A las nueve y media de la mañana estoy plantada delante de una tienda de consumibles y de móviles. Aún está cerrada. Compruebo el horario que tienen pegado en la puerta y decido esperar. Llevo el móvil de Viruca en mi bolsillo. Ardo en deseos de saber qué voy a encontrar.
Veo llegar a un hombre de unos cuarenta y tantos años. Abre la tienda. Espero a que encienda las luces. No sé por qué no quiero parecer ansiosa. Como si al señor le importara o no mi ansiedad. Cuando por fin lo veo meterse detrás del mostrador entro en la tienda.
—Buenos días, ¿tendrá un cargador para este móvil?
—Es un android, ¿verdad?
Asiento sin estar muy segura. Busca entre varios adaptadores y cargadores y elige uno.
—Mira a ver si va.
Lo cojo, pruebo a conectarlo en la ranura del móvil y sí, encaja.
—Me lo llevo. ¿Cuánto es?
Pago y cuando voy a salir se me ocurre algo.
—¿Y tendría este mismo pero para cargarlo en el coche?
Salgo de la tienda emocionada. Con el cargador para el coche no necesitaré ni cargarlo en la sala de profesores a la vista de todos, ni esperar a llegar a casa al mediodía. Tengo un par de horas antes de la primera clase. Puedo dar una vuelta en el coche, que siempre me despeja y me ayuda a pensar, mientras cargo la batería.
Cojo dirección a Coruña. No es que tenga ningún interés en ir allí. Al menos no ahora mismo que tengo clases. Pero lo hago casi de manera automática. Pongo el móvil a cargar.
Cada cinco minutos compruebo el estado de la batería. Y cuando por fin llega al veinte por ciento de la carga decido no esperar más y echarle un vistazo. La frustración es inmediata. El móvil tiene contraseña. No puedo acceder al contenido. Mierda. ¿Qué hago? ¿Qué hago?
Cojo mi móvil. Busco en la agenda y marco.
—Darío, Soy Raquel. Raquel Valero.
—¡Raquel! ¡Cuánto tiempo!, ¿qué te cuentas, figura?, ¿sigues tan pibonérrima como siempre?
—No seas tonto. Oye, ¿te pillo muy liado?
—¿Para ti? Nunca, chorba, dime.
—Tengo que pedirte un favor enorme. Y la verdad es que no puedo contestarte a muchas preguntas. Vamos que me lo tienes que hacer sin que me preguntes nada.
—Coño, esto se pone interesante.
—¿Tú sabrías desbloquear un móvil del que no tengo la contraseña?
—En cero coma. ¿Qué me das a cambio?
—¿Qué quieres?
—Doscientos euros. O una foto de tus bufas.
—¿De mis tetas? ¿En serio?
—Que no, coño. Pero mira que no iba a fardar con la foto en bufas de la antigua profe de mi hermana. ¿Cuándo me lo traes?
—Pues lo que tarde en llegar. Un par de horas.
—Carallo, si que estás lejos. ¿Dónde andas?
—En el infierno, más o menos.
Me despido de él. Decido llamar al colegio para decir que hoy no puedo ir. Que me ha surgido un problema. Al fin y al cabo, solo tengo una hora de clase. No creo que monten mucho drama. Pongo voz de acatarrada y me invento la excusa más antigua del mundo, y la que han utilizado todos los alumnos desde tiempos inmemoriales.
—Tengo un trancazo del quince. No quiero contagiar a nadie, Marga.
—No te preocupes, mujer. Tú cuídate y ponte buena. Nos vemos el lunes. Eso sí, procura no faltar muchas veces en viernes, que es un canteo.
—De verdad que estoy fatal.
—Si te creo. No sufras. Y estos van a estar encantados de tener hora libre y salir antes. Un beso.
Después de esa llamada, decido avisar a Germán.
—Germán, ¿te he despertado?
—Qué va, si me he levantado al ratito de irte tú. Dime.
—Me voy a Coruña. Me han llamado los de la agencia. Hay unos que quieren ver el piso hoy sin falta. Bueno, ya lo han visto, y ahora quieren discutir los detalles conmigo.
—¿Qué me dices? ¿Tan pronto? ¿Y están dispuestos a pagar lo que pedías?
—Eso es lo que voy a tratar de negociar.
—Vale, tú por ahora no bajes mucho el precio, que para bajar siempre habrá tiempo. ¿Cuándo vuelves?
—¿Te importa si me quedo hasta el domingo? Así acabo de empaquetar las cosas de mi madre. Súbete si quieres.
—Bueno, no sé si podré acercarme. Pero te aviso, ¿vale?
—Genial. Un beso.
Cuelgo, sintiéndome fatal. Le estoy pillando el tranquillo a esto de mentir a mi marido. Lo hago con una naturalidad pasmosa. Debería preocuparme. El domingo me tendré que inventar que no hubo manera de llegar a un acuerdo con los posibles compradores. Que querían demasiada rebaja.
Darío me recibe en su cuchitril. Va en bata y pijama. Me abraza al verme.
—¡Raquel!
—¿Y sabiendo que venía no te podías haber vestido un poco?
—¿Por qué? Este es mi uniforme de trabajo.
—¿Mucho curro?
—A dolor. Pero mientras apoquinen, todo guay.
Darío tiene un marcado acento coruñés. Una mezcla entre macarra y pijo. Lleno de giros coloquiales propios de aquí. El koruño, lo llaman. Yo creo que hasta lo exagera. Porque a veces incluso a mí me cuesta entenderlo. A Darío lo conocí porque era el tutor legal de su hermana, a la que di clases unos meses. Tuvimos un problema con ella y él se presentó de inmediato. Y desde el primer momento sentí cierta fascinación por el personaje. Inteligente, provocativo, muy pieza, y adoraba a su hermana. La cuidaba como pocos. Ella siempre presumía de hermano, un crack de los ordenadores. Y tenía razón. Pronto acabamos acudiendo a él todo el instituto para que nos solucionara nuestros problemas informáticos. Se hizo imprescindible.
Darío se retira el pelo grasiento de su cara. Se está quedando calvo a los veintisiete y lo disimula con una melena un tanto absurda que le cubre media frente, pero apenas le tapa la calvicie.
—Y tienes una mancha en la camiseta —le digo.
—Buah, neno, lleva ahí siglos, no se va con nada. ¿Conoces algún truco? Probé con todo y no.
—¿Comprarte otra?
—Es que con esta me estrené. Te coscas, ¿no? ¿Te imaginas al Armstrong deshaciéndose de su traje de astronauta? Lo mío sí que fue un gran paso para el hombre.
Sonrío ante su razonamiento incuestionable. Saco el teléfono y se lo doy.
—¿Cuánto tardarás?
—Quieres desbloqueo de móvil y supongo que también de tarjeta SIM, ¿no?
—Estaría bien.
—Lo conecto al ordenador y en dos minutos está desbloqueado. Con la tarjeta voy a tardar un poco más de tiempo. Que es una liada del mil. Pero tranqui, que yo puedo. Me monto un puente y en menos de una hora la tienes. ¿Quieres jalar algo? No sé qué habrá en el frigo.
—No, gracias. Que seguro que pillo salmonela o algo.
—No me vaciles. Ponte cómoda. Como en tu kel.
Señala un sofá lleno de ropa, cómics y cachivaches. Hay un par de réplicas de naves de lego de La guerra de las galaxias. Y un helicóptero teledirigido. También un dron.
Hago sitio y trato de sentarme sin descolocar demasiado el caos. Darío se mete en la habitación, conecta el móvil al ordenador y se pone a trabajar.
—¿Y qué me voy a encontrar aquí dentro?
—No estoy muy segura.
—¿De verdad no me vas a contar la movida que hay detrás?
—No sabría por dónde empezar.
Hojeo alguno de los cómics. No conozco ni uno. Ni me suenan esos superhéroes. Ha cambiado mucho el mundo del cómic desde que abrí uno por última vez. Aprovecho para llamar a Tere y decirle que he venido de visita sorpresa a Coruña y que me quedo el finde. Ella se alegra de una manera desorbitada, como si hiciera siglos que no nos vemos.
—Dime que no tienes ya comprador para el piso.
—No, tranquila.
—Mejor. ¿Cenamos? Han abierto un sitio alucinante. ¿Traes dinero?
Quince minutos más tarde, Darío se levanta y me pasa el móvil.
—Menuda elementa la chorba esta, ¿eh? Buah, neno...
—¿Perdona?
—La dueña del móvil. No será tuyo, ¿no? Porque menuda liada.
—No...
—¡Mima! Con las fotos del WhatsApp no pierde el tiempo la tía.
—¿Has fisgoneado?
—Ya que no me contabas la historia. Y quería coscarme. La pava está riquérrima. Menuda perita, chaval. Buah...
Con el móvil en mis manos, busco la aplicación del WhatsApp y la abro. Hay varios números, cuatro, aunque ninguno está registrado con nombres. Mierda. Viruca hasta es discreta y cuidadosa con ese teléfono móvil. Aunque supongo que es lógico. Ojalá yo tuviera memoria fotográfica, porque podría recordar si he visto alguno de esos números en algún sitio. Tal vez en las listas de alumnos. Pero no tengo esa capacidad, más bien la contraria, bastante me cuesta recordar mi número de DNI, y el único teléfono que llegué a memorizar fue el antiguo que teníamos en casa de mi madre. Luego ya con las agendas de los móviles, jamás hice el esfuerzo para retener alguno. Ni el de Germán, total, si en la agenda lo tenía.
Vaya, ya entiendo por qué Darío la ha llamado guarra. Estoy mirando una de las fotos del WhatsApp. Es una foto bastante explícita. De las partes genitales de un chico. Un primer plano que no deja lugar a dudas ni del tamaño ni del grado de excitación. El vello púbico está prácticamente rasurado. Es un cuerpo delgado y joven. Sin duda. Voy a los mensajes.
«Así es kmo me tienes. Te echo de menos. kdamos?».
Y la respuesta de Viruca: «Eres un enfermo».
Y por respuesta otra foto. Igual de explícita, solo que algo más amplia. Ahora se ve también el ombligo y parte de las piernas.
«Enfermo por ti».
Viruca: «No me escribas más».
Él: «K hiciste con aquello que te di?».
Cierro el móvil. Ya habrá tiempo de observar todo esto con calma. En casa de mi madre. En mi casa.
—¿Cuánto te debo?
—Tía, no ofendas. Esto corre de mi cuenta.
—Muchas gracias, Darío. ¿Qué tal le va a tu hermana?
—Como siempre, una flipada de la vida. Con sus cosas, ya sabes. Dice que lo peta en la carrera, pero buah... yo me creo la mitad, que con la Bea siempre es lo mejor. ¿De verdad no me vas a contar de qué va el asunto?
Le doy un par de besos como toda respuesta y me voy de allí. Quiero llegar cuanto antes al piso de mi madre. Tengo que analizar con detalle todo lo que hay en este móvil. Todo.
¿Quién es el de la foto? ¿Roi? ¿Iago? ¿Un adulto? Pero no parece el cuerpo de un adulto. Es claramente un chico joven, atlético, pero joven. ¿Mantuvo una relación con ella que Viruca terminó y el chico no lo aceptó? ¿Seguía intentándolo hasta que se suicidó? ¿Le mandaba fotos pornográficas y en clase la acosaba? ¿O la estaba chantajeando como a mí?
Entro en casa de mi madre. Dejo el bolso encima de la mesa de la cocina. Me siento, saco el móvil. Busco los mensajes. Solo hay mensajes de cuatro números diferentes. Si es un móvil que utilizaba para sus aventuras, ¿eso significa que tenía cuatro amantes?
Vuelvo a los mensajes del chaval. Después de las fotos y después de que le pidiera Viruca que la dejara tranquila, él vuelve a escribirle. «K hiciste con aquello que te di?». «¿Por qué no vienes a clase?». «¿Dónde te metes?». «¿Por qué no me abres el portal?». «Te echo de menos». «Vamos a hablar». «Perdóname, por favor». «Viruca, joder...». «Contéstame».
Son mensajes de días distintos. Tengo que comprobar las fechas, pero los últimos mensajes, en los que ya no se muestra desafiante y seguro de su sex-appeal, sino que tiene una actitud suplicante, son de hace cinco semanas. Más o menos cuando murió Viruca. ¿Eso significa que el chico no sabía nada de su muerte? ¿Que no ha tenido que ver? ¿O dejó esos mensajes como una manera de tener una coartada? Una forma de demostrar que él no sabía nada. Que él era ajeno a todo lo que le estaba ocurriendo a la profesora.
Miro los otros números de teléfono.
«Viru, ¿cuándo nos vemos?».
«Viru, ¿para eso me das este número?».
«Nunca me contestas, Viru».
En ese número no hay más mensajes.
«Ya no puedo más, necesito verte». Eso es un mensaje desde otro número. Y en el que Viruca le contesta: «Paciencia, ya estoy muy cerca del final».
¿Cerca del final, de qué final? ¿A qué se refiere?
En el último número de WhatsApp hay un par de mensajes de otro cariz. Es ella la que escribe. «Quiero dos. En media hora donde siempre?». ¿Dos? ¿Dos qué? Solo hay una respuesta a ese mensaje: «Sí».
Y ahí se acaban los WhatsApps. O llevaba poco tiempo con ese móvil o ha tenido la precaución de ir borrando todos los mensajes. Aunque es verdad que las fotos del chico no las borró. Voy a su álbum de fotos y aparte de las dos del miembro erecto del chico, encuentro varios selfies de Viruca. Semidesnuda, insinuándose al espejo. ¿Practicaba sexting con sus amantes? Me resulta muy perturbador ver esas fotos de la profesora. Es un bellezón, es puro sexo. O mejor debería hablar en pasado, porque está muerta. Los selfies, además de rezumar sexo, tienen algo enfermizo. Las posturas, la cara demacrada. ¿Tiene un moratón en el cuello? Hay dos fotos en las que se muestra con las piernas atadas. ¿Le gustaba el sexo duro? ¿El sado?
Dejo de mirarlas. Me perturban demasiado.
¿Qué puedo hacer con estos números de teléfono? ¿Cómo hago para averiguar a quién pertenecen? ¿Quién es el chico de las fotos? ¿Le mando un mensaje? ¿Le digo que tengo en mi poder el móvil de Viruca, que dejen de jugar conmigo, porque si no llevo esta prueba a la policía? Dudo de que en estos mensajes haya indicios de algo delictivo, pero tal vez eso Iago, o Roi, o quién sea no lo saben. Puedo ir de farol. Si juego bien esta carta, puede ser mi salvoconducto para que me dejen en paz. Si seguís acosándome, utilizaré esto en vuestra contra. Tengo las pruebas que os incriminan.
Claro que, si lo voy a hacer, tengo que hacerlo muy bien. Quizás solo tenga una oportunidad. No puedo cagarla. ¿Cómo lo hago? ¿Qué mensaje pongo?
Pienso distintas posibilidades, pero ninguna me acaba de convencer. Así que cuando llega Tere le pido ayuda. Para eso necesito ponerla al corriente de todo. Y mientras lo hago, veo como su gesto va demudando. Cuando por fin le cuento toda la historia del móvil, Tere es contundente.
—Tienes que llevarlo a la Policía.
—No. No.
—¿Cómo que no, Raquel? ¿Estás loca?
—Si voy a la Policía, se van a poner a investigar, y como lleguen hasta los chavales, estos se van a vengar de mí. Le van a hacer llegar las fotos a Germán. No puedo. Tengo que salir de esto sin involucrar a la Policía.
—¿Y qué quieres hacer?
—Pues... hacerles ver que conmigo no se juega, que yo también tengo cartas para joderles la vida. Este es mi seguro, Tere —le digo, señalando el móvil—. Esto va a ser lo que me salve.
—Yo creo que es un disparate, Raquel. Que estamos hablando de algo muy serio, que esto puede ser la prueba de un crimen. Y si no lo entregas, estarías obstruyendo a la justicia, eso seguro que es hasta delito.
—¿Pero qué prueba? Si aquí apenas hay nada. Solo cuatro números y cuatro fotos.
—¿Y qué? Puede ser un hilo del que tirar.
—Si han cerrado el caso. Si ya han dicho que fue un suicidio. Si hubieran querido investigar de verdad, ya habrían llegado hasta aquí. ¿Cómo puede ser que una profesora haya dado con esto y ellos no? Eso es porque no les interesa el tema. Que pasan.
—No lo sé, Raquel... no lo sé.
—Tere, te necesito de mi lado. Ayúdame a salir de esta. No puedo permitir que esos mocosos sigan extorsionándome. No puedo permitir que jueguen con mi vida.
—¿Y si le cuentas la verdad a Germán? ¿No sería mejor para todos?
—¿La verdad? ¡No puedo! No le puedo hacer algo así a Germán, no puedo. Apóyame, Tere. Yo siempre te he apoyado en todos tus disparates.
Tere duda.
—Tía, es que esto es serio. ¿Y qué quieres hacer? Dime.
—Necesito mandarle un mensaje al chaval de la foto. ¿Qué le pongo?
—No sé... dile que... Tienes el móvil de Viruca, que tienes todas las pruebas que le implican en su muerte. Que quieres negociar.
—¿Y si él no ha tenido que ver con la muerte? ¿Si ha sido uno de los otros tres números?
—Bueno, pero está claro que este es un chaval. O sea, uno de tus alumnos, seguramente. Tú por la polla no lo reconocerás, ¿no? Porque así saldríamos enseguida de dudas.
—Muy graciosa.
—O por el ombligo, o las piernas. ¿No te suena?
—Tere, ¿pero tú crees que le he visto el ombligo a alguno de mis alumnos?¿Qué mensaje le pongo? Céntrate.
—Pues eso que has dicho, lo de que tienes en tu poder el móvil de Viruca que le va a llevar directito a la cárcel.
—¿Sí?
Empiezo a teclear con cierto nerviosismo. Borro y escribo unas cuantas veces hasta dar con un mensaje que me convenza. Se lo enseño a Tere.
—¿Qué te parece?
—Mola. Envíalo.
—¿Sí?
—Que sí, coño.
Lo leo en alto para cerciorarme, para convencerme del todo de que es lo mejor que puedo escribir. Lo más adecuado.
«Tal vez te sorprenda recibir este mensaje. Como ves, tengo el móvil de Viruca. Y las pruebas para meterte en la cárcel. ¿Se lo llevo a la Guardia Civil? De ti depende».
Le doy a enviar.
Y que pase lo que tenga que pasar.