CAPÍTULO 26

 

 

—¿De qué vas?

El entrenador del gimnasio entró enfurecido en el vestuario y agarró a Iago de la camiseta. Las cuatro personas que había en ese momento cambiándose se quedaron calladas contemplando la escena.

—¿Qué pasa? —protestó Iago.

—¿Qué pasa? ¡Te has podido matar y has podido matar a Fernando! ¿Cómo se te ocurre venir en ese estado a entrenar? ¡Estás colocado, tío! ¡No quiero a gente que se drogue en este gimnasio!

—Pues entonces vas a tener que echar a la mitad. —Iago señaló a uno de los chavales que estaba allí—. Porque ese le da a los porros, y a ese otro lo he visto desfasar de fiesta lo más grande.

Los señalados le hicieron un gesto de que se fuera a la mierda.

Roi salió en ese momento de la ducha. El entrenador se dirigió a él.

—¿Se puede saber qué le pasa a tu amigo?

Roi miró a ambos y se encogió de hombros. Lo único que le apetecía decirle es que ya no era su amigo. Y que no se iba a hacer responsable de todas las gilipolleces que hiciera. Que le había dado por hacer el gamba en las anillas, ¿y qué? ¿Que había saltado encima de Fernando, noqueándole en la cabeza? No era su problema.

—Aquí no vuelvas hasta que dejes de meterte mierda —le espetó el entrenador.

—He pagado todo el año y vendré si me sale de los cojones.

—Ni se te ocurra ponerme a prueba, chaval. Ni se te ocurra porque vas a salir perdiendo. A partir de mañana para entrar a mi clase te voy a hacer un test de drogas. Si da positivo, no entrenas. Y no hay más que hablar. —Se dirigió a Roi—: ¡Y a ti también!

—¿A mí? ¿Por qué? ¿Yo qué coño tengo que ver?

El entrenador ni le contestó y salió del gimnasio sin dar más explicaciones. Roi miró a Iago con rabia.

—¿Ya estás contento? ¿Pero se puede saber qué coño te pasa?

—Más charlitas no, marica.

Roi miró de reojo, incómodo, a la gente que estaba en el vestuario.

—¿Te quieres callar?

—Ah, que es un secreto.

—Vete a la mierda, tío. Así no vas a conseguir que vuelva a hablar contigo.

—¿Y qué estás haciendo ahora, hablar y hablar? A ver si es verdad y te callas.

Roi le dio la espalda, abrió la taquilla, sacó su bolsa de deporte y empezó a ponerse la ropa. Estaba enfurecido, y frustradísimo con la actitud del que había sido su mejor amigo.

—Yo no sé por qué coño te estás portando así. Y menos conmigo. No me lo merezco.

—Huy, pobrecito, que no se lo merece —dijo con un tono hiriente de burla.

—Vete a la mierda. Si te quieres hundir, húndete.

—¿Pero qué estupidez es esa de que me estoy hundiendo?

Roi se acercó a él y le habló casi entre susurros para que nadie los oyera. Aunque ya solo quedaba una persona, los demás se habían metido a las duchas, no tenían ganas de presenciar el enfrentamiento.

—¿Crees que no tengo ojos en la cara? ¿Crees que no sé por qué estás así de jodido?

—No tienes ni idea de lo que hablas.

—Claro que la tengo. Viruca.

—¡Cállate!

—Viruca.

—Que te calles, hostia.

—Viruca.

Iago lo empotró contra las taquillas.

—Vuelve a pronunciar su nombre en alto y te mato, chaval.

Iago tenía el puño en alto, dispuesto a arrearle un puñetazo y atravesarle la mejilla, el mentón y todos los putos huesos de la cara. Roi, a pesar de estar acorralado y vislumbrar que la situación era muy peligrosa, que estaba provocando a un animal herido, tuvo la valentía o la inconsciencia de sonreír.

—¿Ves? Lo tienes ahí dentro, te quema.

—A mí no me quema nada.

—Y en mí podías confiar. En mí podías. Pero decidiste comértelo tú solo. Y no sé si te das cuenta, pero cada día te afecta más. Hay algo ahí dentro que te reconcome. Y va a acabar contigo.

—¿Ahora eres sicólogo?

Roi no le contestó, pero se dio cuenta de que de alguna manera estaba haciendo mella en el chaval. Tal vez no debería rendirse tan pronto. Iago se estaba comportando como un verdadero imbécil, pero puede que lo que le carcomiera fuera tan gordo que no había forma de que lidiara con ello. Así que se apiadó.

—¿Sabes qué? Aunque seas un capullo, puedes contar conmigo.

—Que me dejes en paz.

—A lo mejor no me da la gana.