11
EL HOMBRE DEL RISCO
El fragmento de mi diario íntimo que he utilizado en el último capítulo abarca hasta el 18 de octubre, momento en que los extraños acontecimientos de las últimas semanas se precipitaban hacia su terrible desenlace. Los incidentes de los días que siguieron han quedado indeleblemente grabados en mi memoria y puedo relatarlos sin echar mano a las notas que escribí entonces. Comienzo, pues, un día más tarde a aquel en que logré establecer dos hechos de gran importancia: que la señora Laura Lyons de Coombe Tracey había escrito a sir Charles Baskerville para citarse con él precisamente a la hora y lugar donde encontraría la muerte, y que al hombre que permanecía al acecho en el páramo había que buscarlo en los refugios de piedra de las colinas. Con estos dos datos en mi poder, me dije que, si no me faltaban completamente la inteligencia y el valor, tenía que poder arrojar por fin alguna luz sobre tanta oscuridad.
No tuve ocasión la noche anterior de referir al baronet lo que había averiguado acerca de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer estuvo jugando con él hasta muy tarde. A la hora del desayuno, sin embargo, le informé de mi descubrimiento y le pregunté si quería acompañarme a Coombe Tracey. Al principio se mostró deseoso de hacerlo, pero lo pensamos con más calma y ambos llegamos a la conclusión de que se obtendrían mejores resultados si iba yo solo. Cuanto más solemne fuera la visita, menos información obtendríamos. Dejé, por consiguiente, a sir Henry en casa, aunque no sin ciertos remordimientos, y emprendí en coche el camino hacia la nueva etapa de nuestra investigación.
Al llegar a Coombe Tracey, Perkins quedó al cuidado de los caballos y yo hice algunas preguntas para localizar a la persona que me proponía visitar. Encontré sin dificultad su alojamiento, céntrico y bien indicado. Una doncella me hizo pasar sin ceremonias al salón, y la dama, que estaba sentada ante una máquina de escribir Remington, se puso en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su expresión cambió, no obstante, al descubrir que se trataba de un desconocido. Entonces se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi visita.
Lo primero que llamaba la atención en la señora Lyons era su extraordinaria belleza. Tenía los ojos y el cabello de un cálido color avellana, y sus mejillas, aunque cubiertas de abundantes pecas, mostraban la exquisita delicadeza de las mujeres morenas: esa delicada tonalidad que se oculta en el corazón de la rosa. La admiración fue, repito, la primera impresión. Pero de inmediato surgieron los reparos. Había un algo muy sutil que no funcionaba en aquel rostro. Cierta vulgaridad en la expresión, tal vez cierta dureza en la mirada, un rictus en la boca, desvirtuaban una belleza tan perfecta. Pero todas estas reflexiones son, por supuesto, posteriores. En aquellos momentos solo tuve conciencia de estar ante una mujer muy hermosa. Hasta entonces no había advertido hasta qué punto era delicada mi misión.
—Tengo el placer —dije— de conocer a su padre.
Era una presentación muy torpe y la señora Lyons no lo pasó por alto.
—Mi padre y yo no tenemos nada en común —replicó—. Yo no le debo nada y sus amigos no son mis amigos. A no ser por el difunto sir Charles Baskerville y por otras personas de buen corazón, pude haber muerto de hambre sin que mi padre moviera un dedo.
—Precisamente he venido a verla en relación con el difunto sir Charles Baskerville.
Las pecas adquirieron mayor relieve en el rostro de la mujer.
—¿Qué puedo decirle respecto a él? —preguntó, mientras sus dedos jugueteaban nerviosos con los topes de la máquina.
—Usted le conocía, ¿no es cierto?
—Ya he dicho que estoy en deuda con él por sus bondades. Si puedo ganarme la vida, lo debo en gran parte al interés que se tomó por mi desgraciada situación.
—¿Mantenía correspondencia con él?
La dama levantó rápidamente la mirada, con un brillo de enfado en los ojos color avellana.
—¿Qué finalidad tienen estas preguntas? —inquirió en tono cortante.
—La finalidad de evitar un escándalo. Es preferible que se las haga yo aquí e impidamos que este asunto escape a nuestro control.
La señora Lyons, pálida como una muerta, guardó silencio. Por fin alzó de nuevo los ojos; había algo temerario y desafiante en su actitud.
—De acuerdo, responderé —dijo—. ¿Qué quiere usted saber?
—¿Mantenía usted correspondencia con sir Charles?
—Le escribí por supuesto en una o dos ocasiones para agradecerle su delicadeza y su generosidad.
—¿Recuerda usted la fecha de estas cartas?
—No.
—¿Le vio usted alguna vez personalmente?
—Sí, en dos o tres ocasiones, cuando vino a Coombe Tracey. Era un hombre muy reservado y prefería hacer el bien con suma discreción.
—Si le vio usted tan pocas veces y le escribió tan pocas cartas, ¿cómo se enteró él de los apuros que usted pasaba y pudo así ayudarla, como me asegura que hizo?
La señora Lyons resolvió con facilidad mi objeción.
—Eran varios los caballeros que conocían mi triste historia y que se unieron para ayudarme. Uno de ellos, el señor Stapleton, vecino y amigo íntimo de sir Charles, fue muy amable conmigo, y sir Charles se enteró de mis problemas a través de él.
Yo estaba informado de que sir Charles Baskerville había recurrido en diferentes ocasiones a Stapleton como su limosnero y la explicación de mi interlocutora tenía todos los visos de ser cierta.
—¿Escribió usted alguna vez a sir Charles pidiéndole una entrevista? —proseguí.
La señora Lyons volvió a enrojecer de cólera.
—A decir verdad, señor mío, se trata de una pregunta harto singular.
—Lo lamento, señora, pero me veo obligado a repetírsela.
—En tal caso, responderé obviamente que no.
—¿No lo hizo acaso el mismo día de la muerte de sir Charles?
El color desapareció al instante de sus mejillas y tuve ante mí un rostro de una palidez mortal. La sequedad se adueñó de su boca y casi le impidió pronunciar un «no» que yo vi más que oí.
—Sin duda la traiciona la memoria —dije—. Yo podría citar incluso un párrafo de la carta: «Por favor, por favor, dado que es usted un caballero, queme esta carta y esté en el portillo a las diez en punto».
Creí que iba a desmayarse, pero hizo un esfuerzo supremo y se recupero.
—¿No existen, pues, en el mundo caballeros? —jadeó.
—Es usted injusta con sir Charles. El sí quemó la carta, pero a veces una carta es legible incluso después de arder. ¿Reconoce ahora que la escribió?
—Sí, lo hice —exclamó, volcando ahora el alma en un torrente de palabras—. La escribí. ¿Por qué tendría que negarlo? No hay motivos para avergonzarse. Quería que me ayudara. Estaba convencida de que, si me entrevistaba con él, conseguiría que me ayudara, y le pedí una cita.
—Pero ¿por qué a semejante hora?
—Porque acababa de saber que partía para Londres al día siguiente y que quizá tardaría meses en regresar. Había motivos que me impedían acudir antes a la mansión.
—Pero ¿por qué una cita en el jardín, en lugar de una visita a la casa?
—¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esas horas en el hogar de un hombre soltero?
—Y ¿qué sucedió cuando llegó usted allí?
—No fui.
—¡Señora Lyons!
—No fui, se lo juro por lo más sagrado. Sucedió algo que me lo impidió.
—¿Qué fue?
—Es un asunto privado. No se lo puedo contar.
—En tal caso, ¿reconoce haber concertado una cita con sir Charles a la hora y en el lugar donde él encontraría la muerte, pero niega haber acudido a ella?
—Esta es la verdad.
Insistí en mis preguntas una y otra vez, pero no conseguí sacar nada más en limpio.
—Señora Lyons —dije, mientras me levantaba y ponía fin a aquella larga entrevista no demasiado satisfactoria—, incurre usted en una gran responsabilidad y se coloca en una posición muy falsa al no confesar cuanto sabe. Si me veo obligado a solicitar la ayuda de la policía, descubrirán hasta qué punto está usted comprometida. Si es inocente, ¿por qué empezó negando que escribió a sir Charles en aquella fecha?
—Porque temía que se sacaran conclusiones equivocadas y me viera envuelta en un escándalo.
—Y ¿por qué tenía tanto interés en que sir Charles destruyera la carta?
—Si la ha leído sabrá el porqué.
—Yo no he dicho que hubiera leído la carta.
—Ha citado usted un fragmento.
—He citado la posdata. Como ya le he dicho, la carta había sido quemada y no era legible en su totalidad. Le pregunto una vez más por qué insistió tanto en que sir Charles destruyera esa carta que recibió el mismo día de su muerte.
—Es un asunto muy privado.
—Razón de más para que evite usted una investigación pública.
—Se lo diré, pues. Si ha oído hablar de mi triste historia, sabrá que contraje un matrimonio imprudente y que he tenido sobrados motivos para lamentarlo.
— Todo esto lo sé.
—Mi vida ha sido una incesante persecución por parte de un marido al que aborrezco. La ley está de su parte, y todos los días me enfrento a la posibilidad de que me obliguen a vivir con él. Cuando escribí esta carta a sir Charles, se me acababa de comunicar que existía una posibilidad de que recobrara mi libertad si podía sufragar ciertos gastos. Esto lo significaba todo para mí: tranquilidad, felicidad, autoestima... absolutamente todo. Conocía la generosidad de sir Charles y pensé que, si oía la historia de mis propios labios, me ayudaría.
—En tal caso, ¿cómo no acudió a la cita?
—Porque entretanto recibí ayuda de otra fuente.
—Y ¿por qué no escribió a sir Charles explicándoselo?
—Lo habría hecho así, de no haber leído la noticia de su muerte en el periódico de la mañana siguiente.
Su historia era coherente y yo no había conseguido con mis preguntas que se contradijera. Solo podía comprobarla averiguando si, más o menos en el momento de la tragedia, había iniciado los trámites para el divorcio. No era probable que mintiera al afirmar que no había ido a la Mansión de los Baskerville, dado que se necesita un coche para llegar hasta allí y habría regresado a Coombe Tracey de madrugada, lo que haría imposible mantener el secreto. Lo más probable era, por consiguiente, que dijera la verdad o, por lo menos, parte de la misma. Me marché desconcertado y alicaído. De nuevo tropezaba con la misma barrera infranqueable que parecía interponerse en mi camino cada vez que intentaba alcanzar el objetivo de mi misión.... Pero, cuanto más pensaba en el rostro de la dama y en su actitud, más seguro estaba de que ocultaba algo. ¿Por qué se había puesto tan pálida? ¿Por qué se resistió a admitir lo sucedido hasta que se vio forzada a hacerlo? ¿Por qué se había mostrado tan reservada en el momento de la tragedia? Con seguridad la explicación no podía ser tan inocente como la mujer pretendía hacerme creer. De momento, yo no podía avanzar más en aquella dirección y debía recurrir a la otra pista, que habría que buscar en los refugios del páramo.
Se trataba de una pista extremadamente vaga. Lo constaté en mi viaje de regreso, al comprobar que, una tras otra, todas las colinas conservaban huellas de sus antiguos moradores. La única indicación de Barrymore era que el desconocido vivía en uno de aquellos habitáculos abandonados, y existían a cientos a lo largo y ancho del páramo. Pero yo contaba con mi experiencia como guía, pues había visto con mis propios ojos al desconocido en la cima del Risco Negro. Aquel debía ser, por lo tanto, el punto de partida de mi búsqueda. Allí iniciaría la exploración de todos los refugios hasta dar con el que buscaba. Si aquel tipo estaba dentro, yo sabría de sus propios labios, a punta de pistola si era necesario, quién era y por qué nos había seguido tanto tiempo. Tal vez podía escurrírsenos entre el gentío de Regent Street, pero le iba a resultar imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si yo encontraba el refugio y su ocupante no estaba en él, me quedaría allí, por larga que resultara la espera, hasta que regresara. Holmes lo había perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr capturarlo después de que mi maestro fallara en el intento.
La suerte se nos había puesto una y otra vez en contra durante el curso de la investigación, pero ahora acudió por fin en mi ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor Frankland, que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su rostro rubicundo, junto a la puerta del jardín de su casa, que daba al camino por el que yo viajaba.
—Buenos días, doctor Watson —exclamó con insólito buen humor—. Permita un descanso a sus caballos y entre en mi casa a beber un vaso de vino y a felicitarme.
Mis sentimientos hacia él distaban mucho de ser amistosos tras lo que había averiguado acerca de la manera en que había tratado a la señora Lyons, pero estaba ansioso de enviar a Perkins a casa y era una buena oportunidad. Me apeé del coche y envié un mensaje a sir Henry, en el que le comunicaba que regresaría a pie y a tiempo para la cena. Después seguí a Frankland hasta su comedor.
—Hoy es un gran día para mí, uno de los días de mi vida que habría que inscribir en letras de oro —exclamó, interrumpiéndose varias veces para reír entre dientes—. He conseguido un doble triunfo. Quería enseñar a las gentes de esta región que la ley es la ley y que aquí tienen a un hombre que no teme recurrir a ella. He logrado establecer un derecho de paso que cruza de un extremo a otro y por el centro los jardines del viejo Middleton, a menos de cien yardas de la puerta principal. ¿Qué me dice a esto? Enseñaremos a estos magnates que no pueden pisotear los derechos de la gente común. ¡Y que Dios los confunda! También he cerrado el bosque donde iba de excursión la gente de Fernworthy. Esos condenados pueblerinos parecen creer que no existe el derecho de propiedad y que pueden meterse donde les apetezca y ensuciarlo todo con papeles y botellas. Ambos casos fallados, doctor Watson, y ambos a mi favor. No recuerdo un día parecido desde que conseguí que condenaran a sir John Morland por cazar en sus propias tierras.
—¿Cómo demonios consiguió usted esto?
—Búsquelo en los libros de jurisprudencia, señor mío. Merece la pena leerlo: «Frankland contra Morland. Juzgado de Queen’s Bench». Me costó doscientas libras, pero conseguí que se fallara a mi favor.
—¿Y qué ganó usted con ello?
—Nada, señor mío, nada. Me enorgullece decir que yo no tenía intereses personales en la cuestión. Siempre me mueve el sentido del deber. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de que los habitantes de Fernworthy me quemarán en efigie esta noche. La última vez dije a la policía que debería impedir tan lamentables espectáculos. La incompetencia de la policía del condado es escandalosa, señor mío, y nadie me proporciona la protección a que tengo derecho. El pleito «Frankland versus Regina» servirá para atraer la atención del gran publico sobre el problema. Les advertí que iban a lamentar el trato que me daban, y mis palabras ya se están cumpliendo.
—¿Cómo es esto? —pregunté.
El anciano hizo un gesto de complicidad.
—Porque podría explicarles algo que se mueren por saber. Pero nada me moverá a ayudar a esos sinvergüenzas en lo más mínimo.
Yo había estado tratando de encontrar una excusa para escapar a su incesante verborrea, pero ahora sentí deseos de seguir escuchando. Sin embargo, conocía demasiado bien el espíritu de contradicción de aquel viejo extravagante para ignorar que cualquier manifestación de interés por mi parte sería la mejor manera de poner fin a sus confidencias.
—¿Algún caso de caza furtiva, imagino? —inquirí con aire indiferente.
—¡Quiá, muchacho, algo mucho más importante! ¿Qué me diría si se tratara del presidiario?
Di un respingo.
—¿No querrá usted decir que sabe dónde se esconde? —pregunté.
—Tal vez no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy seguro de que podría ayudar a la policía a echarle el guante. ¿Nunca se le ha ocurrido que la manera de atrapar a este tipo es averiguar dónde consigue comida y llegar así hasta él?
El señor Frankland parecía acercarse incómodamente a la verdad.
—Sin duda —dije—. Pero ¿cómo sabe que está en el páramo?
—Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva la comida.
Me dio un vuelco el corazón al pensar en Barrymore. Era un grave problema estar en manos de aquel viejo entrometido y rencoroso. Pero su siguiente observación me quitó ese peso de encima.
—Le sorprenderá saber que el mensajero es un niño. Le veo todos los días por el telescopio que tengo en el tejado. Pasa por el mismo camino a la misma hora, y ¿cuál puede ser su destino sino el presidiario?
¡La suerte me sonreía! Sin embargo, evité dar muestras de interés. ¡Un niño! Barrymore había dicho que al desconocido lo atendía un muchacho. Frankland había tropezado con su rastro y no con el de Selden. Si lograba enterarme de lo que él sabía, me ahorraría tal vez una búsqueda larga y fatigosa. Pero debía jugar las cartas de la incredulidad y la indiferencia.
—Me parece mucho más probable que se trate del hijo de uno de los pastores del páramo que le lleva la comida a su padre.
El menor signo de oposición bastaba para que el viejo autócrata echara chispas por los ojos. Me miro con malevolencia y se le erizaron las patillas grises como el pelaje de un gato enfurecido.
—¿Eso piensa? —dijo, señalando el páramo que se extendía ante nuestros ojos—. ¿Ve allí el Risco Negro? ¿Ve la pequeña colina que queda más allá y en la que crece un espino? Es la zona más pedregosa del páramo. ¿Le parece probable que un pastor elija un lugar así? Su sugerencia, señor mío, es el colmo del absurdo.
Respondí con mansedumbre que yo había hablado sin conocimiento de causa. Mi docilidad le agradó y provocó nuevas confidencias.
—Puede tener la certeza de que tanteo bien el terreno antes de llegar a una conclusión. He visto una y otra vez al muchacho con su hatillo. Todos los días, y en ocasiones dos veces al día, he podido... Un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos o precisamente se esta moviendo algo ahora en la ladera de aquella colina?
Distaba varias millas, pero distinguí con claridad un puntito oscuro sobre el fondo verde y gris.
—¡Venga, venga conmigo! —exclamó Frankland, echando a correr escaleras arriba—. Lo verá usted con sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.
El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un trípode, se hallaba sobre el tejado de la casa. Frankland aplicó a él un ojo y dejó escapar un grito de satisfacción.
—¡Aprisa, doctor Watson, aprisa, antes de que desaparezca por el otro lado de la colina!
Allí lo teníamos sin duda. Un pillete con un hatillo al hombro, subiendo sin prisas la pendiente. Cuando llegó a la cima, vi recortarse por un momento contra el frío cielo azul la figura frágil y tosca. El chico miró alrededor con aire furtivo y receloso, como alguien que teme ser perseguido. Después desapareció por la ladera opuesta.
—¿Qué, estaba o no en lo cierto?
—Desde luego, se trata de un muchacho que parece llevar a cabo una misión secreta.
—Y hasta un policía rural sería capaz de averiguar en qué consiste esta misión. Pero no seré yo quien les diga una sola palabra, y a usted le exijo también que guarde el secreto, doctor Watson. ¡Ni una sola palabra a nadie! ¿Entendido?
—Como usted quiera.
—Me han tratado de un modo vergonzoso, esa es la verdad. Cuando salgan a relucir los hechos en mi pleito «Frankland versus Regina», espero que un escalofrío de indignación recorra el país. Nada me impulsará a hablar con la policía. Por lo que a ellos se refiere, les daría igual que esos canallas pueblerinos me quemaran en persona o en efigie. Pero ¿no irá usted a marcharse ya? ¡Tiene que ayudarme a vaciar la botella para celebrar el gran acontecimiento!
Pero me resistí a todas sus súplicas y logré también que renunciara a acompañarme andando a casa. Yo seguí camino adelante mientras Frankland pudo seguirme con la vista y después me lancé a través del páramo en dirección a la colina pedregosa donde habíamos perdido de vista al muchacho. Todo actuaba a mi favor, y me juré que no iba a desperdiciar, por falta de energía o por falta de perseverancia, la oportunidad que la buena fortuna había puesto en mis manos.
Se ponía el sol cuando alcancé la cumbre de la colina, y los largos declives que dejaba a mi espalda se teñían de verde oro a un lado y de gris oscuro al otro. En el horizonte más remoto, las fantásticas formas de Belliver y de Risco Vixen sobresalían por encima de una quieta neblina. En toda la extensión del páramo, no había sonido ni movimiento alguno. Un gran pájaro gris, tal vez una gaviota o un zarapito, volaba muy alto en el firmamento. El ave y yo parecíamos los únicos seres vivos entre el inmenso arco del cielo y el desierto que se extendía a mis pies. El paisaje yermo, la sensación de soledad, el misterio y la urgencia de mi misión, todo se confabulaba para encogerme el ánimo. No se veía al muchacho por ninguna parte, pero debajo de mí, en una hendidura abierta entre las colinas, distinguí un círculo de refugios de piedra y en el centro uno que conservaba techumbre suficiente para guarecer de la intemperie. El corazón me dio un salto al verlo. Se trataba sin duda de la guarida donde se ocultaba el desconocido. Por fin iba a poner un pie en el umbral de su escondite: tenía el secreto al alcance de la mano.
Mientras me acercaba al refugio, caminando con tanta cautela como pudiera hacerlo Stapleton cuando, cazamariposas en ristre, se aproximaba a un lepidóptero inmóvil, comprobé que aquel lugar se había utilizado sin duda alguna como vivienda. Un sendero casi invisible serpenteaba entre grandes piedras hasta la derruida apertura que hacía las veces de puerta. Dentro reinaba el silencio. El desconocido podía estar escondido en el interior o merodear por el páramo. La sensación de aventura me produjo un agradable cosquilleo. Tiré el cigarrillo, apoye la mano en la culata del revolver, llegué rápidamente hasta la puerta y miré dentro. El refugio estaba vacío.
Signos abundantes confirmaban, no obstante, que yo había seguido la pista acertada. El desconocido se alojaba allí. Sobre la misma losa de piedra donde el hombre neolítico durmiera en otro tiempo, se veían ahora varias mantas envueltas en una tela impermeable. En la burda chimenea se acumulaban las cenizas de un fuego. Al lado había utensilios de cocina y un cubo medio lleno de agua. Un montón de latas vacías demostraba que el lugar llevaba ya algún tiempo ocupado y, cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, vislumbré en un rincón un vaso de metal y media botella de una bebida alcohólica. En el centro del refugio, una piedra plana servía como mesa, y sobre ella se hallaba un hatillo; el mismo, sin duda, que yo había visto por el telescopio sobre el hombro del muchacho. Contenía una hogaza de pan, una lata de lengua en conserva y dos de melocotón en almíbar. Al dejar de nuevo en su sitio el hatillo, tras haberlo examinado, me dio un vuelco el corazón, porque vi que había debajo un papel con algo escrito. Lo cogí y leí, toscamente garabateado a lápiz: «El doctor Watson ha ido a Coobe Tracey». Durante unos instantes permanecí allí con el papel en la mano, preguntándome qué podía significar el escueto mensaje. El desconocido me seguía, pues, a mí y no a sir Henry. No me había seguido en persona, pero había puesto a un agente —al muchacho tal vez— tras mis huellas, y este había dejado el informe. Posiblemente no había dado un solo paso desde mi llegada al páramo que no hubiera sido observado y comunicado. Siempre me oprimía aquella sensación de una fuerza invisible, de una tupida red que había tejido a nuestro alrededor con habilidad y delicadeza infinitas, una red tan poco opresiva que solo en algún momento crucial la víctima advertía por fin que había quedado atrapada en sus mallas.
Si había aquel informe, podía haber otro, de modo que los busqué por todo el refugio. No hallé, sin embargo, rastro de otros mensajes, ni descubrí señal alguna que indicara la personalidad o las intenciones del individuo que vivía en aquel lugar insólito, excepto que debía de tratarse de alguien de costumbres espartanas y muy poco preocupado por la comodidad. Al recordar las intensas lluvias y contemplar los agujeros del techo, aprecié en su justo valor la decisión y la resistencia que eran necesarias para perseverar en un alojamiento tan inhóspito. ¿Se trataba de nuestro perverso enemigo o me había tropezado, tal vez, con nuestro ángel de la guarda? Juré que no abandonaría el refugio sin saberlo.
Fuera se estaba poniendo el sol y el occidente ardía en oro y escarlata. Las lejanas charcas que salpicaban la gran ciénaga de Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas. Se veían las torres de la Mansión de los Baskerville y, más allá, una remota columna de humo indicaba la situación de la aldea de Grimpen. Entre ambos, y detrás de la colina, se hallaba la casa de los Stapleton. Bañado por la dorada luz del atardecer, todo parecía suave, amable, sereno, y sin embargo, mientras contemplaba el paisaje, mi alma no compartía en absoluto la paz de la naturaleza, sino que se estremecía ante la incertidumbre y el temor que me inspiraba aquel encuentro, más próximo a cada instante. Con los nervios en tensión pero más decidido que nunca, me senté en un rincón de la vivienda y esperé con sombría paciencia a su ocupante.
Finalmente le oí llegar. Percibí desde lejos el ruido seco de una bota al golpear la piedra. Después otro y otro, cada vez más cerca. Me agazapé en el rincón oscuro y amartillé el revólver dentro de mi bolsillo, decidido a no revelar mi presencia hasta ver al desconocido. Siguió un silencio, indicador de que mi hombre se había detenido. Luego, los pasos volvieron a aproximarse y se proyectó una sombra en la entrada del refugio.
—Un atardecer maravilloso, querido Watson —dijo una voz que yo conocía muy bien—. Créame si le digo que estará mucho mejor fuera que ahí dentro.