Por una feliz coincidencia, el grupo de Zúrich concibió el término dada en abril de 1916, el mismo mes en que Duchamp mencionó sus ready-mades a un periodista del Evening World en Nueva York. El nexo entre ambos términos tardó en ser evidente, y luego, sólo lo fue por vías indirectas.
Un poco más tarde ese mismo año, el artista Marius de Zayas, nacido en México, y cuya Modern Gallery había presentado a Picabia en su primera exposición, publicó African Negro Art: Its Influence on Modern Art, un tema que también interesaba a Tristan Tzara. Fue en esos días cuando empezó la correspondencia entre ambos, y a finales de 1916 ya se leía en el círculo de Arensberg, por cortesía de De Zayas, La primera aventura celestial del señor Antipirina –con su discurso-manifiesto en el que se afirmaba que dadá era «nuestra intensidad»–. En esas fechas, el salón de los Arensberg había llegado a un estado de casi incandescencia con su combinación de brillantez artística y vigor intelectual, acompañada, además, con platos exquisitos y excelentes bebidas alcohólicas. Ese dadaísmo, llegado nada menos que desde Suiza, había encontrado el lugar perfecto para anidar.
A medida que empezó a migrar por el planeta, dadá parecía negarse a respetar las propiedades habituales del tiempo y el espacio, pues apareció en distintos lugares en momentos diferentes y rara vez siguió una cronología lineal o una secuencia causal; de ahí que, para seguir contando esta historia, sea necesario retroceder en el tiempo hasta llegar al trascendental encuentro entre Tzara y Picabia, pues la colaboración entre estos dos artistas sirvió para unir el Viejo Mundo con el Nuevo bajo el estandarte de dadá.
Poco después de que Picabia regresara a Nueva York en junio de 1915, cuando se sabía que estaba desempeñando una misión militar, comenzó a compartir casa con el pintor cubista Albert Gleizes y su mujer, Juliette Roche, que en esa época completó gran parte de Demi-Cercle, su único poemario. Para Roche, el estilo de vida de Picabia fue todo un desafío. «Picabia no podía vivir si no lo rodeaba de la mañana a la noche una tropa de gente desarraigada, flotante y excéntrica a la que de un modo u otro apoyaba», recordó. «Toda la bohemia artística de Nueva York más algunos marginados de la guerra.» Con esa mezcolanza de gente en la casa, sumada a los apetitos desinhibidos y desenfrenados de Picabia, la juerga estaba servida: «Ruido a todas horas y golpes a la puerta. “Aquí hay una fiesta. Venid.”» Aunque Roche y su marido se cansaron pronto del ritmo frenético que encontraron en el Nuevo Mundo, al principio fue una manera de vivir que los sedujo, y en un lugar donde, como escribió Roche en un poema:
la madera de las bandas de jazz
el gin-fizz
los ragtimes
las conversaciones
abarcaban todas las posibilidades
Roche, Picabia y otros exiliados de guerra, como Duchamp, Jean Crotti y Mina Loy, eran visitantes asiduos de la Modern Gallery, donde se estaba preparando una nueva revista de gran formato llamada, en honor a la galería de Alfred Stieglitz, 291. Entre sus notables innovaciones estaban los «psicógrafos» –composiciones pictóricas con palabras–, que presentaban fragmentos de conversaciones y de introspección psicológica entre grandes rombos negros que amenazaban con cubrir por completo la página. En «Reacciones mentales», Agnes Ernst Meyer dibujó las experiencias de mujeres de todas partes para contar los vacilantes avances del reconocimiento personal de la mujer en un mundo patriarcal. «En el mejor de los casos, su vida, toda su vida, no era más que la introducción de él a sí mismo.» Al final, Meyer se pregunta por la aflicción de las mujeres: «¿Por qué todos ponemos alguna pega a ser el denominador común humano?» Juliette Roche adoptó el formato del psicógrafo para varios retratos poéticos de Demi-Cercle, incluido uno que presenta el lugar de encuentro preferido de los expatriados, el Breevort Hotel de la Quinta Avenida, a pocas calles al norte de Greenwich Village.
Mientras tanto, Gabrielle Buffet-Picabia, cada vez más preocupada por la prolongada estancia de su marido en Nueva York, decidió cruzar el Atlántico; cuando llegó, encontró a Picabia en medio de una vorágine de insomnio y neurastenia y trabajando a toda máquina. Su esposa acababa de entrar en una orgía creativa.
Decir que en esos días Picabia vomitaba obras de arte podría inducir a error, porque lo que estaba haciendo requería la precisión de un relojero. Para crear, tenía que estar en plena forma mental, aun cuando todos los otros aspectos de su vida tendieran a la disipación. En el quinto número de 291 se publicaron retratos (de De Zayas, Stieglitz y Paul Haviland, entre otros) íntegramente modelados sobre partes de máquinas. En la última página, De Zayas aclamaba a Picabia, en francés y en inglés, como el sucesor natural de Stieglitz. «De entre todos los que han venido a conquistar América, Picabia es el único que ha actuado como Cortés. Ha quemado las naves», escribió. «Se ha casado con América como un hombre que no teme las consecuencias. Y ha obtenido resultados.» En ese número también pudo verse un autorretrato junto a los retratos de Stieglitz, De Zayas y Haviland, y una bujía que llevaba un título realmente provocativo, «jeune fille Américaine dans l’état de nudité» (se ha sugerido que la joven americana podría ser Agnes Meyer, una belleza aparentemente inmune a los conocidos encantos del artista).
En febrero de 1916, a Picabia se le concedió la última palabra en el que fue el último número de 291, y allí reiteró la actitud que había adoptado en la época de su primer viaje a los Estados Unidos; a saber, que la pintura, para ser «la expresión más genuina y más pura de nuestra vida moderna», necesitaba absorber el mundo visible en un complejo de reacciones mentales y emocionales. El agente de la visión es el ojo de la mente, no la retina. A diferencia de su amigo Duchamp, Picabia nunca se declaró decididamente antirretiniano, pero dibujar con toda minuciosidad una bujía y llamarla «muchacha americana en estado desnudez» era su manera de saludar a ese otro desnudo bajando una escalera, y un guiño y un reconocimiento a la «novia» que Duchamp estaba cortejando en su nunca acabado El gran vidrio.
Buffet-Picabia convenció a su marido para que fuese a Cuba y cumpliera su misión, consistente en conseguir reservas de azúcar para Francia, y así evitar un consejo de guerra o algo peor. Cumplida la misión, pusieron rumbo a Barcelona, donde se encontraron con Gleizes, Roche y otros amigos del París anterior a la guerra.
Aparte de una aventura que tuvo con Marie Laurencin, una pintora que había sido amante de su amigo Apollinaire, a Picabia la capital catalana le pareció deprimente. Desesperado por encontrar algo que le hiciera menos aburrida la vida, decidió lanzar su propia revista y la llamó 391, sucesora numérica de 291, que acababa de dejar de publicarse. En una carta a Stieglitz, reconoció que «391 no está tan bien hecha, pero es mejor que nada, pues la verdad es que aquí no hay nada, nada, nada». Esa repetición –nada, nada, nada– reapareció con fuerza varios años después en el «Manifiesto caníbal». En el primer número de 391, Picabia proclamó que su plataforma artística, puesta a punto en los Estados Unidos, «sólo empleará símbolos tomados del repertorio de formas puramente modernas», es decir, las máquinas.
Fue un proyecto curioso. Picabia tenía recursos para financiar una publicación bellamente editada, pero no el temperamento para seguir un calendario regular. O quizá 391 fue una auténtica publicación periódica en el sentido de que, efectivamente, se publicaba periódicamente, o sea, de vez en cuando; entre enero de 1917 y octubre de 1924 sólo vieron la luz diecinueve números. El formato también fue cambiando con los años. Tras los primeros siete números, de aproximadamente 38 × 25 cm, la revista pasó a editarse en varios formatos más grandes, algunos de casi 60 cm de alto. Al margen de las dimensiones, el diseño era exquisito, y rezumaba el ingenio y la perversidad propios de Picabia.
Si bien parecía ser su foro privado para burlarse del mundo, los lectores con más criterio reconocieron su talento para evaluar (y acallar) las veleidades artísticas e intelectuales. En el primer número, que se abría con un poema en el que, fingiendo paciencia, Picabia arremetía contra dos artistas rivales, Robert Delaunay (del que sugería maliciosamente que se iba a Lisboa a decorar las fachadas de todos los edificios de la ciudad) y Picasso («Picasso se arrepiente», se leía en otro artículo, en el que se comunicaba que el maestro cubista se había matriculado en la École des Beaux Arts).
En medio de todas esas diabluras, Picabia contó un curioso incidente: un cuadro que había enviado a París acabó confiscado en la frontera y enviado al ministro de Patentes porque se sospechaba que era el diseño de un freno de aire comprimido. Durante la guerra, cualquier cosa que pareciera un dibujo técnico despertaba sospechas, pero ese episodio pone de manifiesto un problema que duró años; las autoridades aduaneras norteamericanas confiscaron una vez una escultura de Brancusi porque decidieron que no era arte, sino material industrial sujeto a aranceles. Casi como un desafío, las portadas de todos menos uno de los primeros nueve número de 391 eran dibujos mecanomorfos de Picabia, incluida la exquisita y extraña representación de una bailarina de flamenco («Flamenca», n.º 3), la hélice de un barco ingeniosamente titulada «culo» (n.º 5) y una bombilla eléctrica llamada «Américaine», a través de la cual se pueden ver las palabras flirteo y divorcio (n.º 6).
En los tres meses que pasó en Barcelona, Picabia sacó, uno tras otro, cuatro números de 391, y tres más durante el verano, ya de regreso en Nueva York. Además de incluir reproducciones de obras de arte y colaboraciones ocasionales de otros artistas, la revista también fue un foro para su propia poesía. Picabia había comenzado a escribir a principios de la guerra, y el goteo inicial llegó a ser un verdadero torrente, sobre todo durante sus episodios neurasténicos, cuando los médicos le recomendaban que no pintara. (Su segunda colección, Poemas y dibujos de la hija nacida sin madre, la dedicó a sus médicos de Nueva York, París y Lausana.) Es difícil leer esos poemas y considerarlos la prueba de una cura. Antes al contrario, son una aglomeración desordenada y confusa de sufrimiento, intemperancia y oscuridad. La abstracción, de la que había sido pionero en pintura, parece haber fluido libremente también en sus textos.
Una tercera parte de Cincuenta y dos espejos, su primer libro, está tomada de números de 391. Si en general aparecen bajo el epígrafe «Convulsiones frívolas», título de un poema publicado en el segundo número, entre esa bruma se pueden atisbar fragmentos de su vida y facetas de su temperamento. Picabia puede describirse a sí mismo como un «ángel gorrón» y hablar de «mis indecentes sandeces», o, en una sarcástica valoración propia: «Sólo tengo una lengua, / y con malos modales»; aun así, de repente expresa las promesas más lúcidas: «Quiero mi vida para mí mismo»; «hay que ser muchas cosas» y «exijo lo magnífico». Mujeriego empedernido, Picabia no intenta en absoluto ocultar sus escapadas extraconyugales:
Sí, iría
hasta las antípodas
por una sola y placentera hora
de pasión y vértigo.
Las frecuentes referencias al opio revelan otra debilidad:
Junto a la mesa humea
la gorda pipa
Como una grieta
en el cerebro ultraterrestre
En esos poemas se despliega el registro completo de sus tribulaciones neurasténicas, y constituyen una crónica de su euforia creativa y erótica inducida por las drogas, a la vez que sondean las profundidades de la fatiga y la depresión hasta llegar a ese foso donde una idea no es más que un «chillido animal». Aunque es posible que no fuera ésa su intención, seguramente Picabia fue uno de esos «artistas del lenguaje / que sólo tienen un agujero que es boca y ano» (versos del primer poema que publicó jamás, en traducción inglesa, en la revista de Man Ray y Duchamp The Blind Man, en mayo de 1917).
Además del sexo y las drogas, la poesía de Picabia tenía claros signos de otra reveladora influencia norteamericana. En el único número de Rongwrong, otra pequeña revista de Duchamp (mayo de 1919), se publicó una carta firmada por un tal Marcel Douxami (un casi tocayo, lo que llevó a muchos a suponer que, en efecto, era él quien la había escrito). Douxami, un ingeniero de New Jersey, pensaba que los poemas de Picabia eran meras patrañas, pero hizo un interesante comentario que los relacionaba con la actualidad del momento. «En mi opinión, la poesía de Picabia parece surgir de una música norteamericana, un ritmo sincopado con una melodía que el compositor no pudo anotar o no sabía cómo hacerlo.»
Douxami no iba desencaminado, aunque salta a la vista que todavía no había oído o procesado la nueva palabra, jazz, un término que empezaba a circular junto con otra palabra de cuatro letras: dada. De hecho, Jazz, pintura con aerógrafo de Man Ray, data del mismo año que Rongwrong y, vistas las connotaciones casi sinónimas de las dos nuevas palabras, podría haberse llamado perfectamente Dada.
Para muchos, jazz y dadá eran intercambiables. «Dadá transforma el jazz en poesía moderna», decía un titular del Boston Evening Transcript en 1921, donde se habló del nuevo fenómeno en apartados titulados «Un hijo intelectual de la guerra» y «Literatura con neurosis de guerra». En Europa, los carteles de las actividades dadaístas incluían a veces la palabra jazz como parte de su sopa de letras tipográfica, y en 1922 se publicó en Yugoslavia, lejos de los circuitos de los intérpretes del nuevo ritmo, una revista llamada Jazz.
Vistos esos tempranos usos del término, es posible que jazz llegara montado a caballo sobre dadá; pero el dadaísmo en sí estaba en cierto modo en deuda con fenómenos norteamericanos como el jazz. Hugo Ball dejó constancia de ello poco antes de abrir el Cabaret Voltaire, cuando escribió en su diario una nota en la que se castigaba a sí mismo, y a sus compinches, por su altanero eurocentrismo; en su opinión, el arte no debía mofarse de aquello que podía tomar de la corriente de moda por lo norteamericano. Lo que debía hacer era integrarlo en sus principios, porque de otro modo se quedaría estancado en un mero romanticismo sentimental. Los propios norteamericanos, con innovaciones como el jazz, fueron los precursores de un cambio radical y de una elegancia cultural personalizada, y la vanguardia artística se esforzaba para no quedarse a la zaga.
Un estudiante norteamericano en el extranjero no tardó en causar impresión en Inglaterra como defensor de esa corriente norteamericanista. En 1914, y en el marco de un debate universitario en Oxford, T. S. Eliot escribió a sus amigos de los Estados Unidos: «Les señalé lo mucho que debían a la amurrican culcher en el drayma (incluido el cine), en la música, en los cócteles y en el baile. Y dije: mirad lo que nosotros, los pocos norteamericanos que vivimos aquí, nos estamos perdiendo mientras dedicamos nuestra energía a elevaros [...] nosotros, la avanzadilla del progreso, nos vemos obligados a seguir ignorando el foxtrot.» Para Eliot, el jazz pasó a ser casi un adorno de su tarjeta de visita, y en 1920 le aseguró a un amigo inglés que llevaría a una fiesta «una banjorine de jazz, no un laúd». En esos días ya era un poeta célebre, asociado al movimiento de vanguardia denominado vorticismo.
En el Cabaret Theatre Club de Londres, el turkey trot y el bunny hug se consideraban «bailes vorticistas» en un ambiente que alguien calificó de «tórrido jardín vorticista de gente que gesticula, baila y habla mientras el ritmo de las formas primitivas del ragtime vibran en la espaciosa sala». En sus comentarios al ballet Parade, de Diáguilev, con música de Erik Satie, representado en Londres en 1919, F. S. Flint se preguntó cómo llamarlo: «¿Cubofuturista? ¿Verso libre físico? ¿Jazz plástico? ¿Un grotesque decorativo?
Semejante indecisión terminológica proliferaba entre los que documentaban los acontecimientos de la época; por tanto, no es de extrañar que el impacto de las actividades de vanguardia contemporáneas a la propagación del dadaísmo tuvieran cierta imprecisa asociación con el jazz. Pocos años después, el novedoso elemento del jazz hizo su entrada en las representaciones de dadá, que también pareció adoptarlo como una de sus especialidades. Así, cuando en Londres la artista Madame Power apareció anunciada con «sus elefantes que bailan el jazz», ¿cómo no pensar que dadá había llegado a la ciudad?
En la Europa continental, el jazz llegó como un accesorio a los nuevos bailes; una prolongación, de hecho, de la animación con que tocaban los músicos. «Se divierten con la cara, con las piernas, con los hombros; todo se sacude y tiene un papel», exclamó fascinado Yvan Goll, que había presenciado un clima de exaltación parecido en el Cabaret Voltaire, que Hans Richter había descrito como «un sexteto. Cada cual tocaba su instrumento, es decir, se tocaba a sí mismo, apasionadamente y con toda el alma». Huelsenbeck y su pasión por los grandes tambores y el «ritmo negro» preanunciaron el cuadro de Marcel Janco Jazz 333 (1918). Arp, Hausmann, Schwitters y otros dadaístas siguieron siendo fanáticos de los últimos ritmos del jazz hasta mucho después de que amainaran los vientos de dadá. En la medida en que el dadaísmo se percibía como parte de un complejo modernista que incluía el cubismo y el futurismo, las contorsiones visuales comunes a los tres movimientos podían considerarse imbuidas del espíritu del jazz. «Como un cuadro cubista de Picasso, una acuarela de Klee», escribió en 1921 el bon vivant y gurú de la moda F. W. Koebner en Berlín; «aparentemente sin sentido y discordante, el jazz es, en realidad, completamente armonioso gracias precisamente a su discordancia».
Es posible que los muchos libros de Koebner dedicados a los bailes populares llegaran a manos de George Grosz y Raoul Hausmann, que también se interesaban por los ritmos más modernos; también Arp era un bailarín entusiasta. Con su inclinación por todo lo norteamericano, Grosz fue un incondicional del jazz. El compositor checo Erwin Schulhoff puso música a La bomba de nubes, de Hans Arp, después de conocer el jazz por intermedio de Grosz en 1919, y compuso un impecable «orgasmo» de cinco minutos para una solista titulado Sonata Erotica. Schulhoff era oriundo de Praga, ciudad en la que una amplia iniciativa llamada poetismo absorbió a dadá como parte de las tendencias culturales de la época, cuando el jazz, Charlie Chaplin, los deportes, el baile, el music-hall y el circo se ensalzaban como «lugares de improvisación perpetua», valorados precisamente por su falta de pretensiones y, por encima de todo, porque no eran arte. «Los payasos y los dadaístas nos enseñaron este escepticismo estético», escribió Karel Teige, uno de los líderes del poetismo.
Escepticismo estético era precisamente lo que Gilbert Seldes recomendaba en su influyente libro The Seven Lively Arts (1924), donde menospreciaba el «tremendo esnobismo del intelecto que resarce las horas muertas que dedicamos a la búsqueda del arte». Con esa primera persona del plural se refería a los norteamericanos «herederos de una tradición en la que lo que vale la pena ha de ser aburrido; y la mitad de las veces invertimos todas nuestras energías y pretendemos que lo que es aburrido es de mayor calidad, más serio, un “arte más grande”». Era ése un punto de vista que compartían los dadaístas, y sin que Seldes supiera nada de dadá. Con todo, esa defensa de las artes «alegres y movidas» como el cine, el jazz, los espectáculos de variedades y otros entretenimientos populares, habría sido bien recibida en los círculos dadaístas. Las cualidades nacionales que enumera Seldes –«nuestra independencia, nuestra despreocupación, nuestra franqueza y nuestra jovialidad»– caracterizan también la experiencia de Duchamp y Picabia en los Estados Unidos, que vieron en ellas una manifestación esencial y completamente inconsciente del espíritu dadaísta.
En marzo de 1917, cuando los Picabia regresaron a Nueva York desde Barcelona, no tardaron en «formar parte de una variopinta pandilla internacional que convertía la noche en día», recordó Gabrielle, la mujer de Picabia. Formaban el grupo «objetores de conciencia de todas las nacionalidades y ámbitos de la vida que vivían inmersos en una increíble orgía de sexualidad, jazz y alcohol». Quizá por ello no deba sorprender que Gabrielle volviera pronto a Europa para reunirse con sus hijos.
Cuando Gabrielle se marchó, Picabia alquiló un apartamento con el compositor Edgard Varèse, donde pronto los dos acordaron –en el verano neoyorquino y antes del aire acondicionado– practicar el nudismo en casa, e incluso recibían a los visitantes en cueros. Entre esas visitas estuvo Isadora Duncan, que tampoco era una mojigata, por lo cual reivindicó a Picabia como siguiente amante de su larga lista. Un día, Duncan telefoneó a Duchamp para pedirle que la visitara a mediodía. Cuando llegó el joven artista, sin saber qué le esperaba, aunque sospechaba que se trataba de algo erótico, ella lo llevó directamente a su dormitorio –al armario, concretamente–; lo abrió con gesto histriónico y, dentro, Duchamp vio a su amigo encaramado en un taburete y tomando una taza de té. «Isadora me ha escondido aquí sin decirme por qué», dijo él.
Poco después de esa visita inolvidable, se atribuyó a dadá un escándalo que dio mucho que hablar, aunque su protagonista poco tenía que ver con el dadaísmo. Arthur Cravan –para quien era cuestión de honor insistir siempre en su parentesco con Oscar Wilde– se había forjado una reputación editando en solitario la revista Maintenant, un proyecto sin ningún tipo de restricciones que probablemente inspiró a Picabia su personal 391. La especialidad de Cravan era insultar a los artistas. «Un cuadro de Chagall sólo me inspira repugnancia», escribió; o «Metzinger, un fracaso que se ha aferrado a los faldones del cubismo». «Un buen consejo» que Cravan dio a esos desdichados: «Tomad unas cuantas píldoras y purgad vuestro espíritu; follad mucho o, mejor aún, entrenaos con rigor»; como él mismo, de hecho, ya que tuvo ciertos éxitos en su faceta de boxeador. «El genio no es más que una manifestación extraordinaria del cuerpo.»
Cravan pasó una temporada en Barcelona, donde cayó noqueado en un combate legendario ante el campeón de pesos pesados Jack Johnson y llamó la atención de otro artista de paso en la ciudad, Picabia. En el primer número de 391, Picabia insertó un divertido artículo sobre tan pintoresco atleta: «Arthur Cravan es otro más a bordo del transatlántico. Dará algunas conferencias. ¿Se vestirá de hombre de mundo o de vaquero? Para su debut, optó por lo segundo, e hizo una aparición impresionante a caballo y disparando tres tiros con su revólver.»
En Nueva York, Cravan comenzó a frecuentar el círculo de Arensberg, donde, con poco tacto, le tiró los tejos a Mina Loy, aunque al final la poeta aceptó; se casaron y tuvieron una hija, nacida después de que Cravan desapareciera misteriosamente en el Golfo de México. Nunca se volvió a tener noticias de él.
Pero en junio de 1917, cuando Cravan aún estaba vivito y coleando, Duchamp le organizó una conferencia en los Independientes, en Grand Central Palace, que acogió la Primera Exposición de la Society of Independent Artists, en la que, por supuesto, no se expuso la Fuente. Cravan llegó una hora tarde, y tan borracho que apenas se aguantaba de pie en el podio, donde dio un sonoro puñetazo antes de empezar a quitarse la ropa mientras iba soltando obscenidades. El público se lanzó en desbandada hacia la salida y pronto llegó la policía a cerrar la sala. «Una conferencia maravillosa», comentó más tarde Duchamp. Esa ocasión se ha contado de oficio en los libros sobre dadá, y se convirtió, de hecho, en canónica para los que gustaban de asociar el dadaísmo con los escándalos y nada más.
La «conferencia» de Cravan, que alimentó la percepción superficial de que dadá era un ejemplo de mala conducta juvenil, forma parte de esas leyendas urbanas que no son más dadaístas que las fiestas a las que asistían Scott y Zelda Fitzgerald en la alocada década de la ley seca; pero es innegable que tiene la virtud, en el presente contexto, de ilustrar el desesperado letargo etílico que afectó a toda la comunidad de exiliados mientras duró la guerra. Lo que para muchos se había iniciado como un estimulante interludio en Nueva York, empezó a parecerse a un estilo de vida escabroso.
Tras ese verano de libertinaje, Picabia por fin dijo basta y en octubre se reunió con su familia en Europa, pero esa decisión no le sirvió para acabar con sus tribulaciones y conquistas. Un mes después de volver a París, conoció a Germaine Everling, cuyo matrimonio estaba a punto de irse a pique. Con su habitual presteza erótica, Picabia la enamoró locamente, y diez días después pasaron una luna de miel extraconyugal en el mismo lugar donde había pasado la luna de miel con Gabrielle.
Ni ésa ni sus otras proezas se las ocultaba a su mujer, cada vez más obligada a cuidarlo cuando él tenía sus brotes neurasténicos y depresivos, tan graves ya que Picabia aceptó someterse a un largo tratamiento en Suiza –no sin antes dejar bien atada su relación con Everling, que terminó poniendo fin a su matrimonio con Gabrielle–. Como recordó más tarde Everling, Gabrielle le dijo directamente que podía quedarse con Picabia si eso era lo que quería, pero le dejó bien claro que su estado de salud mental era precario. Perspicaz y complaciente como siempre, le sugirió a Everling que visitara a Picabia todos los días para mantenerlo animado, y le aseguró que ambos estaban por encima de las convenciones burguesas.
En febrero, la familia se instaló en Lausana, donde Picabia se trató con el prestigioso Dr. Brunnschweiller; Everling se les unió en junio. Picabia fue a buscarla a la estación, y reconoció que su estado había empeorado porque le había disparado varias veces un artista que se enfureció cuando lo encontró en la cama con su mujer. El lado mujeriego de Picabia tiene sin duda cierto toque de picaresca, pero ese episodio sirve para recordar lo temerario que podía llegar a ser. Era esa volatilidad lo que había llevado a Gabrielle a dejarlo solo en Nueva York el año anterior. Un biógrafo lo expresó a la perfección: «Picabia, con o sin depresiones, se permitía llevar una vida de soltero y hacía todo lo posible por poner en práctica toda clase de ardides y experiencias agotadoras que los separaban, pues quería alcanzar ese estado de libertad absoluta que es patrimonio del superhombre.» Como sugiere la referencia nietzscheana, Picabia estaba acostumbrado a vivir «más allá del bien y del mal», pero vivir así se parecía a habitar una tierra de nadie en un sentido casi militar.
Es posible que haya que incluir a Picabia entre las bajas del conflicto bélico de entonces, pero no porque padeciera neurosis de guerra, sino por la acelerada progresión de sus propios apetitos sin límites. Para usar el vocabulario de las máquinas que él tan hábilmente asimiló en su producción artística, Picabia era una barrena humana que taladraba en el futuro. Quiso la casualidad que la única persona más dispuesta a deleitarse en su espíritu viviera en Zúrich. Era un atildado rumano que oteaba ansioso el horizonte para descubrir dónde, y de qué manera, dadá podía empezar una nueva vida.
Durante la temporada de la Galerie Dada, Tristan Tzara se ocupó de consolidar los contactos internacionales, a los que bombardeó con recortes de prensa sobre las audacias de dadá mientras pedía colaboraciones para una nueva publicación del movimiento. Sus buenos oficios resultaron vitales, pues comprendió que a las naciones beligerantes les encantaba proporcionar materiales propagandísticos, sin pagar el franqueo, como parte de los gastos rutinarios del esfuerzo bélico. Por alguna razón, el arte encajaba en esa categoría. Así pues, la galería se llenó de obras procedentes de Alemania, Francia e Italia que compartían amigablemente las salas de exposición. De acuerdo, era propaganda, pero «propaganda para nosotros».
Ahora, con Ball otra vez fuera del cuadro, Tzara se dispuso a embarcarse en su campaña publicitaria más ambiciosa. Su tarjeta de visita fue el primer número de Dada, que vio la luz en 1917. No puede decirse que fuese un gran número, ya que sólo tenía diecisiete páginas, con textos en las páginas de la izquierda frente a reproducciones de obras de arte a la derecha, poco más que una exigua reseña de lo que había ocurrido desde la publicación de Cabaret Voltaire un año antes. No obstante, su tamaño abarataba el envío por correo –a fin de cuentas, ése era el principal objetivo–, y estaba al mismo nivel de otras revistas de la vanguardia internacional que se publicaron durante la guerra, como SIC, de Pierre Albert-Birot, y Nord-Sud, de Pierre Reverdy, en París; Neue Jugend con su nuevo director Wieland Herzfelde en Berlín, y De Stijl, que Theo van Doesburg había lanzado en Leiden en octubre.
Gracias a su determinación para establecer contactos con enclaves vanguardistas de todo el mundo y promover la causa de dadá, poco a poco Tzara fue advirtiendo que en Nueva York también ocurrían cosas interesantes, y que en ellas participaba el artista Francis Picabia. En agosto de 1918, cuando se enteró de que Picabia estaba en Suiza, Tzara le escribió para presentarse y le pidió una colaboración para Dada; le describió la revista a grandes rasgos como una publicación «sobre arte moderno» (añadiendo que su objetivo era representar las «nuevas tendencias», si bien «según un criterio que ha de seguir siendo secreto»). Los dos hombres no tardaron nada en trabar amistad y comenzaron a enviarse publicaciones y manuscritos, y en noviembre Picabia ya confesaba: «Vivo completamente aislado de todo, y sus cartas son un contacto cordial que me hace bien.» (Tampoco le ocultó sus problemas neurasténicos y que estaba sometiéndose a un tratamiento psiquiátrico.) Ambos compartían un auténtico afecto por Apollinaire, viejo amigo de Picabia y víctima reciente de la epidemia de gripe española que azotó el mundo después de la guerra. La repentina pérdida afectó profundamente a Picabia, porque su esposa había cenado con Apollinaire en París menos de una semana antes de su muerte, y porque él le había manifestado su deseo de ir a visitarlos pronto en los Alpes.
En su correspondencia, Picabia y Tzara se revelan como espíritus afines que buscan el calor y la luz casi furtivamente, deprimidos los dos y desconsolados en su aislamiento. «¿Puedo llamarlo mi amigo?», escribió Tzara a principios de diciembre, y Picabia, con calidez, pero algo burocráticamente, contestó: «Querido señor y amigo.»
En el centro de esa estimulación recíproca se encuentra una serie de revelaciones fundamentales para la concepción que Tzara tenía de dadá como fuerza destructiva, un punto de vista que no podía ser más afín a Picabia, gran aventurero intelectual y artístico. Tzara sugería que esa amistad en ciernes se nutría de una «sangre diferente, cósmica», que le daba «fuerzas para reducir, descomponer y luego ordenar en una unidad estricta que es caos y ascetismo a la vez». Por su parte, Picabia expresó su aprecio por el manifiesto de Tzara, que, en su opinión, «es expresión de toda filosofía que busca la verdad, cuando no hay verdad, sólo convenciones». Tzara respondió aplaudiendo el «principio individual de dictadura» de su amigo, que es «sencillez, sufrimiento + orden». Eran pocos los que en esos días habrían podido discernir algo así en la devastada y devastadora poesía de Picabia, pero los poemas de Tzara también eran testimonios de su peculiar mezcla de la exasperación, el tormento personal y la capacidad de asombro de un espíritu libre. Si William Blake distinguía sus Cantos de inocencia de los Cantos de experiencia, Tzara y Picabia los mezclaban libremente en el mismo poema, incluso dentro de un mismo verso. Ese contacto epistolar era una especie de fusión alfabética que despertaba en cada uno de ellos el sentimiento de que el otro era capaz de terminar sus frases. Sin embargo, esa sensibilidad compartida los llevó precipitadamente a algo parecido a una mezcla de abatimiento y exultación, pero... ¿cuántos hay realmente capaces de manejar algo así?
En el origen de la negatividad particular de Tzara se encontraba el genio enriquecedor de dadá: la negación era un valor positivo. «Le digo», confió Tzara a Picabia, «que la única afirmación del trabajo destructivo (que toda arte irradia) es la productividad, y que eso sólo puede darse en individuos fuertes», curtidos en la práctica de una autoestima nietzscheana, como Picabia. Así, Tzara pudo atraer a Picabia con confesiones que el artista, mayor que él, estaba preparado para entender mejor que nadie. «Nunca he dejado escapar una sola oportunidad de ponerme en peligro, y además de la maldad, es un placer eficaz y recreativo agitar pañuelos mágicos delante de los faroles de unos ojos de vaca», expresión que es un reflejo atribulado de la poca estima que Tzara tenía por los suizos que formaban el público de dadá en Zúrich.
En ese momento, Picabia ya instaba a Tzara a que hiciera una larga visita a París, ciudad a la que estaba a punto de regresar. A Tzara le encantó esa perspectiva: «Quizá podamos hacer cosas hermosas, pues tengo un deseo estelar y demente de asesinar la belleza.» Esas confesiones lograron que Picabia demorase su regreso a París para visitar a Tzara en Zúrich. Las cartas eran una cosa, pero ahora un encuentro en persona parecía primordial para ambos. Lo que en principio iba a ser una visita breve se prolongó durante tres semanas, semanas que «pasaron volando», escribió después Picabia.
La visita de Picabia a Tzara y su menguante círculo de dadaístas de Zúrich se pareció al momento en que una llave encaja en una cerradura. La reciprocidad no pudo ser mejor, y todos se beneficiaron de una estimulación mutua. «La primera aparición de Picabia, que nos invitó a todos a champán y whisky en el Elite Hotel, nos impresionó de todas las maneras posibles», recordó Richter. Además de poseer ingenio y audacia, Picabia tenía dinero y no era nada convencional; era un espíritu libre y, además, una rara avis, «¡un trotamundos en medio de una guerra mundial!». Con todo, su creatividad era inseparable de su nihilismo sin tregua. Tenía «una fe radical en la falta de fe» que fascinaba a Tzara, pero a Marcel Janco lo hundió directamente en la depresión. El propio Richter reflexionó así: «Vi a Picabia muy pocas veces; pero en cada ocasión, fue una experiencia de muerte.» (Richter finalmente se fue a vivir a Nueva York, donde, hacia el final de sus vidas, rodó películas con Duchamp y otros artistas afines al dadaísmo, y reconoció que Duchamp y Picabia caminaban por una línea muy delgada en la que repudiaban el arte haciendo arte, aunque lo que hacían de él no respetara las convenciones artísticas; el readymade era el mejor ejemplo.)
Detrás de la cautivadora oscuridad de Picabia había euforia, al menos para aquellos capaces de soportarla. El impulso dinámico de la negación necesitaba una fuerza contraria positiva, una receptividad benéfica. Ésa era una de las paradojas sobre la que se situaba dadá, casi como esas celebridades de los locos años veinte, ávidas de publicidad, que se encaramaban en lo alto de mástiles con la tranquilidad de alguien que se repantiga en una tumbona. Tzara plasma de pasada ese rasgo en una crónica sobre el ambiente de Zúrich que escribió en 1920 para el Almanaque Dadá de Huelsenbeck, y no deja de desconcertar que identifique a Picabia como «el antipintor que acaba de llegar de Nueva York» y cuya llegada fue la causa del siguiente paso en el camino de la negación exaltada. «Destruyamos seamos buenos creemos una nueva fuerza de gravedad NO = SÍ», y, sin ninguna pausa ni signos de puntuación, se lanza a tratar otro tema distinto:
Dadá significa nada Quién? catálogo de insectos
grabados de Arp
cada página una resurrección cada ojo un salto temerario
abajo el cubismo y el futurismo cada frase
un bocinazo
Arp y Tzara visitaron a Picabia en su hotel. «Cuando llegamos, estaba ocupado diseccionando un despertador», recordó Arp. «Despiadadamente, fue despiezándolo hasta encontrar el muelle, y lo arrancó con gesto triunfal. Interrumpiendo ese trabajo un momento, nos saludó y enseguida imprimió en trozos de papel las ruedecillas, el muelle, las agujas y otras piezas secretas del reloj. Después las unió con líneas y acompañó el dibujo con comentarios que daban fe de un raro ingenio muy alejado del mundo de la estupidez mecánica.» Arp, con visión de artista, añadió: «Creaba máquinas antimecánicas»; en su creatividad sin freno Picabia produjo «una flora rebosante de esas máquinas inservibles». No ha de extrañar, pues, que uno de esos relojes desarmados adornara la portada de Dada 4-5.
Tzara, absorto ahora con la poesía de Picabia, pensaba que podía transmitirse más fácilmente por correo que sus obras de arte; pero había visto algunos de los cuadros, solicitados para una muestra por un marchante de Zúrich que después los devolvió perentoriamente a Picabia sin ninguna explicación –y contra reembolso–. La admiración de Tzara aumentó cuando lo conoció personalmente; así pues, comenzó a buscar oportunidades para hacer circular la obra de su amigo por todos los medios. En febrero de 1919 mencionó que «un tal señor Benjamin (escritor-periodista)», estaba interesado en adquirir Hija nacida sin madre. El señor en cuestión era Walter Benjamin, uno de los intelectuales más brillantes de la primera posguerra. En esos días, mientras hacía el doctorado en Berna, vivía al lado de Ball y Hennings, quienes, naturalmente, lo pusieron al corriente de las últimas actividades del dadaísmo en Zúrich.
Dada 4-5 (mayo de 1919), portada de Francis Picabia.
Copyright © 2014 Man Ray Trust / Artists Rights Society (ARS), Nueva York / ADAGP, París.
Benjamin no consiguió comprar la fantasiosa «hija» de Picabia, pero sí un cuadro pequeño de Paul Klee titulado Angelus Novus, que tuvo un espacio en las Tesis sobre la filosofía de la historia que Benjamin escribió cuando ya se cernía la sombra de otra guerra mundial. El filósofo encontró una muerte prematura en 1940, mientras huía de los nazis. En el ángel de Klee, Benjamin descubrió esta alegoría:
Sus ojos miran fijamente; tiene la boca abierta y las alas extendidas. Así se imagina uno al ángel de la historia. Su rostro mira hacia el pasado. Allí donde ante nosotros se despliega una cadena de datos, él ve una única catástrofe que acumula sin cesar una ruina tras otra y las va arrojando a sus pies. Le gustaría detenerse, despertar a los muertos y volver a componer lo destrozado. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que se enreda en sus alas, y es tan violenta que el ángel ya no puede cerrarlas. Esa tempestad lo empuja irremisiblemente hacia el futuro, al que él vuelve la espalda mientras, ante él, el cúmulo de ruinas va alzándose hasta el cielo. Y a esa tempestad la llamamos progreso.
Ese escalofriante fragmento se ha celebrado, y con razón, en reiteradas ocasiones; pero ¿se ha reconocido alguna vez su afinidad con dadá, o ha visto alguien que dadá puede incluso ser su fuente? Las tesis de Benjamin incluyen esta observación aforística: «No hay documento de la civilización que no sea a la vez documento de la barbarie», un punto de vista ensayado, representado, gritado y susurrado cuando dadá se marchó de Zúrich y puso rumbo a Berlín y más allá.
En su concepción mesiánica de la barbarie política moderna, Benjamin reconoció la importancia de dadá. El dadaísmo ocupa un lugar central en su célebre ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, donde sirve de modelo de los efectos de choque de los medios modernos en general: «La obra de arte de los dadaístas se convirtió en instrumento de la balística. Daba en el espectador como un proyectil.» En una palabra, formaba parte de un arsenal concebido para disparar la alarma. Despertad, oía Benjamin gritar a dadá; es más tarde de lo que creéis. En sus tesis sobre la historia, Benjamin exhorta a los lectores a darse cuenta de que el «estado de emergencia» en que vivimos no es la excepción, sino la regla. Cuando las escribió, ya había dedicado la mejor parte de una década a compilar un vasto archivo de notas para el Proyecto Arcades, un retrato de París como capital del siglo XIX y plataforma de lanzamiento del XX.
Para Benjamin, su proyecto se parecía a «un despertador que impulsaba al kitsch del siglo pasado a un “ensamblaje”». Realizó gran parte de sus investigaciones en la mítica capital francesa, durante los días de gloria del surrealismo. Aunque no era un integrante del movimiento, estaba en contacto con Breton, Tzara y otros, y en 1929 escribió un artículo sobre el surrealismo para el público alemán, en el que celebraba su «iluminación profana». Concluyendo que los surrealistas «cambian, en una persona, el juego de los rasgos humanos por la cara de un despertador que a cada minuto suena durante sesenta segundos». No es una exageración imaginar que los aparatos desmembrados de Picabia en la portada de Dada dejaran en la imaginación de Benjamin una huella comparable a las partes anatómicas del reloj que Tzara y Arp vieron en un hotel de Zúrich.
Se armó un último revuelo después de que Picabia visitara Zúrich en enero de 1919. Y sería la apoteosis de todo lo que se cultivó en el Cabaret Voltaire, combinado con los experimentos de la Galerie Dada.
El 9 de abril de 1919, en la espaciosa sala de conciertos Kaufleuten –supuestamente con cabida para mil personas– tuvo lugar el último acto de dadá en Zúrich. Tzara confeccionó el programa con precisión de fanático, pero no pudo conseguir todo lo que se había propuesto. Como escribió a Picabia durante los preparativos: «Es la primera vez que lamento no haber aprendido a montar en bicicleta; quería salir a escena en bicicleta, bajarme, leer, volver a montar y marcharme: telón. Ahora tendré que contratar a alguien que dé vueltas por el escenario mientras leo.» Tzara también le confió a su nuevo gurú la negación del tedio oculto que lo motivaba: «Paso de una idea divertida a otra. Pero sé que este juego también me aburrirá dentro de poco.»
Ese espíritu subyacente de indiferencia comprometida, o de animado aburrimiento, lo captó pronto el público de la Kaufleuten, lo que permitió a los dadaístas dar en el blanco que venían buscando desde el principio. La ocasión tenía todas las características de las anteriores veladas de dadá, con algunos ingredientes adicionales, pero aplicados en su justa medida.
Arp y Richter pintaron un enorme telón de fondo, casi todo negro pero con manchones abstractos que conseguían hacerlo parecer un huerto de pepinos fuera de control. Algunas de las chicas de dadá bailaron con máscaras africanas. Volvió a sonar música de Schoenberg, Satie y del compositor zuriqués Hans Heusser, junto con poemas de Arp, Huelsenbeck y Kandinski. Todo muy conocido para algunos, pero como la sala estaba llena, para la mayoría los números fueron, sin duda alguna, una experiencia nueva.
La noche empezó con una áspera conferencia sobre arte abstracto pronunciada por el sueco Viking Eggeling, que acababa de incorporarse al dadaísmo y cuyo interés por desarrollar un vocabulario universal de formas abstractas sintonizaba a la perfección con Hans Richter. Los dos se trasladaron muy pronto a Berlín, donde se dedicaron a una actividad completamente nueva: hacer cine. La primera parte del programa concluyó con otro poema simultáneo de Tzara, esta vez a gran escala, con veinte actores; la cacofonía contó con un coro de abucheos del público. El intermedio permitió que se aplacara la furia de la concurrencia.
La segunda parte se inició con una breve digresión de Richter («elegante y malicioso», opinó Tzara) para provocar al público, antes de otra ronda de música, poesía y danza. Luego entró Walter Serner, un nihilista recalcitrante, la encarnación de una maldición humana. Refugiado de guerra, había llegado a Suiza desde Berlín, y en su revista Sirius manifestaba su escepticismo respecto de dadá. No obstante, estaba dispuesto a honrar esa grandiosa velada con un manifiesto titulado Letzte Lockerung, «La última relajación». Vestido de punta en blanco, Serner salió a escena llevando un maniquí de sastre decapitado, al que colocó un ramo de flores en el lugar de la cabeza. Luego, sentándose de forma ostensible en una silla de espaldas al público –ahora en profundo silencio, esforzándose para oírlo–, comenzó a leer su manifiesto.
No es fácil transmitir el contenido del texto de Serner, que avanza en espiral, borrándose a sí mismo y todo lo demás, combinando el rigor escolástico de Kant con un goteo imparable de insolencia. En cualquier caso, el veneno no tardó en penetrar en el público suizo, normalmente cortés, hasta que estalló cuando Serner se refirió a Napoleón llamándolo «un chico verdaderamente listo». Tal como apunta Richter en su historia de dadá: «No sé qué pintaba ahí Napoleón. No era suizo.»
Cuando Serner mencionó a Napoleón, el público se convirtió al instante en una masa de matones que se dedicaron a destrozar las balaustradas y a perseguir a Serner por el local. «Ésta es nuestra maldición, conjurar lo IMPREDECIBLE», pensaba Richter en aquellos días; pero para Tzara fue el máximo triunfo de dadá. «Dadá ha logrado crear en el auditorio un circuito de inconsciencia total.» En una nota en que describió la escena para Dada 4-5, sugirió que Serner provocaba en el público nada menos que «una psicosis que explica las guerras y las epidemias».
Lo asombroso fue que después de ese estallido de rabia contenida, el espectáculo continuó y terminó sin más incidentes. Como si el público, tras desahogarse, no tuviera ya fuerzas para alzarse contra otro número de danza libre con máscaras africanas, otro manifiesto vehemente de Tzara y la música de Heusser, dinámica y rítmica, pero átona. Los últimos ungüentos de dadá se aplicaron generosamente en las heridas abiertas de los nativos de Zúrich, agotados y escarmentados por su propia desaforada agresión. Cuando terminó la velada, los actores pensaron que Tzara había desaparecido, pero lo encontraron en un restaurante cercano contando la recaudación, las ganancias más grandes que dadá había conseguido en sus tres años de vida.
Después de esa última relajación en Zúrich, poco le quedaba a dadá en la capital suiza. La guerra había terminado apenas unos meses antes y Suiza empezaba a vaciarse de refugiados, que volvían a su país o ponían rumbo a otras partes del mundo. Gran parte del núcleo duro original del movimiento se sumó a ese éxodo, y transmitió el «microbio virgen» a poblaciones nuevas tomadas por sorpresa.
A finales de año, los hermanos Janco ya estaban en París, donde Tzara se les unió a principios de 1920. Arp, que tenía nacionalidad alemana, no consiguió un visado para volver a París otros cinco años, pero la vida con Sophie Taeuber compensó ese revés. Lo máximo que consiguió Tzara después del desmadre en la sala Kaufleuten fue colar un artículo en la prensa para que dadá no desapareciera de la vista del público. Distribuido a decenas de periódicos de todo el mundo, un avance informativo, «Un duelo sensacional», comunicaba que: «Ayer tuvo lugar un duelo a pistola en el Rehalp, cerca de Zúrich, entre Tristan Tzara, conocido fundador de dadá, y el pintor dadaísta Hans Arp. Se dispararon cuatro balas, y la cuarta rozó ligeramente a Arp en el muslo izquierdo.» Para añadir un toque más travieso a la fantasiosa noticia, se indicaba que Picabia había viajado desde París para actuar de padrino de Arp, papel que, para Tzara, desempeñó el escritor suizo J. C. Heer. El pobre Heer se hizo de repente famoso, y escribió a los periódicos para declarar su completa perplejidad y su inocencia. Mientras tanto, Tzara y Arp siguieron viéndose en los mismos cafés, y entre ellos no parecía haber acritud. En efecto, publicaron una nota de descargo declarando que la falsa noticia la había mandado publicar uno de sus enemigos.
Hacer circular el bulo del duelo significaba claramente descender del circuito de «inconsciencia total» que se vivió en la sala Kaufleuten. Después de ese triunfo, los dadaístas que quedaban se vieron atrapados en el ambiente de clase media de Zúrich, donde el confort burgués les recordaba lo increíble que había sido que dadá hubiera surgido precisamente ahí. De hecho, la mayor parte de los dadaístas eran de clase media, y dedicarse al arte significaba una renuncia a ese derecho de cuna. No obstante, más que conformismo, fue otra cosa lo que contribuyó a la identidad de dadá. La clase dominante nunca había invertido tanto para percibirse a sí misma como una norma, siendo fascinada por individuos o estilos de vida que se desviaban de ella. Un ejemplo conocido, aunque extremo, de personaje seductor que se aparta de la norma es el forajido americano, que parece trabajar horas extras para conseguir lo que otros alcanzan sin ser nada fuera de lo común. No ha de sorprendernos que George Grosz idolatrase a los gángsters norteamericanos, y que se vistiera a la americana para imitarlos. La osadía y la astucia del forajido penetraron en dadá, que exaltaba la destrucción como virtud.
Después de la función en la Kaufleuten, mientras Tzara disfrutaba de la cínica compañía de Serner, adoptó el término destrucción como la expresión característica de dadá. «Ser peligroso es el sondeo más incisivo», escribió en Der Zeltweg, la siguiente revista del movimiento. En las mismas páginas, Serner se despachaba a gusto con muestras de su afilado ingenio, soltando sucintos pero expresivos comentarios con la fuerza de alguien que clava la tapa de un ataúd. «¿La máxima decepción? Cuando descubrimos que la ilusión de no tener ilusiones también es una ilusión», escribió; y «uno se vuelve malicioso por aburrimiento. Después, ser malicioso se vuelve aburrido».
Esa entrega de Tzara a la destrucción lo separó para siempre de Janco, que cuarenta años después seguía furioso cuando distinguía entre las tendencias creativas y las destructivas de dadá, y detestando la inclinación de Tzara a la negación. Pero, de todos modos, Janco ya no se llevaba bien con su compatriota, le reprochaba ocultar el alcance de sus contactos internacionales. Pensaba que Tzara fomentaba el dadaísmo a lo largo y a lo ancho del mundo como su vocación personal. Pero si bien a Tzara le entusiasmaba el caos –como si obedeciera a la exhortación de Joseph Conrad en Lord Jim: «inmerso en el elemento destructivo»–, sabía que existía un primer plano honorable.
Tzara había aprendido su sensibilidad poética de los simbolistas franceses, cuyo líder indiscutible era Stéphane Mallarmé, quien había dicho «la destrucción fue mi Beatriz», es decir, su fuente de inspiración, refiriéndose a la musa de Dante. Pero ¿destrucción de qué? Sólo conseguía escribir sus poemas «por eliminación». En una época en que la retórica de la poesía acumulaba una analogía tras otra, añadiendo una superflua y recargada decoración a cualquier estado de ánimo, Mallarmé tomó la dirección contraria y redujo sus versos a formas tan densas y compactas que eran apenas comprensibles. La mente rebota por sus superficies diamantinas. Esa obra anticipó el triunfo del antiarte/antiliteratura que describió el dadaísta parisino Georges Ribemont-Dessaignes, «destruyendo el efecto habitual del lenguaje y dándole un efecto más seguro, pero también más pérfido, de disolver el pensamiento».
Ahora que Tzara había optado por la inmersión total en el principio destructivo, tanto en escena como en sus escritos, puso la mira en la grandiosa perspectiva, la invasión dadaísta del mundo. No obstante, de momento seguía sin poder salir de Suiza, tierra de relojes de cuco y lederhosen; demasiado lejos del paroxismo de Berlín o del París de sus sueños de juventud.