5. MERZ

Cuando se celebró en Berlín la Primera Feria Internacional Dadá, el término realmente provocador era internacional, no dadá, que hacía tiempo que venía sonando en la capital alemana.

Ya a finales del siglo XIX, las tendencias artísticas internacionales habían provocado reacciones xenófobas en Alemania, y los artistas alemanes deudores del fauvismo, el futurismo y el cubismo podían verse calificados de renegados, agents provocateurs con perniciosas tendencias foráneas. Con todo, la muestra de 1920 fue, para algunos observadores, insuficientemente internacional, y tenían razón. Otros advirtieron la exclusión de un artista que el público en general asociaba con el dadaísmo, aunque el grupo berlinés lo había rechazado y él mismo había elegido no ponerse la etiqueta dadá. Era un alemán, digamos de provincias, pero llegó a ser una de las principales figuras asociadas al dadaísmo y ejerció una influencia enorme en todo el mundo.

Kurt Schwitters empezó a ser un nombre conocido al final de la guerra gracias al apoyo del marchante y editor Herwarth Walden, que también había apoyado varias manifestaciones del arte moderno internacional antes de la guerra y también durante el conflicto. No obstante, indignados por la actitud neutral que adoptó durante las hostilidades, los dadaístas se habían vuelto en su contra, aun cuando eran muchos los que se habían beneficiado de su mecenazgo. Uno de esos beneficiarios fue Schwitters, que, por vivir en Hannover, no podía saber que tener como padrino a Walden lo convertiría en anatema para los dadaístas; no obstante, llevó más lejos que nadie el espíritu de dadá, aunque lo hiciera bajo la rúbrica del antidadaísmo.

Schwitters practicaba una técnica comparable al fotomontaje dadaísta, que se nutría de la proliferación de reproducciones fotográficas de las publicaciones populares. Por su parte, no privilegiaba ninguna fuente en particular, y podría decirse que venció a los dadaístas en su propio juego, echando mano de todo el espectro de la basura como una especie de proletariado material y rescatando los desechos de su humilde condición para darles la aplicación más exaltada –y Schwitters insistía en que, al fin y al cabo, lo que hacía era arte, no un subproducto mecánico como las obras de los dadaístas–. Y llamó a ese arte Merz.

Es comprensible que a Grosz y los hermanos Herzfeld no les interesara Schwitters, pues era un artista absolutamente apolítico. Por su parte, Richard Huelsenbeck nunca supo a ciencia cierta qué le fastidiaba del artista de Hannover. A sus compañeros de Berlín les dijo que Schwitters era simplemente «clase media», y más tarde, en unas memorias, se quejó de que era de esa clase de gente que huele a «comida casera». No se equivocaba Huelsenbeck colocándole a Schwitters la etiqueta de clase media, pero lo mismo podía decirse de casi todos los dadaístas; la diferencia radicaba en que Schwitters vivió en casa de sus padres hasta que tuvo casi cincuenta años, y sólo se marchó para escapar de los nazis. Los padres vivían en el primer piso, y Schwitters, con su mujer y su hijo, en el segundo, aunque una parte no desdeñable de la vivienda fue transformándose poco a poco en una de las obras de arte más asombrosas del siglo XX.

Hubo, sin embargo, dos dadaístas que opinaban distinto. Raoul Hausmann y Hannah Höch, que habían trabado amistad con Schwitters en los días en que se publicó el Almanaque Dadá (otoño de 1920), descubrieron, como hicieron también otros artistas de la vanguardia, que el estilo de vida de Schwitters podía parecer cómodo y normal desde fuera, pero que las apariencias engañan; en lo que atañe a Schwitters, no podían engañar más.

Kurt Schwitters era un dadaísta nato, pero, también, un dadaísta accidental, e incluso antidadaísta, según el principio proclamado en los manifiestos de Tzara y Huelsenbeck (1918). Fue precisamente Huelsenbeck quien había reconocido que «ser dadaísta es estar en contra de este manifiesto». Gracias a su curiosidad y espontaneidad, Schwitters llegó por sí solo a algo que los otros habían adoptado como vocación. Había comenzado su carrera siendo un artista convencional, formado en la Real Academia de Bellas Artes de Dresde, pero sus primeras obras eran poco prometedoras (vista su irremediable falta de talento, lo expulsaron de la Academia de Berlín, en la que estudió brevemente durante sus días en Dresde). Después pasó, en poco tiempo, de ser un paisajista del montón a sus montajes y collages, y pudo presentarse a Hausmann en el Café des Westens, ese abrevadero bohemio de Berlín, con esta asombrosa revelación: «Soy pintor y uno mis cuadros con clavos.» Según Hausmann, fue en 1918 –quizá porque Hans Arp también conoció a Schwitters en el mismo café ese año–, pero es más probable que fuese en 1919, cuando el martillo y las tijeras comenzaron a expulsar al pincel del proceso creativo de Schwitters.

Nacido en 1887 en la puritana ciudad de Hannover, Schwitters fue una flor tardía. Los dadaístas le reprochaban su entorno provinciano, y no puede decirse que Schwitters se esforzara por ocultar sus orígenes; además, se lo habría impedido su marcado acento regional. Tampoco vestía con la elegancia de la que tanto se enorgullecían Grosz y Hausmann. Para Schwitters, vestirse era echarse un par de bufandas al cuello y lo demás ya podía irse al diablo. Por si fuera poco, era corpulento (medía más de un metro ochenta y, como Ball en Zúrich, es invariablemente el más alto en cualquier fotografía de grupo). Cuando Max Ernst, dadaísta de Colonia, fue a visitarlo a Hannover, lo irritó el orgullo con que Schwitters le habló del anticuado guardarropa de Helma, su esposa: «Nunca he gastado un pfennig en ropa para ella; todo es herencia de la familia» (probablemente, excedentes de la tienda de confecciones para señoras que los padres de Schwitters tenían cuando el artista era todavía un niño).

Al parecer, todo Schwitters y todo lo que lo rodeaba olía a provinciano y pequeñoburgués. No sólo vivía en casa de sus padres; él y su esposa eran primos segundos, y la familia de Helma, que también vivía cerca de ellos, les pasó una asignación hasta que la suegra del artista dijo basta a tanta indolencia (así percibía la creatividad del yerno) y cerró el grifo a la joven pareja más o menos en la época en que nació Ernst, su hijo, en noviembre de 1918. Un hijo anterior había muerto a la semana de vida en 1916, y un busto en yeso de la cabeza del bebé acabó rematando un heterogéneo montaje escultórico al que Schwitters puso un título ominoso: La catedral del sufrimiento erótico.

Aunque Hannover tenía todas las características de una pequeña ciudad de provincias, no tardó en convertirse en una meca del arte moderno. Ese giro inesperado se debió a Paul Küppers y Alexander Dorner, dos individuos de una mentalidad abierta como pocos. Küppers, autor de uno de los primeros libros sobre cubismo, fue el primer director de la Kestner Gesellschaft, fundada en 1916 para promover las tendencias más nuevas y provocadoras del arte contemporáneo. Tras su muerte prematura, lo sucedió Dorner, que para entonces ya había reunido una colección fabulosa de arte de la época en el Landesmuseum de Hannover. A pesar de su carácter provinciano, la ciudad, gracias a su museo y a la colección Kestner, fue, para Schwitters, un lugar que le brindó un apoyo fuera de lo común; además, lo puso en contacto con el arte contemporáneo más vanguardista, y ello a pesar del esnobismo capitalino.

Para los dadaístas de Berlín, el principal punto en contra de Schwitters era su estrecha relación con la Galería Sturm de Herwarth Walden –antes de la guerra, un prestigioso centro de intercambio internacional para el arte moderno– y su revista, Der Sturm. Tanto la sala como la publicación triunfaron en gran parte debido a la enérgica personalidad de Walden. Hombre de muchos talentos, era poeta, pianista, compositor y, por encima de todo, mecenas de las artes y portavoz incansable de la vanguardia. Walden inspiraba amor u odio, punto (Hausmann desfiguró de mala manera el rostro de Walden en una postal de Sturm, y escribió «mierda» en la frente). Nacido Georg Levin, fue su mujer, la original poeta Elsa Lasker-Schüler, que también concibió el nombre de Sturm, quien le puso ese seudónimo tan teutónico, Walden, los «bosques». LaskerSchüler también colaboró con dadá de otras maneras, por ejemplo, añadiendo la e final al apellido de William Herzfeld, y su novela Der Malik le proporcionó a Herzfelde el nombre para su casa editorial. En 1903, pocos años después de casarse con Elsa, Walden fundó el Verein für Kunst, una organización que patrocinaba lecturas y conferencias para artistas de vanguardia en diferentes medios. Con el tiempo, el Verein fue creciendo, y acabó conduciendo a la fundación de Der Sturm en 1910. Después de la exposición de 1912, dedicada a Der Blaue Reiter, la Galería Sturm se convirtió en un destino fundamental para la vanguardia internacional.

En 1913, Walden organizó el inmenso Salón de Otoño, una exposición de ambición internacional que podía rivalizar con cualquiera de las muestras de París. Walden también sentó un precedente para dadá cuando recopiló una letanía de críticas demoledoras e insultos de la prensa para confeccionar un póster en el que anunciaba la apertura del Salón: inútiles, hotentotes con camisa de vestir, hordas de monos chillones que lo ensucian todo con sus aerosoles de color, apariciones repugnantes, payasos amarillos, formas lunáticas, embaucadores, garabatos de imbéciles, nuevos uniformes de la demencia, sensacionalismo de hedonistas estéticos... Ésos fueron algunos de los gritos de indignación que Walden supo refundir con astucia en un golpe publicitario. Gracias a su vista de lince para la innovación artística, la lista de artistas que expusieron en Sturm parece un quién es quién del arte moderno, pero el público alemán consideró que la exposición era una alteración del orden público, o, peor aún, «una violación deliberada y a sangre fría de la naturaleza y la humanidad». En un ominoso augurio de lo que se avecinaba, el Parlamento alemán declaró por unanimidad que Sturm era un bastión del «arte degenerado».

Durante la guerra, Sturm fue aún más vilipendiado por sus contactos con artistas de las naciones beligerantes, sobre todo con los fauvistas y cubistas de Francia y los futuristas italianos. La invectiva de Hausmann –«Al filisteo alemán esto no le gusta nada»podría haberse aplicado perfectamente tanto a los efectos de Sturm como a dadá. No obstante, aun cuando Walden se granjeara la enemistad del Estado, no devolvió la bofetada; de hecho, parte de las cosas que, durante la guerra, pusieron a los futuros dadaístas en contra de Walden fue la actitud apolítica que mantuvo en su revista. (Walden vivió su despertar político después de la Revolución de Noviembre, y acabó emigrando a la Unión Soviética, donde su rastro se perdió en el gulag en 1941.)

El 27 de junio de 1918, cuando Kurt y Helma Schwitters firmaron el libro de visitas de Walden, el galerista no sólo llevaba la sala, publicaba la revista y organizaba veladas del movimiento con lecturas de poesía y conferencias sobre arte; también dirigía una escuela Sturm, una editorial y una compañía teatral. En esos días, Sturm era posiblemente la industria de vanguardia más ambiciosa puesta en marcha hasta entonces, y llevarle la contraria, como hicieron los dadaístas de Berlín, equivalía a un suicidio profesional; sin embargo, en 1918 todo estaba tan revuelto que los intereses profesionales no tenían ningún sentido.

Mientras tanto, Schwitters llegó a la gran ciudad desde Hannover sin tener la menor idea del significado de todas esas maquinaciones políticas, y ocupaba feliz su lugar entre los artistas de Sturm, un firmamento tachonado de estrellas. Ingenuamente, suponía que dadá era sólo otra de las carteras de Walden. Al fin y al cabo, en 1917 la Galerie Dada de Zúrich había dependido, y no poco, del apoyo de Walden, hasta el punto de celebrar una velada Sturm a la que el mecenas alemán asistió personalmente. Era un acuerdo bastante natural, pues Hugo Ball había estado en el núcleo de las actividades de Sturm en el Berlín de anteguerra; además, las obras de Arp se exhibían en Sturm y la revista de Walden publicaba sus escritos.

Schwitters no tardó en darse cuenta, a fuerza de palos, que dadá no era cualquier clase de arte; el dadaísmo estaba envuelto en la atmósfera revolucionaria que se respiraba en Berlín. En enero de 1919, cuando en la exposición de Sturm compartió espacio con los enigmáticos cuadros de Paul Klee, el arte, de la clase que fuese, estaba destinado a palidecer ante las convulsiones políticas que venían sucediéndose desde noviembre del año anterior. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg murieron asesinados el 15 de enero, y la nueva Asamblea Nacional se reunió en Weimar un mes más tarde (y Johannes Baader arrojó sobre los delegados su propaganda dadá). El 15 de febrero, los dadaístas desfilaron por las calles de Berlín vendiendo Jedermann sein eigner Fussball, y en marzo, más de mil personas murieron en el enfrentamiento armado que tuvo lugar en las calles de la ciudad. En el peculiar clima del momento, las sangrientas batallas callejeras alternaban con una vida que parecía normal (si es que puede calificarse de normal asistir a la inauguración de una exposición cuando apenas un par de días antes la calle había aparecido llena de cadáveres).

Así y todo, con su primera exposición Sturm del verano anterior, y el nacimiento de su hijo en noviembre, Schwitters sentía que la vida le sonreía. Ya casi era un ingrediente indispensable en la revista de Walden, que no sólo publicaba reproducciones de sus obras, sino también sus poemas y ensayos. Pronto la publicación le ofrecería también un escenario para el debut de Merz, su personalísimo estilo artístico.

En el número de Der Sturm de julio de 1919 (con una de sus «abstracciones» en portada), Schwitters presentó cuadros Merz. Comenzó asegurando a los lectores que ese nuevo apodo, Merz, era algo así como arte abstracto, aunque cualquiera que siguiera su trayectoria en la Galería Sturm habría advertido una diferencia enorme entre sus cuadros abstractos al óleo y la novedad multimedia de Merz. «Fundamentalmente», proseguía, «la palabra Merz denota la combinación de todos los materiales para propósitos artísticos y, técnicamente, el principio de evaluación equitativa de los materiales individuales.»

En otras palabras, todo servía. Como muchos años más tarde dijo David Bowie, hablando del impacto de dadá, «todo es basura y toda la basura es maravillosa». Lo mismo pensaba Schwitters, sin duda alguna, cuando afirmó que «no tiene importancia si el material ya se ha empleado o no para tal o cual fin. La rueda de un cochecito de bebé, una tela metálica de alambre, los cordeles y el algodón en rama son elementos que tienen los mismos derechos que la pintura. El artista crea eligiendo, distribuyendo y metamorfoseando los materiales». Al elegir, en lugar de pintar, Merz aspiraba «a una expresión directa acortando el intervalo entre la intuición y la realización de la obra de arte».

Con Merz, Schwitters se aproximaba aún más al espíritu de improvisación, el mismo que estaban explorando en otros lugares y en esos años los músicos de jazz, y, como ocurrió con el jazz, fue la guerra lo que encendió la chispa de Merz. Schwitters era casi todo lo apolítico que se puede ser, pero percibía que el patriotismo era, en el fondo, fraudulento, y «el patriotismo mundial» era su filiación preferida. En 1930 dijo, reflexionando sobre esas primeras experiencias, que Merz era «una plegaria sobre el victorioso final de la guerra, victorioso en el sentido de que una vez más había triunfado la paz; en todo caso, todo se había derrumbado, y lo nuevo tenía que hacerse a partir de fragmentos: y eso es Merz. Se parecía a una imagen de la revolución que estallaba en mi interior, pero no como fue, sino como debería haber sido».

Los dadaístas de Zúrich se habían alegrado sobremanera de haber encontrado por casualidad un nombre que tenía distintos significados en varias lenguas. Por el contrario, Merz no significaba nada. En eso residía su belleza, era una pizarra en blanco, preparada para todo. Schwitters jugueteó con posibles significados, y advirtió que Merz podía tener algo que ver con el verbo alemán ausmerzen, «rechazar, suprimir», pero se guardaba esas asociaciones para sí mismo. Decidió quedarse con la palabra a partir de un montaje llamado Merzbild, en el que esas cuatro letras aparecían en medio de un revoltijo de materiales sin tratar. El fragmento merz era lo único que quedaba de un anuncio impreso de un Kommerz-und Privatbank (banco comercial y privado).

Schwitters acostumbraba a titular sus obras con restos alfabéticos, como Das Undbild («La imagen y», 1919), donde las letras un-d parecen revolotear en lo alto del montaje. Otra obra de Schwitters, Oskar (1920), no tiene nada que ver con nadie que llevara ese nombre, y tampoco Rossfett (hacia 1919), Ebing (1920), Otto (1921) o Der Weihnachtsmann («Santa Claus», 1922) significan más que las letras huérfanas que aparecen en los títulos. Un collage titulado okola preserva parte del vocablo alemán Schokolade («chocolate»). Rosa fue rebautizada cuando el jurado de una exposición puso pegas al título original («El hueso de Arosa»). ¿Es un autorretrato Das grosse Ichbild (1919, «La Gran Pintura Yo»)? No más que otras obras. Es probable que en ese caso el título procediera del pequeño número 87 que aparece en la obra, una referencia, quizá, al año de nacimiento del artista.

Schwitters no perdió el tiempo; Merz pasó a ser el eslogan o la marca de todo lo que hacía, y, puesto que se trataba de «hacer», también se convirtió en verbo. Schwitters no pintaba un cuadro; lo «merzaba». En los libros de visitas firmaba «Kurt Merz Schwitters». También hizo otros cambios en su nombre, firmando las cartas «Kuwitter» y otras variantes como «Kuh Witter» (con las voces alemanas Kuh y Witter, para sugerir el olor a vaca). En cualquier caso, su nombre de pila no le molestaba. Como les ocurría a muchos hombres de su época, el suyo, completo, era largo y pesado: Kurt Hermann Edward Karl Julius Schwitters.

Con Merz, Schwitters se proyectó como un movimiento de vanguardia formado por un solo hombre, que tampoco es tan novedoso como parece. Jean Crotti, asociado brevemente con dadá en Nueva York y París, tuvo su propio movimiento unipersonal, y lo llamó Tabu. En Lisboa, Fernando Pessoa, motivado por el impacto del futurismo, ideó un movimiento llamado sensacionismo. Otro ismo unipersonal fue el del dadaísta berlinés Yefim Golyscheff, compositor ucraniano y niño prodigio del violín. Fue el pionero de la música dodecafónica varios años antes de Arnold Schoenberg, y uno de los primeros europeos en incorporar elementos del jazz en sus actuaciones. Más tarde, Golyscheff afirmó haberse sentido dadaísta, oficialmente o no, desde el principio, afirmación que lo sitúa en el mismo plano en que se colocó Schwitters. Golyscheff también hacía objetos à la Merz. Uno de ellos, expuesto en 1920 en Berlín, era el «espinazo de un arenque y una rebanada de pan seco encima de un trozo de papel de envolver marrón con una mancha oscura que se parecía muchísimo a una chinche aplastada». Lamentablemente, ninguna de esas creaciones han llegado hasta nosotros, porque en 1933 los nazis confiscaron y destruyeron una retrospectiva organizada en un momento nada adecuado.

Pero Merz superó a todos esos micromovimientos, sencillamente gracias a la efervescente personalidad de Schwitters, que empezó a disfrutar a lo grande con Merz en cuanto lo bautizó. No pretendemos afirmar así que los contemporáneos de Schwitters apreciaran su trabajo. Walter Mehring, entonces muy próximo al dadaísmo berlinés, escribió la crítica de la exposición Sturm de julio de 1919 y dijo que las obras de Schwitters eran «basura romántica» y «arte del género expresionista». En otras palabras, que no tenían ningún interés para dadá. No deja de parecer extraño que ese artista emergente quisiera formar parte del Club Dada; cualquier otro artista asociado a Sturm habría sabido mantenerse a distancia, aun cuando todos frecuentaran los mismos cafés.

Sin embargo, ese modesto artista de Hannover pronto haría tambalear la primacía de dadá como el colmo del absurdo. La semilla se plantó en el número de Der Sturm de agosto de 1919, en el que se publicó un poema suelto de Schwitters con el cuadro La aldea, de Marc Chagall, reproducido en la página contigua –una yuxtaposición inteligente que sugería que Walden comprendía la manera en que ambos artistas trataban los mundos que estaban a punto de desaparecer en algún misterioso hiperespacio.

El poema de Schwitters, «An Anna Blume» (literalmente, «A Anna Flor»), estaba repleto de gimoteos anacrónicos y «toques» poéticos entremezclados con fragmentos que parecían no tener nada que ver con el resto y que sobresalían del texto como los desechos que Schwitters pegaba en sus collages. También hacía cuadros con sellos de goma de palabras e imágenes, y «An Anna Blume» compartía esa clase de enfoque en el lenguaje. «Oh tú, la amada de mis veintisiete sentidos», empieza el poema; «¡te amo!», pero enseguida descarrila: «Tú de ti a ti, yo tuyo, tú mía – ¿Nosotros?» Después, como un puñetazo en las costillas y con un guiño y una risita: «Eso (dicho sea de paso) está fuera de lugar aquí.» Y proseguía en esa vena a lo largo de más de cuarenta versos. En el camino, la fabulosa Anna lleva un vestido rojo «con pliegues blancos»; cariñosamente, el poeta la llama «animal que gotea» (a-n-n-a), y celebra el nombre como si fuese el de la Eva bíblica (Eve; el propio Schwitters tradujo el poema al inglés con el título «Eve Blossom»), que se lee igual de atrás para delante. En mitad del poema, se plantea de golpe una «PREGUNTA DE CONCURSO» en forma de silogismo:

1. Anna Blume tiene un pájaro,

2. Anna Blume es roja,

3. ¿De qué color es el pájaro?

La respuesta es tan confusa como el poema mismo:

Azul es el color de tu cabello rubio

Rojo es el arrullo de tus ruedas verdes,

Tú, muchacha sencilla con tu vestido de todos los días,

Tú, pequeño animal verde,

¡Te amo!

Un lector fiel de Der Sturm pudo haberse preguntado qué hacía en la revista esa extraña composición, pues por lo general Walden era partidario de publicar poesía con resonancias universales, una fontanería del alma, conocida como Wortkunst («arte de la palabra»), inspirada en la lírica drásticamente condensada de August Stramm –«orgasmos fonéticos», los llamaba Mehring–. La obra de Stramm había iluminado como un cometa las páginas de Der Sturm desde 1914 hasta que cayó muerto en combate en septiembre de 1915, y a partir de ese momento toda la poesía que publicó Walden se enmarcaba en ese estilo.

El tono irreverente de «An Anna Blume» debió de sorprender a los lectores de la revista, ya que no tenía nada que ver con el estilo de la casa. En lugar de los poemas habituales, desbordantes de anhelos intergalácticos, en los versos de Schwitters «lo monótono se enfrenta a lo monótono», en palabras de Carola Giedion-Welcker, amiga del poeta. «Las estupideces y las frases manidas se pavonean deliberadamente y se pasean muy orondas por el espacio verbal como si fueran personajes importantes.»

¿Cómo llegó a ser famoso «An Anna Blume»? Sin duda no por aparecer en Der Sturm, aun cuando Walden fuera un promotor incansable de sus artistas y se las ingeniara para conseguir que el manifiesto Merz, firmado por Schwitters, se publicara en uno de los grandes periódicos de entonces, el Berliner Börsen-Courier, en septiembre de 1919. En noviembre pudo leerse en el mismo periódico un fragmento del poema, atribuido a un tal Kurt Schwitzter. A esas alturas del año, y gracias al editor de Hannover Paul Steegemann, también estaba a punto de ver la luz en formato libro, y tuvo una enorme repercusión.

Nacido y criado en un circo, y con un instinto de feriante para atraer la atención del público, Steegemann había abierto su editorial en abril, y Anna Blume fue su primer gran éxito. Junto con el poema que da título al libro, el volumen contenía una selección de poemas y de cuentos absurdos de Schwitters. Voló literalmente de las estanterías, y lo mismo ocurrió con la segunda edición, convirtiéndose así en un bestseller y en un fenómeno a nivel nacional. El poema que da título al libro se reimprimió en periódicos de toda Alemania y a menudo también en fragmentos citados en reseñas de unos críticos que no pudieron resistirse a mencionar sus peculiaridades. Algunos entendidos afirmaron encontrar en el libro síntomas de «divagaciones esquizofrénicas». Un lector que sugirió que Schwitters debería estar ingresado en una clínica se asombró al recibir una carta muy cortés del propio autor. «Me emociona su compasión», empezaba diciendo Schwitters antes de desvelar sus intenciones. «Su idea de lanzar una colecta para curar mi enfermedad nerviosa me parece tan formidable que Yo y Mí Mismo (con perdón) hemos decidido ocuparnos de controlar todo el dinero que se recaude. Se me ha ocurrido un gran remedio, a saber, un año de rehabilitación en un centro de salud exclusivo.» Schwitters empleó esa clase de réplicas inteligentes con varios críticos literarios, y las fue publicando por entregas con el título común «Tran»; en 1924 llegó al número 50.

Cuando Der Sturm publicó el divertido «Indulto general», en que Schwitters se dirigía a los críticos de su ciudad, su autor se identificó entre paréntesis como el «Capitán de Köpenick del Arte». El «capitán», héroe popular alemán, era un ex convicto que en 1906 aún lucía uniforme militar. Gracias a ese reconocible signo de autoridad, consiguió sin esforzarse la obediencia de los súbditos del káiser y se puso al frente de una unidad de diez soldados que acataron debidamente sus órdenes y ocupó el Ayuntamiento de Köpenick, donde «confiscó» cuatro mil marcos, tras lo cual se dio a la fuga mientras los soldados se quedaban vigilando el edificio como les había ordenado. El Capitán de Köpenick –en Der Sturm muy probablemente una broma del propio Schwitters– es una figura arquetípica de un mundo que se encontraba patas arriba, un personaje infaltable en la comedia norteamericana de disparates y en las películas de los hermanos Marx.

Aunque no fuera síntoma del trastorno del autor, Anna Blume enardeció los ánimos de la crítica. En el Deutsche Volkszeitung se la calificó de «el escrito más repugnante de nuestra época». El título del poema, al fin y al cabo imaginativo, difícilmente pudo inspirar semejante ataque, pero el libro no era solamente un capricho, cosa que salta a la vista, por ejemplo, en la composición más extensa, «La cebolla: Merzpoema 8», un cuento en primera persona acerca del proceso de ser sistemáticamente descuartizado y luego vuelto a armar, al estilo de Frankenstein. Es un texto macabro y morboso, pero también con un lado alegre, una combinación que sin duda alguna conseguía hacer perder los estribos al lector: «Volví a tener todas mis partes en su lugar, sólo quedaban unos pequeños boquetes, y unos trocitos de carne seguían pegados en los cuchillos»; «con un ligero empujón volvieron a ponerme los ojos en las cuencas»; «los pedazos de mi cráneo volvieron a unirse, ya estaba casi listo»... «Me moría por saber cómo iban a resucitarme.»

Era, sin duda, un texto escabroso, pero «La cebolla» también es un genuino producto Merz, salpicado con anuncios del momento y expresiones del lenguaje coloquial, por lo general entre paréntesis, que van colándose en todo ese sangriento despiece anatómico: «Los nuevos caramelos de moka, ¡son lo último!» «Así se limpian, se sacuden, se lavan y se secan los edredones de plumas.» «¡Recién pintado!» En 1919, los lectores veían también, en el texto de Schwitters, imágenes del derramamiento de sangre de los cinco años anteriores, cuando se enviaba a morir a los hombres con la misma meticulosidad que plasma la parábola de Schwitters, en la que el descuartizamiento ceremonial se realiza a petición de un rey. Mientras durante la guerra morían millones «por el rey y la patria», sus sacrificios iban acompañados de la ofuscante mezcla de eslóganes patrióticos y cancioncillas comerciales. «La cebolla» es un digno compañero del famoso texto de Franz Kafka «En la colonia penitenciaria», publicado ese mismo año, en el que una máquina diseñada para tatuar el veredicto del jurado en la piel del acusado se ocupa de llevar a cabo una ejecución espeluznante; pero, igual que ocurrió con la gestión de la Gran Guerra, la máquina no funciona como corresponde y se convierte en instrumento de una brutalidad sin freno.

Steegemann imprimió carteles publicitarios para lanzar el libro, lo que contribuyó a aumentar la fama de Anna Blume. El dibujo reproducía hábilmente el cartel de una campaña electoral de aquellos días en el que se reproducían los Diez Mandamientos, pero Steegemann puso «An Anna Blume» en el espacio que ocupaban los mandatos bíblicos. Por su parte, Schwitters encargó pegatinas, unos círculos rojos con el nombre de Anna entre paréntesis, con un signo de exclamación encima y un signo de interrogación debajo, y las fue pegando como un loco allí adonde iba: escaparates, tranvías, trenes, mesas de cafés, incluso en casa de sus amigos (Hans Richter afirmaba que había perdido su apartamento de Berlín por culpa de toda esa anarquía).

Gracias a esas campañas, Anna Blume se convirtió en un fenómeno viral, y acabó superando a dadá. De hecho, el libro se valió de dadá como herramienta de márketing; estampadas en diagonal en la portada del libro, que era básicamente un dibujo de Schwitters, aparecen las letras d-a-d-a, en minúsculas y en un rojo brillante. En efecto, si se echa un vistazo a la tapa, se podría creer fácilmente que ése era el título. Steegemann fue el cerebro de esa artimaña, pero Schwitters no le puso pegas. El editor reconocía al instante lo que se iba a vender bien, y sabía que Berlín estaba recibiendo una dosis intensiva de algo llamado dadá, que salía en la prensa todos los días (gracias, sobre todo, a Baader, el Oberdada). «¡Schwitters es el genio dadaísta de Europa!», exclamó Steegemann en los anuncios, y con el lanzamiento de Anna Blume organizó una promoción a escala nacional en favor de dadá.

Kurt Schwitters, portada de Anna Blume, 1919.

Copyright © 2014 Artists Rights Society (ARS), Nueva York / VG Bild-Kunst, Bonn; University of Iowa Libraries, International Dada Archive.

Para coronar la omnipresencia de este poemario, apareció otro título, La realidad según Anna Blume (1920), de Christoph Spengemann, amigo de Schwitters. La intención del libro era acallar las acusaciones y rumores que apuntaban a que el autor de Anna Blume no estaba en sus cabales, que era un dadaísta, o las dos cosas. Según Spengemann, dadá era un acto de desesperación, pero no tenía nada que ver con el arte. Tomando ese ejemplo del propio Schwitters, Spengemann reiteró que Merz estaba al servicio del arte.

Herwarth Walden y Sturm decidieron sacar provecho del repentino prestigio de Schwitters, un autor que era todo un lujo, y por partida doble: obras para la galería y escritos para la revista. El posfacio de Anna Blume se reimprimió en el número de Der Sturm de enero de 1920 con el título «El derecho del artista a la autodeterminación», texto en que Schwitters explica que la poesía Merz, igual que el arte Merz, aprovecha todo lo que tiene a mano.

Utiliza como partes dadas frases completas tomadas de periódicos, vallas publicitarias, catálogos, conversaciones, etcétera, modificándolas o no. (¡Eso es terrible!) Esas partes no tienen por qué concordar con el significado, porque el significado ya no existe. (Eso también es terrible.) Tampoco existen ya elefantes, sólo quedan partes del poema. (¡Eso es espantoso!) ¿Y vosotros? (¡Dibujad empréstitos de guerra!) Decidid vosotros mismos qué es poema y qué es marco.

Aparte de eso, el texto es un agradecimiento, y también publicidad, para Der Sturm, «la primera revista en publicar mis mejores poemas y dar a conocer una colección de mis cuadros Merz».

Para la mayoría, Anna Blume y dadá salían de la misma olla. No se sabe bien qué pensaban los dadaístas de Berlín sobre lo que ocurría en Hannover, aunque la fama del libro de Schwitters sólo podía significar que debían estar atentos, y ya estaban bastante ocupados con sus representaciones, sus revistas, su arte y preparando la gran feria internacional programada para el verano de ese año (un crítico señaló, no sin malicia, que el impacto de la feria habría sido mayor si hubiera incluido obras de Schwitters y Golyscheff).

Con todo, los dadaístas guardaron las distancias. Schwitters visitó a George Grosz, que no lo dejó entrar en su estudio, insistiéndole: «Yo no soy Grosz.» (Schwitters se marchó, pero regresó unos minutos después para decirle: «Yo tampoco soy Schwitters.») Richard Huelsenbeck se tomó el caso Anna Blume personalmente, y concluyó la introducción del Almanaque Dadá con una desaprobación explícita: «Dadá rechaza de plano obras como el famoso poemario Anna Blume del señor Kurt Schwitters.» Por irónico que parezca, En Avant Dada, de Huelsenbeck (subtitulado «La historia del dadaísmo»), lo publicó Steegemann, que tuvo la temeridad de incluir el nombre Anna Blume en el diseño de portada. Huelsenbeck no dejó de criticar a Merz hasta el final de sus días. Por su parte, gracias al éxito de Merz, Schwitters pudo permitirse mirar a dadá con cierto regocijo; no hay que olvidar que poco antes había querido formar parte del grupo berlinés. En 1920, Steegemann publicó una colección de sus litografías con el título Die Kathedrale, pero esta vez con la palabra anti-Dada en la portada.

Remontando el vuelo con las alas de Merz, Schwitters aclaró su relación con dadá en un extenso artículo autobiográfico que se publicó en enero de 1921 en Der Ararat, una revista que en números anteriores había apoyado las obras de Grosz. En dicho artículo, Schwitters disipó ciertas dudas distanciándose del expresionismo –e, indirectamente, de Sturm: «Hoy, la búsqueda de la expresión en una obra de arte también me parece insultante»–, y presentó a Merz como esencialmente antiprogramático. «Merz representa la liberación de todas las cadenas por el bien de la creación artística. Libertad no significa falta de contención; es el producto de una estricta disciplina artística.» De lo dicho podía inferirse que Dadá no tenía disciplina. Schwitters trató la cuestión del uso del término dadá en la portada de Anna Blume y señaló que la ilustración también incluía «un molino de viento, una cabeza, una locomotora que se desplazaba marcha atrás y un hombre suspendido en el aire. Eso sólo significa que en el mundo en que vive Anna Blume, donde la gente camina patas arriba, los molinos de viento giran y las locomotoras van marcha atrás, dadá también existe. Para evitar malentendidos, también puse la inscripción “antidadá” en el exterior de mi Catedral. Eso no quiere decir que esté en contra de dadá, sino que en este mundo también existe una corriente opuesta a dadá».

En ese artículo se pone claramente de manifiesto la genialidad de Schwitters. Sabía que Huelsenbeck había arremetido contra él en el Almanaque Dadá, pero, más que enfurruñarse, decidió hacer un juego de palabras distinguiendo entre Kerndadaisten y Huelsendadaisten (jugando con las voces alemanas Kern, el hueso de una fruta, y Hülse, la cáscara, aquí en una evidente referencia a Huelsenbeck). Los segundos seguían la línea política; los otros eran artistas, como Hausmann y Höch, y, en consecuencia, amigos de Merz, que «sólo tiene como objetivo el arte, porque nadie puede servir a dos amos».

Schwitters reconoció que compartía el gusto de dadá por el absurdo. «Yo opongo el sentido al sinsentido. Prefiero el sinsentido, pero ésa es una cuestión exclusivamente personal. Lamento que hasta ahora no se le diera al sinsentido forma artística; por eso amo el sinsentido. Y aquí me siento obligado a mencionar el dadaísmo, que, como yo, cultiva el sinsentido.» Hay que reconocer que su explicación del sinsentido tiene sentido. Como demostraban sus poemas, collages e instalaciones, «sentido» en el campo de los objetos implica procedimientos concretos para hacer, fabricar y disponer los materiales. Todo podía entrar en una relación artística en el gran escenario Merz (Merzbühne), esbozado en el texto que cierra el volumen Anna Blume: «Casemos, por ejemplo, al mantel de hule con la sociedad anónima para la vivienda, juntemos al limpiador de farolas con el matrimonio entre Anna Blume y el tono de concierto A.»

En esa frase podría haber estado describiendo las marcadas yuxtaposiciones que abundaban en su vida. Un amigo recordó la desconcertante mezcla de olores que impregnaban la casa de los Schwitters, combinación de la cola caliente, el engrudo casero, el yeso y la arcilla que Schwitters utilizaba para sus collages, relieves y esculturas, junto con los aromas que llegaban de la cocina y «el puro y simple olor a bebé». Los olores de animales también formaban parte de esa mélange, pues a Schwitters le gustaban los conejillos de Indias, que nunca faltaban en su casa. Se los puede ver discretamente en algunas fotografías, encima de los muebles o asomando de los bolsillos del artista. Schwitters, que llegó a canjear algunos soldaditos de plomo por sus queridos conejillos, comentó arrepentido: «Eso es lo que les ocurre a los grandes héroes de los libros de historia. Acaban aplastados, y uno puede canjear un montón de grandes héroes por cinco conejillos de Indias.» Los ratones también entraban en la ecuación de las mascotas, junto con tritones, salamandras, lagartos, tortugas y, de vez en cuando, un perro. El compositor Stefan Wolpe (que puso música al poema «An Anna Blume» para una escena teatral que interpretó un cantante montado en bicicleta y vestido de payaso) recordó una actuación en la que Schwitters colocó veinte ratones en el atril antes de soltarlos y dejarlos corretear por el salón de actos.

La apariencia superficial de familia burguesa se evaporaba en cuanto los visitantes entraban en la casa. Un periodista que visitó el estudio en 1920 escribió:

El interior no da la impresión de ser un estudio; se parece más a un taller de carpintero. Tablones, cajas de cigarros, ruedas de un cochecito de bebé para las esculturas Merz, varias herramientas de carpintería para los cuadros «clavados juntos», y todo entre pilas de periódicos, que son los materiales necesarios para las imágenes «pegadas» y los poemas de Anna Blume. Con tierno cuidado almacena interruptores rotos, corbatas estropeadas, tapas de colores de cajas de queso camembert y billetes del tranvía, y todo obtendrá un reconocimiento en futuras creaciones.

Ese hervidero revela que para Merz todo era útil: «Mi máxima aspiración es la unión de arte y no arte en la visión total del mundo de Merz.» El término que empleaba Schwitters, Merz-Gesamtweltbild, jugaba, en cierto modo, con la famosa concepción que se asocia con Richard Wagner y su Gesamtkunstwerk, la obra de arte total; pero si Wagner quiso llevar a cabo un trabajo hercúleo, característico del siglo XIX, encaminado a reunir y sintetizar múltiples formas artísticas, Schwitters iba en la otra dirección, buscando en el mundo mismo el todo inmanente. Para él, todo se reducía a poner en juego las partes en una especie de ritual de apareamiento artístico. «La pintura imitativa de antes era muy distinta del mundo que la rodeaba; era, esencialmente, una pobre imitación», escribió. «En cambio, la nueva obra de arte naturalista crece como la propia naturaleza, es decir, internamente está más relacionada con la naturaleza de lo que jamás podría estarlo una imitación.» En esa iniciativa, no podía evitar compartir una base común con dadá o, al menos, con un dadaísta en especial, más receptivo a su obra que los demás, y ese hombre fue Raoul Hausmann.

En la velada de gala dadaísta de abril de 1918, Hausmann se encontraba leyendo su manifiesto «Nuevos materiales en la pintura» cuando de repente se apagaron las luces de la sala. Creyó que se debía a la virulencia de su texto, pero en realidad no tenía nada que ver con él. A esas alturas de la función, el público ya había recibido los latigazos de un frenesí de provocaciones acumulativas, incluido el número de Grosz con la cara pintada de negro y lanzando pelotas de fútbol a la cabeza de los presentes, y la dirección, por prudencia, decidió dar por terminado el espectáculo en mitad de la lectura de Hausmann, quien, en cualquier caso, tenía razón cuando pensaba que tenía algo radical que decir. Había atacado a los artistas atrapados en sueños de interacciones sinestéticas (como El sonido amarillo, de Kandinski), citando la «imbecilidad astral de emplear colores y líneas para interpretar los llamados sonidos espirituales». En dadá, por el contrario, «reconocerán ustedes su verdadero estado de ánimo» –aconsejaba–, «constelaciones milagrosas con materiales reales, alambre, vidrio, cartón, telas, en correspondencia orgánica con su fragilidad, igualmente quebradiza». Fue Schwitters quien al final interpretó el papel de maestro de esas revelaciones, y cuando Hausmann lo reconoció, se dedicaron juntos a desencadenar ese ataque matérico.

Pero antes, animados por el éxito de las representaciones dadá a lo largo de todo 1919, Hausmann, Baader y Huelsenbeck decidieron organizar una gira después del día de Año Nuevo, y los primeros meses de 1920 se presentaron en Dresde, Hamburgo, Leipzig, Karlsbad y Praga. Huelsenbeck volvió con las «plegarias fantásticas», mientras Hausmann seguía poniendo a punto su «caótica cavidad oral» con poemas sonoros que se apartaban radicalmente del modelo de Zúrich. En su opinión, «el poema se construye a sí mismo con sonidos que proceden de la laringe y las cuerdas vocales, y no conoce sintaxis alguna, sólo empieza y se detiene». Baader siguió siendo simplemente el Oberdada. Una vez clausurada la Feria Internacional Dadá a finales del verano, pareció que todo se desinflaba, y Hausmann comenzó a verse con Schwitters durante los frecuentes viajes de éste a Berlín, e incluso le hizo algunas visitas en Hannover.

El primer recital público de poemas de Schwitters tuvo lugar en la Galería Sturm en mayo de 1920, donde se presentó junto con Rudolf Blümner, el brazo derecho de Walden y especialista en lecturas públicas. Es posible que «Ango Laïna», la extensa composición fonética de Blümner, también influyera en Schwitters. Blümner fue un modelo excelente para un novato como Schwitters a la hora de lanzarse a las aguas aún no exploradas de la recitación en público. El mes de febrero siguiente, colaboró en una velada antidadá en Dresde, pero las notas de prensa sugieren que aún no podía considerarse un rival para los dadaístas. Debió de ensayar mucho para que Hausmann aceptara actuar con él en Praga en septiembre de 1921. En la publicidad del acto, se invitaba al público a «oír la verdad sobre Merz y el presentismo». Fue, a decir de todos, un éxito arrollador, y tal como se ocupó de subrayar Hausmann, un éxito en el sentido convencional del término: la ovación fue sincera, no un escándalo como el que habían perpetrado los dadaístas un año antes.

El dúo había preparado con mucho cuidado un programa anunciado como «Anti-Dadá-Merz», en el que Schwitters retomaba el famoso poema «An Anna Blume» y ofrecía un divertido recitado del alfabeto de la zeta a la a. Hausmann gruñía, rugía, bramaba y bufaba sus poemas sonoros –y siguió haciéndolo, para asombro de los invitados a sus cenas, hasta el fin de sus días–, pero gran parte del programa consistía en actuaciones en tándem, azuzándose el uno al otro mientras recitaban «Cigarro», poema de una sola palabra de Schwitters, y su cuento «Revolución en Revon». Hannah Höch, que los acompañó junto con Helma Schwitters, quedó fascinada, pero temía las consecuencias, por la violencia con que Hausmann y Schwitters intentaban superarse el uno al otro con sus bramidos.

Se trataba, a todas luces, de una antítesis productiva de personalidad y estilo. «Hausmann siempre daba la impresión de albergar una hostilidad oscura y amenazadora hacia el mundo», recordó Hans Richter. «Sus poemas fonéticos, sumamente interesantes, parecían, cuando los recitaba, imprecaciones distorsionadas por la rabia, gritos de angustia bañados con el sudor frío de demonios atormentados.» En cambio, «Schwitters era un espíritu totalmente libre; lo gobernaba la naturaleza. Nada de rencores acumulados ni impulsos reprimidos». «Un juego con problemas serios. Eso es arte», escribió Schwitters a Hausmann cuando retomaron el contacto en 1946, resumiendo así el espíritu de Merz que defendió hasta el final de su vida. Era una aventura quijotesca, marcada por el dolor cuando Schwitters consiguió escapar de los nazis por los pelos, se exilió en Noruega y luego tuvo que huir una vez más, esta vez a Inglaterra. Solidarizándose con las duras experiencias de su viejo amigo, Hausmann le escribió: «Eres un personaje tan importante como Don Quijote.»

El viaje a Praga fue una revelación para Hausmann y Höch, porque Schwitters insistió en viajar en cuarta, en trenes locales baratos que se detenían en todos los pueblos perdidos del camino. Sólo al final pasaron a una línea regular, para que la llegada a Praga se correspondiera, al menos en apariencia, con la publicidad. A Hausmann lo asombraba la capacidad de Schwitters para seguir escribiendo durante todo el viaje, indiferente a la desgracia y la suciedad: «Había una mujer con su criatura, recién nacida, en un cochecito que apestaba a pis. Schwitters iba sentado delante de mí, sin enterarse, y escribía frases abreviadas en un cuaderno. De vez en cuando, durante ese viaje de ocho horas, me leía lo que había escrito.» En el viaje de regreso, ya había oscurecido cuando bajaron, y Höch y Hausmann fueron a buscar un lugar donde alojarse. Cuando volvieron a la estación, encontraron a Schwitters acuclillado bajo una farola, terminando un collage, sin duda con recortes que había recogido en el andén. A Hausmann no dejaba de sorprenderle la capacidad de Schwitters para distinguir grados de color bajo la capa de mugre que cubría sus tan apreciados desechos.

Todos los que se juntaban con él, no tardaban en descubrir que Schwitters siempre estaba al acecho, llenando sus bolsillos –y los de sus amigos– con sus tesoros. Pero la cosa tampoco terminaba ahí; cuando visitaba a amigos en otras ciudades, encontraba maneras de esconder sus preciados desperdicios debajo de los muebles o en cualquier espacio libre. En el apartamento de Höch en Berlín, descubrió un largo hueco bajo el techo e hizo un pequeño boquete para esconder allí sus porquerías. Höch se quejó de que a partir de ese día no dejó de entrar en su casa una corriente de aire frío. Gran parte del carácter de Schwitters se pone de manifiesto en una carta que un amigo escribió a alguien que podría alojar al artista durante sus viajes: «Espero que sea lo bastante antidadaísta para comunicarle su visita con antelación. Es un payaso complicado; bondadoso como nadie, y los ojos le brillan como los de un niño. Pero no deje que redecore sus preciosas habitaciones al estilo Merz.» Y añadió: «No me eche la culpa a mí si ve que no lleva calcetines.»

Viajar con Schwitters podía ser un reto, no sólo por los hoteles de ínfima categoría y los trenes lentos, sino también por su equipaje. Ahorrativo como era, llevaba su frugal ración de comida junto con una cocina portátil e incluso su propia ropa de cama, para no abusar de sus anfitriones. «Soy buena compañía. Mido 1,87, llevo una vida muy sencilla, amo a dadá y soy muy buen pescador», escribió a uno de ellos, y añadió: «Dormiré en el suelo.» No mencionó el equipaje, que, por supuesto, incluía, a manera de taller portátil, tijeras, engrudo y materiales para Merz. Un estudiante de la Bauhaus que lo acompañó a la estación vio cómo una de sus maletas reventaba; todos los que esperaban el tren en el andén se quedaron pasmados al ver semejante profusión de originalidad.

Höch recordaba con cariño un viaje de Berlín a Hannover en el que Schwitters llevó sus maletas junto con varios paquetes de Herwarth Walden para una galería de Hannover. Hicieron falta varios viajes para llevar todos esos bártulos de los tranvías a la estación, pero cuando decidieron que había cosas interesantes que ver en el camino, tuvieron que acarrear el cargamento una vez más para ver las atracciones turísticas, hasta que al final terminaron en una ciudad en la que unos amigos de Schwitters daban una fiesta. Fueron a la fiesta y bailaron y bebieron durante unas horas hasta que el artista anunció de golpe: «Tenemos cinco minutos para llegar a la estación si no queremos perder el último tren.» Contando historias como ésa hacia el final de su vida, Höch sabía que algunos se preguntarían por qué había soportado situaciones así, pero la respuesta era sencilla: con Schwitters siempre surgía una aventura. En su compañía, la vida era simplemente más intensa.

La alegría de vivir de Schwitters aparece siempre en sus cuadros Merz, que desbordan energía a pesar de que los materiales no parecen muy fiables. Todo lo desechado parece haberse remozado y estar espiando desde la obra como si animara al público a entrar y compartir la diversión, pero eso no significa que no sean grandes obras de arte en el sentido convencional. Das Kreisen (1919) está formado en su mayor parte por piezas circulares de metal atravesadas por un cono hecho con cordel; el fondo es de un azul sucio y marrón. Aunque el color y los materiales dicen a las claras que son «residuos sucios», consiguen sugerir muchísimas cosas, desde un muñeco de nieve hasta la rotación de esferas celestes. En su obra, un fragmento cualquiera no parece simplemente colocado ahí; parece rescatado. Cada obra Merz es un santuario, o «un Cantar de los Cantares que celebra la realidad de la vida», como dijo Werner Schmalenbach. Un trozo de madera que el mar ha arrastrado hasta la playa, de una pluma, de alambre retorcido, el ticket de un sombrero dejado en el guardarropa y un botón parecen gritar: «Mirad, yo también cuento», como si fueran conscientes del juego. A pesar del gran tamaño de muchas obras de Schwitters, pueden parecer tan íntimas y complicadas como un huevo de Fabergé.

Aunque empezó centrándose en el arte visual, Merz desdibujó los límites entre los géneros y las distinciones entre las artes. Schwitters tomó elementos del dadaísmo para decir adiós a la servidumbre al arte institucional. También se había beneficiado del entorno de Der Sturm, donde sus cuadros y sus poemas se publicaban en pie de igualdad. También lo ayudó la tutela de Rudolf Blümner, que lo inició en las técnicas de la dicción. En su libro El espíritu del cubismo y las artes (1921), Blümner escribió: «El poeta no es un escritor, sino un compositor de palabras.» En consecuencia, «la poesía es el arte de combinar palabras que se encuentran en una relación artística mutua. La poesía es la composición con palabras. Puede, pero no tiene por qué, ser conforme a la lógica y la gramática. Lo único indispensable es la relación artística que crea ritmo». En el fondo, Blümner estaba desarrollando la máxima que el propio Schwitters había publicado en el posfacio de Anna Blume: «La poesía abstracta evalúa los valores contra los valores. También se puede decir: “las palabras contra las palabras”.» En un poema, una palabra no está obligada a supeditarse gramaticalmente; no más que una mancha que, en una pintura, tampoco tiene por qué encajar en una paleta de colores.

Schwitters se dedicó a ampliar lo que habían hecho los dadaístas, produciendo obras que no «funcionaban» dentro del paradigma o sistema. Ese sistema imponía a la pintura o la poesía un mensaje o un estímulo emocional preestablecidos, a los que las respuestas prefabricadas se pegaban como moscas a la miel: «Qué hermoso», «muy inteligente», etcétera. Alguien que viera un dibujo de Grosz que expresaba el lado políticamente agresivo del dadaísmo berlinés, también podía reaccionar de maneras igualmente predecibles: «Eso es terrible» o «¡Hay que hacer algo!». La agresión dadaísta era reconocible, si no como arte, sí como agitación política; pero Schwitters, al considerarse a sí mismo un artista, operaba en el campo del experimento sensorial, más allá de los artistas convencionales y de dadá. Eso fue lo que atrajo a Raoul Hausmann, a quien también le preocupaba la idea de que la conciencia humana está por lo general limitada a un estrecho repertorio de percepciones rutinarias, y que las artes en general eran culpables de reforzar los tópicos culturales.

Un ensayo publicado en 1917 por el teórico ruso Víktor Shklovski introdujo el influyente concepto de distanciamiento o separación (ostranenie). Según Shklovski, la familiaridad es práctica, pero tiene un coste. Las percepciones se convierten en hábito, y el propósito del arte es desacelerar u obstruir la percepción y volver a despertar los sentidos con todo su potencial de percepción. El lenguaje de la poesía debería ser «difícil, rugoso, obstaculizador». Del mismo modo, un cuadro no debía ofrecer la imagen digerible, sino despertar y estimular la facultad visual. Mejor entrecerrar los ojos y dudar que reconocer y hacer una marca mental en una lista de las cosas que tenemos que hacer: ya he ido, solucionado.

Schwitters insistía en ese punto cuando sostenía que el arte convencional imitaba al mundo, mientras que Merz ofrecía pedazos del mundo propiamente dicho. Cuando dijo que aspiraba a crear el mundo total, simplemente enarbolaba una bandera de dadá para fundar una nación con un solo habitante en la que todo el mundo era bien recibido. Él daba la bienvenida al mundo..., aun con todos sus desechos y sus crueldades.

La capacidad de Schwitters para hacer mucho con poco se demostró claramente durante el viaje de regreso desde Praga. Hausmann había presentado su pièce de résistance, una vocalización derivada de una muestra de tipos de imprenta: «fmsbwtözäu». Fascinado, Schwitters jugueteó con esos sonidos durante todo el trayecto; al principio, Hausmann se divirtió, pero empezó a hartarse cuando comprobó que su amigo no estaba dispuesto a dejarlo. Se detuvieron a ver una famosa cascada y Schwitters se puso a repetir las letras, y «no paró en todo el día hasta que vimos esa maravilla de la hidráulica», pero después volvió a empezar. «Fue un poco demasiado.»

Lo que Hausmann oyó ese día de 1921 fueron los primeros movimientos de la Ursonate («Sonata primigenia», también llamada Sonate in Urlauten, «Sonata en sonidos primigenios»), a cuyo perfeccionamiento Schwitters dedicó gran parte de esa década. La interpretación dura unos cuarenta minutos. Es un auténtico elixir para la voz, pues la partitura de Schwitters es tan exacta que resulta difícil equivocarse, siempre y cuando el intérprete sepa pronunciar las letras del alfabeto alemán (y arrastrar las erres). Hay una grabación de la interpretación de Schwitters, y otros artistas la han grabado o interpretado en años recientes, incluido el poeta canadiense Christian Bök, que se enorgullece de haber reducido la duración a diez minutos. Arp, que trabó rápidamente amistad con Schwitters, recuerda haberlo visto ensayar la sonata durante sus vacaciones. «Oía a Schwitters todas las mañanas, sentado en la copa de un viejo pino, en la playa, donde practicaba esa sonata hecha sólo con sonidos. Schwitters bufaba, silbaba, piaba, hacía gorgoritos, zureaba y deletreaba.» Pero eso era algo más que un hombre que competía con las aves en la copa de un árbol. «Los sonidos que emitía eran sobrehumanos, seductores, parecían de sirena; podrían haber sido la base de una nueva teoría, como el sistema dodecafónico.» Al margen de la originalidad, la composición podía poner a prueba la paciencia de cualquiera, como descubrió Hannah Höch durante una caminata por el bosque, cuando, en lugar de la conversación sobre arte que habría deseado tener, Schwitters no dejó de recitar su extraña y breve «novela», titulada Auguste Bolte, y volvió a la carga inmediatamente después de terminar al cabo de tres horas.

La primera interpretación pública de la Ursonate tuvo lugar en febrero de 1925 en Potsdam, en una casa particular y ante un grupo muy peculiar de miembros de la alta sociedad. Hans Richter, que asistió, recordó así la ocasión:

Schwitters, de pie en el podio, con su casi metro noventa de estatura, comenzó a recitar la sonata, con bufidos, rugidos y graznidos, ante un público que no tenía ninguna experiencia en las tendencias modernas. Al principio, los asistentes se quedaron completamente desconcertados, pero al cabo de unos minutos esa impresión empezó a disiparse. Pasaron cinco minutos en que nadie protestó por respeto a la dueña de la casa, la señora Kiepenhauer, pero esa contención sólo sirvió para aumentar la tensión interior. Observé, encantado, a dos generales que tenía delante y que apretaban los labios como si ya no pudieran contener la risa. Las caras de esos militares, encima de esos cuellos rígidos, primero se pusieron rojas, luego ligeramente azuladas. Hasta que perdieron el control. Empezaron a reír a carcajadas, y todo el público, liberado de la presión que se había ido acumulando en su interior, estalló en una orgía de risas. Las dignas ancianas presentes, los circunspectos generales, reían como histéricos, apenas podían respirar, se daban palmadas en los muslos, se ahogaban.

Richter cuenta que, después, «esos mismos generales, las mismas damas ricas que antes habían llegado a llorar de risa, se acercaron de repente a Schwitters, otra vez con lágrimas en los ojos, tartamudeando casi sus muestras de admiración y gratitud. Algo se había abierto dentro de ellos, algo que nunca habrían esperado sentir: una alegría inmensa».

Como demostró la Ursonate, cualquiera podía contagiarse del júbilo de un temperamento que exploraba el material más rudimentario, fueran las vocales en la boca o los desechos urbanos que pegaba en una superficie para convertirlos en obras de arte. El desinhibido impulso creativo de Schwitters era irresistible. Su arte no distinguía entre partes y todos, entre lo precioso y lo despreciable. Merz se apoderaba del mundo y lo abría a los espectadores, invitándolos a reconocer lo maravilloso. Encarnaba la condición que había descrito Walt Whitman en «Canto a mí mismo»: «Descubro que he incorporado gneis, carbón, tupidos musgos, frutos, granos, raíces, y que todo mi cuerpo está cubierto de cuadrúpedos y pájaros.» Lo que los generales hastiados experimentaron en Potsdam, por cortesía de Schwitters, fue nada menos que una exaltación comparable a la de Whitman: «¡Quitad las cerraduras de las puertas! / ¡Arrancad las puertas mismas de sus jambas!»

El Merz de Schwitters tenía una ventaja sobre dadá, pues todo pertenecía al creador; no había un movimiento ni otros conspiradores con quienes discutir por los fines y los medios, y tampoco contenciosos sobre el futuro de dadá.

Los dadaístas de Berlín, por el contrario, no tuvieron tanta suerte. Obligados a colaborar en las publicaciones y las presentaciones públicas, se fueron sintiendo cada vez más enfrentados entre sí. En efecto, después del cierre de la Dada-Messe (julio de 1920), en Berlín ya no se organizaron más actividades.

Después de la clausura de la feria, durante un breve momento pareció que dadá podía tener un futuro en los Estados Unidos; de hecho, ya tenía una historia allí, y la mecenas norteamericana Katherine Dreier constató personalmente, cuando visitó la feria, las posibilidades de trasladar dadá a su país. Así pues, dispuso que se enviara a Nueva York una parte considerable de las obras expuestas para montar una segunda parte de la exposición en Société Anonyme, una organización que había fundado poco antes junto con Marcel Duchamp.

Esa muestra nunca se inauguró, supuestamente porque se hundió el transatlántico que llevaba las obras (al menos eso afirmó Wieland Herzfelde hacia el final de su vida). No obstante, Société Anonyme sí consiguió organizar una exposición de la obra de Schwitters. Tras haber visto a Duchamp y Francis Picabia en acción en París, Dreier reconoció en Schwitters un espíritu comparable cuando vio su obra en Hannover.

No obstante, cabe recordar que la exposición de Schwitters no fue la primera incursión de dadá en la Gran Manzana. A su manera, Nueva York tuvo una temporada dadaísta paralelamente al dadá de Zúrich, aunque tuvieron que pasar años hasta que la noticia cruzó el Atlántico.

En 1910, cuando, desde el buque que lo llevaba a Nueva York, vislumbró la icónica silueta de Manhattan, Sigmund Freud confió a su aliado profesional y compañero de travesía Carl Jung: «No saben que les traemos la peste.» La peste era el psicoanálisis, y a la llegada de ese virus le siguió, pocos años después, el «microbio virgen» de dadá; pero entre los dos desembarcos apareció en las calles de Manhattan un virus más local.

Dadá en Nueva York es, en gran parte, la historia de un paralelo fantasma, dadá antes de dadá, formada por la sucesión de llegadas y partidas de dos artistas franceses, Francis Picabia y Marcel Duchamp, que aún no sabían nada de la existencia del dadaísmo. A fin de cuentas, tendrían que esperar que se inventara. Mientras tanto, se entregaron a una combustión cultural que acababa de despertar, y en la que, como chispas, encendieron el motor vital.