3
EL PROBLEMA
Confieso que al oír aquellas palabras sentí un escalofrío. Había en la voz del doctor un temblor que mostraba a las claras que también a él le afectaba profundamente lo que acababa de contar. Holmes se inclinó excitado hacia delante y había en sus ojos ese brillo duro e impasible que surgía en ellos cuando algo le interesaba vivamente.
—¿Las vio usted?
—Con tanta claridad como le estoy viendo a usted.
—¿Y no dijo nada?
—¿Para qué?
—¿Cómo es que nadie más las vio?
—Las huellas estaban a unas veinte yardas del cadáver y nadie les prestó atención. Supongo que tampoco yo lo habría hecho de no conocer la leyenda.
—¿Hay muchos perros pastores en el páramo?
—Sin duda. Pero no se trataba de un perro pastor.
—¿Dice usted que era muy grande?
—Era enorme.
—Pero ¿no se había acercado al cuerpo?
—No.
—¿Qué tiempo hacía aquella noche?
—Húmedo y frío.
—¿Pero no llovía?
—No.
—¿Cómo es el sendero?
—Hay dos hileras de tejos viejos, que forman un seto impenetrable de doce pies de altura. El propio sendero tiene unos ocho pies de anchura.
—¿Hay algo entre los setos y el paseo?
—Sí, una franja de césped de unos seis pies a cada lado.
—¿Y el seto que forman los tejos queda cortado por un portillo?
—Sí, el portillo que da al páramo.
—¿Existe alguna otra salida?
—Ninguna.
—¿De modo que para llegar al Sendero de los Tejos hay que partir desde la casa o entrar por el portillo que da al páramo?
—Existe otra salida por el cenador, en el extremo más alejado.
—¿Había llegado sir Charles hasta allí?
—No, yacía a unas cincuenta yardas de ese punto.
—Ahora dígame, doctor Mortimer, y esto es importante, ¿las huellas que usted vio estaban en el camino y no en el césped?
—En el césped no se veía ninguna huella.
—¿Estaban las huellas en el lado del sendero que da al portillo?
—Sí, al borde del sendero y en el lado del portillo.
—Lo que usted dice me interesa muchísimo. Otro detalle. ¿Está cerrado el portillo?
—Cerrado y con el candado puesto.
—¿Qué altura tiene?
—Unos cuatro pies.
—En tal caso, cualquiera pudo haber pasado por encima, ¿no?
—Sí.
—¿Vio usted alguna huella junto al portillo?
—No vi nada especial.
—¡Válgame Dios! ¿Nadie lo examinó?
—Sí, yo mismo lo examiné.
—¿Y no encontró nada?
—Todo estaba muy confuso. No hay duda de que sir Charles permaneció allí cinco o diez minutos.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque se le había caído dos veces la ceniza del cigarro.
—¡Excelente! Aquí tenemos, Watson, un perfecto colega para nosotros. Pero ¿y las huellas?
—Sir Charles había dejado las suyas repetidamente en aquel tramo del camino. No pude descubrir ninguna otra.
Sherlock Holmes se dio con impaciencia una palmadita en la rodilla.
—¡Si yo hubiera estado allí! —exclamó—. Se trata de un caso extraordinariamente interesante, que ofrece grandes oportunidades al investigador especializado. Ese sendero en el que yo podría haber leído tantas cosas ha sido emborronado hace tiempo por la lluvia y borrado por los zuecos de los campesinos curiosos. ¿Por qué no me llamó usted antes, doctor Mortimer? Tiene, desde luego, mucha responsabilidad en este punto.
—No podía llamarle a usted, señor Holmes, sin revelar al mundo los hechos que acabo de contarle, y ya he expuesto mis razones para no querer hacerlo. Además, además...
—¿Por qué vacila usted?
—Existe una zona donde ni el más agudo y experimentado detective puede hacer nada.
—¿Quiere usted decir que se trata de algo sobrenatural?
—Yo no he dicho eso.
—No, pero es evidente que lo piensa.
—Desde que tuvo lugar la tragedia, señor Holmes, han llegado a mis oídos varios incidentes difíciles de conciliar con el orden establecido por la naturaleza.
—¿Por ejemplo?
—He descubierto que, antes del terrible suceso, varias personas habían visto en el páramo a una criatura que coincide con ese demonio de los Baskerville, y no puede tratarse de ningún animal conocido por la ciencia. Todos describen a una criatura enorme, luminosa, horrible y espectral. He interrogado a estas personas: un campesino con gran sentido práctico, un herrero y un granjero del páramo, y los tres describen del mismo modo la espantosa aparición, que se corresponde punto por punto con el infernal perro de la leyenda. Le aseguro que en el distrito se ha instaurado el reinado del terror y que demuestra un gran valor quien cruza estas noches el páramo.
—Y usted, un profesional de la ciencia, ¿cree que se trata de algo sobrenatural?
—No sé qué creer.
Holmes se encogió de hombros.
—Hasta ahora he limitado mis investigaciones a este mundo —dijo—. Combato el mal dentro de mis modestas posibilidades; enfrentarse al Padre del Mal en persona quizá sea una tarea demasiado ambiciosa. Usted admite, sin embargo, que las huellas son reales y corpóreas.
—El perro originario era lo bastante real y lo bastante corpóreo como para desgarrar la garganta de un hombre, sin dejar por ello de ser diabólico.
—Veo que se ha pasado usted por entero al bando de quienes creen en lo sobrenatural. Pero dígame una cosa, doctor Mortimer. Si es este su modo de pensar, ¿por qué ha venido a consultarme a mí? Me dice a un tiempo que es inútil investigar la muerte de sir Charles y que desea que lo haga.
—No he dicho que quiera que lo haga.
—Si esto es así, ¿en qué puedo ayudarle?
—Aconsejándome sobre lo que debo hacer con sir Henry Baskerville, que llega a la estación de Waterloo —el doctor Mortimer consultó su reloj— dentro de una hora y cuarto aproximadamente.
—¿Es el heredero?
—Sí. Al morir sir Charles, hicimos indagaciones acerca de este joven, y descubrimos que había sido granjero en Canadá. De acuerdo con los informes que hemos recibido, se trata de un excelente muchacho desde todos los puntos de vista. Ahora no hablo como médico, sino en calidad de albacea testamentario de sir Charles.
—No hay ningún otro pretendiente a la herencia, ¿verdad?
—No. El único familiar del que tuvimos noticia, aparte de él, fue Rodger Baskerville, benjamín de los tres hermanos de los que sir Charles era el primogénito. El segundo, que murió joven, era el padre de este muchacho, Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la familia. Procedía de la vieja cepa despótica de los Baskerville y, según me han contado, era la viva imagen del retrato que conserva la familia del viejo Hugo. Su situación aquí se hizo imposible, huyó a América Central y murió allí de fiebres amarillas en 1876. Henry es el último de los Baskerville. Dentro de una hora y cinco minutos me reuniré con él en la estación de Waterloo. He sabido por un telegrama que llegaba esta mañana a Southampton. Y ahora, señor Holmes, ¿qué me aconseja usted que haga con él?
—¿Por qué no habría de regresar al hogar de sus mayores?
—Parece lo lógico, ¿verdad? Considere, no obstante, que todos los Baskerville que van allí son víctimas de un destino cruel. Estoy seguro de que, si hubiera podido hablar conmigo antes de morir, sir Charles me habría encomendado que no se trajese a ese lugar letal al último vástago de una antigua raza y heredero de una gran fortuna. No se puede negar, sin embargo, que la prosperidad de toda la comarca, tan pobre y deshabitada, depende de su presencia allí. Todo el bien que ha hecho sir Charles se vendrá estrepitosamente abajo si la mansión queda vacía. Y, ante el temor de dejarme llevar por mi evidente interés en el asunto, he decidido exponerle el caso a usted y pedirle consejo.
Holmes reflexionó unos instantes.
—Dicho en pocas palabras, la cuestión es la siguiente: en opinión de usted existe un factor diabólico que hace de Dartmoor una residencia peligrosa para un Baskerville, ¿no es eso?
—Al menos, estoy dispuesto a afirmar que existen algunas pruebas en este sentido.
—Exacto. Pero, indudablemente, si su teoría sobrenatural es correcta, el joven en cuestión estará tan expuesto en Londres como en Devonshire. Un demonio cuya jurisdicción se limitara, como la de una junta parroquial, a una localidad resulta inconcebible.
—Plantea usted la cuestión, señor Holmes, con una ligereza a la que probablemente renunciaría si entrase en contacto personal con esas cosas. Su punto de vista, por lo que se me alcanza, es que el joven Baskerville estará tan a salvo en un sitio como en otro. Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué me aconseja usted?
—Le aconsejo, señor mío, que pida un coche, llame a su spaniel, que está arañando mi puerta principal, y siga su camino hasta Waterloo para reunirse con sir Henry Baskerville.
—¿Y después?
—Después no le diga a él nada de esto hasta que me haya formado una opinión.
—¿Cuánto tiempo le llevará formarse una opinión?
—Veinticuatro horas bastan. Le agradeceré mucho, doctor Mortimer, que mañana, a las diez en punto de la mañana, venga a visitarme, y será muy útil, para mis planes futuros, que traiga consigo a sir Henry Baskerville.
—Así lo haré, señor Holmes.
Garabateó los detalles de la cita en el puño de su camisa y, con aspecto ausente y mirada perdida, se apresuró a abandonar la habitación. Holmes le detuvo cuando estaba en lo alto de la escalera.
—Una última pregunta, doctor Mortimer. ¿Ha dicho usted que antes de la muerte de sir Charles hubo varias personas que vieron esa aparición en el páramo?
—Tres personas.
—¿La ha visto alguien después?
—No, que yo sepa.
—Muchas gracias. Buenos días.
Holmes regresó a su asiento con un sereno aire de satisfacción interior, del que cabía deducir que tenía ante sí una tarea que era de su agrado.
—¿Va usted a salir, Watson?
—Solo si no puedo serle útil.
—No, amigo mío, es en el momento de la acción cuando recurro a su ayuda. Pero esto que acabamos de oír es espléndido, realmente único desde varios puntos de vista. Cuando pase por Brandely’s, ¿querrá pedirle que me envíe una libra de la picadura más fuerte? También le agradecería que organizase sus planes para no regresar antes de la noche. Entonces me agradará mucho cambiar impresiones con usted sobre el interesantísimo problema que han propuesto esta mañana a nuestra consideración.
Yo sabía que la soledad y el aislamiento eran muy necesarios para mi amigo durante las horas de intensa concentración mental en las que sopesaba hasta los indicios más insignificantes y elaboraba teorías alternativas, que luego contrastaba para decidir qué puntos eran esenciales y cuáles resultaban accesorios. Pasé, pues, el día en mi club, y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las nueve cuando me vi de nuevo en nuestra sala.
Mi primera impresión fue que allí se había declarado un incendio, porque había tanto humo que apenas se distinguía la luz de la lámpara situada encima de la mesa. Sin embargo, mis temores se disiparon muy pronto, porque el escozor que sentí en la garganta y que me hizo toser se debía al humo acre de un tabaco muy fuerte y áspero. A través de la neblina, tuve una vaga visión de Holmes en batín, hecho un ovillo en un sillón y con su negra pipa de arcilla entre los labios. En el suelo y alrededor de él yacían varios rollos de papel.
—¿Se ha resfriado, Watson?
—No, es esta atmósfera irrespirable.
—Ahora que usted lo dice, creo que, en efecto, está un poco cargada.
—¡Un poco cargada! Es puro veneno.
—Pues abra la ventana. Veo que ha pasado usted todo el día en el club.
—¡Pero Holmes!
—¿Estoy en lo cierto?
—Desde luego, pero, ¿cómo...?
Holmes se echó a reír ante mi desconcierto.
—Hay en usted cierta deliciosa inocencia, Watson, que convierte en un placer ejercitar a costa suya mis modestas facultades deductivas. Un caballero sale de casa un día lluvioso, y regresa por la noche con el traje inmaculado y las botas sin rastros de barro. Esto significa que en todo el día no se ha movido de lugar. No es hombre que tenga amigos íntimos. ¿Dónde puede haber estado, pues? ¿No es evidente?
—Bueno, sí, es bastante evidente.
—El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie repara. ¿Dónde imagina usted que he estado yo?
—Tampoco se ha movido.
—Al contrario. He estado en Devonshire.
—¿En espíritu?
—Exactamente. Mi cuerpo ha permanecido en este sillón, y siento comprobar que, durante mi ausencia, ha consumido dos cafeteras de buen tamaño y una increíble cantidad de tabaco. Después de que usted se marchara, hice que me enviaran de Stanford un mapa oficial de esta zona del páramo y mi espíritu se ha pasado todo el día pendiendo sobre él. Me considero capaz de recorrerlo con los ojos cerrados.
—Un mapa a gran escala, supongo.
—A grandísima escala —Holmes desplegó una sección del mapa y la sostuvo sobre las rodillas—. Aquí tiene usted el distrito completo que nos interesa. Con la Mansión de los Baskerville en el centro.
—¿Y un bosque alrededor?
—Exactamente. Imagino que el Sendero de los Tejos, aunque no esté indicado con ese nombre, debe de extenderse a lo largo de esta línea, con el páramo, como puede usted ver, a la derecha. Ese puñado de edificios es la aldea de Grimpen, donde reside nuestro amigo el doctor Mortimer. En un radio de cinco millas solo hay unas cuantas casas desperdigadas. Aquí está la Mansión Lafter, mencionada en el relato. Esta indicación quizá señale la casa del naturalista. Si no recuerdo mal, se llama Stapleton. Aquí tenemos dos granjas dentro del páramo, High Tor y Foulmire. Luego, a más de catorce millas, el gran complejo penitenciario de Princetown. Entre estos puntos dispersos y en torno a ellos se extiende el páramo desolado y sin vida. Este es, por tanto, el escenario donde se ha representado la tragedia y donde quizá contribuyamos a que se represente de nuevo.
—Debe de ser un lugar salvaje.
—Sí, el decorado es fantástico. Si el diablo desea de verdad intervenir en los asuntos de los hombres...
—Entonces, ¿también usted se inclina por una explicación sobrenatural?
—Los agentes del demonio pueden ser de carne y hueso, ¿no es cierto? Desde un principio se plantean dos cuestiones. La primera es si se ha cometido realmente un delito. La segunda, de qué delito se trata y cómo se cometió. Desde luego, si la teoría del doctor Mortimer fuera correcta y tuviéramos que vérnoslas con fuerzas que desbordan las leyes ordinarias de la naturaleza, ahí terminaría nuestra investigación. Pero estamos obligados a agotar todas las hipótesis restantes antes de recurrir a esta. Si no tiene inconveniente, podríamos volver a cerrar la ventana. Es muy curioso, pero creo que una atmósfera cargada ayuda a mantener la concentración mental. No lo he llevado hasta el extremo de meterme en una caja para pensar, pero este sería el resultado lógico de mi convencimiento. ¿También le ha dado usted vueltas al caso?
—Sí, he pensado mucho en él durante todo el día.
—¿Ha llegado a alguna conclusión?
—Es un caso muy desconcertante.
—Tiene, sin duda, características peculiares. Hay puntos que sobresalen y llaman la atención. El cambio de la forma de las huellas, por ejemplo. ¿Qué opina de esto?
—Mortimer dijo que el difunto recorrió andando de puntillas aquella parte del sendero.
—El doctor se limitó a repetir lo que había dicho algún majadero en el curso de la investigación. ¿Por qué tendría que andar nadie de puntillas por el sendero?
—¿Qué sucedió, pues?
—Corría, Watson, corría desesperadamente, corría para salvar la vida, corría hasta que le estalló el corazón y cayó muerto.
—Corría... ¿huyendo de qué?
—Esto es lo que nos corresponde a nosotros averiguar. Hay indicios de que sir Charles estaba ya atenazado por el miedo antes de empezar a correr.
—¿Cómo lo sabe?
—Imagino que la causa de sus temores surgió mientras cruzaba el páramo. Si este es el caso, y parece lo más probable, solo un hombre que no está en sus cabales corre alejándose de la casa en vez de regresar a ella. Si damos crédito al testimonio del gitano, corrió pidiendo auxilio a gritos en la dirección donde era menos probable que lo encontrara. Por otra parte, ¿a quién estaba esperando aquella noche y por qué le esperaba en el Sendero de los Tejos y no en su propia casa?
—¿Cree que esperaba a alguien?
—Sir Charles era un hombre enfermo y de edad avanzada. Es muy comprensible que diera un paseo al anochecer, pero el suelo estaba húmedo y la noche era inclemente. ¿Es lógico que permaneciera quieto cinco o diez minutos, como el doctor Mortimer, con más sentido práctico del que yo le hubiera atribuido, dedujo gracias a la ceniza del cigarro?
—Pero salía todas las noches.
—Me parece improbable que todas las noches se detuviera junto al portillo que da al páramo. Sabemos, por el contrario, que evitaba el páramo. Pero aquella noche esperó allí. Al día siguiente partía hacia Londres. El asunto empieza a cobrar forma, Watson, se hace coherente. Y ahora, si no le importa, páseme el violín, y no volveremos a pensar en el caso hasta que tengamos ocasión de reunirnos con el doctor Mortimer y con sir Henry Baskerville por la mañana.