CAPÍTULO 14

 

 

Llego a O Muíño con un malestar general. No ha sido agradable ver cómo Mauro perdía los nervios con el chico. Pero, ¿cómo culparlo? El crío ha sido un provocador nato. Entro al restaurante y veo a los Acebedo ya en la mesa cenando. Germán los atiende, les sirve vino, bromea con ellos. Está claro que tienen confianza. Al verme hace un gesto para que me acerque, pero a mí no me apetece saludar y le indico que mejor me voy arriba. Él insiste y no me queda otra que acercarme.

—¡Raquel! ¿Cómo estás, preciosa? Tú como el buen vino, cada año a mejor. Y mira que no dábamos un duro por ti cuando este nos contaba emocionado que se había enamorado de una compañera de clase.

El que habla es Gabriel, el hijo menor de la estirpe, con treinta y muchos años, con pinta de surfista venido a menos, o consumido por los excesos y la buena vida, porque la buena vida también consume. Lleva el pelo con una media melena rubia algo oxigenada, collares de cuentas de madera que le dan un aspecto entre ibicenco y pijo, y en la muñeca un reloj que daría para alimentar a medio país africano.

—Perdona, pero mi mujer siempre te gustó —bromea Germán.

—Es verdad, es la envidia la que habla por mí. ¿Cómo te tratan esas fieras en el instituto? Espero que sean mejores de lo que éramos en nuestra época. Claro que ante una profesora como tú, seguro que sabíamos comportarnos.

—Déjame que lo dude —le digo con una sonrisa impostada.

—¿Te acuerdas de Eugenio y de su mujer, Adela?

Yo asiento. Eugenio es el hermano mayor de Gabriel, diez años mayor. Cara sonrosada, implantes capilares, seguramente un lifting o vitaminas de esas inyectadas para parecer más joven y lozano. Su mujer va a juego con la cirugía plástica. Les habrán hecho un dos por uno, pienso. Eugenio ha tenido siempre fama de vividor. De haberse pulido él solo media fortuna familiar. Fama de vividor y de sátiro. No sé cuánto de verdad hay en toda la leyenda que existe sobre él y que el propio Eugenio ha ido fomentando. Germán dice que en todos los pueblos, grandes o pequeños, se da la figura del hombre, o mujer, experimentado en todo tipo de vicios, que ha probado todas las drogas, que probablemente se ha quedado volado por culpa de los ácidos, o que está demacrado por haber sobrevivido a una adicción a la heroína o al opio. De Eugenio no solo cuentan eso, también hablan de un pasado de promiscuidad, de excesos, gustos sexuales muy específicos y que solo él ha financiado parte de los puticlubs más selectos de la provincia. Pero como bien dice Germán, eso no son más que habladurías, cotilleos de los vecinos con demasiadas horas libres y con la envidia disparada. Y como ni Eugenio ni su mujer se han dedicado a desmentirlo, el mito ha seguido creciendo. Uno de los mejores cuentos de Germán habla de ese peculiar matrimonio, de su vida disipada, de su búsqueda constante del placer y de cómo no reparaban ni en gastos ni en esfuerzos para conseguirlo. Gabriel, el hermano de Eugenio, le pasó a este el cuento de mi marido, y no solo no lo censuró, sino que consiguió que se lo publicaran. «Los que no tenemos hijos hemos de estar orgullosos de nuestros excesos».

—Yo creo que a ti no te veíamos desde la boda —dice Adela.

—Pues ya hace tiempo —contesto—. Pero puede ser, sí.

—La vajilla que hemos traído de Coruña nos la regalaron ellos, ¿te acuerdas? A mi mujer le encanta —contesta Germán.

Odio que le salga esa cosa tan servil, tan sumisa. Con los Acebedo se comporta como lo hace todo el pueblo. Parece agradecido de que ellos le incluyan en su círculo, cuando en realidad solo están siendo amables con él mientras les sirve su comida. Sé que exagero, que estoy siendo injusta. En el pasado perteneció algún verano a la pandilla de Gabriel y los pijos. Jugaban en el mismo equipo de baloncesto, ellos contra los americanos. Los americanos eran los hijos de los emigrantes que todos los veranos desembarcaban en el pueblo luciendo su ropa de Estados Unidos, su acento yanqui, sus maneras y por supuesto la última tecnología. Transformaban el pueblo con su sola presencia, convertían a Novariz en un lugar cosmopolita, en la ONU de Ourense, como siempre bromea Germán, tal vez sin ser consciente de que lo que pasaba en verano aquí ocurría en casi todos los pueblos gallegos. Hablo en pasado porque creo que ahora es menos frecuente. La emigración tenía ese efecto, que en los meses estivales hordas de emigrantes traían a los suyos para recuperar los orígenes, y de paso presumir de estatus y de haber progresado en la vida. Los hijos de esos emigrantes ya eran más de los otros países, como es lógico —Estados Unidos, Venezuela, Alemania...—, que gallegos. Aunque sus progenitores les habían inculcado, o más bien grabado a fuego, el amor a la tierra y presumían de galleguidad allí por donde iban. Germán guarda como oro en paño muchas fotos de ese equipo de baloncesto, de los partidos y de las juergas posteriores donde los pijos y los americanos se hermanaban a base de licor de café. Los mejores veranos de su vida. Así los define. Ya da igual que luego él y yo hayamos viajado por el mundo en julio y agosto. Ninguno de nuestros veranos estará a la altura de esos que tiene tan mitificados, aunque supongo que es lógico. Pocos veranos saben tan bien como en los que en plena adolescencia despertamos a la vida y al deseo.

Germán me presenta al resto de la familia y yo invento una excusa para retirarme, aunque ellos insisten en que baje luego a la hora de los postres y me tome una copa con ellos.

—Así nos cuentas cómo está todo por el instituto. ¿Sigue don Alfredo por allí? ¿Y cómo se llamaba la hueso de matemáticas?

—Amelia Donoso —gritan al unísono Gabriel y Germán.

—Creo que no —les digo—. Venga, os dejo. Disfrutad de la cena. Y encantada de saludaros.

Yo también sé jugar a la esposa complaciente y sociable cuando quiero. Le doy un beso en los labios a Germán y él me sonríe agradecido.

—Ni se te ocurra bajar, que estos no tienen fin y te emborrachan —dice delante de todos, porque sabe con seguridad que yo no voy a venir luego y es su manera de darme un salvoconducto, de dejarme bien. Así parece que sigo el deseo de mi maridito.

—Deja que la mujer se divierta —protesta Gabriel.

—Si no me quedo dormida nada más entrar en la habitación, que corro ese riesgo, bajo —aseguro.

Germán me vuelve a besar y yo me escabullo con mi mejor sonrisa.

Al subir por las escaleras, empiezo a escuchar una música que proviene del piso de arriba, del salón. Lo que suena es una habanera. A través de la puerta entornada veo a Claudia que sentada en el suelo, rodeada de fotos y álbumes, tararea la canción.

—Hola, Claudia.

—¿Qué tal ese entierro?

—Un entierro.

—Tiene que ser horrible enterrar a una esposa tan joven. Bueno, siempre es terrible. Pero supongo que cuando no te lo esperas, cuando no tienes ni tiempo para hacerte a la idea debe de ser... ay... cómo debe de ser. Con Antonio tuve meses para irme concienciando. No sé si está feo decirlo, pero había noches, cuando él ya estaba moribundo, que me dedicaba a ensayar su muerte. Sí, qué cosas, ¿eh? Ensayando su muerte. Cómo iba a ocurrir, si iba a sufrir mucho, si iba a saber qué decirle, cómo despedirme... Y cómo me iba a sentir después cuando ya no estuviera. —Me echa una mirada un tanto temerosa—. ¿Te molesta que hable de esto? Perdona.

—No, no, para nada, Claudia.

No me molesta. Me desconcierta un poco, porque mi suegra y yo nunca hemos tenido ese tipo de relación en la que nos contamos las cosas, en la que nos sinceramos. Creo que hasta ahora no hemos sabido hacerlo.

—En esas noches en las que ensayaba su muerte y mi vida sin él, había veces que me moría de pena, o de angustia solo pensando en cómo sería. Y luego, cuando pasa, cuando llega el momento, es peor, mucho peor de todo lo que imaginaste y te das cuenta de que los ensayos no sirvieron de nada. Pero también, no sé cómo decirlo, por otro lado tampoco es para tanto. Qué cosas, ¿eh? ¿Cómo puede ser que sea más terrible de lo que imaginaste y a la vez que no sea para tanto? —No tengo una respuesta. Y tampoco estoy segura de acabar de entenderla—. Supongo que porque nunca nada es para tanto. Ni la muerte —concluye.

Ante semejante reflexión dudo que yo pueda añadir algo. Me gustaría irme a la habitación, pero no me parece apropiado para una vez que me confía sus pensamientos más íntimos.

—¿Sabes qué fue lo último que le dije? —Me mira expectante. Yo niego—. Me acerqué a su oído y le dije: vete buscando un sitio bonito. Que ya sabes que a mí me gustan los sitios bonitos. —Sonríe con cierta tristeza—. Ya ves, tanto ensayo y solo me dio la cabeza para eso. No sé si me entendió, o si me escuchó del todo, pero a mí me parece que me sonrió. Con esa sonrisa socarrona que ponía él así, de medio lado.

—Seguro que lo hizo.

—Y si no, yo prefiero creer que sí.

Esa es mi suegra, práctica hasta con lo que ha de sentir una vez que su marido se ha muerto. Le pregunto si está clasificando las fotos, decidiendo cuáles se lleva a Panxón y cuáles no.

—Mira Germán, con cuatro años. ¿Conocías esta foto?

Me la pasa y veo a un niño pequeño sonriente jugando con un cubo, una pala y la arena de la playa. No, nunca la había visto.

Claudia vuelve a tararear la canción, ahora el estribillo.

—«... que apareció en mi ventana / de La Habana colonial, / Cádiz, la catedral, la viña y el mentidero... / Y verán que no exagero, / si al cantar la habanera repito: La Habana es Cádiz con más negritos, / Cádiz es La Habana con más salero». —Sonrío al escucharla tan animada—. Hay canciones que te devuelven las ganas de vivir, ¿a que sí? A mí eso de que La Habana es Cádiz con más negritos siempre me ha llenado de alegría, ya ves tú. No sé por qué, pero me imagino Cádiz llena de negros bailones y me alegro. Y el caso es que nunca he estado en Cádiz. ¿Tú?

—En Caños de Meca y en Zahara de los Atunes.

—Y ahora seguro que hay más negros que cuando compusieron la canción, ¿a que sí? Porque ahora hay negros por todas partes.

—Pues... algunos más, supongo.

—Así que se parecerá más a La Habana. La de veces que le dije a Antonio que me llevara, y él que sí, que cuando yo dijera, pero siempre lo íbamos retrasando...

—Siempre puedes ir tú.

—Pues sí, siempre puedo ir yo.

Nos quedamos en silencio. No sé muy bien qué decirle.

—Me voy a la habitación, que estoy un poco cansada.

—Claro...

Y cuando estoy a punto de retirarme, Claudia se acuerda de algo.

—Raquel... ¿a ti qué te parece que Germán quiera quedarse aquí?

—Que no sé si quiere, la verdad. No sé si quiere, si se está escondiendo o lo hace porque necesita demostrárselo a alguien.

—¿A quién?

—A su padre o a su familia.

Mi suegra descarta de un plumazo la idea.

—Eso es una tontería. Germán no tiene que demostrar nada a nadie. Y menos a un muerto.

—Pues díselo tú, porque a mí no me va a creer.

—Eso es cosa suya. —Y mía, pienso, pero no lo digo—. ¿Qué vas a hacer si quiere quedarse? —pregunta—. Porque antes todas íbamos donde dijera el marido, pero ahora es distinto.

Mi suegra está tratando de averiguar cuáles son mis intenciones. Supongo que no se acaba de fiar de mí. Intuye que no estoy dispuesta a acatar sin objeciones la decisión que tome Germán. Yo creo que nunca le he acabado de gustar para su hijo. No sé si es porque cree que soy demasiado independiente o porque Germán le ha estado poniendo al día de todo lo que nos ha ido pasando a lo largo de los años. Y por eso ahora teme que si Germán decide enterrarse en vida en este pueblo yo no quiera acompañarle y que mi negativa le haga replantearse las cosas y no se quede en el restaurante.

—No sé, ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él, supongo —contesto. Es la única manera que encuentro de escaquearme. Porque la verdad es que me encantaría decirle que si Germán está ahora en una encrucijada es por culpa de ella, por poner a la venta el restaurante. Pero sería demasiado injusto soltárselo. Claudia tiene todo el derecho a hacer con su vida lo que le dé la gana. Y si eso me afecta de alguna manera, he de aguantarme.

Le doy las buenas noches y me meto en la habitación. Lo que parece claro con todo esto es que Germán ya lo tiene decidido. Al menos es lo que cree su madre. Y es probable que acierte, porque él ha estado mirando subvenciones, y se le ve feliz trabajando codo a codo con el hermano. Tendré que empezar a hacerme a la idea. Porque puede que ese puente esté más cercano de lo que me gustaría.