CAPÍTULO 23

 

 

Llego a casa agotada, con los nervios a flor de piel. Trato de abrir la verja de la entrada con el mando a distancia, pero no lo consigo. Así que bajo del coche e intento hacerlo de manera manual. Pero sin suerte. Llamo al telefonillo de la puerta.

—¿Sí?

—Germán, no puedo abrir la verja. No sé qué pasa... No sé qué pasa...

—Voy.

—Gracias.

Germán baja enseguida y abre la verja desde dentro. Entro en el coche sin saludarlo, arranco y lo meto hasta el garaje.

—Esta mierda no funciona.

—Estará baja de pilas. A mí antes me funcionó. Déjame ver.

—Si no funciona, no funciona. ¿O crees que no sé usar un mando?

—Vale, vale...

Consciente del tono que ha empleado, le paso el mando a distancia.

—Toma, perdona. Es que estos aparatos sacan lo peor de mí.

—Oye, ¿qué te parece si vamos a dar una vuelta? Así te relajas y hablamos.

—¿Ahora? No me apetece salir, Germán.

—Tenemos que hablar, Raquel. Y es mejor que nos dé el aire.

Noto cómo se me cierra el estómago. ¿De qué tenemos que hablar? Ha visto mi perfil de Facebook. Seguro. Mierda. Mierda. Mierda. Tengo que contarle la verdad. No, la verdad, no, una parte de la verdad. Solo la que sea necesaria para que pueda justificar ese estado en mi perfil. ¿Pero por dónde empiezo? ¿Cómo va a creerse que un alumno descubrió que había tenido solo una noche, solo una, de sexo con Simón? ¿Cómo iba a deducirlo si no es por todos los mails con los que yo estuve acosando a su amigo? Ay, Dios, pero tengo que intentarlo, tengo que ser convincente, tengo que tapar esta herida antes de que se convierta en una hemorragia imparable.

—Vale.

—Ven.

Lo sigo hasta el garaje y veo que me señala dos bicicletas.

—Estaban muertas de asco en O Muíño. Así que me las he traído.

Quiero volver a protestar porque maldita la gana de dar un paseo en bici, pero antes de que me dé cuenta ya estamos pedaleando por las calles del pueblo. Debería estar disfrutando del paseo si no fuera por esta angustia que me corroe. Trato de serenarme, dejarme llevar por el pedaleo, que la sensación infantil de montar en bici se apodere de mí.

—¿Qué tal en clase? —me pregunta.

—Bueno...

—Ya.

Lo sabe. Lo sabe todo. Va a ser horrible. Y siento que no tengo escapatoria, por mucho que eche a correr en esta bici, no va a haber manera de escapar.

—¿Tiramos por ahí?

Germán lleva un par de toallas sobre los hombros y una mochila, no me ha querido decir para qué las ha cogido. ¿Pretende hacer un picnic a estas horas? ¿Lleva comida en la bolsa?

—Te va a gustar el sitio. Vamos a coger por aquí.

No sé cuánto rato estamos pedaleando, menos mal que el terreno es bastante llano y los desniveles que encontramos son cuesta abajo. Y por fin cogemos un desvío, una pista de tierra, que nos lleva hasta el embalse de As Conchas. El paraje es extraordinario. Si hace dos horas diluviaba, ahora el cielo está completamente despejado y miles de estrellas nos iluminan. La infinitud del universo ahí arriba. A nuestra vista. Qué lástima que no tenga el cuerpo para disfrutarlo.

—Ven.

Dejamos las bicis y nos acercamos a la orilla del embalse. Se oyen algunas voces. ¿Hay más gente por aquí? Germán señala con la mano hacia unas pozas. Tienen el tamaño de pequeñas piscinas o grandes jacuzzis. Hay tres o cuatro personas bañándose a esas horas, en una noche de invierno como hoy. Sale humo de un par de manantiales de agua caliente.

—Nunca te había traído aquí, ¿verdad? Qué listos los romanos.

—¿Los romanos?

¿A qué viene hablar de los romanos ahora? ¿Para esto me ha traído? ¿Quería hablar de los romanos? No entiendo nada.

—Allí, a doscientos metros, están las ruinas del poblado romano. ¿Sabes que muchos dicen que no fue el yacimiento de oro que había en Ourense lo que les atrajo? Sobre todo porque no debieron de encontrar mucho, fueron sus aguas termales. Las que encontraron en el río Miño, en el Arnoia, y en este, en el Limia. ¿Ves esas cinco pequeñas bañeras? Son romanas. Aquí venían a tomarse sus baños. Ven, mete la mano.

Le hago caso. Acerco mi mano hasta el agua de una de las pozas. Está templada.

Germán empieza a desnudarse.

—¿Qué haces?

—Desnudarme. Nos vamos a bañar.

—¿Ahora? ¿Pero no íbamos a hablar? —Mi desconcierto va en aumento.

—¿No lo podemos hacer aquí dentro?

Germán se queda completamente desnudo y se mete en la poza. Yo le observo sin saber muy bien qué hacer. Miro hacia donde están las otras personas. No son más de tres o cuatro y están a bastante distancia, en otras pozas. Seguramente también están desnudas. Así que no se van a escandalizar si me ven a mí sin ropa.

—Venga, tonta.

¿De verdad quiere tenerme desnuda ahí dentro? ¿Para qué? ¿Para luego echarme la bronca y dejarme ahí en bolas sola? ¿Es eso? Pero no, Germán no es así. Decido desnudarme a toda velocidad. Hace frío. Mucho. Así que me meto corriendo en el agua. Mi cuerpo se acostumbra enseguida a esa temperatura caliente. Y consigo relajarme un poco.

—¿Qué tal?

—Bien... Supongo... ¿Hablamos?

—Tranqui, relájate, deja que esta agua alcalina y calentita entre en cada poro de tu piel, ya verás qué bien.

Nos quedamos un rato en silencio, que yo acabo rompiendo con una pregunta inocua.

—¿Venías aquí mucho en tu adolescencia?

—Alguna vez. A mi padre le gustaba mucho venir.

Noto cómo una sombra se posa en su semblante, pero él trata de sacudírsela.

—Aunque no había tantas pozas. Estas las han construido hace poco. ¿A que se está a gusto?

—Sí. Pero va a hacer un frío al salir...

—Ya verás como no. Con el cuerpo caldeadillo vas a agradecer un poco de frío. —Germán se relaja en el agua, contempla el paisaje nocturno. Respira—. Qué listos los romanos, seguro que descubrieron estas aguas y dijeron ya está, aquí nos quedamos. Aquí construiremos un poblado. Y a saber los años que estuvieron disfrutando de noches como esta, justo aquí, donde nosotros estamos. ¿No es flipante que ahora mismo estemos aquí dentro de esta agua caliente y contemplando las mismas estrellas que ellos vieron hace dos mil doscientos años? —Germán vuelve a mirar al cielo—. Tenía que haberme bajado en el móvil la aplicación esa que te dice el nombre de las constelaciones. Ahora podría estar fardando y darle nombre a cada una de ellas.

Debería estar disfrutando de este momento, lo sé. Pero no puedo. Y sobre todo no puedo pensando que tal vez sea la última vez que disfrutemos de algo así, que cuando se destape toda la verdad ya nada volverá a ser lo mismo. Lo que no acabo de entender es por qué Germán está estirando tanto todo esto. ¿Me quiere dar a entender de una manera retorcida que nuestro matrimonio podía seguir estando lleno de momentos así y que yo solita he decidido cargármelo?

Germán deja de mirar el firmamento y me mira a mí.

—No sé por dónde empezar.

Aquí llega. La bomba. Ay...

—Ni yo —le respondo.

—He tomado una decisión —dice de manera grave. Está muy serio. No es para menos, claro.

—Joder...

—Sé que es duro, y sé que... pero no veo otra alternativa. De verdad que no.

—Yo creo que podemos hablarlo, Germán. No nos precipitemos, yo... a ver por dónde empiezo.

—Déjame hablar a mí, que esto ya es bastante difícil y si me interrumpes va a ser imposible. Que te he traído hasta aquí para que estuviéramos a gusto y relajados. Para que al lado de este cielo infinito y de siglos de historia lo nuestro pareciera lo que es, una cosa diminuta. —Me callo. Y Germán se pone a hablar sin mirarme—: Quiero comprar la parte del restaurante de mi madre. Pilar y su marido no se quieren meter o no pueden. Pero yo quiero hacerlo. No puedo permitir que mi madre lo venda y nos quedemos sin O Muíño. Es nuestra casa.

—¿Quieres comprar el restaurante?

—Con mi hermano. Ser socios a partes iguales. Y convertirlo en una casa rural.

—¿Eso es lo que me querías decir? —pregunto aliviada. Con un alivio que me hace sentir ligera, como si la fuerza de gravedad no tuviera efecto en mí.

—Sé que dicho así suena un mundo. Y que es una decisión que tenemos que tomar los dos. Lo sé, pero quería decirte que lo veo clarísimo, Raquel. No estoy huyendo de nada, no me estoy rindiendo, de verdad que no. Pero reconozcámoslo, he tenido dos años para escribir y solo he conseguido hacer tu vida miserable. Que has tenido una paciencia infinita conmigo. Tengo que cambiar de rumbo. Y esta es una oportunidad cojonuda, de verdad que sí. Estos días trabajando con mi hermano he sido feliz. Estoy lleno de planes, de energía. Creo que la casa rural podría funcionar, creo que sabría cómo llevarla. Y mira, si no te ves viviendo aquí nos podemos mudar a Vigo, o a Ourense, y yo ya vengo todos los días, estoy dispuesto. Pero creo que es lo que tengo que hacer, Raquel, lo tengo que hacer.

—Vale —contesto.

Noto como mi respuesta le desarma.

—¿Vale?

—Que sí, que lo entiendo. Que tienes razón. Me parece que si lo tienes tan claro, yo solo puedo y debo apoyarte.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Pero qué fue de todo lo que me dijiste, de que me estaba enterrando en vida, de que estaba huyendo, de que lo hacía solo para que mi padre se sintiera orgulloso de mí?

—Si tú lo ves, yo lo veo, Germán.

Germán está alucinando. Sonríe feliz. Creo que hacía mucho que no lo veía tan pletórico.

—Vaya, sí que ha funcionado traerte a las termas...

—Ay, Quela, eres la mejor. —Me besa—. Gracias. Te quiero.

—Tampoco es para tanto.

—Sí lo es. Sí lo es. Que me apoyes es todo. A ver... ahora aún falta lo jodido, que es conseguir que nos den un crédito para poder pagar la parte de mi madre. Porque ahora los bancos están muy puñeteros para prestar dinero. Lo miran y lo remiran todo. Y las cuentas del restaurante están regular, han sido dos años flojos...

—Bueno, tengo el piso de mi madre. Ya va siendo hora de que lo ponga a la venta. Seguro que con lo que saco tenemos para comprar la parte del restaurante.

—¿El piso de tu madre? No, no, no. No puedo pedirte eso.

—¿Por qué no? Somos un matrimonio. Lo tuyo es mío y lo mío tuyo. Estamos en esto para toda la vida, ¿no? En lo bueno y en lo malo. Hemos pasado por muchas cosas y las hemos superado. Y si ahora surge esto y toca invertir en O Muíño, en tu proyecto, bueno, pues habrá que hacerlo.

—¿Seguro?

—Sí.

—Raquel, pero hasta antes de ayer me pedías que escribiera, que no me encerrara aquí. Y ahora estás dispuesta a meter tu herencia en el restaurante.

—Meto mi herencia aquí, para que no tengas que perder la tuya. No me parece un mal trato. Y, ¿sabes qué? A lo mejor es compatible. A lo mejor, no digo ahora, pero a lo mejor en unos años, cuando ya todo esté en marcha, puedes plantearte escribir.

Vale. Voy a sacrificar el piso de mi madre para salvar mi matrimonio. Ese matrimonio que desde hace un tiempo no sabía si merecía la pena. Vivía en la constante duda de no saber si éramos unos cobardes por no atrevernos a romper, o unos valientes por el hecho de seguir intentándolo. Y aquí tengo la respuesta: quiero luchar para salvarlo. Para que sigamos siendo dos, para que sigamos siendo nosotros. Ahora sé lo que quiero, ante la posibilidad de perderlo, sé que quiero luchar. Y si el precio es el piso de mi madre, bienvenido sea.

En ese momento unos focos muy potentes iluminan toda la zona. Se oye el ruido de motores. Miramos hacia dónde viene el estruendo y vemos llegar dos enormes cuatro por cuatro de neumáticos gigantes hasta la orilla del embalse. Traen la música puesta a todo trapo.

—¿Y estos? —pregunto.

De los vehículos sale un grupo de personas, todos bastante jóvenes, haciendo mucho barullo. Llevan botellas en sus manos, están claramente de celebración. Empiezan a desnudarse. Y algunos en ropa interior y otros desnudos se dejan caer en las pozas entre gritos. A la mierda toda la paz y la contemplación del universo.

—¡Coño, Germán!

El que lo saluda es uno de los Acebedo. Gabriel, el de la melena hippy. Que se lanza en nuestra poza como Dios lo trajo al mundo. Vamos, en pelotas, como estamos Germán y yo.

—¡Nenas! ¡Traednos unas cervecitas! —les grita a dos chicas que se han quedado cerca de los cuatro por cuatro—. Que esto hay que celebrarlo.

—¿Qué tal, Gabriel? —pregunta mi marido un tanto incómodo.

—Cojonudo, y ahora teniéndoos aquí, mejor que mejor. Ya es casualidad. No sabía yo que venías a darte bañitos nocturnos con tu señora. Qué crack... A la mía no la convenzo para algo así ni aunque la atiborre a marisco y pastillas.

—Bueno, no parece que la eches mucho de menos —le digo.

—Desde luego que no. Y menos ahora, que está en México. Para mí ese es el secreto de un buen matrimonio. Coincidir con la parienta lo menos posible. —Se ríe de su propia gracia. Chapotea en el agua como un niño pequeño—. ¡Coño! Qué bien se está aquí. —Grita a las chicas—: ¿Esas cervezas vienen o qué?

Las chicas se acercan con una nevera de playa. Y sacan varias cervezas que nos pasan.

—A vuestra salud, pareja. Oye, luego de aquí nos iremos a acabar la fiesta a casa. Os venís, ¿no?

—Gracias, pero yo mañana tengo clase...

—Sí, gracias, Gabriel, pero yo también tengo faena en el restaurante.

—Ya, ya... ¿Dónde tenéis el coche?

—Hemos venido en bicicleta —dice Germán.

Gabriel no logra contenerse la risa al escucharle.

—Entonces os va a tocar venir con nosotros aunque no queráis. Con el bajón de tensión que os va a dar cuando salgáis de esta agua caliente, no vais a ser capaces de subir ni una sola de las cuestas hasta el pueblo. Pero ni una...

—Ya veremos —le digo yo.

Gabriel vuelve a reírse. Incluso con más ganas.

—Ni una, bonita, ni una. —Se bebe la cerveza de dos tragos—. Ya está bien de agua caliente. —Se levanta y se queda de pie en la poza. Mira dónde están sus amigos y grita—: ¡Al agua, patos! ¿A que no hay cojones?

Y con un grito vikingo, sale de la poza y llega corriendo hasta la orilla. Los amigos le siguen también gritando y caen al agua haciendo mucho ruido y chapoteando.

Germán y yo observamos desde la poza todo el despliegue juvenil del que hacen alarde.

—Son peores que adolescentes —comento.

—¿Nos escapamos antes de que nos obliguen a seguir con ellos de fiesta?

Yo no puedo estar más de acuerdo. Así que los dos salimos del agua, nos secamos lo más rápido que podemos y nos vestimos. Gabriel tenía razón en una cosa. Tenemos la tensión por los suelos. El agua caliente nos ha dejado sin energía. Y al subir a las bicis enseguida notamos que nos va a costar la vida pedalear. ¿Por qué no habremos traído el coche?

Y a la primera cuesta, yo desfallezco. Decido ir andando y arrastrando la bici.

Veinte minutos después yo ya no puedo con mi vida y siento que apenas hemos avanzado. Oímos los motores de los coches. Pasan a nuestro lado dándole al claxon. Uno de los cuatro por cuatro para un par de metros más adelante. Gabriel sale del coche y se acerca a nosotros.

—¡Chavales! —grita a los del coche—. Venga, ayudadme a meter las bicis atrás.

—Que no hace falta, Gabriel —dice mi marido.

—Ya, ya...

Yo no tengo fuerzas para protestar. Y antes de que nos queramos dar cuenta nuestras bicis ya están en el maletero.

—¡Venga, arriba!

—Pero nos dejas en casa, ¿vale? —le pide Germán.

—Después de una copa en el pazo, yo os dejo donde queráis.

Germán me mira con cara de resignación. Yo asiento. Lo que sea con tal de no seguir pedaleando. Qué noche más rara.

Los cuatro por cuatro con la música a tope nos llevan hasta el pueblo. Pero en vez de entrar en el casco urbano, toman una carretera que conduce hasta una finca enorme cercada con una valla de hierro y piedra imponente. La puerta que se abre cuando Gabriel acciona el mando es aún más monumental que el propio cierre.

—Bienvenidos a Villa Acebedo.

A unos trescientos metros vemos un edificio enorme de piedra. Es un antiguo pazo restaurado. No sé ni los metros que tendrá la fortuna que habrá costado reformarlo. Germán me había hablado de él en alguna ocasión, pero es la primera vez que voy a entrar en él. Reconozco que siento cierta curiosidad por saber cómo será el interior.

Pronto lo compruebo. Salimos de los coches y entramos en el pazo. Gabriel tiene buen gusto. Paredes de piedra, maderas nobles en los suelos y en los muebles. Ficus y pequeñas palmeras diseminadas por todas partes otorgan al espacio un no sé qué entre decadente y exuberante. En el ala oeste, así se refiere Gabriel a esa parte de la casa, hay una magnífica biblioteca de techos altísimos, con un aire industrial, diseñada seguramente por un arquitecto de renombre que ha volcado en ella lo mejor de su talento. Gabriel me la muestra con orgullo.

—Madera de roble. Catorce mil volúmenes. Y no, no me los he leído todos —bromea—. Los álbumes de Tintín, sí. ¿Qué quieres beber?

—¿Agua?

—De eso no tenemos. Pero algo encontraremos para ti. Vamos.

Gabriel nos conduce hasta una piscina interior. Es de ensueño. Yo miro a Germán.

—Impresionante, ¿no?

Obsceno. Pienso. Es obsceno que viva en esta casa, que presuma de ella, cuando más de la mitad del pueblo vive en la miseria desde que cerró la fábrica de su familia.

—Voy a por bebida. No os vayáis muy lejos.

Nos deja allí y desaparece.

—¿Pero no estaban arruinados? —le pregunto a Germán.

—Los millonarios siempre caen de pie. Pueden cerrar fábricas, perder millones, pero saben cómo seguir manteniendo el estatus. Además, diversificaron su fortuna. Tiene complejos de hoteles por la costa del Caribe de México y en Miami que les funciona de maravilla.

—Ya veo, ya...

Gabriel aparece con copas para nosotros.

—Que no os falte de nada. Iba a despertar al servicio, pero tampoco son horas. Así que le estoy diciendo a la gente que se sirva por su cuenta. Ah, hay bañadores en aquel armario. Aunque bueno, ya nos hemos visto todos en pelotas, pero por guardar las formas... Y siempre es más divertido luego quitárnoslos...

Miro a Germán. No quiero parecer una mojigata, pero la posibilidad de que la cosa se vaya de madre y acabe en un remedo de orgía multitudinaria no me hace ninguna gracia. Antes de que diga nada, Germán se me adelanta.

—Bébetela de dos tragos y nos vamos.

—Gracias —le digo aliviada.

Aunque nuestros planes de huida no dan resultado. Gabriel insiste en que nos llevará él en coche, pero un rato más tarde. Así que no nos queda otra que aguantar. La fiesta se va animando, llega más gente. Todos son jóvenes, entre veinte y treinta años.

—¿Son del pueblo? —pregunto.

—Supongo que muchos vendrán de Ourense, o de Portugal. Estamos pegados.

—¿Y hace un casting para elegirlos o cómo? No hay ni una chica, ni un chico feos.

—Gabriel siempre ha sido un sibarita.

—Y tú estás encantado —le suelto.

—¿Yo? —Se ríe—. No me digas que te vas a poner celosa.

—No... pero todo esto... no sé... es un poco marciano, ¿no?

—¿Por qué?

—No sé... este tipo de fiestas... aquí...

—Que no te pega que los de pueblo nos sepamos divertir.

—Que no es eso. —Veo algo—. ¡Mierda!

—¿Qué pasa?

Le señalo a dos chavales que acaban de entrar.

—Que yo creo que esos dos son alumnos de mi instituto. Vámonos de aquí. No quiero que me vean. Vámonos.

Germán quiere despedirse antes de Gabriel pero yo insisto.

—Ya mañana lo llamas y te despides. No seas tan bien queda.

—Nuestras bicicletas están en su coche. Es un momento.

Mientras Germán se va a buscar a Gabriel, yo trato de ocultarme entre las plantas. Veo cómo los chavales se desnudan allí delante para ponerse un bañador sin importarles que nadie los vea. Se tiran al agua. Germán llega con Gabriel.

—Así que la profesora se quiere ir.

—Te agradezco mucho la fiesta, pero es que ya son horas.

—No se hable más. Aunque os perdéis lo mejor...

Salimos del pazo y nos montamos en el cuatro por cuatro.

—Eso sí, como nos paren los de tráfico, la multa la pagáis vosotros. Es broma, a mí hace mucho que no me ponen una multa. Mi dinero me cuesta.

Le indicamos el camino a casa. Él habla y habla, presume de su casa, de sus fiestas, da codazos a mi marido buscando su complicidad. Nosotros nos limitamos a asentir. Y nos deja justo en la puerta. Nanuk ladra nervioso al vernos bajar del coche.

—Buenas noches, pareja. Y ya sabéis dónde estoy. Repetimos cuando queráis.

Entro en la casa, mientras Germán saca las bicicletas del maletero. Acaricio a Nanuk, veo cómo Gabriel charla con Germán y se despide de él con un cachete cariñoso y una palmada en el culo.

—¡Cuídala! Que no sabes bien lo que tienes, bribón.

Germán entra con las bicis.

—Yo no sé cómo te puede caer bien ese tío.

—¿Por?

—¿Por? —A mí se me ocurren mil motivos para odiarlo, pero me parecen todos tan obvios y me molesta tanto que Germán no se dé cuenta que prefiero callarme—. Nada... déjalo.

Me encierro en el baño. Necesito unos minutos para mí sola. Ordenar mi mente, respirar. Ha sido un día muy largo e intenso. Aprovecho para mirar desde el móvil mi perfil de Facebook, quiero saber si ya ha sido eliminado. Me meto nuevamente a través del perfil de Tere. Y compruebo con alivio que ya no está allí. ¿Habrá hecho efecto mi determinación con Roi? ¿Se habrá dado cuenta de que soy un hueso duro de roer? Mejor no canto victoria, porque puede que él no haya tenido nada que ver en todo el asunto y el perfil ha sido borrado porque yo lo solicité. Pero lo importante es que Germán no lo ha visto. Ahora debo borrar todo rastro en mi nube. Borrarlo todo. Las fotos, los documentos, todo. Todo mi pasado con tal de salvar el futuro. ¿Habrán hecho una copia de lo que había? ¿Podrán seguir jugando conmigo? Espero que no, espero que no hayan sido tan previsores. Yo, por lo pronto, tengo que eliminarlo para que nadie más pueda acceder.