Durante toda la mañana del lunes no encuentro a Mauro por ningún lado. Quiero pedirle los archivos del curso pasado de Viruca, me he ido convenciendo a lo largo del fin de semana de que iba a encontrar algo de utilidad en ellos. Y por eso me frustra no dar con él con el paso de las horas. Le acabo preguntando a la jefa de estudios. Y ella me dice que por fin ha logrado que Mauro se pida una baja de unos días. Era eso o abrirle un expediente. La amenaza surtió efecto, dice orgullosa.
—A ver si así se calman un poco las aguas.
Le pido su número de teléfono y Marga me lo da sin demasiados problemas, aunque siente curiosidad. Yo le digo que simplemente quiero charlar con él, preguntarle cómo está, darle ánimos. Le he visto muy solo, le digo, y sé lo que se agradece en momentos así una mano amiga. A ella le parece un gesto bonito.
—Pero no dejes que te contagie su estado depresivo. Que eso se pega más que una gripe.
—Tranquila, soy a prueba de balas —le digo sin acabar de creérmelo.
Lo llamo varias veces pero siempre lo tiene apagado. Y acabo preguntándoles a varios profesores si saben dónde vive. Todos me dicen que en el pueblo, pero ninguno sabe la calle. Hasta que por fin el de gimnasia me da la dirección.
—El año pasado celebraron una fiesta en su casa y nos invitaron a unos cuantos. Espera que la debo tener en el móvil. ¿No me digas que...?
—¿Que... qué?
—No sé, que todas decían por aquí hace años que el de historia era el soltero de oro del instituto. Que nadie le echaba el lazo...
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Digo, que... a ver... que si quieres ir a por él, estupendo, pero si te digo la verdad, yo no sé qué le veis. Y menos ahora con lo apagado y emparanoiado que está.
—¿Crees que te pido su dirección para intentar ligar con él?
—¿No?
—Estoy casada.
—¿Y?
—Y que ni se me ocurriría. Y si quisiera ser infiel a mi marido, lo último que haría sería liarme con alguien del instituto, vamos.
—Hombre, es a la gente que tienes más a mano. Digo, que generalmente la gente es infiel con los del trabajo. Que es con los que se tiene un roce diario y tal.
—Y tal.
Le miro un tanto anonadada. ¿Desde cuándo este tiene la confianza conmigo para tener este tipo de conversación? Si habré cruzado cuatro palabras con él la semana pasada.
—Oye, si te he ofendido, perdona, ¿eh? Que no era mi intención. Yo llego a estas conclusiones por pura envidia, no creas. —No le acabo de entender—. Sí, que aún recuerdo cuando iba de un instituto a otro, un curso en cada sitio, y no veas... qué alegría cambiar de aires, saber que iba a estar poco, y que había todo un ganado que me estaba esperando con los brazos abiertos.
—¿Ganado?
—Sí, profesoras más que receptivas y... bueno, algún profesor también, para qué te voy a engañar. Que yo no discrimino. Si están buenos, todo me sirve.
—Ah...
No sé qué más añadir a esa confesión bisexual del de gimnasia. Lo miro sin acabar de creer que ese ser haya tenido tanto éxito ligando por los institutos.
—A ver, que aquí donde me ves, yo a los veintitantos tenía un polvo. Y dos.
Me presento en el piso de Mauro sobre las seis de la tarde. Vive en una calle bastante céntrica, al lado de la plaza Mayor, en un edificio con solera, de esos de piedra y con unas galerías blancas que ocupan casi toda la fachada. Típico edificio de la calle del paseo. Veo que en la planta en la que vive hay dos carteles de «SE VENDE». Llamo al telefonillo después de haber ensayado varias veces lo que le voy a decir. Es una temeridad presentarme así, sé que roza la mala educación, pero me pueden las ganas, qué le voy a hacer.
—¿Sí? —suena su voz saliendo por el interfono.
—¿Mauro? Soy Raquel, la profesora de literatura.
Silencio. No contesta nada.
—¿Mauro?
Y como toda respuesta suena el sonido de la puerta. Me ha abierto sin más. No hay ascensor, me toca subir los tres pisos a pie. Las escaleras son de madera, muy erosionada por el paso de los años, en algunos peldaños apenas hay superficie en la que apoyarse. Y está un tanto resbaladiza, así que me agarro bien de la barandilla. Llego sin aliento al tercero. Tengo que volver al gimnasio, no puede ser que tres pisos acaben conmigo. Mauro me espera en la puerta. Lleva un pantalón de chándal gris de algodón y una camiseta muy hecha polvo. De esas que todos tenemos para andar por casa. Y una venda en la mano derecha, la que usó para golpear a Iago.
—Raquel, ¿qué haces aquí?
—Quería ver qué tal estabas.
—Pasa.
Entro y le sigo por un pasillo enorme, alto y estrecho. Está plagado de libros, más que el pasillo de un casa pareciera el de una biblioteca caótica y desordenada. Apenas hay luz y él va encendiendo lámparas allá por donde pasa. Por fin desembocamos en un espacio grande, el salón comedor. Aunque no hay mesa de comedor, o si la hay está oculta por más libros. Varios mapas antiguos decoran las paredes. El salón da a la galería de la calle. Y la luz que se cuela a estas horas es mínima, en invierno anochece enseguida, y Mauro tiene que seguir encendiendo lámparas para que podamos vernos las caras sin hacer demasiado esfuerzo.
—Perdona el desorden. Pero es que no esperaba visita. ¿Quieres tomar algo? Tengo un vermú riquísimo que compro a una bodega de por aquí.
—No, gracias.
—Yo me voy a servir uno, si no te molesta.
Mauro sale del salón por otra puerta y me quedo unos segundos sola, aprovecho para mirar sin disimulo todo el caos. Es un caos agradable, me gustan las casas abarrotadas de libros. Noto una sombra que se mueve en una esquina. Es un gato persa. Mauro entra con dos vasos de vermú y una botella.
—Te he traído, por si cambias de idea.
Me lo pasa, le doy las gracias y, como lo tengo en la mano, decido probarlo.
—Está bueno.
—Tú me dirás.
—Tenías razón en que Viruca era muy minuciosa corrigiendo exámenes. Me ha sorprendido mucho su dedicación. Incansable. Y con una cultura apabullante, la verdad. Y con muchas ganas de transmitírselo a los alumnos. Esa pasión se nota en cada examen. En cada prueba.
—Así era ella.
Nos quedamos unos segundos en silencio. Mauro levanta su copa, como para brindar a la salud de su esposa. Y yo brindo por ella.
—Por tu esposa.
—Por mi exesposa, más bien. Pero gracias. Es muy bonito todo eso que has dicho. Pero seguro que no has venido hasta aquí para lanzar piropos a una muerta, ¿verdad?
—Me has dado los archivos de este curso. ¿Podría acceder a los de los cursos pasados?
—¿Y eso?
Busco una respuesta que le pueda convencer. No sé cómo no se me ha ocurrido venir con una preparada de casa.
—Creo que puedo aprender mucho de ella.
No sé si algo tan endeble va a colar.
—Creía que querías saber el nivel que tenían los de segundo de este año.
—Sí. Es verdad.
—Y, siendo francos, creo que tienes tantos archivos ahí por revisar que dudo que en un fin de semana te haya dado tiempo.
—Les he echado un vistazo por encima y quiero seguir mirándolos a fondo. Sí.
—Te voy a repetir la pregunta. ¿Por qué quieres ver los archivos del año pasado?
Tengo dos opciones, seguir con mi mentira o sincerarme con él y que pase lo que tenga que pasar.
—Entre los archivos que me diste faltaban los de un alumno. Iago Nogueira.
—¿No estaban?
Niego.
—Qué raro. ¿Y crees que pueden estar con los de otro curso?
—Es repetidor, le dio clase el año pasado. Puede que en los de ese curso sí los encuentre.
—¿Y ese interés en Iago? ¿No me digas que empiezas a creerme?
Noto cierto entusiasmo en su voz. Que además corrobora sirviéndome otro vermú.
—No quiero llegar aún a ninguna conclusión, pero sí me ha extrañado mucho no ver los exámenes del chico.
Caigo en algo. Tal vez ha sido Mauro el que los ha eliminado. El que quiere avivar mi curiosidad. Si es así, he caído como una tonta. Y me recrimino no haberme dado cuenta antes.
—¿Tú no habrás tenido nada que ver? —le pregunto. Aunque no sé para qué lo hago, porque sé que no va a confesar la verdad en el caso de que lo hubiera hecho.
—¿Algo que ver cómo? ¿Para qué iba yo a eliminar a Iago? No tiene sentido.
—Bueno, por lo pronto el hecho de que no esté en los archivos me ha traído hasta aquí.
—Ah... ¿tú crees que soy tan manipulador? ¿Y que se me ha podido ocurrir algo como eso?
—No te conozco.
—Y a pesar de no conocerme has venido hasta mi casa. Presentándote sin avisar.
—Tienes razón. Tal vez es mejor que me vaya.
—No, no. Por favor. No te estoy echando, ni mucho menos. Vamos a hacer una cosa. No quiero que creas que te oculto nada, o que te estoy dirigiendo, o que quiero que llegues a las mismas conclusiones que yo. De verdad que el hecho de que te muestres interesada, que hayas venido hasta aquí, para mí lo es todo. Me encantaría tener a alguien dispuesto a mirar con otros ojos, a ver lo que a lo mejor a mí se me escapa, y que no crea que Viruca se suicidó, ni lo contrario. Que sean las pruebas, o lo que encuentres, lo que te lleve a tomar una decisión. Y ojalá sirva para que se descubra la verdad. La que sea. Si se quitó la vida, bien, lo aceptaré. Qué remedio.
—¿Me estás pidiendo que trate de averiguar lo que le pasó a tu esposa? Yo solo soy una profesora.
—¿No sientes curiosidad? ¿No crees que saber lo que le pasó, lo que le pasó de verdad, te puede ayudar a ti con la relación con los chavales?
Es listo. Claro que lo creo. Por eso estoy aquí. Mauro se va de la sala sin dar ninguna explicación. Vuelve al rato con unas llaves en la mano. Me las da.
—Toma. Son de la casa de Viruca. Del piso que se alquiló cuando nos separamos.
—¿Para qué me das esto?
—Quiero que veas que no te oculto nada. Que vayas allí cuando quieras y, con toda la tranquilidad del mundo, revises sus cosas, te metas en el ordenador, que mires entre sus papeles, como si te quieres meter en su armario.
—Pero...
—Tal vez veas algo que a mí se me ha escapado. —Voy a protestar, pero no me lo permite—. Tú quédatelas. Te apunto la dirección.
Mauro escribe en la primera libreta que encuentra. Arranca la hoja y me la da.
—A ver, Mauro, yo no puedo ir por ahí entrando en casas ajenas.
—No es una casa ajena. Es la casa de Viruca. Alguien a quien ya empiezas a conocer. O que al menos te gustaría. ¿Me equivoco? Quédatelas, no tomes ninguna decisión ahora mismo. ¡Mierda! Acabo de caer en algo. ¿Cómo no lo he visto? Dices que no están en esos archivos ni un solo trabajo ni nada de Iago, ¿verdad?
—Sí.
—¿Recuerdas todo lo que dijo el chaval en el cementerio? Que quería despedirse de ella, que le traía una cerveza de su marca favorita.
Yo lo de la marca favorita no lo recuerdo, pero tampoco puedo negar que no lo dijera. Tal vez.
—¿Por qué sabía que era su marca favorita? ¿Por qué tenía esa confianza con ella?
Mauro revuelve entre varios papeles que tiene en una mesa, pero no encuentra lo que busca. Mira dentro de un maletín de cuero. Y saca un papel arrugado.
—Esta es la última hoja de la autopsia de Viruca. Estaba embarazada de dos meses y medio. Y te aseguro que no era mío.
Miro el papel.
—¿No lo ves? Las piezas empiezan a encajar. Ha escondido los trabajos de Iago, puede que hubiera algo en ellos que delataran una posible relación, o... no, una relación no, Viruca jamás se hubiera liado con un alumno, no, pero puede... sí, puede que él estuviera obsesionado con ella, enamorado, ella no le hace caso, pero el chaval se obsesiona. De ahí el acoso, y como Viruca sigue sin caer, un día la droga, la viola, se le va de las manos...
—A ver... A ver... Mauro, ¿no va a ser demasiado que porque no estén sus trabajos con todos los demás y por una marca de cerveza llegues a semejante conclusión?
—Dime que no encaja. Tú viste al chaval en el cementerio como yo. Estaba desesperado. Estaba como huérfano. ¿Tú crees que a alguien que ha acosado por diversión a una profesora luego le duele tanto su muerte?
—Mauro, fuiste tú el que me dijiste que lo hacían por diversión. Y que lo hacían simplemente para demostrar que podían.
—¡Sí! Es verdad. Pero a lo mejor estaba equivocado. A lo mejor era todo tan sencillo como esto. Iago la acosa porque no la puede conseguir y un día, desesperado, la viola. ¿Tú sabes lo guapa que era Viruca? ¿Los estragos que causaba? Si ni yo me acabé de creer nunca que tuviera la suerte de tenerla. Que se hubiera fijado en mí. Viruca, en mí. Todos los años tenía dos o tres enamorados por curso. Y no solo entre los alumnos. Los profesores también. Era... era irresistible.
Intento abrir mi mente y darle un voto de confianza a Mauro, es verdad que su teoría no la respaldaría ningún juez, ni la policía, ni un jurado popular. Faltan pruebas, es todo pura especulación con solo dos o tres datos. Es una historia sustentada sobre tres suposiciones muy endebles. Pero es verdad que cuadra.
—Vete a su casa y mira a ver si encuentras algo de Iago, algo que pueda sostener mi teoría.
—A lo mejor deberías hacerlo tú, ya que lo ves tan claro.
—No. Te digo que necesito a alguien que no se case con nadie, alguien que no me crea a mí porque sí, ni tampoco a la Guardia Civil. Ayúdame, por favor.