Mauro salió del cuartel de la Guardia Civil alterado. No quedaba ni rastro del hombre que casi atropelló a Raquel entre lágrimas. Le acompañaba su amigo Duarte, vestido con un traje impoluto, un abrigo de marca y bufanda de cachemir. Era uno de los mejores abogados del pueblo y presumía de ello de esa manera curiosa en la que uno alardea y a la vez se quita importancia: «Es fácil ser el mejor cuando apenas hay competencia». Era la primera vez que le tocaba lidiar con un caso así. Estaba más acostumbrado a pelear con aseguradoras, a ir a juicio por asuntos de lindes, a algún que otro divorcio, que a un caso como el de su amigo.
—No me hacen ni puto caso —se lamentó Mauro.
—Así no vas a conseguir nada.
Por las escaleras del cuartel entraban y salían guardias civiles, y por eso a Duarte le resultaba incómodo tener esa poco conveniente conversación ahí.
—¿Has oído lo mismo que yo? Que van a cerrar el caso, que van a dejar de investigar...
—Eso lo tiene que decidir el juez.
—Pero si no le dan pruebas, si no le dan nada, lo acabará cerrando. Y no están haciendo nada, nada. Dos interrogatorios de mierda y nada más. ¿Qué manera es esa de abordar una investigación? ¿Y sabes por qué no hacen nada? Porque están convencidos de que se suicidó. De que se tiró al agua y se dejó morir.
Duarte tomó aire, respiró con calma. Por primera vez sintió que ya no podía escuchar más veces esa conversación. Miró a un lado y a otro para ver que en ese momento no había nadie cerca que pudiera oírlos y le cogió del hombro.
—Mauro, ¿me dejas que sea completamente sincero contigo? Sé que tenía que haberlo hecho antes, pero no veía la manera.
—¿Qué pasa?
—Vamos a tomar un café a mi despacho.
—No, lo que quieras decirme dímelo ya.
Mauro estaba demacrado. Estaba viviendo una pesadilla. Había empezado el día que se dio cuenta de que Viruca había desaparecido. Una pesadilla que se convirtió en un infierno cuando recibió la llamada de la Guardia Civil diciéndole que habían encontrado un cadáver flotando en el embalse de As Conchas y que coincidía en parte con la descripción de su expareja. ¿Podría venir a identificarla? Y fue, claro que fue. Muerto de miedo, rezando como el niño pequeño que un día creyó en Dios, rogándole que no fuera verdad, que ese cuerpo sin vida no correspondiera al de su mujer. Nunca se le habían hecho tan largos los minutos desde que entró en el hospital y le guiaron hasta la morgue. «¿Está preparado?». Claro que no lo estaba, ¿cómo se va a estar preparado para algo así? Cerró los ojos de manera instintiva cuando el forense levantó la sábana que tapaba la cara del cadáver. «Cuando quiera puede mirar». Mauro abrió primero un ojo y luego otro. Y en el momento sintió cómo se le llenaban de lágrimas. Era ella. Viruca. Su esposa. Con la cara casi irreconocible, pero era ella. Las piernas le flaquearon, sintió que los músculos no le sostenían, y se tuvo que apoyar en el forense para no acabar en el suelo. Luego la vuelta a casa, en taxi, porque no se atrevió a coger su coche. Y la visita a los padres de Viruca. ¿En qué momento se había ofrecido para darles la noticia? Si ya no eran sus suegros, si no tenía por qué hacerlo. Nadie se lo habría echado en cara de no haberse atrevido. Pero era su deber. Y si reconocer el cadáver de su esposa había sido duro, escuchar a los padres fue demoledor. Vio cómo se quebraron, cómo en menos de un segundo perdían años de vida. A partir de ese instante ya nunca volverían a ser las personas que habían sido.
Duarte no se arrancaba a hablar. Pero por fin consiguió juntar las pocas fuerzas que tenía para hacerlo.
—A ver, Mauro. Yo creo que va a ser mucho mejor para todos que cierren el caso aquí.
—¿Qué?
—Sí, que decidan que no hay caso. Que Viruca acabó con su vida, que nadie la mató.
Mauro no dio crédito a lo que acababa de decir su amigo.
—¿Pero tú de qué lado estás?
—Del tuyo, coño, del tuyo.
—¿Y entonces cómo puedes decir semejante cosa? Tú conocías a Viruca tan bien como yo... tú... ¿De verdad crees que ella...? Tú no puedes creer eso. Tú no.
Mauro calló un momento. Temía que esta se iba a convertir en una de las conversaciones más incómodas de su vida.
—Mauro, sé que es difícil de aceptar, y sé que tiene que doler muchísimo, pero sí, creo que es la verdad. Si hasta te mandó un vídeo despidiéndose, diciéndote que ya no podía más. Es blanco y en botella, Mauro. El único que no lo ve eres tú. Siento ser así de duro. Sé que te sientes culpable, sé que el divorcio te pesa, que crees que tal vez por eso... Pero nadie es responsable del suicidio de otra persona. Nadie.
—No, no. —Mauro se negaba en redondo a aceptar semejante cosa. Su mujer no, ¿cómo iba su mujer a hacer algo como eso? ¿Cómo iba su mujer, por muy mal momento que estuviera atravesando, llegar a...?
—Mauro... va a ser lo mejor para ti. Que se cierre aquí la investigación solo va a beneficiarte.
Ese argumento le descolocó por completo, no se lo esperaba.
—¿Qué quieres decir?
—Sí, que se cierre y puedas pasar página cuanto antes, que pases el duelo, el luto, o lo que sea, y que vuelvas a ser tú. Mírate cómo vas vestido, mira tus ojeras... Que eres una sombra, Mauro. Y que ella, por más que te duela, ya no era tu mujer. Olvídala. Déjalo estar.
—¿Pero cómo me dices eso? ¿Cómo me pides que abandone? La mataron.
—¿Ah sí? ¿Y por qué estás tan seguro?
Mauro calló un instante. Miró al abogado.
—Lo estoy.
Al verlo tan convencido, a Duarte se le cruzó un pensamiento por la cabeza. ¿Y si no solo estuviera hablando desde el dolor y si hubiera algo más que a él se le escapaba porque su cliente no estaba siendo del todo sincero?
—¿Hay algo que no me estés contando? ¿Algo que te calles? Porque es el momento de decírmelo. Soy tu abogado.
Mauro se revolvió incómodo. Había cosas de las que no podía hablar, ni siquiera con su abogado.
—No.
—¿Seguro?
Mauro asintió.
—Entonces déjame que te diga una cosa. ¿Sabes dónde busca la Policía o la Guardia Civil a los culpables de un asesinato? En el entorno más cercano de la víctima. En el marido, en la familia.
—¿Me estás diciendo que van a sospechar de mí? Pero si yo quiero que investiguen, ¿cómo iba a ser yo?
—Qué mejor coartada que tu insistencia.
—¿Eh?
—Mauro, ¿dónde estabas el día en que Viruca murió? ¿Qué estabas haciendo justo a la hora de su muerte?
—Ya lo sabes, estaba en casa, corrigiendo trabajos.
—No tienes testigos, no tienes coartada...
—Ahora vas a dudar de mí.
—¿Debería?
—¡No!
Duarte de pronto ya no las tenía todas consigo. Y vislumbró la posibilidad real de que Viruca no fuera una suicida. ¿Y si realmente la habían asesinado? ¿Y si Mauro había tenido algo que ver, o sabía algo que no podía decir porque de alguna manera le implicaba?
—¿Qué pasa, Duarte? —preguntó Mauro alarmado–. ¿Ahora vas a dudar de mí?
—Eso es lo que consigues con tu empeño en remover todo el asunto. Y como la Guardia Civil también dude y decidan que a tu mujer la mataron y no encuentren a nadie, ¿sabes quién va a acabar entre rejas?¿Sabes cuántos maridos están en prisión pagando por crímenes que a lo mejor no cometieron?
—Eso es… absurdo.
—Todo el pueblo sabe que habéis tenido una separación difícil. ¿Cuántas veces os han oído discutir?
—¿Y porque hayamos discutido yo voy a matarla? Nos estábamos divorciando, claro que discutíamos.
Duarte entonces decidió probar con otro argumento, ante la ofuscación de él. Sería por argumentos, por algo era abogado, porque argumentos nunca le faltaban.
—Vale, imagínate que a ti te descartan, imagínatelo. ¿De verdad quieres que inicien una investigación a fondo? ¿De verdad quieres saber todo lo que ha estado haciendo tu mujer estos últimos meses?
—¿Por qué no?
—Mauro... Es mejor no remover el fango... ¿Y si empiezan a descubrir cosas que no quieres saber? Que no necesitas saber.
—¿Qué me estás queriendo decir? ¿Qué sabes de ella que yo no sepa?
—¿Se drogaba cuando estaba contigo? ¿Bebía mucho?
—¿Viruca?
Duarte abrió el maletín que llevaba a modo de bandolera. Rebuscó entre los papeles y sacó uno.
—Arranqué una hoja de la autopsia para que no tuvieras acceso a ella.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Pero con qué derecho? Pero... ¿quién coño te crees?
—Quería protegerte de todo esto. Porque no necesitabas saberlo. Mira el alcohol en sangre que tenía... Y mira los resultados de las pruebas toxicológicas... Positivo en barbitúricos, cocaína y hachís. Aunque a lo mejor todo esto ya lo sabías y el que está haciendo el imbécil soy yo.
—¡No!
—¿Te puedo hacer una pregunta? ¿Cuándo fue la última vez que tú y ella tuvisteis relaciones sexuales?
—No sé... hace medio año, creo...
—Estaba embarazada de tres meses.