Decir Zúrich en febrero es decir pleno invierno. La nieve recién caída cubre las calles como una capa de polvo que cruje cuando se la pisa; el frío de las montañas hace brillar la nariz y las mejillas de los viandantes. En el viejo barrio bohemio, a apenas una calle del río que, desde el norte, desemboca en el lago, la puerta se abre en el número 1 de la Spiegelgasse (la calle del Espejo..., vaya nombre); allí nos recibe una densa nube de humo de tabaco. Estamos en 1916, en el Cabaret Voltaire.
El local está hasta los topes y apenas caben ya más mesas; asientos hay, con suerte, para cincuenta personas, y en la tarima que hace las veces de escenario tampoco cabe ya un alfiler. En las paredes –pintadas de negro bajo un techo azul–, máscaras lascivas y grotescas y obras de Pablo Picasso, Amedeo Modigliani y August Macke.
Un hombre demacrado y levemente picado de viruela toca al piano, para crear ambiente, música de cafetín. Tras entonar con suavidad una tierna balada, una ingenua delgada y con aspecto de estar ligeramente achispada interpreta de sopetón un número procaz. Luego, con el porte de una madona, concluye su intervención haciendo el spagat. A continuación salen a escena algunos actores para acompañarla en un cuadro de vodevil, seguido de un recitado simultáneo de poemas de Goethe, el Shakespeare alemán, y de Ben Franklin. Un joven bajito con monóculo declama un conjuro tribal maorí («Ka tangi te tivi / kivi / Ka tangi te moho»), y gira y se contonea como una bailarina que ejecutara la danza del vientre. Un pianista y un violonchelista se permiten tocar un sentido movimiento lírico de una sonata de Saint-Saëns compuesta cuarenta años antes. Después, tres actores del grupo balbucean al unísono un poema para tres voces escrito en tres lenguas (francés, alemán e inglés). Estudiantes de la academia de danza moderna de Rudolf Laban, situada no muy lejos del cabaret, se descuelgan con un número expresionista. Un personaje de aire amenazador y socarrón mira fijamente al público mientras recita una de sus «plegarias fantásticas» –una sarta de gruñidos y rugidos– a la vez que aporrea un bombo enorme y agita una fusta. El esquelético pianista, sentado otra vez al teclado, toca ahora una Fantasía húngara de Franz Liszt.
Al fin y al cabo, es un espectáculo de variedades, y al público sólo se le ofrecen retazos de lo que esperaría encontrar en un establecimiento convencional, cosa que el Cabaret Voltaire no es en absoluto. Hay en el aire una fiebre palpable, una electricidad que no cesará de percibirse durante los cinco meses de vida del cabaret. Y, cuando eche el cierre, ese local tan original ya tendrá un retoño.
Lo llamaron dadá, y la cuestión en torno a quién lo bautizó siempre ha sido objeto de disputa. Una entrada del diario de Hugo Ball sólo indica que el 18 de abril de 1916, o antes, el poeta alemán intercambió opiniones sobre el término con Tristan Tzara. Lo único seguro es que la palabra salió por casualidad de un diccionario francés, lengua en la que puede significar «caballito de madera» y «niñera». Cuando se pusieron a indagar más sobre su significado, a los artistas del cabaret les encantó descubrir que también puede designar la cola de una vaca considerada sagrada por una tribu africana, y que en ciertas regiones de Italia puede querer decir «cubo» y «madre». Para los artistas rumanos del cabaret, era algo que se decían entre ellos continuamente cuando conversaban: da, da, es decir, «sí, sí», y decidieron que era la palabra perfecta para designar el estado de ánimo que los invadía. Pero ¿qué quiere decir dadá?
Dice el Eclesiastés: «Componer muchos libros es nunca acabar», y lo mismo podría decirse si hablamos de dar definiciones de dadá, el movimiento artístico más revolucionario del siglo XX. «Dadá es osado per se.» «La autocleptomanía es la condición humana normal: eso es dadá.» «Dadá es la esencia de nuestro tiempo.» «Dadá lo reduce todo a la sencillez de los orígenes.» Con frases así, entre otras, lo definieron los propios dadaístas. Sin embargo, puesto que dadá nació desafiando las definiciones –ridiculizando la complacencia y las certezas–, el aluvión de definiciones a que ha dado lugar debería tomarse con pinzas, con una reserva que va creciendo hasta el punto de poder afirmar que no tiene fin.
«Los verdaderos dadás están en contra de DADÁ», señaló Tzara, uno de los rumanos fundadores del cabaret; pero lo dijo en un manifiesto, y el manifiesto de vanguardia tiende a ser un fárrago de provocaciones y sinsentidos, salpicado con algunas explicaciones hábiles y otras tantas gemas de sabiduría. ¿Cómo aproximarse, pues, a algo que extrae la seriedad de la payasada? Richard Huelsenbeck, estudiante de medicina alemán, otro pionero del movimiento, supo impedir el paso de cualquier respuesta sencilla concluyendo así un manifiesto dadá: «¡Ser dadaísta es estar en contra de este manifiesto!» Y el propio Tzara dijo, descaradamente (y nada menos que en un manifiesto): «En principio, estoy en contra de los manifiestos de la misma manera en que estoy en contra de los principios.»
Dadá resuena con contradicciones. Sus creaciones artísticas se ofrendaban al antiarte. Ladino y bromista, dadá podía, no obstante, ser decididamente moral. Con frecuencia se lo consideró una expresión de su época, un estallido característico del momento. Con todo, a los dadaístas no les molestaba reconocer la existencia de «dadá antes de dadá», algo tan antiguo como el budismo, afín a lo que el filósofo alemán Mynona llamó «indiferencia creativa». Esa tendencia a buscar el equilibrio de los opuestos, a sentirse cómodo en la contradicción, llevó a uno de los defensores del nuevo fenómeno artístico a decir que dadá era «la elasticidad propiamente dicha». A veces, las afinidades con el budismo han hecho pensar en una supuesta negatividad situada en el corazón mismo de dadá, y algunos dadaístas fomentaron esa aspiración; pero el no de dadá lleva un signo de interrogación, igual que la afirmación: sí y no como partes del discurso, no como señales que indican avanzar o detenerse.
El inquietante enigma que radica en el núcleo de dadá implica que decir no es, con todo, decir algo. Lo negativo magnifica el resultado positivo. En un número dadaísta que se representó en París en 1920, André Breton enseñaba a la concurrencia una pizarra con un insulto escrito por su amigo Francis Picabia, pintor y poeta francés; después, en cuanto el público lo leía, borraba el texto, una performance que capta la estrategia de dadá, consistente en dar y negar en un solo gesto.
En lugar de una definición, una síntesis más apropiada de dadá podría ser una imagen del artista francés Georges Hugnet, de 1932: «Dadá, un espantajo plantado en la encrucijada de una época.» El presente libro cuenta la historia de ese espantajo: cómo esa palabra absurda, dadá, surgió en la Suiza neutral en plena Primera Guerra Mundial hace ahora un siglo, y se propagó por Europa y, luego, por todo el mundo como un «microbio virgen», tal como lo denominó genialmente Tristan Tzara. En esa historia se entremezclan personalidades desbordantes de vitalidad que se conocieron hablando de cosas distintas y formaron alianzas momentáneas, adoptando, de forma muy diversa, la misma etiqueta: dadá. Para algunos, era una misión; para otros, sólo una herramienta o un arma prácticas para sus propios fines artísticos. Una de los primeros representantes del dadaísmo, Hannah Höch, resumió ingeniosamente la actitud de sus compatriotas: «Éramos una pandilla muy golfa.»
Dadá surgió de unas circunstancias históricas determinadas, pero, cada vez que migró, se adaptó a las distintas situaciones locales e hizo todo lo posible para echar raíces. Esa capacidad de adaptación lo convirtió en un fenómeno difícil de encasillar, aunque eficaz también como arma y estrategia. Podría decirse que fue una especie de guerra de guerrillas cultural que estalló en medio de una guerra oficial catastrófica, oficiosa y obtusa que galvanizó, en primer lugar, a quienes no tardaron en ser dadaístas, agitando su enfático no con un sí igualmente enfático. Cuando ese sí-no se cargó de electricidad como una corriente alterna, demostró ser ingobernable, y desbarató todos los esfuerzos de sus patrocinadores e inventores por canalizar la contradicción hacia un resultado predecible. Al final, la mayoría de los dadaístas afirmó alegremente el carácter impredecible de dadá, y se sintieron agradecidos por encontrarse en medio de esa corriente, sin importarles, mientras duró, cómo y dónde los golpeaba.
La historia de dadá no encaja en el arco narrativo habitual. Tuvo un principio, de eso no hay duda, en Zúrich, pero en esos mismos días se puede comprobar también la presencia de un prolongado episodio similar en Nueva York, celebrado históricamente como un fragmento de dadá, aun cuando quienes participaron en él no conocieron hasta más tarde la existencia del dadaísmo. También hubo algo parecido a un final, en París, pero ello no impidió que otros organizaran una gira, o campaña, dadaísta por los Países Bajos; y, tras el ignominioso colapso en Francia, surgieron proyectos de cuño dadá incluso en lugares tan lejanos como Europa Oriental y Japón. En palabras de Huelsenbeck, era una «epidemia danzante», con «comienzos simultáneos y espontáneos en distintas partes del mundo». En consecuencia, en lugar de presentar un relato estrictamente cronológico, los capítulos de este libro se centran en lugares y personalidades claves, y algunos de ellos regresan de vez en cuando llevando consigo la chispa de dadá.
La media docena de artistas que asistieron al nacimiento de dadá en el Cabaret Voltaire se encontraban atrapados en un remolino creativo que superaba todo lo que habían conocido hasta entonces, y en adelante no se desprendieron nunca de esa rabiosa energía. «Dadá cayó sobre los dadaístas sin que ellos lo supieran; fue una inmaculada concepción», dijo Huelsenbeck. Después del cierre del cabaret, los padres del movimiento llevaron durante unos meses una galería de arte dadaísta, lanzaron un programa de publicaciones y patrocinaron algunos actos públicos tumultuosos; pero la verdadera acción comenzó cuando se marcharon de Zúrich y divulgaron por el mundo la palabra de dadá.
En 1917, antes de que terminara la guerra, Huelsenbeck dejó Zúrich y regresó a Berlín. Tanto se engañaba entonces el alto mando alemán, que seguía dando por segura la victoria. Cuando cayó derrotada, la nación alemana se hundió y conoció una tensa transición a la democracia parlamentaria en la República de Weimar.
Cuando en Berlín y otras ciudades estalló la revolución, dadá renació, y lo hizo pisando fuerte. Aunque seguía siendo un movimiento artístico, no tardó en convertirse en un medio para la agitación política. El inconformismo, su sello distintivo, contribuyó al desconcierto y la sordidez generales que imperaban en Berlín, y desafió abiertamente todos los valores y todos los presupuestos de las normas culturales. En ese entorno inflamable, dadá pareció, si bien por poco tiempo, un rival más en la esfera pública de la política, como el comunismo.
A diferencia de la apacible Zúrich en la Suiza neutral, al final de la guerra Berlín era un hervidero de conflictos políticos. Allí las miras del dadaísmo fueron menos artísticas, y se presentó como un movimiento combativo y anárquico. Al regresar a la capital alemana, Huelsenbeck fundó un capítulo local de dadá, al que llamó club, y sus socios fueron la punta de lanza de varios actos públicos y publicaciones subversivas. Algunos de los miembros más destacados del Club Dada –George Grosz, Wieland Herzfelde y John Heartfield– se afiliaron al Partido Comunista alemán en cuanto se fundó. Otros, como el propio Huelsenbeck y Raoul Hausmann, eran igualmente combativos, pero sin reivindicar ninguna filiación política.
Mientras el Club Dada se consolidaba en Berlín, ciudades como Colonia y Hannover celebraron sus propias temporadas dadaístas. En Colonia, Max Ernst, soldado desmovilizado poco tiempo antes, descubrió que Hans Arp, amigo suyo de antes de la guerra, era uno de los conspiradores de dadá. La agilidad creativa, sumada a su insolencia, fue la puerta de entrada para Ernst, que saltó al carro dadaísta como un vagabundo trepa a un vagón de carga, y pronto también formó parte del círculo parisino. Por el contrario, en Hannover el dadaísmo no fue más que un número en solitario. Kurt Schwitters quiso incorporarse al grupo de Berlín, pero en la capital lo consideraron demasiado provinciano. Sin dejarse amilanar, creó su propio movimiento y lo llamó Merz. Gracias a la campaña publicitaria de su editor, que presentó el libro como obra dadaísta, un poemario de Schwitters llegó a ser un éxito de ventas. ¡Al diablo, pues, con la tutela del movimiento berlinés!
Con el tiempo, los berlineses Hausmann y Höch trabaron amistad con Schwitters, con quien viajaron a Praga en una gira «Anti-Dadá-Merz». Más tarde, Schwitters hizo una campaña similar por los Países Bajos con Theo van Doesburg, director de De Stijl, otra correría oficial inconfundiblemente dadaísta, y desencadenó en el educado público holandés la clase de locura que a Tzara tanto le gustaba.
Schwitters, Van Doesburg, Hausmann, Höch y Hans Richter (artista y veterano de guerra) fueron algunos de los dadaístas que en los primeros años de la década de 1920 se aliaron con los partidarios del constructivismo, un movimiento procedente de la joven Unión Soviética que fomentaba un nuevo papel para las artes, desviando el talento artístico hacia la ingeniería social. En Occidente no podía hablarse de un panorama igualmente estimulante, pues el comercio capitalista había nacido de las cenizas del final de la guerra, y estaba ahí para vengarse. Sin embargo, con la ayuda de los instintos devastadores de dadá, el constructivismo llegó a ser un movimiento desafiante y utópico en lugares como la Bauhaus, la nueva escuela de artes y diseño industriales. Esa alianza confirió a dadá un aspecto asombrosamente progresista, pues hasta entonces se lo había considerado una perversión desbordante de vitalidad, un ardid ingenioso o, en el mejor de los casos, una saludable reprimenda al statu quo.
Cuando en Alemania cesaron las convulsiones políticas, dadá tenía muy poco que hacer. Al menos eso parecía. En realidad, decidió, como un pistolero del Salvaje Oeste, instalarse en otra parte.
Y nada podía estar más lejos del dadá berlinés que las aventuras de una comunidad de exiliados europeos en Nueva York durante la guerra, un grupo de artistas «espirituosos» (tanto por lo atrevidos como por todo el alcohol que consumían) que se elevaban a alturas extraordinarias de inventiva e imaginación. Uno de ellos, Marcel Duchamp, se dedicó a diseñar objetos de la vida cotidiana considerados obras de arte, y hasta contempló la posibilidad de firmar el edificio Woolworth. Sin embargo, el ganador fue su seudónimo (R. Mutt), autor del célebre orinal, con el título Fuente, hasta hoy el producto más reconocible del arte dadaísta. Por irónico que parezca, aunque Duchamp está asociado para siempre a dadá, él mismo nunca se definió como dadaísta, limitándose a decir que le parecía «simpático». Pero bueno..., solía decir lo mismo de todo –verificación, tal vez, de la primera frase del Almanaque Dadá (1920) de Huelsenbeck: «Hay que ser bastante dadaísta para poder adoptar una actitud dadaísta respecto del propio dadaísmo.»
Mientras tanto, Tristan Tzara mantenía encendida la antorcha en Zúrich, donde publicaba la revista Dada a la vez que ponía en marcha una importante campaña de relaciones públicas a escala internacional en nombre de lo que él denominaba movimiento dadá. Poco a poco fue enterándose de que algo parecido había existido en Nueva York en torno a dos exiliados europeos, Duchamp y Picabia; y, lo que es más, el fenómeno neoyorquino parecía estar expandiéndose como el de Tzara. La presencia de Duchamp y Picabia en la Gran Manzana había creado un campo de fuerzas en el que el norteamericano Man Ray vio surgir sus inclinaciones naturales; terminada la guerra, Ray siguió a sus amigos cuando regresaron a París.
Para Tzara, aislado en la ciudad alpina, la correspondencia era el medio que le permitía mantener con vida a dadá, y fue así como comenzó una frenética relación epistolar con Picabia y Breton en París, y los franceses se adhirieron con avidez a la causa dadaísta. Breton, joven y desenfadado, ya aspiraba a ser el líder, la autoridad; Picabia era brillante, original y todo lo permisivo consigo mismo como su envidiable fortuna le permitía. Para muchos era el epítome de todo el ingenio, la agresividad y la irreverencia de dadá desde mucho antes del descubrimiento del dadaísmo. Picabia parecía ser la prueba de la inmortalidad del movimiento; pero pudo desentenderse y dejar dadá cuando llegó el momento: «No guardo la colilla después de terminarme un cigarrillo», dijo. Cuando finalmente Tzara se unió a Picabia y Breton en París (1920), el dadaísmo adquirió carácter oficial. Sin embargo, esa insólita combinación resultó fatal, y el «movimiento» no tardó en irse a pique.
La caracterización de dadá como un microbio virgen (Tzara) es apropiada. Fuera donde fuese, y, en algunos casos, con independencia del tiempo que se quedara en un lugar dado, para afirmarse no necesitaba forzosamente un cabaret o un club, ni siquiera un grupo; un solo individuo bastaba. Dadá fue adquiriendo un brillo peculiar, como un elemento radiactivo que emitiera una pulsación alucinatoria, y por ese motivo tiene poco sentido intentar presentarlo como un proyecto unificado y con un único centro colectivo. Su identidad se multiplicó según sus oportunidades y sus participantes. Por tanto, no es impropio que regularmente se publicaran las listas de sus presidentes; todos los que habían participado en alguna actividad dadaísta figuraban en ellas como presidentes, y hubo también algunos presidentes honorarios incluidos a modo de regalo; entre otros, Charlie Chaplin.
En lo fundamental, la historia de dadá es la historia de quienes abrazaron el movimiento, y también la de quienes fueron escogidos por los reflectores de dadá y aceptaron seguir ese camino durante un tiempo. Las definiciones y las caracterizaciones van apareciendo en las distintas versiones al calor del momento, pues así fue como ocurrió. Hugo Ball, uno de los primeros dadaístas, refiriéndose a su cohorte de los inicios del Cabaret Voltaire comentó que el mundo entero había empezado a hacer de médium. En efecto, los padres fundadores canalizaban algo, como un médium en una sesión de espiritismo, y transmitían una vitalidad que venía del más allá; la iniciativa personal era escasa. Y al final eso fue lo que acabó espantando a Ball, que no tardó en hartarse de lo que, fuera lo que fuese, dadá había desencadenado; y escapó, en su opinión, justo a tiempo.
Dadá jes grew –«sencillamente creció»–, como en la afortunada expresión que empleó Ishmael Reed en Mumbo Jumbo, novela que trata sobre la creciente popularidad del jazz. Como dadá, el jazz impactó por primera vez durante la Gran Guerra, y después desbordó las orillas e hizo rugir los locos años veinte. Durante un tiempo, y en opinión de muchos, el jazz y dadá fueron dos caras de la misma moneda. Los dadaístas no opusieron resistencia a esa asociación, y en algunas ocasiones contrataron orquestas de jazz para sus funciones. La novedad y el humor dominaron en la primera época del nuevo ritmo, y si los músicos hubieran oído hablar de dadá, probablemente habrían secundado la afirmación de Hoagy Carmichael, para quien el jazz era el hermano gemelo de dadá. En cualquier caso, la cantante de blues Mamie Smith y sus Jazz Hounds grabaron en 1922 un éxito titulado «That Dada Strain», y en una retrospectiva inaugurada treinta años después, Duchamp incluyó el disco de 78 rpm.
Al dadaísmo lo animaba el mismo espíritu, pero también era una respuesta a las actividades artísticas de vanguardia más recientes: el futurismo italiano, el expresionismo alemán y el cubismo francés, las últimas corrientes que en ese momento asimilaban los artistas que en 1916 se encontraban en Zúrich, ciudad que, en palabras de Hugo Ball, era una jaula para pájaros rodeada por unos leones temibles. El cataclismo de la guerra pesaba con fuerza sobre todos ellos, y se suponía que la civilización era progresista y estaba más allá de la barbarie. Con todo, los primeros dadaístas pensaban que a su alrededor tenían los medios para enfrentarse a esa amarga verdad. El expresionismo y el cubismo se habían beneficiado del descubrimiento de objetos tribales de África, Oceanía y otros lugares remotos, y para los dadaístas del Cabaret Voltaire, esa corriente de primitivismo desempeñó un papel revitalizador. Si el hombre civilizado se empeñaba en exterminar a sus semejantes, era mejor regresar al pasado, volverse «primitivos».
En sus orígenes, la condición previa de dadá fue la guerra, pero revivió inmerso en el estado de agitación que caracterizó a la posguerra. Tras un conflicto tan catastrófico y prolongado, la fabricación meramente jurídica de un armisticio no consiguió que todo volviera a la normalidad de un día para otro. Colonia, por ejemplo, quedó en la Renania ocupada. A un grupo de dadaístas disidentes, la presencia de militares británicos les inspiró el nombre con que se bautizaron a sí mismos, Stupid. En el París de la posguerra, mientras los extranjeros regresaban en tropel a la Ciudad Luz, se oían voces que pedían a gritos que volviera «el orden», lo que para algunos sonaba a resurgimiento de la xenofobia nacionalista. En cambio, a los jóvenes escritores que no tardaron en apiñarse alrededor de dadá, semejante exhortación era repugnante, pues equivalía a la negación de todo lo que hacía de París un faro para el arte de vanguardia, una ciudad donde no se tenía en cuenta la procedencia de los artistas.
Cuando el malestar de la posguerra empezó a remitir en toda Europa, dadá también cambió para adaptarse a los nuevos tiempos. Una vez había sido un agente de la destrucción, pero su alianza con el constructivismo reflejaba el nuevo papel que se proponía desempeñar, el de agente creativo. Fue una alianza basada en el principio de la cooperación internacional. La actitud del constructivismo y la de dadá trascendían con determinación las fronteras nacionales; se trató, por tanto, de una unión natural. Desde sus inicios, el dadaísmo había rehuido la maldad que se ocultaba bajo conceptos como nación y nacionalidad, en los que un tribalismo ciego vencía a la razón y a cuyo paso proliferaban las carnicerías.
Como era predecible, las alianzas internacionales de dadá lo convirtieron en blanco de las persecuciones durante la década de 1930, unos años marcados por el auge de los nacionalismos. En Alemania, mientras comenzaban a llevarse a la práctica los programas políticos del Tercer Reich, dadá y el constructivismo fueron los primeros movimientos artísticos estigmatizados. En 1932, los nazis clausuraron la Bauhaus, de influencias claramente constructivistas, por considerarla un turbio refugio de la modernidad internacional, y en 1937 ridiculizaron a dadá y otros ismos en la infame exposición Entartete Kunst («arte degenerado»).
Tras el prolongado conflicto de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Tercer Reich, las provocaciones distantes de dadá volvieron a oírse como un estruendo con efecto retardado. En todo el mundo, nuevos grupos artísticos reconocieron su deuda con dadá, desde Gutai en Japón hasta Fluxus en Nueva York, así como los Nouveaux Réalistes de París y muchos más. Artistas prestigiosos como John Cage y Jasper Johns, Joseph Beuys y Andy Warhol, entre muchísimos otros, despegaron en varias direcciones que serían impensables sin el fervor destructivo con el que dadá había allanado el terreno. Sin el dadaísmo hoy no tendríamos mash-ups –los collages musicales– ni sampleados, ni fotomontajes, ni happenings... Y ni siquiera habrían existido el surrealismo, el pop art y el punk... Sin dadá, la vida moderna tal como la conocemos tendría un rostro muy muy diferente; de hecho, difícilmente podría calificarse de moderna.