3. PLEGARIAS FANTÁSTICAS

Dadá, el movimiento que cristalizó por primera vez en el Cabaret Voltaire y luego en la Galerie Dada, parecía haber nacido a propósito para el círculo de refugiados de guerra en Zúrich. Como otros exiliados, los dadaístas sabían muy bien que el entorno artístico que habían tenido que dejar atrás corría el riesgo de extinguirse. Al mismo tiempo, su orientación internacional los hacía receptivos a las iniciativas vanguardistas de cualquier procedencia. Considerando que los dadaístas estaban en contacto con otros artistas y escritores de vanguardia de las naciones en guerra, las noticias sobre dadá no tardaron en propagarse, y la cobertura de la prensa local zuriquesa llegó también al extranjero. No obstante, mientras el conflicto seguía siendo un freno a la libertad de movimientos, pocas posibilidades tenía dadá de cruzar las fronteras.

¿O sí las tenía? No a todos los dadaístas les hacía gracia la idea de quedarse mucho tiempo en Zúrich. Los sueños de Tristan Tzara de irse a París seguían en suspenso, pero su caso era complicado; oficialmente, era apátrida, pues su Rumanía natal denegaba la nacionalidad a los judíos. Hans Arp tenía muchas amistades en París, pero era ciudadano alemán y no le entusiasmaba la perspectiva de regresar a su país, mucho menos después de conocer a Sophie Taeuber. Por su parte, Hugo Ball y Emmy Hennings volvían a estar felizmente aislados en los Alpes, y Richard Huelsenbeck padecía un abatimiento profundo desde que la pareja había vuelto a las montañas.

Sin la orientación de Ball, el gran circo de dadá parecía haber levantado la carpa, dejando atrás poco más que una pista de serrín vacía y recuerdos entrañables. Quizá fue un consuelo que la iniciativa editorial lanzada con Cabaret Voltaire fuese cobrando fuerza. En septiembre y octubre vieron la luz dos libros más, ambos de Huelsenbeck y con ilustraciones de Hans Arp: Plegarias fantásticas y Schalaben Schalabai Schalamezomai. Sin embargo, a finales de ese año Huelsenbeck seguía teniendo insomnio, y padecía una misteriosa enfermedad estomacal que le amargaba los días. En enero de 1917, cuando decidió volver a Alemania, se llevó consigo las esporas de dadá, que luego transmitió a un huésped completamente nuevo y fértil. De hecho, Berlín parecía haber estado esperando a dadá.

Lo que Huelsenbeck encontró en Berlín fue una inflamación del cuerpo político que sólo podía ser el producto de la desmoralización imperante en la capital imperial en el momento en que la nación, acosada por mil dificultades, entraba en su cuarto año de guerra. Estar en Berlín se parecía a «estar tumbado sobre un volcán», escribió Huelsenbeck, que percibió que dadá era exactamente lo que necesitaban los acontecimientos sísmicos que se avecinaban.

A Huelsenbeck le costaba mucho no recordar que, apenas dos años antes, Ball y él habían organizado en la capital alemana una lectura de poesía contra la guerra. En aquel momento fue una empresa arriesgada, pero el Berlín del que Huelsenbeck se había marchado en 1916 ya no acusaba las convulsiones de la fiebre patriótica de 1914, aun cuando, con actitud petulante, siguiera confiando en la victoria. Como se vio poco después, era una confianza absolutamente injustificada.

La conciencia pública de las dificultades reales de Alemania topaba con la censura que el alto mando alemán imponía a la prensa. En los primeros dos años de guerra se daban a conocer públicamente las listas de los caídos, pero en 1916 dicha práctica se interrumpió con vistas a ocultar la magnitud, cada vez mayor, de la tragedia en que se había convertido la guerra de trincheras en el frente occidental.

Los alemanes de a pie podían desconocer los horrores que tenían lugar en los campos de batalla de Europa, pero el frente local ya tenía dificultades de sobra. El invierno de 1916-1917 –el legendario «invierno del tulipán», entre los más fríos que se recuerdan, con temperaturas de hasta -22 ºC– agravó los efectos del racionamiento de alimentos. Los berlineses robaban en plena noche los andamios de la patriótica estatua del mariscal Von Hindenburg, junto a la Columna de la Victoria; necesitaban leña, que también estaba estrictamente racionada.

Para la mayor parte del pueblo llano, esas estrecheces eran algo esperado tras varios años de guerra, y estaban dispuestos a apañárselas de cualquier manera; algún precio tenían que pagar por la victoria. Cada nuevo ataque se hacía pasar por el «empujón final»..., hasta el siguiente. Para algunos de los poetas y artistas que Huelsenbeck volvió a ver o conoció al regresar a Berlín, todo ese asunto llamado guerra apestaba a estafa. «Ninguno de nosotros apreciaba en realidad esa clase de valor que se necesita para dejarse matar de un disparo por una nación que, en el mejor de los casos, es un cártel de mercaderes de pieles y especuladores en cuero, y, en el peor, una asociación de psicópatas», certificó Huelsenbeck. La gente se apretaba el cinturón, pero la alta sociedad –la corte del emperador Guillermo, los militares y la élite industrialno padecía ni la escasez ni el racionamiento. «El que tenía dinero podía pasar a la trastienda de casi cualquier restaurante y pedir pato asado y fresas con nata, y regar la comida con toda la cerveza y todo el champán que pudiera echarse al coleto», recordó más tarde un berlinés de aquellos días. «Mientras tanto, la gente corriente tenía que conformarse con un guiso de gorriones.» Dadas las limitaciones que imponía la guerra, Berlín se había convertido «en una ciudad de estómagos apretados, de hambrientos cuyo número no cesaba de aumentar, y donde la rabia oculta se transformaba en codicia sin límites; la gente sólo quería dinero, y los hombres pensaban cada vez más en cuestiones como la existencia desnuda».

Ese contraste entre lo alto y lo bajo lo silenciaba el prodigioso ajetreo de la metrópolis europea, segunda en número de habitantes después de Londres. Para Huelsenbeck, en poco más de un año, el rostro de la ciudad había «experimentado un cambio increíble». Los síntomas de la modernidad se habían acelerado; el ritmo de la vida cotidiana era frenético. Asimismo, tras compararla con Zúrich, pudo decir: «Me sentía como si hubiera cambiado un fatuo idilio de abundancia por una calle repleta de letreros eléctricos, buhoneros gritones y bocinas.»

Para alguien con el don dadá para poner patas arriba todas las normas, «la existencia desnuda» era algo tentadoramente material. El primer objetivo de las burlas de Huelsenbeck fue la espiritualidad usada como compensación. «Alemania siempre se convierte en tierra de poetas y pensadores cuando empieza a anegarla un país de jueces y carniceros», señaló, aplicando el látigo retórico a los aires de santurronería que vio soplar tan campantes en el arte alemán.

No era la primera vez que Huelsenbeck se encontraba en esa situación. En cuanto regresó a Berlín, comenzó a frecuentar al viejo círculo expresionista del Café des Westens. Cuando Ball y él trabaron amistad allí mismo varios años antes, su relación había prosperado en la atmósfera general del expresionismo. «Para nosotros, todo es expresionismo», había escrito a un amigo de entonces, «pues prestamos más atención al estilo de vida que a las pinturas. Queremos un estilo de vida nuevo; queremos una nueva clase de actividad; queremos otro color de piel.» (Huelsenbeck había estrenado sus «canciones negras» en Berlín antes de retomarlas en el Cabaret Voltaire.) Ahora, al regresar, volvió a salir en defensa de «lo nuevo». Con las iniciativas de Huelsenbeck, dadá estaba a punto de ser lo próximo nuevo en la capital alemana, y ocupó su lugar entre los muchos movimientos ahora conocidos colectivamente como modernismo.

El modernismo suele asociarse al poeta norteamericano Ezra Pound y su grito de guerra «make it new» –«hazlo nuevo», «renueva lo antiguo»–, título de una colección de ensayos que publicó en 1934. Con todo, su exhortación llegó tarde, pues la letanía se remontaba al cambio de siglo, cuando el simbolismo y la décadence fueron los primeros indicadores del surgimiento de un amplio movimiento moderno. Cuando dadá nació en 1916, la lista de ismos se había multiplicado, con el fauvismo, el cubismo, el futurismo y el expresionismo entre los más destacados; el mantra de lo nuevo los unía a todos. «Traté de inventar nuevas flores, nuevos astros, nueva carne, nuevas lenguas», decía un entusiasmado Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno (1873), y en la segunda edición de La gaya ciencia (1887), Friedrich Nietzsche visionó una «gran salud» que esperaba a las almas especiales en el futuro: «Nosotros, los que somos nuevos, anónimos, difíciles de comprender; hijos prematuros de un futuro todavía incierto..., para un fin nuevo también necesitamos un medio nuevo, concretamente, una nueva salud, más fuerte, más aguda, más resistente, más osada y más alegre que toda salud anterior.»

En la década de 1920, mientras el novelista vienés Robert Musil escribía El hombre sin atributos, lo nuevo ya se había convertido en el mantra de la época. «Nadie sabía exactamente qué se avecinaba», escribió, evocando la niebla dorada de antes de la guerra; «nadie estaba en condiciones de decir si sería un nuevo arte, un hombre nuevo, una nueva moral o, quizá, una reorganización de la sociedad. Así pues, todos decían lo que les parecía.»

Tras regresar a Berlín en 1917, Huelsenbeck interpretó el fermento creativo de la ciudad a partir de los lazos con el expresionismo, previos a la guerra, acrecentados con la insolencia dadaísta que había puesto a punto en el Cabaret Voltaire. «El hombre nuevo», un artículo publicado en mayo de 1917 en una revista acertadamente llamada Neue Jugend («Nueva Juventud»), fue la primera salva que disparó: «El hombre nuevo transforma la polihisteria de su tiempo en comprensión genuina de todas las cosas y en una sensualidad saludable», escribió, previendo la aparición de una figura a la que no tardó en promocionar como «el dadaísta», aunque en el artículo propiamente dicho no mencionaba a dadá.

Pero la expresión «el hombre nuevo», der neue Mensch, no contenía nada que fuese única y exclusivamente dadaísta. Como acabaron descubriendo Huelsenbeck y sus aliados de Berlín, ese hombre nuevo estaba disponible tanto a la derecha como a la izquierda. El Freikorps (grupo paramilitar formado por voluntarios) también se presentaba como semillero del «hombre nuevo, el pionero de la tempestad»; fueron esos voluntarios quienes aplastaron el levantamiento espartaquista, la huelga general que se convocó en los primeros días de 1919. Ernst Jünger, en su popular Tempestades de acero (In Stahlgewittern, 1920), un recuento de sus experiencias en la Primera Guerra Mundial, escribió acerca de ese pionero llamado «el hombre nuevo»; más adelante, su libro sirvió para fortalecer a quienes se agruparon alrededor de un todavía joven Adolf Hitler.

El director de Neue Jugend era Wieland Herzfelde, un entusiasta joven poeta y ardiente pacifista tras los horrores que había conocido de primera mano en el frente. Herzfelde, que sabía de la existencia de dadá gracias a su correspondencia con Hugo Ball, quería lanzar una nueva publicación, pero la estricta censura que se aplicó durante la guerra dificultaba la aparición de cualquier material impreso que oliera a provocación. No obstante, encontró una solución ingeniosa, a saber, compró los derechos a Neue Jugend, una publicación belicista; conservar el nombre confirió a Herzfelde un aura de respetabilidad. Así pues, puso en circulación la revista con el sello de Malik Verlag, una pequeña editorial que él mismo había fundado. La palabra malik es, en parte, de origen turco, y Herzfelde supuso, no sin audacia, que una empresa con un nombre turco se percibiría como propulsora de la moral, pues el imperio otomano era aliado de Alemania; por tanto, las autoridades no verían en él una amenaza.

La publicación de Neue Jugend se prohibió tras algunos números de periodicidad mensual, pero Herzfelde encontró una laguna jurídica que le permitió sacarla con carácter semanal. Tomando la precaución de dar un domicilio falso, publicó dos ediciones semanales en mayo y julio de 1917, en formato tabloide; así, la revista pasó a tener un aspecto absolutamente distinto de todo lo que circulaba en ese momento. Aunque no presentada todavía bajo los auspicios de dadá, el audaz diseño de la portada y la contraportada del número de julio se ha reproducido en casi todos los libros que se han escrito sobre dadaísmo. Las letras rojas, azules y verdes añadían un toque de color al diseño, llamativo en su conjunto, desde la espectacular fotografía de la tapa –el icónico edificio Flatiron de Nueva York, con la inscripción REKLAMEBERATUNG («Asesoría publicitaria») estampada en rojo atravesando los pisos más altos como sardónico comentario a la reciente entrada de los Estados Unidos en la guerra– hasta la calavera y los huesos entre un remolino de letras e iconos en la contra. Esa deslumbrante explosión tipográfica era, de hecho, un anuncio para el primer libro de Malik, una colección de litografías de George Grosz, cuya obra artística y su combatividad desempeñaron un papel fundamental en el dadaísmo berlinés.

Anuncio de Kleine Grosz Mappe, de George Grosz; Neue Jugend, Berlín, junio de 1917.

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Wieland Herzfelde y su hermano Helmuth habían conocido a Grosz en el estudio de Ludwig Meidner, un lugar de encuentro prometedor. Meidner sintonizaba con el espíritu apocalíptico de esos días incluso antes de que estallara la guerra. «Como Absalón, todos colgábamos de un pelo en las ramas del Zeitgeist», recordó. «Estábamos confundidos, irritables, éramos un manojo de nervios. La proximidad de la catástrofe mundial nos llevó al límite.»

Los lienzos de Meidner, desbordantes de explosiones, matanzas y siluetas de ciudades en llamas, son imágenes icónicas de una guerra a la que, aunque parezca extraño, se anticipan. La miseria urbana, combinada con el impacto de los dinámicos cuadros de ciudades de los futuristas italianos, inspiraron a Meidner sus visiones catastróficas. Paredes, puentes y farolas parecen encorvadas por el peso de un nerviosismo interior, y dan paso a alucinaciones de destrucción total.

Es tentador suponer que Meidner poseía un sentido que le permitió anticipar la inminencia de la guerra, pero la provocación era más mundana. En el tórrido verano de 1912, esas visiones apocalípticas exudaban del pintor como el sudor que provoca la fiebre. «Julio había golpeado mi cerebro hasta dejarlo como una espuma de un brillo implacable, con su blanca y muda insolación; pero agosto me inmovilizó como un ave de presa que me despedazaba a picotazos», recordó. «Agosto tiene un olor acre a diarrea y cadáveres. [...] Mi cerebro sangraba unas visiones horrendas. Sólo veía miles de esqueletos que brincaban en fila.»

Para Grosz y los hermanos Herzfeld, no pudo haber mejor lugar para conocerse que el estudio de Meidner. Grosz se distinguía del círculo bohemio de Meidner simplemente por su aspecto atildado: «El pelo rubio ceniza en un corte impecable, y la raya tan perfecta como la de los pantalones», recordó Wieland. («Ser alemán siempre quiere decir: tener mal gusto, ser tosco, feo, gordo, inflexible – significa ser incapaz de subir una escalera de mano a los cuarenta años, e ir mal vestido», escribió a un amigo.) De hecho, Grosz parecía tan elegante y educado que conseguía presentarse como un hombre de negocios holandés con un estrafalario plan de reclutamiento de mutilados de guerra que fabricarían objetos decorativos de escritorio con proyectiles usados de los campos de batalla, pintados a mano con la Cruz de Hierro enmarcada en hiedra e inscripciones como: «Todos los disparos dieron en el blanco.»

Ese bicho raro mosqueaba a Herzfelde: ¿Era de verdad holandés? ¿Y ese perfecto acento berlinés? ¿Cómo fue a dar con sus huesos en el taller de un bohemio como Meidner? Y más adelante encontró a Grosz en un lugar que resultó ser el estudio de un artista –algo parecido a una «choza», lo llamó alguien–, con las paredes cubiertas de bocetos y recuerdos del Salvaje Oeste, junto con fotografías de Thomas Edison y Henry Ford en las que Grosz había falsificado la firma de esos dos célebres norteamericanos. No tardaron nada en hacer buenas migas, y esa amistad convirtió a Malik Verlag en una próspera editorial durante años y consolidó la reputación artística de Grosz.

Aunque su padre había muerto cuando él sólo tenía seis años, Grosz tuvo una infancia feliz, retozando a su aire en los bosques y jugando a vaqueros e indios. Sintió adoración por los Estados Unidos toda la vida, seguramente gracias al mito que habían popularizado las novelas de Karl May, fundadoras de la moda por el Oeste norteamericano que aún perdura en la Alemania de nuestros días. Sus actividades artísticas florecieron pronto y, con el tiempo, el toque humorístico se hizo más cáustico y satírico. Grosz tenía una visión nada halagüeña de la humanidad ya antes de la guerra, y la confirmó su paso por el ejército. En una carta a un amigo, terminaba con un estallido desesperado que era una cita de Zola: «El odio es sagrado.» Como apuntó más tarde el artista alemán Hans Richter: «Grosz era un genio del odio, pero odiaba su necesidad de odiar.» Cuando se le acabó la paciencia, agredió a un sargento, y si se salvó de la ejecución por un pelo fue gracias a la intervención del conde Harry Kessler, padrino, durante toda la vida, de artistas de todas partes del mundo. De resultas de ese incidente, las autoridades militares calificaron a Grosz de «permanentemente no apto para la guerra», a lo que él podría haber replicado que se trataba de un hándicap congénito.

Cuando Grosz conoció a los hermanos Herzfeld, ya cultivaba un estilo que encajaba a la perfección con su actitud vital y que le servía para canalizar su rabia. Inspirándose en grafitis de los baños públicos y en dibujos infantiles, redujo el mundo a una maraña de la que las figuras humanas sobresalen como si formasen parte de un siniestro total. El título de un cuadro revela que un locus aparentemente bucólico es, en realidad, la escena de un crimen. En sus obras, las calles viven inmersas en un ajetreo que carece de toda finalidad. Un grupo de asesinos sexuales juegan tranquilamente a las cartas junto a un cuerpo mutilado. Y para todo ello se inspiraba en ese cubil de iniquidad en que estaba convirtiéndose Berlín. Grosz tenía la cabeza llena de visiones al estilo de Meidner, un paisaje urbano que escoraba sin ninguna clase de control. En una carta a un amigo, escribió:

Estoy lleno de visiones – ¡y esta obra sólo aspira a ser emociones, excitación, una fachada febril sobre el papel! O... ¡zuuum! Un cielo estrellado que gira encima de una cabeza roja, un tranvía que irrumpe en el cuadro, timbrazos de teléfonos, una mujer que grita en el trabajo mientras los nudillos de metal y la navaja automática duermen plácidamente en el pegajoso bolsillo de los pantalones del rufián... ¡ah, y los laberintos de espejos, vosotros, mágicos jardines públicos! donde Circe transforma a los hombres en cerdos, gracioso sombrero de loden con un penacho o ir haciendo eses en el Pathéphone, donde el auricular se pega al oído y la música del gramófono, las palmeras son barcos en los que zarpamos montados en las canciones de los carteles, tú, paraguas amarillo, el corro de las letras – y las noches rojas como el oporto, hartas de vino, donde la luna se aparea con la infección y taxistas que maldicen, y donde se estrangula en carboneras polvorientas – ¡oh, la emoción de las grandes ciudades!

Una de las maneras en que Grosz manejaba esas agresiones sensoriales seguía la línea que ya había diagnosticado el sociólogo Georg Simmel y muchos psicoanalistas; es decir, a través de un álter ego, o, en este caso, una pluralidad de álter ego. Lord Hatton Dixon, Dr. William King Thomas, conde Ehrenfried, el caballero Von Thorn, Edgar A. Hussler y el conde Bessler-Orffyré fueron algunos de los nombres con que Grosz firmó sus cartas durante los años de guerra. No todos eran ficticios. El conde Bessler fue un célebre charlatán del siglo XVIII, y Grosz tenía en su poder la máscara mortuoria del Dr. Thomas, el mismo que hizo volar por los aires su propio buque para cobrar el seguro (y se equivocó al creer que, matando a los pasajeros, lograría que pareciera un accidente).

Ese coqueteo con tantos heterónimos registró un giro personal cuando cambió su nombre verdadero, Georg Gross, para pasar a llamarse George Grosz. La e añadida a Georg americanizaba el nombre, en consonancia con su guardarropa. Los hermanos Herzfeld lo imitaron. Wieland añadió la e a su apellido después de que su amiga la poeta Elsa Lasker-Schüler lo escribiera así en una publicación, y su hermano Helmuth adoptó un nombre corriente inglés, John, y una versión anglicanizada de su apellido, Heartfield. Como Grosz, con ese apodo en la lengua del enemigo se dedicó a provocar a sus compatriotas en plena guerra. Al fin y al cabo, lo habían echado ignominiosamente del ejército por considerarlo «indigno de lucir el uniforme del káiser». No obstante, las mismas cualidades que lo convirtieron en anatema para la Alemania en guerra, hicieron de él un activo perfecto para dadá.

Huelsenbeck encontró en Neue Jugend y su subversivo trío –Grosz, Herzfelde, Heartfield– un vehículo para relanzar el dadaísmo en un nuevo emplazamiento. En mayo de 1917, así lo confesó en una carta a Tzara; en agosto, ya afirmaba descaradamente: «Hemos creado un movimiento aquí en Berlín, comparable, en tamaño, con el dadá de Zúrich.» Huelsenbeck proseguía esbozando planes editoriales y quería organizar una exposición, y pidió a Tzara material para la promoción, recalcando que «todo depende de que actuemos rápido».

Dadá no se estrenó en Berlín hasta el 22 de enero de 1918, pero incluso así puede decirse que fue un debut oficioso y aparentemente improvisado, una velada literaria en la que Huelsenbeck leería junto con algunos destacados escritores expresionistas en la Galería I. B. Neumann, que poco antes se había afirmado como una plataforma importante para el arte disidente.

De buenas a primeras, Huelsenbeck tomó la palabra para comunicar al público que la velada estaba concebida como un espectáculo en apoyo de dadá, «un nuevo “movimiento artístico” internacional, fundado en Zúrich hace dos años», del que tenía el honor de ser el delegado oficial. Seguidamente hizo un rápido resumen de la historia del Cabaret Voltaire, con su «hermosa música negra», su «frenesí de timbales y tam-tams» y su «éxtasis del twostep y las danzas cubistas». Todo muy bonito hasta que sorprendió a la concurrencia pacifista declarando (faltando a la verdad, pero en el espíritu contradictorio de dadá): «Estábamos a favor de la guerra, y el dadaísmo sigue estándolo aún hoy. Las colisiones son necesarias: las cosas todavía no son bastante crueles.»

Neumann, el galerista, estuvo a punto de llamar a la policía, pero lo disuadieron los amigos de Huelsenbeck. Para magnificar la impresión de dadá como sinónimo de insolencia y desinhibición, Grosz también leyó algunos poemas, salpicados con guiones largos que indicaban pausas en las que ejecutaba unos pasos de baile. En un momento de la lectura, imitó aparatosamente el gesto de orinar sobre un cuadro del prestigioso artista Lovis Corinth, asegurando al indignado público que la orina era un barniz maravilloso; los demás integrantes lamentaron verse identificados en la prensa como partidarios de dadá, cuando, de hecho, sólo Huelsenbeck y Grosz habían demostrado tener cierta idea de lo que realmente significaba el dadaísmo.

Pocos días después, Huelsenbeck anunció en un comunicado de prensa la fundación del Club Dada, que en adelante funcionó como centro del movimiento en Berlín. Por último, el 12 de abril se organizó una velada dadaísta oficial, en la que Huelsenbeck agasajó al público con un típico manifiesto dadá, en el que mezclaba observaciones sagaces con pullas y otras sandeces. Los artistas más excepcionales, dijo elogiosamente, eran los que «a toda hora arrancan jirones a su cuerpo en medio de la frenética cascada de la vida» –una vida que se reformula en la imagen de las trincheras–, y prosiguió con una caracterización convincente de dadá como «la expresión internacional de nuestra época»: «La palabra dadá simboliza la relación más primitiva con la realidad que nos rodea; con el dadaísmo se afirma una nueva realidad. La vida parece un caos simultáneo de ruidos, colores y ritmos espirituales, llevados, sin alteración alguna, al arte dadaísta.» Pero ése era, sin duda, un arte extraño, un arte que «por primera vez ha dejado de adoptar una actitud estética ante la vida». Es posible que con una afirmación tan desafiante se metiera al público en el bolsillo, pero a continuación, en un acto temerario, terminó su discurso insistiendo en que «¡Ser dadaísta es estar en contra de este manifiesto!».

El Club Dada de Berlín tenía ahora un contingente ad hoc, formado por Huelsenbeck y Grosz, Wieland Herzfelde y su hermano John Heartfield, más Johannes Baader, arquitecto funerario y megalómano, los artistas Raoul Hausmann y Hannah Höch, el poeta y cabaretista Walter Mehring, el anarquista Franz Jung y algunos seguidores más. Aunque Huelsenbeck añadió diecinueve nombres al «Manifiesto colectivo dadá» que leyó en abril, los únicos berlineses eran Grosz, Hausmann y Jung. Era raro que todos los dadaístas de Berlín tuviesen proyectos y puntos de vista idénticos. En Zúrich siempre se habían constatado movimientos en caso de alianzas momentáneas dentro del grupo –para Ball, una tendencia lo bastante curiosa para comentarla en su diario–, pero en Berlín, donde los lazos personales eran anteriores a dadá, las cosas eran distintas.

No tardaron en surgir dos «camarillas». Los hermanos Herzfeld eran inseparables. Huérfanos desde muy jóvenes, ellos dos solos formaban una «familia». Luego, cuando se les unió Grosz, lo convirtieron en su ídolo, y el trío fue siempre una unidad esencial con o sin dadá. De hecho, la prometida de Grosz se alarmó al ver la lealtad de cachorro con que se comportaba Heartfield en particular. A Hausmann y Baader los unían diez años de amistad, y formaban el centro de otro dúo, complicado por la relación del primero con Hannah Höch, un tormentoso amorío extramatrimonial que persistió durante seis años.

Un puñado de participantes rondaba por la periferia de esos dos tríos. En los actos públicos que el grupo organizaba, podían participar hasta doce personas, pero después los organizadores y demás integrantes tendían a retirarse a celdas individuales. Así pues, las cosas fueron dándose de manera tal que nunca hubo en Berlín un proyecto dadaísta totalmente incluyente, y hasta el acontecimiento más importante –la Dada-Messe, la «feria» dadaísta de 1920– se celebró sin Huelsenbeck, aunque sus muchas publicaciones de ese año lo ponían claramente en primer plano como principal portavoz del movimiento.

Que el compromiso de Huelsenbeck con las actividades de dadá fuese esporádico después de las primeras veladas de 1918, se debió a sus obligaciones profesionales, aunque había quien suponía que no estaba por la labor de sumarse a la causa. Al retomar los estudios de medicina tras volver de Suiza, Huelsenbeck se vio obligado a pasar por la etapa de residente. De hecho, pasó gran parte de la década de 1920 dando la vuelta al mundo como médico de a bordo y, tras emigrar a los Estados Unidos, abrió una próspera consulta en Nueva York. Su formación psiquiátrica la aprovechó muy bien en una novela titulada Doctor Billig am Ende («El doctor Billig está acabado»), crónica de la caída imparable del protagonista, que se hunde más y más en el ambiente hedonista y corrupto que caracterizó a Berlín durante la guerra. «La gente se acumulaba como olas altísimas que rompían sobre su cabeza», escribió, ahogando así para siempre al doctor Billig.

Dado que la participación activa de Huelsenbeck se veía limitada por sus obligaciones profesionales, y vistas las alianzas personales anteriores a la fundación del Club Dada, el viento soplaba en contra del dadaísmo berlinés, con dificultades para convertirse en el movimiento cohesivo que Huelsenbeck había querido crear. Así pues, dadá llegó a ser un estandarte que ondeó sobre tendencias artísticas que ya existían antes de que él llegara a Berlín, un pabellón que señalaba la emergencia de una isla en medio de una ciudad y de un país que se desmoronaban a pasos agigantados. Alemania parecía estar desintegrándose, pero a dadá ese derrumbe le ofrecía una oportunidad única.

La velada dadaísta de abril de 1918 tuvo lugar poco después de que Alemania lanzara su costosa e ineficaz ofensiva de primavera en el frente occidental, el último estertor de la arrogancia militar prusiana. Cuando dadá comenzó a pisar firme en Berlín, el país avanzaba sin freno, tambaleándose, hacia un desastroso final de las hostilidades. Los primeros indicios de la crisis aparecieron cuatro días después de la primera velada dadá, cuando trescientas mil personas se manifestaron en la capital para protestar contra el 50 % de reducción que comenzó a aplicarse al racionamiento del pan. A pesar de que el ejército alemán fue incapaz de sostener su tan cacareada ofensiva de primavera, y pese a las bajas de los aliados en la contraofensiva, los delirios de gloria no se desvanecieron. En una fecha tan tardía como el 27 de septiembre, los periódicos de Berlín anunciaron que se había ganado la guerra, y el comandante Erich Ludendorff, la máxima autoridad entonces en el frente oriental, aseguró al emperador que tenía la victoria en las manos. No obstante, a las cuarenta y ocho horas se le aconsejó al káiser que firmase un armisticio e instaurase un gobierno parlamentario. «¿Abdicar yo? ¡Ni hablar!», proclamó Guillermo. «¡El ejército y el pueblo me apoyan incondicionalmente! ¡Sólo la maldita Berlín está en mi contra!»

A partir de ahí, todo se precipitó, y el castillo de naipes imperial se desmoronó en noviembre. La armada se amotinó en los astilleros de Kiel, evitando así una demencial misión suicida ideada por la plana mayor. El motín de Kiel fomentó otras acciones revolucionarias, y las huelgas y las manifestaciones se propagaron por toda Alemania. El emperador se vio forzado a abdicar el 9 de noviembre; dos días después se firmó el armisticio. Al mismo tiempo, grupos rivales –Philipp Scheidemann, del Partido Socialista Alemán, por un lado, y Karl Liebknecht, líder de la Liga Espartaquista, por el otro– declararon el nacimiento de una República Alemana. Todo parecía estar a punto para el estallido del violento enfrentamiento civil que tuvo por escenario las calles de Berlín hasta la primavera de 1919.

Para los dadaístas, gran parte del cataclismo que iba ganando terreno en el país todavía se conjugaba en futuro; pero, de momento, el empeoramiento de la situación alemana para ellos implicaba un riesgo. Tres días después de la velada dadá arrestaron a Raoul Hausmann, que pasó unos días detenido. El comisario de policía «me trató como a un criminal, naturalmente, como si yo conspirase contra el gobierno»; pero a Hausmann le sorprendió más advertir que el comisario veía «un código secreto en mi tipografía dadaísta para la portada de Freie Strasse». Se refería a un número especial de una revista que a veces se ha considerado el único de esa publicación del Club Dada. Muy probablemente, las autoridades sospecharon que algo clandestino se ocultaba en el anuncio del editor para Billig, la novela de Huelsenbeck, compuesto en una tipografía deudora de los futuristas italianos y sus «palabras en libertad». Adaptando prácticas publicitarias de los medios comerciales como carteles y periódicos, la técnica de esas parole in libertà (con los principios y reglas que Marinetti había establecido en 1913) hacía saltar por los aires la decorosa y formal página literaria. (En Zúrich, Tzara exhortaba a seguir el mismo camino: «Cada página tiene que explotar», subrayó en un manifiesto.) Así, el dadaísmo berlinés se convirtió en la incubadora de un diseño tipográfico liberado de las convenciones.

La estética emancipada de Die Freie Strasse («El camino abierto», un título que se inspiraba en «Canto del camino abierto», de Walt Whitman) tenía otras resonancias, pues el director de la revista era Franz Jung, anarquista partidario de la liberación sexual que predicaba el psiquiatra Otto Gross. Cualquiera que haya visto la película Un método peligroso, de David Cronenberg, conoce la encarnación de Gross que hizo el actor Vincent Cassel como amenaza maliciosa a la corrección de Sigmund Freud (Viggo Mortensen) y C. G. Jung (Michael Fassbender). Gross era un incendiario que divulgaba opiniones polémicas en publicaciones especializadas y en órganos como Die Aktion, revista berlinesa de vanguardia. Desde su punto de vista, la psicología freudiana del inconsciente era intrínsecamente una doctrina revolucionaria, y debía conducir a la revolución sexual que acabaría con el patriarcado. Gross predicaba con el ejemplo, pues en un solo año engendró hijos de tres mujeres distintas. En 1913, cuando tenía cuarenta años, su padre –un renombrado juez del tribunal supremo, que también, y en contra de los deseos de la madre, se quedó con la custodia de su nieto– solicitó que lo ingresaran en un manicomio. Artistas e intelectuales de toda Alemania salieron en defensa de Gross, arremetiendo contra las decisiones del padre, que para ellos representaban el colmo del abuso de superioridad patriarcal. Revolution, la revista que Hugo Ball publicaba en Múnich, dedicó todo un número a buscar apoyos en favor de Gross.

Al presentar el número de Die Freie Strasse durante la velada dadaísta de abril de 1918, el movimiento debutó en un marco ideológicamente cargado, cosa que quedó bastante clara en un siguiente anuncio del Club Dada, que incluía, entre los beneficios de que gozaban los socios, unos supuestos «centros médicos dadaístas», así como el «instituto de detectives dadá; la sección de anuncios, la institución central para la atención privada a ambos sexos; la escuela dadá para la renovación de las relaciones vitales psicoterapéuticas entre hijos y padres, entre cónyuges y entre aquellos que alguna vez lo fueron o tuvieron la intención de serlo». Más anuncios por el estilo pronto coparon las páginas de la publicación insignia, Der Dada («El dadá»), un título provocador que convirtió a dadá en una cosa o un artefacto, pero sin aclarar qué era. Ni siquiera Der Dada parecía saberlo a ciencia cierta: «¿Qué es dadá?», se preguntaba la revista; «¿un arte? ¿una filosofía?, ¿política?, ¿un extintor de incendios?» Mantener al público intrigado, ésa era la estrategia. Detrás de todo ello estaba el lenguaje universal del siglo XX, el discurso publicitario. «¡Anúnciese con dadá! ¡Dadá divulga su actividad por todo el mundo, la propaga como una infección!»

Der Dada rebosaba anuncios descarados. En un artículo titulado «Invierta su dinero en dadá», publicado en el primer número, se cuela una nota religiosa. «Gautama pensaba que iba al nirvana, pero cuando murió, descubrió que no estaba en el nirvana, sino en dadá. El dadá revoloteaba sobre las aguas cuando el Buen Dios creó el mundo, y cuando dijo: “¡Hágase la luz!”, en lugar de la luz se hizo dadá.» En una palabra, un pastiche de budismo y cristianismo que mezcla tontería y seriedad, situado en el fulcro de lo que el filósofo alemán Mynona llamó «indiferencia creativa»: aunque usted no se lo crea, parece decir dadá, aprovechándose un poco del genio de Robert L. Ripley, el humorista y coleccionista de objetos raros de todo el mundo.

Raoul Hausmann frecuentaba el círculo de Franz Jung, y cuando surgió dadá, le pareció natural que Jung fuese uno de sus integrantes. Podría decirse que, en el mejor de los casos, formaron una pareja incompatible, pues Jung se interesaba más por la crisis política del momento que por hacer «arte» (o deshacerlo). También podía ser peligroso; cuando bebía, tenía la desagradable costumbre de disparar contra los muebles y las paredes, al parecer sin preocuparse por los presentes. Tampoco está de más señalar que convirtió a John Heartfield en adicto a la cocaína. En la primavera de 1920, poco después del golpe de Kapp (una intentona militarista de derechas), Jung se las apañó para requisar un barco y lo llevó él mismo hasta Rusia, donde lo ofreció al gobierno bolchevique a manera de tributo. «Comunista, poeta y pirata», decían los titulares. Por su parte, Hausmann aunque resentido porque Jung ya no le echaba una mano, comenzó a organizar veladas dadaístas. Al final, la ausencia de Jung no fue una limitación, pues no tardó en comprobar que los hermanos Herzfeld y Grosz tenían energías e ideas. Además, su viejo amigo Johannes Baader formaba por sí solo el sector más radical del movimiento.

Baader fue el único integrante del Club Dada que gozó de una cobertura mediática masiva. Arquitecto especializado en monumentos funerarios y diez años mayor que los demás, su fama era anterior a la llegada de dadá. Eximido del servicio militar con un certificado oficial de insania, a la larga esa decisión fue una bendición, pues le proporcionó inmunidad jurídica para sus estrambóticas acciones públicas. En julio de 1918, Baader dio a conocer una proclama en la que pedía que se le concedieran los cinco premios Nobel. En medio del revuelo que armó la prensa, un periodista lo llamó Oberdada, el Superdadá.

Tampoco perdieron el tiempo otros miembros del Club, que se buscaron apropiados títulos honoríficos: Propagandada (Grosz), Weltdada (Huelsenbeck), Progressdada (Herzfelde), Monteurdada (Heartfield), Pipidada (Mehring) y «Dadásofo» y «Dadásofa» (Hausmann y Höch). No contentos con ello, se sacaron de la manga varios nombres compuestos –como «Groszfield», «Hearthaus» y «Georgemann»– que ellos mismos denominaron «Psychofakten». Hausmann y Baader sellaron su alianza con varios fotomontajes en los que se los veía unidos por la cabeza como siameses. Baader, no satisfecho con su título de Oberdada, lo amplificó al máximo; era «el Superdadá, Presidente de la Tierra y del Globo, Presidente del Juicio Final, Presidente Secreto Real de la Intertelúrica y Superdadaísta Liga de las Naciones».

El 17 de noviembre, menos de una semana después del armisticio, el Oberdada interrumpió un servicio religioso que se celebraba en la gran catedral de Berlín y procedió a reprender al cura y a los feligreses. Unas semanas más tarde se nombró a sí mismo Presidente de la Tierra. El verano siguiente, el 16 de julio, llegó por sorpresa a Weimar, y nada menos que en la Asamblea Nacional se presentó como candidato a la presidencia mientras arrojaba propaganda dadaísta sobre los miembros. Ese mismo año, mientras se negociaba el Tratado de Versalles, ofreció sus servicios a las potencias, y también presentó su candidatura al Reichstag, como diputado por Sarrebruck.

Personaje de actualidad –adorado por la prensa–, la categoría de Baader como Oberdada parecía irrefutable. Hausmann lo introdujo en la matriz en desarrollo de dadá, pues percibía que su viejo amigo era un elemento peligroso que podía serle muy útil: «Debido a su irrealidad congénita, que iba de la mano con un extraordinario sentido práctico, Baader era el hombre que dadá necesitaba.» Sin embargo, Huelsenbeck, que no estaba tan seguro, advirtió a Tzara: «Hay que tener cuidado con Baader; no tiene nada que ver con nuestras ideas. En el mejor de los casos, es un teósofo loco, y con sus imbecilidades ha puesto en peligro a dadá en Berlín, y hasta tal punto, que no consigo siquiera publicar artículos cortos en la prensa.»

Huelsenbeck tenía buenos motivos para quejarse, pues las proezas de Baader tenían eco incluso en lugares tan lejanos como Chicago. En el Daily News del viernes 9 de mayo de 1919 pudo leerse este titular: «Berlín: Un nuevo arte como válvula de escape para el tedio», y debajo: «El Da Da Ismo es el último y fantástico grito para calmar los nervios en la capital alemana.» El artículo se publicó en la página dedicada a los boletines de los corresponsales en el extranjero, firmado por el periodista estadounidense Ben Hecht, destinado en Berlín con la misión de informar sobre el impacto desmoralizador de las represalias draconianas que había impuesto a Alemania el Tratado de Versalles. (Más adelante, Hecht llegó a ser uno de los guionistas estrella de Hollywood, con títulos como Primera Plana, Scarface, El siglo XX, La reina de Nueva York, Recuerda y Encadenados, entre otros.) Como el propio Hecht reconoció más tarde, él no sabía nada de política, y mucho menos de arte, y lo engatusaron rápidamente para que escribiera que «Da Da es un nuevo arte de gobernar». En una de las veladas del Club observó la presencia de «mujeres muy ricas y hombres distinguidos» que disfrutaban cuando los dadaístas les revelaban «la imbecilidad de la vida».

Hecht también presentó al Oberdada como líder del movimiento: «Preside una reunión haciendo el pino», decía el titular. La mayor parte del artículo eran citas del propio Baader, que da la impresión de ser un guía sensato: «En el absurdo del dadaísmo reside la única cordura real que Alemania ha alcanzado jamás. Esta noche, las únicas personas cuerdas de Berlín son las que han asistido a nuestra velada.»

Como Huelsenbeck se temía, Baader se movía como pez en el agua cuando había que tratar con la prensa; por si fuera poco, era un megalómano de primera. En un número de Der Dada publicó «Un anuncio de mí mismo», donde insistía en que únicamente él, entre las personalidades más destacadas del momento, era verdadera historia universal. «Hindendorf y Ludenburg no son nombres históricos», escribió, intercambiando deliberadamente las sílabas finales de los apellidos de los célebres comandantes (Hindenburg fue presidente de Alemania en 1925, y Ludendorff se alió con Hitler para dar el golpe de la cervecería en 1923). Huelsenbeck no fue capaz de soportar semejantes personalidades excesivas. Al final, quedó excluido del Club Dada, y si no fue por culpa de Baader, entonces de Hausmann –aunque no antes de que los tres se lanzaran a recorrer Alemania con el incendiario programa dadá, que llevaron a una media docena de ciudades.

Sin embargo, mientras dadá negociaba los difíciles bancos de arena políticos de la revolución y el vacilante comienzo de la República de Weimar, Baader demostró ser la figura que el movimiento necesitaba: desaforado, rozando la parodia de sí mismo, pero, no obstante, absolutamente serio y desinhibido. Sólo él tuvo agallas para escribir su propio obituario, y luego, el día siguiente, anunciar que había resucitado. El primer número de Der Dada se publicó en junio de 1919, pero con la inscripción de AD1 en un lugar destacado, y esta explicación: «La nueva era comienza el año de la muerte del Oberdada.»

No cabe duda de que otros miembros del club también desempeñaron un papel fundamental en la difusión de dadá. Un manifiesto firmado por Hausmann, Huelsenbeck y Yefim Golyscheff («¿Qué es el dadaísmo y qué quiere en Alemania?»), se insertó suelto en el primer número de Der Dada. Los firmantes piden que el «poema simultáneo» dadaísta se adopte como plegaria oficial comunista, que «la obligación de todo el clero sea obedecer los artículos de fe dadaístas» y «la regulación inmediata de todas las relaciones sexuales, de conformidad con los puntos de vista del dadaísmo internacional y mediante la creación de un centro sexual dadaísta». El manifiesto se reimprimió luego en periódicos de toda Alemania, y la prensa, encantada de poner un toque de levedad en el desalentador panorama de las noticias de cada día, también devoró los disparates de Baader y todo lo que salía del Club Dada.

Ni siquiera hoy es posible distinguir entre Baader el megalómano –el que se presentaba sistemáticamente como el profeta y sucesor de Jesús con el seudónimo Johannes B. Krystuus– y Baader el artista conceptual, cuya obra se consumía en el acto y se extinguía. Su preciado manuscrito HADO (Handbuch des Oberdada, el «Manual del Superdadá») desapareció; era un libro de recortes monumental sobre el que Baader se despachó a gusto y con las hipérboles más desmesuradas en sus cartas a Tzara, llamándolo nada menos que Juicio Final, y a su autor, «el Juez Supremo, más verdadero que WILSON y CLEMENCEAU y LLOYD GEORGE. A pesar de que el tratado de paz se firmó el 28 de junio en esa farsa llamada Versalles, HADO se dio a conocer al público a la misma hora en medio del silencio de Berlín». Baader había intentado en vano que Hecht se lo comprase; pedía 50.000 dólares (medio millón de hoy, más o menos).

Tras la caída de Alemania, Berlín se llenó hasta los topes de soldados desmovilizados. «Estas masas ociosas acaban tragadas todas las noches como una capa de limo en sus casas», escribió Alfred Döblin en su novela sobre la revolución de 1918. «Pero por la mañana, alguna manguera gigantesca vuelve a lanzarlos a la calle, donde siguen cayendo como gotas durante horas.» En enero de 1919, Liebknecht, el líder de la Liga Espartaquista, y la marxista alemana Rosa Luxemburg murieron asesinados mientras estaban detenidos. Podría decirse perfectamente que a los asesinos los indultaron; a uno lo acusaron no de asesinato, sino de deshacerse ilegalmente de un cadáver; al otro, de homicidio en grado de tentativa.

En febrero, los dadaístas publicaron un periódico rompedor con el irreverente nombre Jedermann sein eigner Fussball («Cada cual su propio fútbol»), que captaba a la perfección el caos político imperante. En primera plana, la imagen de un abanico con las caras de los principales políticos del momento y el titular: «¿Quién es el más justo de todos?» Walter Mehring encontró una manera inigualable de distribuir la publicación: en un carro de caballos y con una banda, los dadaístas atravesaron la ciudad vociferando cada uno de ellos el título de su respectiva colaboración, y partiendo desde el elegante distrito de Charlottenburg, en el oeste, hasta llegar a los barrios de clase de obrera en el este, consiguieron vender toda la tirada, 7.600 ejemplares.

Malik, la editorial oficial del Club Dada, estaba convirtiéndose en una próspera empresa comercial, y tuvo la suerte de coincidir con la explosión de los sentimientos izquierdistas en Alemania. Cuando a finales de 1918 los espartaquistas fundaron el Partido Comunista Alemán, Grosz y los hermanos Herzfeld estuvieron entre los primeros en afiliarse, y en enero lanzaron su órgano político, la revista Die Pleite («La quiebra»), que en gran parte transmitía su mensaje en los dibujos aracniformes de Grosz, entre otros, el esqueleto de pie ante un tribunal militar que lo declara «apto para el servicio». Dice mucho del estado de ánimo del momento que el partido recién fundado fuera capaz de vender hasta doce mil ejemplares de cada número.

El compromiso político no se hacía a la ligera. Durante el golpe de Kapp de marzo de 1919, Grosz se vio obligado a esconderse después de que los siempre vigilantes miembros del Freikorps entrasen por la fuerza en su estudio. Sobrevivió afirmando que era otra persona y presentando documentos falsos para demostrarlo; la costumbre casi patológica de tener múltiples identidades le salvó la vida. Incidentes como ése lo convencieron de la conveniencia de sacarse una licencia de armas, un paso sin duda gratificante para alguien que en su juventud había idolatrado el mundo del Salvaje Oeste. Mientras tanto, a Herzfelde lo arrestaron por publicar Jedermann, y pasó dos semanas en la cárcel; sólo lo pusieron en libertad gracias a la intervención del conde Kessler. Tras oír el relato de esa experiencia carcelaria de labios de Herzfelde, el conde escribió en su diario: «Lo que ha contado de ellos es tan espantoso que me dan náuseas y me indigna.»

Entretanto, Berlín no paraba. A Kessler le asombró ver las calles con tantas joyerías espléndidamente iluminadas y vendiendo alegremente mientras a pocas calles de allí se oía el estruendo de ametralladoras y granadas. «Berlín parece un elefante», comentó. «Y da la impresión de que la revolución es un cortaplumas. Se clava en el elefante, que siente el pinchazo en sus carnes pero sigue andando como si en el mundo no hubiera pasado nada.»

Si la revolución era poco más que una navaja de bolsillo, las oportunidades de dadá en la esfera pública pudieron parecer del tamaño de un mondadientes. Pero Alemania, creyendo ser el bastión de la Kultur, y tras haberse designado a sí misma guardiana de la civilización, tenía un punto débil, un talón de Aquiles al que el dadaísmo berlinés apuntaba con sus modestos recursos, justo al núcleo blando del arte y toda su petulancia aún intacta tras una carnicería que duró largos años. Ese vago «embobamiento» con el mundo, como caracterizó Hausmann el recién descubierto glamour del expresionismo, tendría que desaparecer. Cuando la revolución empezó a tener sus reveses, acosada por las represalias reaccionarias del Freikorps, Grosz planteó la pregunta más pertinente: «Los disparos continúan; el hambre no cesa; ¿por qué todo ese arte?» De los propios dadaístas dependía responder con sus obras en una batalla de la astucia y del ingenio en la que el arte se enfrentaba al arte.