CAPÍTULO 10

 

 

Los días van pasando y me voy familiarizando con los alumnos. No he conseguido averiguar por la caligrafía quién estaba detrás de la nota, y como no me vuelven a amenazar trato de olvidarlo. Y por supuesto delante de ellos hago como si nunca hubiera existido, porque a pesar del pánico irracional que sentí, no voy a darles el placer de verme tocada y hundida. Durante la semana siguen poniéndome a prueba, pero nada que no pueda sortear. Eso sí, me está resultando difícil averiguar el nivel que tienen porque les encanta jugar conmigo. El nombre de Viruca vuelve a surgir y siguen comparándome con ella, pero trato de que no me afecte. Aunque supongo que por más que quiera negarla está demasiado presente. Me voy quedando con los nombres. Roi Fernández, el hacker, el de las gafas con esparadrapo en la patilla y brillante en su capacidad deductiva. Iago Nogueira, el del tupé. Nerea Casado, la de las tetas enormes, la líder. Carolina, Uxía, un chavalín muy pequeñito, de origen rumano, Marco, Cabano, Jan, un oriental que parece que tiene once años y ya ha cumplido diecisiete, Romina, Iria, Jenifer... El viernes ya puedo presumir de conocer el nombre de todos los chavales y de vez en cuando hago alarde de ello. Como si eso me capacitara más como docente.

En la sala de profesores Marga, la jefa de estudios, se acerca a mí.

—¿Qué tal, cómo va la cosa, te haces con los alumnos? —me pregunta.

—Sí, sí... —prefiero no ser más explícita—. Marga, te quería preguntar... ¿Los trabajos y exámenes de los chavales de segundo estarán archivados en algún lugar? Es que quiero ver exactamente el nivel que tienen y lo que habían visto ya con Viruca.

—Me temo que todo eso lo tendría ella, o a lo mejor ni siquiera, son muchos los profesores que devuelven todos los trabajos y los exámenes a los alumnos. De hecho, aconsejamos que lo hagan.

—Ya...

—A lo mejor Mauro, su ex, te puede ayudar. Pregúntale si tiene algo en casa.

La idea de hablar con él no me entusiasma demasiado, pero no me queda más remedio si quiero averiguar lo que necesito. Eso u olvidarme de todo y decidir imponer mi criterio a los alumnos, obviando lo que hubieran dado. Pero tampoco me parece justo. Y tengo mucha curiosidad por conocer a mi predecesora, aunque sea a través de su manera de calificar, para qué voy a mentir.

La sala se va llenando de profesores, es la hora del recreo. He ido aprendiéndome el nombre de mis compañeros, pero aquí patino más que con los alumnos. La de química, creo que era de química, se da cuenta de mi esfuerzo y sonríe, sale a mi rescate. Tendrá pocos años más que yo, pelo cortito, una nariz que le ocupa media cara y que en otras sería horrible, pero a ella la dota de cierta gracia y encanto.

—Ya nos irás poniendo cara y nombre, no sufras. Yo soy Isa. Los primeros días estamos todos igual, lo que pasa es que se nos nota menos, es peor cuando vienes con el curso empezado y estás sola ante el peligro.

Agradezco sus palabras y me relajo un poco. Ella empieza a bombardearme con preguntas. ¿Qué tal con los chavales? Me han dicho que eres de las valientes que ha decidido vivir en el pueblo, ¿no? Ya son ganas teniendo Ourense a tiro de piedra.

—Mi marido es de aquí —contesto.

—Ya es mala suerte.

Salgo a dar un paseo por el pueblo. Me apetece airearme y tengo un par de horas hasta la siguiente clase. Recorro todo el centro. Veo muchos comercios cerrados, la crisis y la ruina de la fábrica Acebedo han acabado con ellos. Y se empiezan a ver algunos edificios en muy mal estado. Qué rápido se deteriora todo y qué triste pensar que este puede ser otro de esos pueblos que se queda atrapado en el tiempo. Como si la vida se escapara a otros lugares más prósperos. Como si hasta las horas y los días quisieran huir de aquí. Todo empieza a oler a pasado. Quizás exagero porque las crisis se superan y el cierre de una empresa no puede acabar con quinientos años de historia. Surgirán nuevos proyectos, alguno tal vez germine. ¿Y quién sabe si dos o tres de los chavales a los que estamos educando consigan, qué sé yo, levantar una industria de energías renovables, o de nuevos cultivos ecológicos, o crear una marca de zapatillas, o una aplicación para móviles que traiga empleo y prosperidad de nuevo a la zona? ¿Por qué no? Esa también es nuestra responsabilidad, para eso trabajamos en lo que trabajamos. Tenemos que darles las armas necesarias para que en un futuro puedan ser adultos de provecho. Útiles para la vida.

¿Y cómo vamos a crear una aplicación para móviles leyendo La Regenta, profe? La de veces que me lo preguntan y la de veces que contesto lo mismo: «La literatura ayuda a pensar, a imaginar lo imposible, a creer que se puede. Si de una sola cabeza salió la Tierra Media de Tolkien o el Macondo de Cien años de soledad, de la vuestra puede salir lo que os dé la gana».

Vuelvo sobre mis pasos y me acerco al instituto. Miro la hora y veo que aún me queda un rato hasta mi próxima clase, así que decido hacer una parada en la cafetería de Concha. Mijaíl vuelve a estar fumando en la puerta. Entro y Concha me saluda con una confianza y una alegría desmedida.

—¿Sobreviviste a la primera semana?

—Eso parece.

—Cómo me alegro, neniña. ¿Qué va a ser?

Le pido un café.

—Uno solo, marchando. ¡Mijaíl! Este ruso va a acabar con mi paciencia. ¡Mijaíl, pasa para adentro!

—Ya va, ya va... —dice el chaval, entrando—. Un día me quejo al sindicato y la denuncio por negrera.

—Lo que hay que oír. ¿Negrera yo? Una santa, eso es lo que soy contigo.

Hay unos cuantos chavales jugando a los dardos. En una de las tiradas, uno de los chicos apunta tan mal que el dardo acaba clavándose en la cabeza de ciervo disecado.

—¡Pero desgraciado! —grita Concha—. ¿Si no sabes apuntar para qué juegas?

Sale de la barra, se encarama a una silla y quita el dardo del ciervo. Acaricia la cabeza del animal. Y se dirige al chico de la mala puntería.

—¿Tú sabes lo que me costó cazar este animal? Madrugadas enteras en el monte, para que vengas tú ahora a destrozarme el trofeo. Venga, se acabaron los dardos por hoy. Dádmelos.

—Pero que estamos a mitad de partida —protesta uno de los chavales.

—¡Se acabó y no hay más que hablar! —Con decisión, Concha les quita los dardos.

Miro a Mijaíl un tanto asombrada.

—¿Tu jefa caza?

—Sobre todo perdices, pero alguna vez se atreve con una pieza mayor. Ha prometido enseñarme, pero nada.

Concha vuelve a la barra. Y yo la observo sin acabar de creerme que esa mujer sepa manejar una escopeta.

—Así que cazadora...

—De alguna manera hay que matar el tiempo... Y la calceta y la tele me aburren. ¿Tú también cazas?

—No, no... pero Mijaíl tiene ganas de que le enseñes...

—Cuando se lo merezca. Que contenta me tiene.

Veo que en una de las mesas se acaba de sentar Mauro, vestido con un traje negro, con unas ojeras profundas. Tiene aspecto de no haber dormido en toda la noche. Como ya me siento más fuerte, decido acercarme. Si una mujer como Concha esconde a una cazadora dentro, yo también puedo ser valiente.

—Eres Mauro, ¿verdad?

—Y tú, la nueva.

—Sí. Raquel. Te quería preguntar... Estoy intentando ponerme al día con los chavales y no sé si tú podrías ayudarme.

—Dime.

—Es que me encantaría poder acceder a los exámenes y a los trabajos que hayan hecho durante este curso. Y me preguntaba si tú...

—¿Si yo qué?

Vale. No me lo va a poner fácil.

—Si tu mujer tendría en casa...

—Mi mujer y yo estábamos separados. Ya no vivíamos juntos desde este verano.

—Vale, entonces nada. Perdona por la molestia.

Me alejo de él. Arrepintiéndome de haber tenido la osadía y la torpeza de hablarle. Está claro que ha sido una idea pésima. Y que tengo la delicadeza de un cardo.

—Espera.

Mauro se levanta y me sigue hasta la barra.

—Viruca solía escanear todos los exámenes y los trabajos de sus alumnos. Era muy ordenada y le gustaba llevar una ficha de cada alumno con sus trabajos y progresos. A mí eso me sacaba de quicio. Porque se pasaba mil horas trabajando. Yo siempre le decía que nadie se lo iba a agradecer. Y mira... —No sé muy bien qué decir y me limito a mover la cabeza en un gesto de comprensión—. Tengo llaves de su casa. Ella también las tenía de la mía. Si quieres te puedo hacer una copia de lo que tuviera en el disco duro de los alumnos.

—Eso sería estupendo, pero tampoco te quiero molestar. Que vayas hasta allí y que...

—Si no me quisieras molestar, no me lo habrías pedido.

—Déjalo, en serio, ya me apaño. Entiendo lo duro que debe de ser... Y ha sido una torpeza por mi parte. Gracias de todas maneras.

Dejo un euro encima de la barra y me dispongo a marcharme.

—No. No tienes ni idea de lo duro que es. Ni idea. ¿Te han dicho algo de mí los otros profesores? Me tratan como si mi desgracia pudiera ser contagiosa. Y veo que tú también tienes prisa en irte.

Concha, aunque se mueve de un lado a otro de la barra, está pendiente de la conversación y cruza una mirada conmigo. Paciencia, miña nena, parece decirme.

—La verdad es que aún no he hablado con muchos compañeros. Ni de ti, ni de nada. Y no es que tenga prisa, es que simplemente creo que estoy abusando de tu confianza sin conocerte.

—Ya, pues nada. Vete.

—Sí, va a ser lo mejor.

Pero como tardo un segundo en reaccionar, él lo aprovecha para desahogarse.

—No entienden por qué no me he pedido unos días libres, o una baja, o el traslado. Mi presencia les molesta. Pero yo no me voy a ir. A mí esos alumnos no me asustan. Quiero que me vean la cara todos los días. Quiero que vean que lo sé. Que fueron ellos los que la mataron.

Yo, ante tamaña confesión, solo puedo callarme. Comprendo sus razones, y no sé si en su caso haría lo mismo, pero sí puedo ver lo que supongo ven sus compañeros, que le está afectando demasiado. Porque me niego a creer que los alumnos hayan tenido ese poder sobre ella. Me niego a creerlo, porque si lo creo estoy perdida.

—Esta tarde es su entierro. El juez por fin ha ordenado que nos entregaran el cadáver. ¿Vas a ir?

La pregunta me pilla completamente desprevenida.

—No la conocía.

—Y, sin embargo me pides sus cosas.

—No, las de sus alumnos.

—Ya. Acábate el café. No te vayas tú, que ya me voy yo.

Y sin más, Mauro sale del bar. Concha mueve la cabeza compadeciéndose de él.

Pobriño, tan joven y teniendo que pasar por esto. Así está. Pero mira lo que te digo, yo creo que hay algo en lo que tiene razón. A Viruca non se matou.

—¿Cómo?

—Que no, que no se quitó la vida. Yo, para mi desgracia, vengo de una familia de suicidas, a mi tía abuela y a mi hermano Juan les dio por ahorcarse. Así que sé de lo que te hablo. Ese tipo de muertes se lleva en la cara. Y Viruca no la llevaba, no. Tienes tú más pinta de suicida que ella, fíjate lo que te digo.

—Gracias, Concha.

—Es una manera de hablar, neniña.

—¿Y entonces la Guardia Civil y el juez por qué no dan con nada?

—A lo mejor fue un accidente... o a lo mejor...

Mijaíl la mira recriminándola.

—O a lo mejor me estoy callada.