EPÍLOGO: LA OTRA VIDA DE DADÁ

Los que fundaron el Cabaret Voltaire en 1916 vieron derrumbarse su mundo a causa de la Gran Guerra. Cuando dadá parpadeó y vio la luz en medio de esa calamidad, sus partidarios depositaron en él todas sus esperanzas y, aunque recordando todavía una cultura que ya no existía, se aferraron a dadá con la tenacidad de un náufrago en un bote salvavidas.

Indignados por un mundo que se hacía pedazos mientras se llenaba la boca con las beaterías tradicionales, los dadaístas decidieron devolver la bofetada y blandieron la destrucción como arma creativa. Conscientes de que después del cese de las hostilidades sería imposible volver a la vida normal, cargaron contra las pocas fantasías de normalidad que quedaban, en caso de que quedara alguna. No obstante, a pesar de que sus principios les mandaban reaccionar de esa manera contra la demencia de la Primera Guerra Mundial, fue el dadaísmo el que se quedó con la etiqueta de nihilista, no los líderes militares y políticos que ordenaron la carnicería.

Ezra Pound fue uno de los primeros en evaluar con exactitud el legado de dadá: «Han satirizado a la santa iglesia de nuestro siglo (el periodismo), han satirizado la actitud gazmoña para con “las artes” (las artes en general, sin distinguir si tal o cual obra contiene un mensaje). Han abandonado toda pretensión de imparcialidad.» Pound comprendió mejor que todos los que en aquella época no pertenecían al movimiento que la prensa necesitaba unos azotes y que el «arte» debía recibir su merecido; y, también, que la imparcialidad no tenía sentido en un mundo que se había vuelto loco. Que cada cual eligiera sus batallas y cargase con las consecuencias. Pound admiraba a los dadaístas por haber hecho exactamente eso.

Dadá era un modelo de lo que en la década de 1930, unos años cargados de tensiones políticas, llegó a conocerse como arte y literatura «comprometidos», pero rara vez permitió que sus compromisos parecieran convencionales. Su iconoclastia no conocía límites. Los dadaístas (o apenas un puñado de ellos) sólo apoyaron explícitamente una circunstancia sin precedentes, la Revolución de Noviembre en Berlín. Como era previsible, la iconoclastia de dadá se diagnosticó como un trastorno juvenil, irreverente; «bufones en la tragedia de la destrucción de Europa», así llamaron a los dadaístas, pero fueron ellos los que reconocieron, mucho antes de que tuviera un nombre, el absurdo al estilo trampa-22 que Joseph Heller inmortalizó en su novela sobre la Segunda Guerra Mundial, una guerra de la que surgió el término snafu (acrónimo de «situation normal, all fucked up», algo así como «sin novedad en el frente: todo se va a la mierda», sinónimo de una situación ridículamente caótica). Y los dadaístas fueron los primeros en explorar ese intrincado terreno.

Dadá también contribuyó a crear otros paisajes memorables. Un año después de escribir su valoración de dadá, Pound ya vivía en París, donde tenía un amigo íntimo en Picabia. Cuando T. S. Eliot le pasó, para que le echara un vistazo, el borrador de un poema titulado «He Do the Police in Different Voices» («Él hace de policía con distintas voces»), Pound cogió sus tijeras y las aplicó al poema de manera auténticamente dadaísta, y gracias a esos cortes Eliot pudo escribir La tierra baldía, el poema más influyente del siglo XX.

La tierra baldía indignó a la crítica tanto como la había indignado dadá. La revista Time publicó una cínica reseña del poema de Eliot con este título: «¿Tiene derechos el lector ante el tribunal de la literatura?» Sugiriendo que La tierra baldía era una patraña, el crítico la comparó con el Ulises, una obra en la que «Joyce había sacado casi medio millón de palabras de aquí y allá» y las «había agitado en un sombrero colosal»; repitiendo así (sin mencionarlo, y posiblemente sin saberlo) la fórmula original para escribir un poema dadaísta. Un crítico inglés, refiriéndose al poema de Eliot, dijo: «Cuánto papel desperdiciado» (jugando con waste land, waste paper), y lo arrojó a esa pila de basura de la que Kurt Schwitters sabía extraer tanta y tan insondable belleza.

Sin embargo, hubo quien supo ver en La tierra baldía la misma clase de vida microbiana ya identificada en dadá unos años antes. Por ejemplo, Conrad Aiken, amigo de Eliot, reconoció que el poema era bueno precisamente «en virtud de su incoherencia», y detectó en la obra de Eliot una exhortación disimulada, pero no del autor, sino como surgida del caos de la civilización moderna, una exhortación que luego se expresó, no sin cierta acritud, en el título de un álbum de Talking Heads de 1984: Stop Making Sense: «Basta ya de cosas con sentido.» Como reconocieron los dadaístas desde sus comienzos en Zúrich, el sentido que caracterizaba a las decisiones racionales para mandar a la muerte a toda una generación era inaceptable.

Para dadá, los efluvios cotidianos eran un espejo digno de admiración para lo que el arte tuviese que reflejar y devolver a la sociedad. Su arte no tenía nada que ver con el virtuosismo. Bastaban la casualidad y la elección. Al acogerlo todo en su seno, dadá dio validez a lo inferior, lo no oficial, y redimió a todo lo que se incluía en la categoría de basura. En el caso de Schwitters, eso significaba literalmente desechos de las calles, billetes del tranvía arrojados al suelo, ruedas de bicicletas rotas; por su parte, Marcel Duchamp prefería la chatarra como un botellero o una pala, y sólo le daba realce con los títulos que ponía a sus ready-mades. Tanto Schwitters como Duchamp dejaron claro que la curiosidad y el ingenio no conocen límites naturales.

Cuando esa sensibilidad redentora se propagó por el mundo, lo despreciable demostró ser un depósito desbordante de posibilidades. El poeta norteamericano John Ashbery reconoció en ese campo «un lenguaje que existía antes de dadá y que siempre ha existido», aunque «el camino de vuelta a ese lenguaje fue lo que dadá descubrió de un modo contundente». Era el lenguaje de la inocencia creativa que ya había atisbado Hugo Ball cuando vio a los dadaístas como los bebés en pañales de una secta gnóstica. Es probable que Simon Rodia no hubiera oído hablar nunca de dadá mientras construía las Torres Watts, y el cartero francés Ferdinand Cheval tampoco podía saber nada, porque terminó su Palais Idéal antes de que se inaugurase el Cabaret Voltaire, pero tanto Rodia como Cheval y su obra están entre esos artistas y esos monumentos «caseros» que ahora ocupan un lugar en el árbol genealógico de Schwitters y su Merzbau. En 1920, la carnavalesca Dada-Messe de Berlín también llegó a ser un prototipo para grandes exposiciones en galerías y museos en las que la obra se integra en un entorno total.

El reconocimiento, por parte de dadá, del potencial artístico de la basura y el revoltijo, de los escombros y el caos, ha tenido un impacto duradero en el arte posterior y en todos los medios de expresión. El siglo XX fue pasando, y la animación iconoclasta de dadá acabó siendo una fuente inagotable de inspiración para artistas de todas las tendencias. Lejos de ser exclusivamente un medio de destrucción, el dadaísmo demostró que era capaz de ser una influencia, una fuerza progresista.

Entre los rasgos más perdurables de la caja de herramientas dadaísta se encuentran la irreverencia y el ingenio, la indiferencia a valoraciones culturales como lo sublime y lo vulgar, el gusto por los entornos interactivos y la mezcla de materiales y formas que el antropólogo Claude Lévi-Strauss identificó en el bricoleur (el manitas). Teniendo en cuenta el conservadurismo inherente a las instituciones culturales, esas «herramientas» eran los ingredientes básicos que sólo pudieron asimilar furtivamente artistas que trabajaban en solitario o en grupos no muy numerosos.

Tuvo que pasar mucho tiempo para que, terminada la Segunda Guerra Mundial, se pudiera valorar el impacto de dadá. La antología de Robert Motherwell fue un recurso histórico importante en Norteamérica, y en 1952 el escritor y conservador francés Michel Tapié publicó Un art autre, un estudio en el que define a dadá como punto de partida de una gran emancipación artística. Según Tapié, gracias a dadá se habían acabado los ismos y la necesidad de esos arietes que las instituciones oficiosas y altaneras conciben para demoler «en colaboración». Después de dadá, «sólo queda la aventura individual».

Sí, desde un punto de histórico, dadá fue un fenómeno colectivo, pero prevaleció lo individual, y en este libro hemos seguido el rumbo divergente e idiosincrático de figuras sin parangón en su individualidad: Hugo Ball, Tristan Tzara, Raoul Hausmann, Kurt Schwitters, Francis Picabia, Marcel Duchamp... Si uno se detiene a pensarlo, no hay en los anales de dadá una sola personalidad sumisa, anónima y discreta.

Dadá no puede separarse del brío y el valor personales de sus representantes a título individual. Cuando migró a diferentes contextos con esos avatares, se disolvió como una pastilla en receptáculos culturales diversos, y, aunque nadie supiera que había llegado, los tonificó con sus soluciones inimitables. Al fin y al cabo, no siempre fue fácil tener a mano lo que ahora sabemos de dadá. La irreverencia propia de los dadaístas, combinada con la inclinación a repartir información falsa a diestro y siniestro, fue, durante décadas, un obstáculo bastante molesto.

Tomemos como ejemplo a los Beatles. La portada del elepé Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band se asemeja a una velada dadaísta, y los chicos de Liverpool se superaron con el White Album, un gesto de retracción absoluta que sólo podía funcionar en manos de los músicos más famosos del mundo. El White Album es un testimonio de ese enorme espacio en blanco que dadá había depositado en el mundo, y sirve para no olvidar que la retracción y la creación son recíprocas. Nada se crea de la nada. Crear siempre significa absorber o destruir algo. El espacio blanco y virgen de la página se llena con marcas (como la mancha de tinta de La Santa Virgen de Picabia); el color ensucia la blancura del lienzo; la bola de arcilla acaba mutilada sin piedad por el torso humano que emerge de ella.

Cierto, tales ejemplos pertenecen a las artes, pero los dadaístas, como muchos otros modernistas, querían que las artes se derramasen en la vida. Al denunciar el arte como una forma de comercio, desdibujaron y atravesaron los límites para que fuese imposible saber cuándo o dónde el arte puede sorprendernos, y ni siquiera si es arte. Esa actitud demostró ser una indeterminación muy fecunda.

Al denunciar el arte concebido como santuario, los dadaístas lo convirtieron en un medio práctico de renacimiento y resurrección, un agente en la ardua tarea de volver a la vida y empezar de nuevo al final de un trauma histórico. Sin embargo, eso no les impidió usar el arte como arma para frenar cualquier regresión y oponerse a todo retorno al solaz histórico en forma de anhelado Shangri-La.

Si bien es fácil hacer excesivo hincapié en la agresión dadaísta, también es importante recordar su humor, por mordaz que fuese; por ejemplo, la adaptación de la tragedia clásica griega que hizo Walter Mehring para una parodia con marionetas de la República de Weimar o las piezas teatrales de Tzara, en las que, a manera de pastiche del cuerpo político, hay partes del cuerpo que se pavonean por el escenario soltando inanidades. Dadá tiene ciertas afinidades con los números de los payasos de circo, con la bufonada, aunque no puede decirse que los dadaístas fueron los únicos que sintieron una gran admiración por Charlie Chaplin. Es posible que la comparación más exacta no sea Chaplin, sino los hermanos Marx. De la misma edad de Schwitters, Hausmann y otros dadaístas, Groucho y Harpo eran auténticos veteranos del vodevil, un género muy caro a dadá cuando surgió en el Cabaret Voltaire. Sopa de ganso (1933), con su imitación burlesca de la guerra y la mera pose política de la diplomacia internacional, puede ser el ejemplo más puro de un dadá sin dadaístas. «Quiero cuarteles generales, no cuartos traseros» –de la escena de la batalla– podría salir directamente de un sketch dadaísta, igual que: «¡Recuerda que estás luchando por el honor de esta mujer, que ya es más de lo que ella misma ha hecho jamás!» El humor incisivo también era un elemento connatural de los poemas y cuentos de Kurt Schwitters, y no resulta difícil imaginar a Anna Blume divirtiéndose con Groucho o Harpo.

Distinguir la influencia real de dadá de su tan cacareada herencia constituye un verdadero desafío. Adjetivos como dadaísta y surrealista vienen rápido a la mente de muchas personas que no saben nada de la historia que hay detrás de ellos. Tampoco es sencillo valorar cuánta información concreta se utilizó para dar forma a unas actividades que, en apariencia, son deudoras de dadá. Grupos de comediantes como Monty Python y el Firesign Theatre presentan una afinidad innegable con el espíritu dadaísta, pero cuando iniciaron su andadura, en la década de 1960, dadá ya quedaba muy lejos y no estaba tan bien documentado como ahora. ¿Herencia (algo en el aire) o influencia (transmisión por contacto)?

En arte podemos encontrar rastros inequívocos de dadá en todas partes, especialmente en esa actitud hágalo-usted-mismo que va contra todos los derechos que se arrogan el profesionalismo, el lustre y las credenciales. La fértil relación de Schwitters con la basura llegó a ser un modelo que inspiró a muchos artistas, y permitió que alguien como Robert Rauschenberg se librase de la carga agobiante y «heroica» del expresionismo abstracto. Cuando Rauschenberg vio por primera vez obras de Schwitters en la galería Janis en 1959 –después de haberle colocado un neumático a su famosa cabra embalsamada en uno de sus «combinados»–, el norteamericano, refiriéndose al inventor de Merz, dijo: «Tengo la sensación de que lo hizo todo sólo para mí.»

La aceptación generalizada de la materialidad en estado puro fue para Joseph Beuys un regalo del cielo. La invasión imparable de publicaciones de los medios de comunicación proporcionó a los artistas de la posguerra, como el inglés Richard Hamilton y el norteamericano James Rosenquist, un cuerno de la abundancia repleto de materias primas que estaban esperando la llegada del arte pop. Detrás de la vertiginosa provocación de los grafitis urbanos de los que surgió Jean-Michel Basquiat están los monigotes de George Grosz (al artista alemán le habría encantado uno de los primeros seudónimos de Basquiat, SAMO, «same old shit»: la misma mierda de siempre). Ampliar la lista de ejemplos equivaldría, tal vez, a un epílogo interminable. Lo bueno, si breve... Para citar a los propios dadaístas, baste con decir Dadá triunfa, y, en su momento y en su lugar, ese triunfo fue suficiente.

En su día, el triunfo de dadá llevó el semblante de sus representantes individuales, pero el espíritu dadaísta migró y su microbio virgen infectó a las generaciones venideras. Cuando los expertos empezaron a atribuir los rasgos de dadá a artistas posteriores, no siempre los recibieron con los brazos abiertos. El término neodadá surgió a finales de la década de 1950, pero para muchos de esos «neo-dadaístas», como Daniel Spoerri en Europa y Allan Kaprow (pionero de los happenings) en los Estados Unidos, era despectivo, como si los llamaran «anticuados» o dijeran que lo que hacían «ya estaba hecho» y para qué se tomaban la molestia. Su punto de razón tenían, pero pensar en dadá como si fuese un movimiento artístico más, con su bolsa de trucos perecederos, es no entender en absoluto el dadaísmo, que tendió a disolverse cada vez que empezaba a adoptar las características de un movimiento. Por esa razón se fue a pique en París, mientras Tzara intentaba mantener su integridad en el congreso de Breton sobre el «espíritu moderno». Tzara insistió en que dadá no era moderno, pero eso tampoco quiere decir que fuese antiguo o inmune a lo actual. Antes al contrario, el dadaísmo no podía ser más actual, y en ningún caso fue un monumento. En su manifiesto de 1918, Richard Huelsenbeck afirmó que dadá, con su «audaz alma cotidiana», era «la relación más primitiva que se puede tener con la realidad que nos rodea».

El mundo fue cambiando, y la influencia de dadá también. Durante la Guerra Fría, las funestas presiones históricas que habían estado en el origen de dadá tuvieron un impacto comparable en otra generación. La orientación «antiarte» dejó de ser un reproche desde los márgenes. El art brut, Cobra, el brutalismo, Gutai, el cinetismo, el letrismo, la Internacional Situacionista, el nouveau réalisme, Semina y la Rat Bastard Protective Association, Fluxus, el accionismo vienés, el arte povera... Es larga la lista de iniciativas artísticas a escala mundial que surgieron durante la Guerra Fría, y llevan la impronta de dadá, como si el mouvement fuese el ángel de la historia que había previsto Walter Benjamin, ese angelus novus lanzado hacia el futuro con una pila de escombros cada vez más alta.

Si para los artistas de la segunda posguerra dadá fue la cara creativa de la destrucción, su influencia culminó en 1963 con el simposio Destruction in Art, organizado en Londres por Gustave Metzger. Judío ortodoxo, Metzger se había refugiado de los nazis en Inglaterra en 1939, cuando apenas tenía trece años. En su madurez artística, llegó a ver la posibilidad de una devastación nuclear como algo aún más amenazador que el Holocausto. Fue un pionero del arte «autodestructivo» como «instrumento valioso para la psicoterapia de masas en sociedades donde la eliminación de las pulsiones agresivas es un factor fundamental del colapso del equilibrio social».

A diferencia de la tendencia general a exonerar todo lo difícil de controlar calificándolo de neo-dadá, el punto de vista terapéutico de Metzger era fiel al movimiento original, una respuesta a la Guerra Fría que se nutría de la alarma de dadá ante la Gran Guerra. En el simposio de Londres, Yoko Ono dio una charla en la que ella también reafirmó la profunda convicción dadaísta: «En este momento, la única clase de destrucción intencional que me interesa», dijo, «es la que trae consigo una construcción mayor.»

Además de esa etiqueta de «nihilista» que dadá no conseguía quitarse, el uso de esos materiales abyectos que tanto gustaban a los artistas del movimiento hacía que las instituciones culturales anduvieran con pies de plomo a la hora de manejar, por no hablar de conservar, obras de arte perecederas. Así pues, dadaístas como Arp y Taeuber se negaron a plegarse al egotismo endémico de los medios de comunicación exaltados y dijeron no a la pose heroica del artista. Nada de eso. Dadá defendía el diletantismo («Arriba, diletantes» era el lema de Die Schammade, la revista de Max Ernst) y desafiaba a la cultura del profesionalismo servil, y con su deseo de hacer bajar al arte de su pedestal, inspiró una iconoclastia sin tregua.

Todas las artes tienen un vocabulario heredado para referirse a las distracciones intrascendentes: la bagatela en música, el cómic en las artes visuales, el limerick en la poesía inglesa. Son una manera de decir que, en realidad, «esto no es arte, pero de vez en cuando no está mal tontear un poco». Pero todo cambió cuando el dadaísmo empezó a tratar ese arte menor como si fuese el protagonista del espectáculo, no porque así se degradaron las modalidades más elevadas, sino porque dadá celebraba el espíritu primigenio del juego, tan evidente en la mesa de dibujo de un arquitecto como en la figura geométrica que se dibuja con tiza en el suelo para jugar a la rayuela.

Tras su desaparición, el impacto más generalizado de dadá tuvo poco que ver con su iconoclastia, con su crítica de las instituciones políticas, su propia política e incluso con su agilidad y su ingenio para moverse en los círculos artísticos. Cuando uno se pone a rastrear el legado dadaísta, comprueba que es cierto que el diablo se esconde en los detalles. El «arte cisoria» de dadá, junto con sus fructíferas estrategias para reformular sus propósitos, pronto impregnaron las artes en general.

El montaje rápido en cine y televisión, por ejemplo, los procedimientos de sampleado del hip-hop y el mash-up estético tan de moda hoy, son pruebas de que las iniciativas dadaístas siguen floreciendo en los nuevos medios. Navegar por Internet se parece a una práctica creativa prescrita por Tzara: recorte un artículo del periódico y vaya sacando las frases de un sombrero. Más recientemente, el auge de las redes sociales ha venido a confirmar el toque de sorpresa que Tzara incluyó en su técnica: el poema se parecerá a usted. Flarf, un novísimo movimiento poético, se caracteriza por pescar en la red vocabulario combustible, y ejecuta la maniobra de Tzara no con una chistera, sino a golpe de ratón.

El fotomontaje también forma parte de la omnipresente herencia que nos dejó dadá. En cuanto innovación técnica –sobre la que tanto discutieron los dadaístas de Berlín por la cuestión de la paternidad–, el fotomontaje lo practicaron artistas indiferentes a sus orígenes, y no tardó en convertirse en una herramienta básica de la publicidad. Si alguien que trabajase en una empresa de la neoyorquina avenida Madison, cuna y centro de la industria publicitaria desde la década de 1920, supiera algo sobre dadá, no hablaría, usaría el fotomontaje.

Con todo, no es el fotomontaje la única herramienta de la publicidad moderna que lleva la impronta de dadá, que también se refleja en la organización no lineal de los anuncios, en la asimetría, la incongruencia y el empleo de la evocación en lugar de la explicación racional. Un anuncio de una revista de antes de dadá presenta la imagen del producto tal como es, arropada en la letra pequeña de sus bondades. En la década de 1930, es posible que el producto ni siquiera se viese y su lugar lo ocupasen algunas imágenes aparentemente faltas de relación entre sí, moviéndose, quizá, en un espacio torcido en el que un eslogan tiembla como una misteriosa pluma, algo que la baronesa Elsa podría haber lucido cuando salía a pasear por la Quinta Avenida.

Dadá prescindió de la lógica del encuadre y la perspectiva privilegiada e introdujo esa inmediatez táctil que tanto llamó la atención de Marshall McLuhan (véase La novia mecánica, 1951). Estudiante de las tendencias artísticas modernas, McLuhan observó en la publicidad comercial un intrigante parecido estructural con la literatura más «avanzada». El consumidor reaccionaba de manera subliminal a las estrategias publicitarias visualmente perturbadoras y que ya no se dirigían a su racionalidad. Sin embargo, en un museo o en un poema esas mismas estrategias se consideraban incomprensibles, e incluso nihilistas. Al final, cuando el comercio hizo suyas las tácticas de la vanguardia, fue más fácil comprenderlo todo, desde un gesto social hasta una obra de arte, como un «anuncio de mí mismo», para emplear el título de Johannes Baader –que Norman Mailer repitió cuarenta años después.

En general, se dio por sentado que dadá era el broker de la ética del todo vale, tan evidente en el arte moderno. El estigma asociado a esa actitud implica que la cosa ya no va de arte, sino de autobombo. Las astucias del Oberdada, junto con el extendido gusto de dadá por la publicidad moderna y esa burla que fue la noticia sobre un duelo entre dadaístas en los Alpes... Nada parece distinguirse de los boletines que Ben Hecht enviaba desde Berlín, informando sobre una carrera entre una máquina de coser y una máquina de escribir. La verdad y el mito se fusionan a la perfección en el desparpajo que dadá fomentó.

Pero la influencia es un proceso con muchas sutilezas de detalle, y los vástagos de la fertilización cultural pueden ser sorprendentes. En Rastros de carmín (1989), Greil Marcus afirmó que el punk era hijo de dadá. Pero ¿cualquier aficionado furioso e indignado es un dadaísta latente? ¿Es posible asentar cualquier clase de disidencia en el balance de dadá? ¿Marlon Brando montando en moto en Salvaje? ¿Elvis Presley meneando las caderas? ¿Charles Manson inspirándose en «Helter Skelter» para planear sus crímenes? La cuestión se reduce a lo siguiente: diciendo que no a declaraciones programáticas (y parodiándolas), dadá abrió las puertas a cualquier reivindicación de afinidad. En la cultura del narcisismo, incluso el espejo menos adecuado sirve.

Dadá vive hoy en la fugacidad de nuestra visión periférica y en el espejo retrovisor de ciertos individuos pintorescos que pasan por la calle a toda velocidad rumbo a destinos casi inimaginables desde un mirador del siglo XXI. La temporalidad acaba aplastando los números, y al final lo que prevalece es la diferencia histórica. La distancia entre ellos y nosotros se ensancha. No obstante, algo queda flotando en el aire, más allá de todas las nubes de humo y los espejos, de las travesuras y las patrañas... Es la búsqueda de algo mejor, de una actitud más humana, algo parecido al sabio consejo de Hugo Ball: «Seamos completamente nuevos e imaginativos. Reescribamos la vida todos los días.»