CAPÍTULO 29

 

 

Esa noche me abrazo a la espalda de Germán en la cama. No sé si ya está durmiendo. Imagino que sí, dada su gran capacidad para coger el sueño en segundos. Yo no puedo dormir. Mi cabeza va a mil por hora. Pero trato de serenarme. Quiero que el contacto de mi piel con su espalda me calme. Quiero aspirar su olor y que sirva de droga narcótica. La luna llena ilumina parte de la habitación. Es una de esas noches raras de invierno en las que apenas hay nubes y de ahí que la luna sirva de faro nocturno. Contemplo su espalda, sus lunares. Cojo el móvil y utilizo el brillo de la pantalla para recorrer con ese haz de luz cada centímetro de su piel.

—¿Qué ves? —pregunta. Siempre que uno de los dos coge el móvil en la cama y pone una canción o mira un vídeo el otro pregunta: ¿qué oyes?, ¿qué ves? Como si no nos quisiéramos perder nada de lo que el otro está disfrutando.

—¿Estás despierto?

—A medias.

—No veo nada. Bueno, sí. Los lunares de tu espalda. —Toco una zona donde se agrupan varios—. ¿Te acuerdas de cómo bautizamos a estos? ¿Lago de Bled?

El lago de Bled de Eslovenia. Con su diminuta isla en medio del agua. Unas enormes escalinatas para subir a su iglesia. Un paisaje que parecía salido de un sueño. Ese fue uno de los primeros viajes que hicimos juntos. Yo había visto unas fotos en internet y me quedé prendada del lugar. Quería conocerlo. Quería bañarme a orillas de ese lago de cuento y luego alquilar una barca que nos llevara hasta la iglesia de la isla. Recuerdo que al coger el avión yo estaba muy nerviosa, muchísimo. Temía que el lugar no fuera como en la foto. Y que mi viaje soñado acabara siendo una decepción. No lo fue. En una de esas noches durante el viaje, bauticé la constelación de lunares como lago de Bled. Cuando las cosas fueran mal, siempre nos quedaría el lago de Bled.

Germán se da la vuelta en la cama. Me observa divertido.

—¿Y este rapto romántico que te acaba de dar?

—¿No puedo?

—Claro que puedes. Pero se me hace raro. Si a ti te extirparon el gen del romanticismo en el útero materno. ¿O no? ¿Y cómo era aquello de que el romanticismo lo inventó El Corte Inglés para vender pulseras?

—No te rías de mí.

Germán se queda en silencio. Observándome. Me mira como lo hacía al principio de conocerme, con una mezcla de asombro, deseo, curiosidad y miedo. Miedo de que mañana me despierte y sea todo mentira, decía el muy cursi. Y yo me reía y le aseguraba que no tenía que soltar esas frases de bolero para volver a follar conmigo. Ahora noto que el miedo ha desaparecido de esa mirada. Me sabe segura. Como si la seguridad no fuera siempre un espejismo en el que nos acostumbramos a vivir.

—Te quiero mucho, Raquel. Y sabes que no tienes que vender el piso, ¿verdad? Yo te voy a querer igual, aunque no lo hagas.

—Calla. Y duérmete. Esa decisión ya está tomada.

Germán sonríe, mira la foto de su padre.

—Papá tiene que estar feliz allá arriba.

Sus palabras me sorprenden, incluso me estremecen. Allá arriba. Ni sabía que mi marido creía en una vida más allá de la muerte. Pero prefiero no sacar eso a colación.

—¿Sabes que la única vez que sentí que estaba orgulloso de mí fue cuando me casé contigo? Como si por fin tomara una buena decisión. Y hoy me diría lo mismo: «¿Ves? Elegiste bien».

Germán se vuelve a acurrucar en la cama y veo cómo se le cierran los ojos. Yo me doy la vuelta y noto su mano abrazando mi cuerpo y atrayéndolo hacia el suyo.

—Y sí, se llamaba lago de Bled —me dice—. Tendríamos que volver algún día.

Consigo dormir un rato. Pero enseguida me despierto. Miro la hora. Apenas han pasado unos minutos. Mis pensamientos vuelven a dispararse. Mi maldita realidad se vuelve a colar en la cama, en esta noche de luna. Y por más que me esfuerce esta vez no consigo serenarme.

¿Y si mañana no les pongo el examen? Podría quitarle el móvil a Germán. Llevármelo conmigo y así comprobar si llevan a cabo la amenaza, si al no ponerles el examen ellos mandan la foto. Hablo en plural, ellos, porque ya estoy convencida de que son los tres. Tienen que ser los tres. Iago, Nerea y Roi. Los tres mosqueteros, los tres malditos, las tres patas que sostienen ese banco del mal. Germán duerme a pierna suelta. Cojo su móvil. Me levanto y lo llevo al baño. ¿Y si lo hago desaparecer? ¿Y si lo tiro por el retrete y luego niego saber qué le ha podido ocurrir? A saber dónde lo has perdido, Germán, eres tan despistado, nunca sabes dónde tienes la cabeza. Tardará un par de días seguramente en conseguir uno nuevo. Son dos días que ganaría. Aunque es probable que Demetrio le dejara alguno antiguo. Solo tiene que hacer un duplicado de la tarjeta SIM y listo. Como mucho, conseguiría unas horas. No merece la pena tanto esfuerzo para tan poco. Incomunicar a mi marido no puede ser la solución. Si han conseguido su número de teléfono también pueden enterarse del de Demetrio. Y la idea de que sea mi cuñado el que vea las fotos en las que salgo desnuda con otro que no es su hermano tampoco me hace muy feliz. Vamos, me espeluzna.

Vuelvo a revisar el disco duro de Viruca. Me estoy obcecando en algo que no es. Por mucho que martillee ahí, no voy a conseguir sacar un clavo que puede que no exista. Tengo que pensar distinto. Tengo que averiguar todo lo que pueda de esos tres. Si ellos han conseguido herirme de muerte atacando de lleno en mi punto débil, yo podría hacer lo mismo con ellos. Usar sus armas. Acudo a los trabajos de Nerea y Roi, esos en los que Viruca les instaba a que contaran su vida, sus secretos, esos trabajos en los que le pedía que liberaran a sus demonios. Miro primero el de Nerea. Aunque ya lo leí hace unos días, pero quiero fijarme si hay algo que se me escapara, algo de donde pueda tirar. Pero solo cuenta generalidades, no se acaba de abrir, está claro que no piensa participar del juego que les ha propuesto. Sí menciona un par de anécdotas de su infancia. Su padre es escultor, uno con cierto renombre en la provincia. Nerea relata con cierta gracia cómo ha crecido jugando en el taller del artista, viendo a su padre desnudar a mujeres y hombres para plasmar esos cuerpos en sus obras. Con siete años contó en clase con mucha naturalidad que había pasado el fin de semana rodeada de cuerpos desnudos. Ante el escándalo que formó la profesora, pronto aprendió que era mejor no referirse a ciertas cosas, que siempre iba a haber un profesor, o un alumno dispuesto a prejuzgarla y censurarla a la primera de cambio. Así que ella se ha acostumbrado a guardar secretos desde niña, todo lo que tuviera que ver con su familia. O sobre lo que hiciera falta. Eso le ha llevado a creer además que pertenecían a un clase diferente de personas, a un grupo con una moral más abierta y elevada. «Crecí en libertad, pero he aprendido a disimularlo», termina diciendo.

¿Puedo extraer alguna conclusión de esto? Educada con valores más abiertos y tolerantes. O tal vez educada en la diferencia, haciéndola sentir superior al resto y a la vez a disimularlo. ¿De ahí surge un monstruo? No creo. O sí, pero no es más que pura especulación. Y desde luego, poco puedo utilizar de eso para sacar algún tipo de ventaja.

Roi, sin embargo, habla de una infancia difícil. Ha crecido en la carencia. En ese barrio que ya conozco, rodeado de pobreza, de miseria. No le gusta su vida, no presume de ella. Se le nota con ganas de salir de allí cuanto antes, pertenecer a otra clase social. ¿Cómo culparlo? ¿Y quién no en su caso? Quizás su amistad con Iago nazca también de ese deseo de sentirse igual a los afortunados. Algo que en cierta medida le pasa a Germán, aunque la suya no fue una infancia carente de nada, sí que siempre ha querido rodearse de gente como los Acebedo. Hasta el hecho de sentirse atraído por mí tuvo que ver algo con eso. Yo era la hija de una oncóloga de prestigio. Pertenecía a una supuesta élite coruñesa. O al menos eso se creyó él, porque recuerdo que al principio de salir me lo decía, que no iba a estar a la altura, pero que quería estarlo, que no iba a saber comportarse en determinados ambientes. Y creo que se decepcionó un poco al descubrir que nunca le iba a llevar por esos sitios. Pronto se dio cuenta de que yo había sido criada en un colegio de pago, uno de los pocos laicos pijos de la ciudad, pero que no me sentía ni muy a gusto ni muy orgullosa de pertenecer a esa clase. Tampoco mi madre me había hecho sentir especial por nuestros privilegios. Más bien lo contrario, me educó en la idea de que teníamos la fortuna de nuestro lado, pero que de poco servía si no iba acompañada de otro tipo de valores.

Leo todo lo que encuentro de Roi y Nerea. Pero no consigo ir mucho más allá de estas primeras impresiones. Una chica que se siente superior y un chaval que quiere pertenecer a otra clase social. Eso y nada lo mismo es.

Vuelvo a probar a meter los números del archivo que encontré en el ordenador de Viruca en su cuenta de gmail. Quiero que alguno de ellos me sirva de abracadabra que me franquee la puerta de la cueva de sus secretos. Pero sigo sin tener suerte. Pruebo combinaciones y nada. Claro que yo tengo de hacker lo que Lisbeth Salander de simpática.

Lo intento con más ahínco que otras veces, sabiendo lo mucho que me juego. El resultado es el mismo. Ninguno.

Miro el reloj, las siete de la mañana. Pronto amanecerá y pronto tendré que enfrentarme a ese momento en el que he de decidir si sigo adelante con la idea del examen o no. Noto mi garganta irritada. Creo que tengo fiebre. Sería maravilloso enfermar. Pedir la baja unos días. Olvidarme de todo. Pero es probable que no consiguiera posponer nada. Que ellos lo tomaran como una claudicación absoluta. ¿Y si pido la baja definitiva? ¿Y si me rindo? ¿Aceptarán mi derrota y dejarán de molestarme? Pero dudo que se conformen con eso. Está claro que quieren verme caer y una dimisión no sería suficiente para ellos. Seguro que no.

Decido volver a casa de Viruca. Estoy desesperada, sí. ¿Y qué? Algo tengo que intentar. De pronto la idea de transferir todo su ordenador en el mío me parece lo mejor que puedo hacer. Si no he encontrado nada en las carpetas que he grabado, puede que haya algo en todo lo que dejé sin consultar. Seguro. Tiene que haberlo. En algún rincón, en algún recoveco. Y si luego no soy capaz de hallar nada por mí misma, pediré ayuda. En A Coruña tengo a un amigo al que puedo preguntar. Si no es capaz de encontrar nada, sin duda es que no existe ninguna cosa de interés.

Debería contarle a Mauro que me voy a pasar por la casa de su ex, pero prefiero callármelo. Ya se lo diré si saco algo en claro. No es que no me fíe de él, pero ahora mismo, con toda la información que me ha dado Isa, prefiero andarme con pies de plomo. Y tampoco quiero contarle que he cedido al chantaje. Me da vergüenza. Mucha.

Cuando salgo de casa, oigo sonido de disparos en el monte. Suenan como fuegos artificiales, y tal vez por eso Nanuk aúlla asustado e inquieto. Odia ese tipo de ruidos.

—No pasa nada, Nanuk.

Deben de estar de batida, a por los jabalíes. Ya nos contó don Froilán que unos cuantos del pueblo se estaban juntando para darles caza, hartos de que les destrozaran las cosechas. Es la segunda vez en esta semana que escuchamos tiros y Nanuk no consigue acostumbrarse. A mí me pasa lo mismo. Prefiero el ruido de las gaviotas.

 

 

Entro en el portal de Viruca. Son las ocho y media de la mañana. Me cruzo con una adolescente. Me suena. Se me queda mirando.

—¿Perdona? Tu eres profe del instituto, ¿no? Del Rosalía.

—Sí —le digo—. ¿Eres alumna mía?

—No, no, pero te he visto. Eres la nueva, la de lengua, ¿no? ¿No me digas que te has mudado aquí? Porque te vi el otro día en el ascensor. ¿Te has mudado?

—Ah... estoy... pensándomelo.

—¿Al piso de Viruca Ferreiro?

—Eh... ¿vivía aquí?

—En el tercero B. Yo vivo en el C.

—Ah, pues no me dijeron nada en la agencia.

—Creía que aún no se habían llevado sus cosas. Los padres estuvieron ayer por aquí.

Trago saliva. Los padres vienen al piso de su hija. Claro, ¿por qué no iban a hacerlo? ¿Y si les da por venir esta mañana? ¿Cómo iba a justificar mi presencia? La adolescente me sigue mirando esperando una respuesta. Le tengo que hacer creer que ese piso está puesto en alquiler.

—Ah... Pues el piso está... vacío. —Vale, no he sonado muy convincente.

—¿Te lo vas a quedar? Espero que no te influya lo que te acabo de decir. —La chica no sabe muy bien cómo decir lo que sigue—. Que no te dé mal rollo, que no se mató aquí dentro.

—Vale. Gracias. —Intento una sonrisa agradecida—. No te preocupes.

La chica se va. Yo entro al portal, pero antes de cerrar la puerta, me doy la vuelta para mirarla. Ella ha hecho lo mismo. Nuestras miradas se cruzan. Creo que no se ha creído nada de lo que le he dicho. Tal vez debería irme de aquí, aunque el mal ya está hecho. Mejor vuelco todo el ordenador, me voy enseguida y le devuelvo la llave a Mauro, para no volver a tener la tentación de regresar por aquí.

Me subo al ascensor. El espejo refleja mi cara demacrada. Mis ojeras de no dormir, mi rostro de preocupación. Una imagen parecida le debía devolver ese espejo a Viruca en los últimos días. La imagen de la desesperación, de la caída. Borro ese pensamiento de mi mente. Es demasiado angustioso y macabro. Tú no eres ella.

Entro en la casa de Viruca y voy directamente al ordenador. Sé cómo transferir toda la información porque lo tuve que hacer una vez de mi antiguo Mac al nuevo. Solo necesito un cable Eterneth conectado de uno a otro. Lo hago y me dice que la operación tardará hora y media. Miro el reloj. Llegaré a tiempo para el examen.

No me queda otra que esperar.

Tengo hora y media para volver a revolver en sus armarios. Para ser más exhaustiva, esta vez. Aunque creo que no tengo dotes de detective. La búsqueda resulta igual de infructuosa. Es verdad que la sensación es distinta. Creo que se me está pasando algo por alto. Algo que está delante de mis ojos y no acabo de verle. Reviso los bolsillos de todos sus pantalones, de sus chaquetas y camisas. Nada. Vuelvo a mirar en la bolsa de deporte. Toalla, zapatillas, llave pequeña de candado de taquilla... ¿Será una de esas taquillas que se alquilan al mes? ¿Guardaría algo ahí? De ser así lo más probable es que hubiera dejado la bolsa de deporte en ese sitio, ¿no? Aunque tal vez debería echarle un vistazo... Para eso tengo que averiguar cuál es su gimnasio. ¿Dónde vi una foto? Ah, sí, en la cámara digital.

La busco, la enciendo y consigo averiguar el nombre del gimnasio. Bueno, solo se ven las últimas letras, pero será suficiente. EIRA

Salgo de la casa tres horas después. Con todo su ordenador instalado en el mío. Y tengo la sensación de haber cruzado una línea que nunca debí traspasar. Además, ahora hay un testigo, la alumna del instituto. Espero que se olvide de haberme visto por aquí. Si me la encuentro por los pasillos, le diré que al final no me decidí por el piso. Miro la hora, tengo que apurarme si quiero llegar puntual a mi clase. No quiero que en ningún momento piensen que me he rajado, que no voy a acudir a poner el examen. No quiero ni darles cinco minutos de margen para que puedan enviarle a Germán las fotos.

Salgo del portal. Vuelvo a mirar la hora, con la vana esperanza de que el tiempo se haya parado. Solo tengo diez minutos para llegar al instituto. Empiezo a caminar a buen paso, y cuando me doy cuenta de que así no voy a llegar, echo a correr. Corro por las calles de Novariz. Noto a los pocos peatones que hay a estas horas mirándome. ¿A qué vienen las prisas en este pueblo que no madruga? ¿Dónde es el fuego?

Llego al instituto sudando, sin aliento. Con el corazón a mil por hora. Trato de respirar con calma, exhalando e inhalando despacio para tratar de bajar las pulsaciones. Saludo a un par de profesores que me miran desconcertados. El de gimnasia se me acerca.

—¿Todo bien?

—Sí, que no llegaba.

—Tampoco tienes ahora una operación a corazón abierto. Si llegas cinco minutos tarde, que esperen. No será que no esperamos veces por ellos.

—Y que no estoy en forma.

—Cuando quieras te pongo yo a tono.

Sonrío. ¿Ha sido una insinuación? ¿Me acaba de tirar los trastos ese... ser en chándal?

Subo las escaleras recuperando poco a poco el aliento. Tengo la espalda empapada. Me huelo con disimulo los sobacos. Dios, espero tener desodorante en el bolso. Rebusco y encuentro una barra de roll on. Procuro llevarlo siempre, soy de sudor fácil. Me encierro en el baño de profesores y embadurno bien mis axilas con el desodorante. Ya que estoy en el baño, me doy un agua en la cara y me peino con los dedos. Ya estoy. Lista para entrar en clase. Para consumar mi traición. Me siento como yendo al paredón de fusilamiento. O a delatar a un compañero para evitar una tortura. Soy una vergüenza de persona. Una escoria, una paria. Lo peor. Y eso no se arregla con un poco de desodorante.

—No vamos a hacer el examen.

Roi acaba de ponerse de pie y de gritarlo bien fuerte. No vamos a hacer el examen. Lo dice mientras yo estoy repartiendo las hojas con las preguntas.

—Es completamente injusto y no lo vamos a hacer.

Lo miro desconcertada. No entiendo qué pretende. ¿Primero me obliga a que ponga un examen y ahora quiere impedirlo?

—¿Eres el delegado de la clase? —pregunto, tratando de no perder la calma.

—No. Pero no hace falta, lo he hablado con unos cuantos y no vamos a hacerlo.

—Lo siento, pero eso es algo que no decides tú.

Roi rompe por la mitad la hoja que le he dado. Y varios alumnos le imitan. Entre ellos Nerea. Iago ni se inmuta.

—Ven conmigo —le ordeno—. Ven conmigo.

El chico tarda un segundo en reaccionar, pero me acaba obedeciendo.

—Ahora venimos —les digo a los alumnos—. Aprovechad para echarle un vistazo a las preguntas si queréis.

Salgo al pasillo y Roi me sigue. Bajo las escaleras. Él se queda mirándome desde arriba.

—¿Adónde vamos?

—Adonde nadie nos escuche.

Roi decide bajar y yo le llevo a través de los pasillos laberínticos, hasta entrar en el claustro, al resguardo de un árbol, al lado de la fuente que huele a azufre.

—¿No había otro sitio? —pregunta—. Aquí huele fatal.

—¿Se puede saber qué pretendes? ¿Me obligas a poner un examen y ahora no quieres hacerlo? ¿Tratas de volverme loca?

—Yo no te he obligado a poner este examen.

—¿Cómo que no? ¡Me chantajeaste con las fotos!

—¿Con qué fotos?

—Ya está bien, ¿no te parece?

—Es que no sé de qué me estás hablando. Una vez más.

—¿Ah sí? ¿Y si no has sido tú entonces por qué me dijiste que no debería negociar con terroristas?

—Porque eso es lo que le pasó a Viruca.

—¿Qué?

—Estaba claro que no querías poner el examen, que alguien te estaba obligando. Lo mismo le pasó a Viruca. ¿No intuyes ya cómo va esto? Alguien te obliga a hacer algo, al principio una tontería, como un examen, si no lo haces, te da donde más duele —trata de adivinar—, ¿tu matrimonio? —Yo callo. Y mi silencio me delata—. Tu matrimonio, sí. Así que, con gran dolor de corazón, claudicas. Solo es un examen, ¿no? Puedes justificarlo, ante ti misma y ante otros. Pero luego te pedirán otra cosa, más jodida, o más vergonzosa, y ahí te surgirán muchas dudas. Pero también te ves obligada a ceder. Te empezarás a sentir muy mal, empezarás a odiarte. Y así, poco a poco, empezará tu caída. Y es inevitable. Porque te das cuenta de que harás lo que sea por salvar tu matrimonio. Pero el precio es muy alto, porque te acabas de convertir en la rehén de tu extorsionador. Y en lo que más odias, en alguien que está siendo manipulado, en alguien a quien tú detestarías, porque te estás transformando en la peor versión de ti misma, en una cobarde, en una vendida, y sobre todo en una mala profesora. La peor. Y no lo soportarás, te culparás por haber cedido, por haberte dejado arrastrar, y si en algún momento te da por rectificar, ya será tarde. Tus acciones ya no tienen justificación, nadie te iba a perdonar si ahora quisieras dar marcha atrás. Porque lo que te han obligado a hacer no solo está mal, seguramente también es ilegal. Así que ni la jefa de estudios, ni el director, ni tus compañeros, ni los alumnos te perdonarán. Ni tu marido, porque, por supuesto, él al final se acabará enterando. Y eso será la puntilla. Te sentirás atrapada, hundida, sola, y tal vez, la única salida que veas sea acabar con todo. Desaparecer. Unas pastillas, unos cortes en las muñecas, ¿ahorcarte? ¿ahogarte?... —Silencio. No sé ni qué decir ante el futuro macabro que acaba de predecir el chaval—. Eso es lo que le pasó a Viruca. Y por eso la encontraron flotando en el embalse.

—¿Pero qué clase de enfermos sois? ¿Y a ver... qué me impide ir ahora mismo a la jefatura de estudios y contarles lo que me has contado? ¿Eh? O a la Guardia Civil, mejor.

—No sé, ¿qué te lo impide?

Vuelvo a callar. Roi sonríe.

—Vaya, te tienen bien pillada, ¿eh? ¿Qué hay en esas fotos? ¿Tú matando niños o follándotelos? ¿Tú en una orgía? ¿Con quién te lo estás montando? ¿Con su hermano? ¿Con su padre? ¿Qué puede ser tan grave para que te tengan así?

—¿Me vas a decir que tú no estás detrás? ¿Que tú no tienes nada que ver?

—Yo no estoy detrás. Yo no tengo nada que ver.

—Lo siento, pero no me lo creo.

—¿Entonces por qué he roto el examen? ¿No ves que te estoy dando una salida? Tú has cedido, le has demostrado a tu extorsionador que estabas dispuesta a hacerlo, pero algo, por encima de ti, algo que no has podido controlar ha impedido que lo llevaras a cabo. Consigues salir de esta sin jugarte nada. Deberías darme las gracias.

Niego. No, no y no. No me lo creo. No puedo aceptar que me esté echando una mano. Está jugando conmigo. Tiene demasiada información como para estar al margen. Esto es parte de su jueguecito macabro. Quiere que ahora confíe en él, para luego darme otra estocada. Seguro.

—¿Y si tú no has sido, quién? ¿Por qué sabes todo esto?

—Porque yo tuve algo que ver en lo de Viruca. Muy al principio. Luego ya no.

—¿Quién está detrás? ¿Nerea? ¿Iago? Ayúdame.

Niega.

—Ya he hecho más de lo que debería. Si doy un paso más, se acabará volviendo en mi contra. No puedo. Ya he ido demasiado lejos.

Roi se aleja. Y me quedo allí, sin saber muy bien cómo seguir. Isa aparece por el pasillo.

—¿Todo bien?

—Sí, ¿por qué?

—Porque parece que hayas visto a un muerto. Estás pálida.

—Ah, no, es que no he desayunado...

—Pues cómete un cruasán. O dos. Hazme el favor.

Asiento. Le digo que tengo prisa, que me esperan en clase.

Cuando entro al aula, Roi ya está en su sitio.

—¿Vas a seguir con el examen? —pregunta un alumno. Creo que se llama Alberto—. Porque no es por nada, pero nos ha dado tiempo a mirar todas las preguntas.

—¿Y?

—Pues que vamos a aprobar sin problemas.

Se me ocurre una idea. ¿Por qué no se me ocurrió antes? Es algo un tanto desesperado pero puede funcionar.

—Pues mejor, ¿no? Mejor que aprobéis sin problemas. Vamos a seguir con el examen. Pero dadme vuestros móviles.

Los alumnos protestan de forma airada. «De eso nada»; «¿Por qué?»; «¿A qué viene todo esto?».

—En mis exámenes nadie se queda con el móvil.

—¡Pero que ya hemos visto las preguntas! ¡Ya no necesitamos copiar, que hemos mirado las respuestas!

—Pues mejor me lo ponéis. Vuestros móviles, por favor.

Abro mi bolso y voy pasando por todas las mesas. A pesar de las protestas, consigo que uno a uno me vayan entregando los móviles. Cuando llego al lado de Nerea, esta se hace la remolona, pero acaba dándomelo. Lo mismo pasa con Iago.

—Seguro que esto es anticonstitucional o algo —me dice.

—Denúnciame, entonces.

Iago accede y me lo da. Cuando acabo de requisar todos los móviles les digo que tienen cuarenta minutos para hacer el examen. Que no hagan mucho alboroto. Me dispongo a salir.

—¿Pero adónde te vas, profe?

—Me fío de vosotros. En un rato vuelvo.

Salgo de la clase ante el estupor general. Ya no sé ni qué pensarán de mí. Los obligo a hacer un examen del cual después me desentiendo por completo. Pero no puedo desaprovechar esta oportunidad de echarle un vistazo a todos los móviles. Tal vez encuentre lo que busco entre los archivos de Iago o Nerea. O Roi. Aunque me los han dado sin protestar demasiado, esa no puede ser muy buena señal.

Me meto en el baño de profesores y me encierro en uno de los cubículos. Saco todos los móviles y los pongo en el suelo. Busco el de Iago y el de Nerea. He tratado de memorizar cuáles eran. Uno tenía una protección azul y el otro, una plateada. Pero hay varios modelos con esas mismas carcasas así que no sé muy bien por cuál empezar. Me decido por el primero que pillo.

Mierda. Tiene contraseña. No puedo acceder. Lo mismo pasa con los siguientes que voy mirando. Por fin encuentro uno que no. Voy directamente a las fotos. Se trata del de Nerea. Lo sé porque hay muchos selfies de la chica. Pero ni rastro de mis fotos comprometidas. Voy a su historial de WhatsApp. Desde aquí no se ha enviado ningún mensaje a mi móvil. Y si lo ha hecho, ha tenido la precaución de borrarlo.

Sigo mirando móviles, con la misma poca fortuna. Casi todos están bloqueados por una contraseña o huella dactilar. No puedo entrar. Mientras voy probando cada uno de ellos, los voy dejando en el suelo. Para no confundirme y no repetir el trabajo. Consigo entrar en otro, pero tampoco hay nada delator. De pronto suenan unos golpes en la puerta.

—Raquel, ¿estás ahí?

Me quedo estática. Muda. Es la voz de Marga, la jefa de estudios.

—Raquel, ¿estás bien?

Mierda.

—Eh, sí, sí... ya salgo.

—¿Te ocurre algo? Tienes a los de tu clase alborotados.

Meto lo más rápido que puedo los móviles en mi bolso, tratando de no hacer ruido, aunque uno se me cae el suelo con las prisas.

—Raquel...

—Ya salgo, ya salgo.

Abro por fin la puerta. Y me encuentro con Marga, que me mira con preocupación.

—¿Estás enferma? Tienes una cara horrible.

—Eso mismo me ha dicho Isa. No he desayunado... y me he mareado un poco.

—Ah... ¿Y dejas a los alumnos solos en medio de un examen? Podías haber avisado a cualquier profesor que estuviera libre para que te echara un vistazo.

—Si tampoco es un examen... es más... un... control...

Me observa sin saber muy bien qué pensar. Ve mi bolso abultado.

—Les he requisado los móviles —me justifico.

—¿Y se han dejado?

—Sí.

—O sea que les quitas los móviles y te vas.

—Me he mareado... solo ha sido un momento.

—Llevaban diez minutos por lo menos haciendo jaleo...

—¿Tanto?

—¿De verdad que estás bien?

—Sí, sí... ya voy a clase. Ya voy. Gracias por preocuparte.

Y salgo del baño sin mirar atrás, alejándome de este interrogatorio incómodo que me ha hecho quedar como una cretina.

—Raquel...

Marga es incansable. No me queda más remedio que darme la vuelta y aguantar con estoicismo lo que me tenga que decir.

—¿No estarás embarazada?

—¿Yo? Qué va. Ojalá.

—¿Estáis yendo a por el niño?

—No, ¿por?

—Ah, no, como has dicho que ojalá.

—Ah, ya... no, no —improviso sobre la marcha—, buscándolo no, pero si pasa, pues bienvenido sea. —Sonrío con torpeza. Parezco la protagonista de una peli de enredos. Qué manera más absurda de meterme en charcos—. Me voy a clase...

—Vete, vete.

Entro en clase. Es verdad que está el gallinero alborotado. Les echo la bronca y les suelto el típico discurso de que esperaba que se pudiera confiar en ellos. Que se han ganado que nunca los vuelva a dejar solos haciendo un examen. Les pido que me pasen las hojas y que cada uno recoja su móvil. Se abalanzan todos hacia mi mesa y yo les exijo que lo hagan de manera ordenada. Me hacen caso a duras penas. Hay un poco de lío con los móviles. Algunos dudan de cuál será el suyo. Protestan. Si no se los hubiera requisado... Entre todo el jaleo hay algo que me llama la atención. Me quedo fijamente mirando las zapatillas de Iago. ¿Qué tienen de especial? Entonces caigo. Son como las de Viruca, como las de mi marido, la misma marca y el mismo modelo que usan los que practican crossfit. ¿Habrían coincidido él y Viruca en el mismo gimnasio? Ese que aún no he ido a visitar y en el que todavía no he comprobado si la llave abrirá alguna taquilla. Sé que es agarrarse a un clavo ardiendo. Pero no tengo nada que perder.

 

 

Esa misma tarde averiguo el gimnasio al que iba Viruca. Gimnasio Moreira se llama. Y sí, dan clases de crossfit. Así que me presento sobre las siete de la tarde. Me hago pasar por una posible clienta y les pido que me enseñen las instalaciones. Lo hacen. Y cuando llego al vestuario, veo las taquillas y les pregunto si hay algunas que se alquilen por meses. Me señala la parte de arriba de dos armarios.

—¿Estarías interesada? Creo que hay un par libres.

—Puede.

Pongo de pretexto que tengo que ir al servicio para que me dejen un momento a solas. Y tan pronto la chica que me las estaba enseñando sale, yo trato de probar suerte en las taquillas de alquiler. A la tercera consigo abrir una taquilla. Es la de Viruca. Hay una sudadera. La cojo. Miro en los bolsillos. Y veo que hay algo. Es un móvil. Miro hacia todos lados, procurando que no me vea nadie. Y lo guardo en mi bolsillo. Vuelvo a dejar la sudadera en la taquilla. Y la cierro.

Al salir del vestuario me acerco a la chica que me atendió y le pregunto como de manera casual si hay buen rollo en los grupos de crossfit, si tienen alguna página web, o de Facebook. Ella me dice que sí, me apunta la dirección. Yo quiero ver las fotos que cuelgan. Y también le pregunto a la recepcionista si hay algún listado de la gente que está apuntada a los grupos.

—Sí, ¿por qué?

—Es que soy profesora del instituto y sé que algunos alumnos vienen a hacer aquí deporte y, la verdad, no me gustaría coincidir en los mismos grupos. Puede ser un poco incómodo. ¿Te importa si le echo un vistazo?

—No sé...

—Es que si no lo compruebo no voy a tener fuerzas para venir. Y es justo la excusa que necesito para no acabar de animarme.

—Bueno, venga... pero no lo comentes por ahí. De todas maneras ya te digo que a veces la gente cambia de grupos, que no están cerrados del todo.

—Pero al menos me hago una idea.

Abre un fichero en el ordenador y me deja echar un vistazo. Veo el nombre de Iago y también el de Roi, pero no veo el de la profesora.

Le doy las gracias a la chica y me dispongo a irme.

—¿Entonces te apuntas?

—Seguro. La semana que viene me paso.

 

 

Llego a casa. Me encierro en el baño para que Germán no me vea. Aunque en ese momento no está, pero por si acaso llega. Cojo el móvil de Viruca. Que no tenga contraseña, que no tenga contraseña. Pero lo que no tiene es batería. Y no es compatible con las mías. Vaya. Miro la hora. No voy a encontrar ninguna tienda abierta. Mañana a primera hora iré a comprar un cargador.

Estoy convencida de que no es el móvil que usaba a diario, que ese seguro lo llevaba con ella cuando se mató. Este era su segundo móvil, el que ocultaba a todo el mundo. Este era el móvil que usaba para las cosas prohibidas. Para las infidelidades. Seguro. Lo sé porque yo también tuve uno.

Si mañana después de cargarlo consigo acceder a él, voy a estar mucho más cerca de averiguar la verdad.

Decido meterme en la página de Facebook que me dio la chica del gimnasio. La reviso de arriba abajo. Veo un par de fotos en las que está Iago y también Roi. Pero ni rastro de Viruca. Me meto en los perfiles de la gente de los distintos grupos. Reviso sus fotos. Hasta que, en el perfil de una chica, me encuentro con algo.

—¡Bingo!

Es una foto de una cena. En ella se ve a Viruca, entre otra mucha gente, al lado de Iago. Este le pasa el brazo por encima del hombro y la mira. Sonriente. Y no parecen alumno y profesora.

¿Qué me apuesto a que el número de teléfono de Iago aparece en el segundo móvil de Viruca?