de Richter, que armaron un buen jaleo denunciando el procedimiento y marchándose entre sonoros gritos de protesta.

El tercer y último día, los delegados de las facciones disidentes leyeron sus respectivas declaraciones: Van Doesburg en nombre de De Stijl; Lissitzky, por Objet, y Richter en representación de una amalgama heterogénea de artistas de Rumanía, Suiza, los países escandinavos y Alemania. Tras la pausa del mediodía, Raoul Hausmann puso el perfecto toque dadá cuando anunció que él era «internacional» en la misma medida en que era caníbal. Después, seguido por los grupos protestatarios, se marchó hecho un basilisco. Van Doesburg describió así la escena a un colega holandés: «Al final, por supuesto, tuvimos que dejar la sala en medio de enérgicas protestas, pues todo acabó siendo un gran jaleo. ¡Todo basado en intereses comerciales!» Pero al menos sabían dónde pisaban: «Ahora sabemos con quién tendremos que vérnoslas en futuros congresos. Los futuristas, los dadaístas y algunos más abandonaron el edificio con nosotros.»

Los dadaístas y sus aliados se marcharon, y el congreso se acabó sin tener la más mínima utilidad. Un crítico de arte comentó en tono mordaz: «Después de que se marcharan, el congreso prosiguió en una dirección positiva, pues ya no quedaba nada que discutir. Fue todo tan aburrido que parecía como si el lugar estuviera repleto de funcionarios del gobierno. La organización alemana aguantó.»

Aunque el congreso no consiguió gran parte de lo que se había propuesto, al menos inspiró un saludable –y productivo– contragolpe de los constructivistas, que se aliaron con los antiguos dadaístas que decidieron sumarse a sus filas. En apenas unas semanas, se publicó un número especial de De Stijl dedicado al congreso, y en el que podían leerse los programas de los grupos contrarios a la Unión, organizados colectivamente como Facción Internacional de Constructivistas (IFdK, en alemán). Los organizadores del congreso se habían negado rotundamente a hablar sobre las condiciones previas necesarias para que el arte fuese «progresista», y eso a pesar del lugar destacado que el adjetivo ocupaba en la denominación del grupo. En cambio, la IFdK estaba más que dispuesta a identificar al artista progresista como un luchador contra «la arbitrariedad lírica» y «la tiranía de la subjetividad en el arte», y denunciaron la exposición de Düsseldorf por considerarla poco más que un «depósito atestado de objetos que no tenían nada que ver entre sí, todos en venta». Con todo, y aun siendo doloroso, la facción reconoció su propio estado de precariedad: «Hoy nos encontramos entre una sociedad que no nos necesita y otra que todavía no existe.»

En la sala del congreso, Van Doesburg había leído «Exigencias creativas de De Stijl». Cuando ese texto se publicó en la revista, el autor señaló que dos de sus puntos habían recibido sendas ovaciones, a saber: el que pedía que se suprimieran las exposiciones para ceder el paso a las manifestaciones del trabajo en equipo, y el que animaba a anular toda distinción entre vida y arte. Los documentos compilados para el número de De Stijl sobre el congreso transmiten una vívida imagen del abismo que separaba a los artistas de la IFdK de los llamados progresistas. De Stijl, en cuanto grupo, y en una virulenta negación de la conocida mistificación del genio artístico, exigía poner punto final a la «arbitrariedad subjetiva de los medios de expresión». En su declaración, Richter (firmando también en nombre de Eggeling y Janco) reiteró que la transformación social la conseguiría «únicamente una sociedad que renuncie a perpetuar las experiencias privadas del alma». También Lissitzky desaprobó a los que «velan por el arte como curas en un claustro» (un blanco reconocible: Johannes Itten, de la Bauhaus). También insistió en varios puntos tratados antes en Objet, añadiendo, para que no cupiese duda alguna, que el arte moderno corría realmente peligro por culpa de «aquellos que se llaman a sí mismos progresistas».

Con una hostilidad tan abierta contra la Unión Internacional de Artistas Progresistas, el aura de un constructivismo benigno dedicado a la planificación racional adquirió un carácter distinto, más marcial; y vista la procedencia de algunos asistentes –Hausmann, Höch, Richter, Janco–, el espectro de dadá se manifestó como un aliado valioso para ese enfrentamiento.

Van Doesburg, tras darse cuenta de que oscilaba entre el constructivismo y dadá, decidió publicar un pliego llamado Mécano, en el que combinaría ambas tendencias a partes iguales. Hojear Mécano es una experiencia literalmente vertiginosa; da la impresión de que un ímpetu robótico hubiese tomado por asalto el mundo del arte y comenzara a emitir capturas de pantalla, instantáneas de la vanguardia de la época. En 1922 se publicaron tres números, el amarillo, el azul y el rojo. Desplegados, los dos lados de la página contenían un patchwork de ocho segmentos, todos ellos orientados en direcciones diferentes y con tipografías e imágenes propias.

Descubrir Mécano se parecía a sentarse en el café con «PietDada»; por ejemplo, la breve declaración de Mondrian publicada longitudinalmente frente a una reproducción de Cabeza mecánica de Hausmann. En otro lugar del desplegable número azul, se veía un fotomontaje de Hausmann junto a la hoja de una sierra circular, el icono que Van Doesburg eligió para todos los números de Mécano. La réplica, en el número amarillo, fueron las ruedas dentadas de Dancer, de Man Ray (originalmente en New York Dada). En el dorso del número azul –junto al manifiesto de Hausmann sobre la poesía fonética–, aparecía la icónica Escultura en níquel de Moholy-Nagy, con la espiral metálica que sugería el comienzo de una transmisión radiofónica (cabe recordar que fue en esa época cuando la radio empezó a formar parte de la vida cotidiana). Entre los colaboradores dadaístas de Mécano cabe citar a Georges Ribemont-Dessaignes, Paul Éluard, Man Ray, Jean Crotti, Raoul Hausmann, Tristan Tzara, Hans Arp, Max Ernst y Kurt Schwitters; la mayor parte de ellos publicó en varios números de la revista, en la que también colaboró Ezra Pound, atrapado entonces en la vorágine de dadá tras instalarse en París. Publicaron también Mondrian y otros artistas asociados con De Stijl, y no faltó tampoco I. K. Bonset. En ese momento, nadie sabía que era otro de los muchos álter ego de Van Doesburg.

Bonset debutó en De Stijl en mayo de 1920, y llegó a ser un colaborador habitual. Van Doesburg le confió a Oud que Bonset era una «escisión» de sí mismo, y que lo necesitaba para atacar al viejo orden. El gusto de De Stijl por el orden como tal parece incompatible con la agresión; por eso le encargó a Bonset el trabajo sísmico. Sólo Oud estaba al corriente de quién era realmente Bonset, pero Van Doesburg se dedicó alegremente a dispensar un mínimo de información y a preparar incluso la entrada de Bonset en la escena internacional, si bien por correspondencia. Tras oír que se decía que Bonset era alguien que estaba «contra todo y contra todos», Tzara mordió el anzuelo y le pidió a Van Doesburg que invitara a ese incendiario holandés a colaborar en un proyecto dadaísta. «Estoy bastante seguro de que aceptará», contestó Van Doesburg, y prosiguió, medio en broma: «Bonset comparte nuestras ideas, pero es un tipo raro, nunca se deja ver.» Tzara llegó a escribir una carta a Bonset, y Van Doesburg firmó con seudónimo en el dorso del sobre: «Ya ve cómo su fama de invisible atrae cada vez más seguidores.» No obstante, en las publicaciones de Bonset no había nada invisible, y todas tenían la impronta de las invectivas y la desobediencia civil de dadá.

El número azul de Mécano incluyó el «Manifiesto 0,96013» de Bonset, un título numérico que era una parodia de los manifiestos de De Stijl, numerados consecutivamente, que Van Doesburg firmaba con su verdadero nombre; concluía, en grandes letras subrayadas, dramatizando su tema con la misma fuerza que Picabia había aplicado a la mancha de tinta de la Santa Virgen:

El mundo es una pequeña

Máquina de Esperma

La vida –una enfermedad venérea

Todas mis oraciones las dedico

a Santa Venérea.

Van Doesburg no cabía en sí cada vez que soltaba su veneno e ingenio disfrazado del personaje de Bonset, su marioneta. «Dadá es el corcho de la botella de vuestra estupidez», proclamó en el «Manifiestoantiarteyrazonpura», publicado en el número amarillo de Mécano. «En el futuro me permitiré utilizaros como mi bastón dadaísta.»

Por cortesía de Van Doesburg, el director de la revista, Bonset tenía una válvula de escape en De Stijl, pero, cuando Tzara le pidió colaboraciones, también respondió enviándole varios textos (como el «Manifiesto metálico del champú holandés») para la antología dadaísta que preparaba el rumano, que, si bien no llegó a buen puerto y no se publicó en vida de Van Doesburg, ponen de manifiesto que conocía la Fuente de Duchamp: «El arte es un mingitorio», escribió Bonset en el «Manifiesto I K B». En otro texto encontramos una referencia que parece hecha de pasada: «Nosotros, dadaístas neovitalistas, constructivistas destructivos.» El constructivismo tenía que afilar su navaja; ése era el incentivo que se ocultaba detrás de la invención del personaje de Bonset, cuyas apariciones en De Stijl, más que caracterizarlo como el dadaísta delirante e irreverente retratado en la prensa, lo convertían en un tipo nietzscheano situado más allá del bien y del mal. Así pues, ese repudio por palabras como humanidad, amor, arte y religión, que apuntaba a conceptos clásicos e incluso trillados definiéndolos como «deformaciones sentimentales del sentimiento», coincidía realmente con la misión más ambiciosa de De Stijl, que se postulaba como el gran foro de la planificación racional.

«Lo anómalo es el requisito previo de los nuevos valores» fue otro aforismo de Bonset. En su papel de portavoz de la negación dadaísta, I. K. B., aunque categórico, no dejaba de sonar moderado. «El principio de la vida es completamente amoral. [...] La aniquilación es anterior a todo nacimiento.» Y, en una formulación yin-yang tan cara a Van Doesburg como a Bonset: «El no es el mayor estímulo del sí.» En un mundo embotado por la complacencia burguesa y su arte, «destinado a los burdeles inmorales del arte», la necesidad de una afirmación trascendente se parecía a un dolor del alma, pero no se conseguiría nada apelando únicamente al deseo. El percutor era el no.

A punto de llamar «Dada» a su perro, Van Doesburg contuvo el impulso de salir del armario y presentarse personalmente como dadaísta. Estaba demasiado comprometido con el programa de limpieza de De Stijl para hacerlo. Su gusto por la confrontación y los atractivos del escenario encontraron en dadá un refugio acogedor. Su álter ego Bonset era un vehículo, y Mécano un foro dadaísta más que agradable. Pero ¿podía presentarse en público en nombre de dadá manteniendo la apariencia de neutralidad y preservando la integridad de De Stijl? Ése era el dilema que tendría que resolver después de las emociones del congreso de Düsseldorf.