CAPÍTULO 33

 

 

Consigo no encender el móvil de Viruca en todo el fin de semana. Aunque eso no quiere decir que no piense en él a cada rato. Hasta que yo no sepa quién es y hasta que no tenga una manera clara de derrotarlo es mejor no hacer nada.

Me paso por la agencia a la que he contratado para la venta del piso. Pregunto si ya ha habido un interesado. Y sí, lo han enseñado ya un par de veces, y uno ha hecho una oferta. Pero está cincuenta mil euros por debajo de lo que pido.

—¿Debería aceptar?

—¿Tienes mucha prisa en vender? —me pregunta la chica de la agencia.

—Eh... creo que no.

Me siento un poco culpable al decirlo, pero tampoco hay tanta prisa, ¿no?

Vuelvo al piso y le digo a Teresa que tengo toda una lista de cosas por hacer. Todo con tal de no pensar en el móvil de Viruca. Olvidar por unas horas que existe. Ya que estoy en Coruña quiero aprovechar todo lo que me ofrece la ciudad, ir a comer a un restaurante al lado de la playa, ir al cine, de compras, perdernos en uno de los centros comerciales mastodónticos de las afueras, y que nos probemos toda la ropa del mundo. Teresa se apunta entusiasmada al plan. Y vamos tachando de la lista imaginaria todo lo que vamos haciendo. Eso sí, Tere decide que lo de probarse ropa mejor con dos copitas de ribeiro o un buen godello en el cuerpo. No caen dos, caen cinco. Y eso hace que acabemos entusiasmándonos con casi toda la ropa que nos probamos y llegamos al piso cargadas de bolsas. Y esa noche, ya sin estar bajo la influencia del alcohol, nos damos cuenta de que la mitad de las prendas que nos hemos comprado son un horror. Pero en vez de sucumbir al pánico nos da por reír y acabamos abriendo otra botella de vino con la esperanza de que borrachas de nuevo nos vuelva a gustar la ropa. Pero no, y más risas. Qué bien me ha sentado ese día en Coruña, es una bocanada de oxígeno y casi consigo olvidarme de todos mis problemas en Novariz.

Aunque esa noche mi cabeza vuelve a dar vueltas sobre lo mismo. Y de nuevo las pesadillas. Consigo dormir a duras penas, me levanto temprano y con ganas de ver a Germán. Mi intención era estar hasta la tarde, pero lo echo demasiado de menos.

En ese momento recibo una llamada. De un número que desconozco. No sé si cogerlo. Me armo de valor y descuelgo.

—¿Sí?

—¿Raquel? Soy Gabriel. Gabriel Acebedo.

¿Y este por qué me llama?

—Ah, hola Gabriel.

—Espero que no te moleste, Germán me ha dado tu número. Me ha dicho que estabas en Coruña.

—Sí, aquí estoy, organizando unas cosas en el piso de mi madre.

—A ver... esto te va a parecer un atraco a mano armada, pero justo estoy por aquí en los Cantones... y no sé si te ha dicho tu marido o tu cuñado que estaba interesado en ver tu piso. —Es verdad. Se me había olvidado que Demetrio me lo había comentado—. ¿Cómo te viene enseñármelo ahora? Así nos ahorramos los dos un viaje otro día.

—Eh... pues... pensaba irme ya para Novariz, pero... bueno, si no tardas.

—Dame la dirección.

Se la doy y a los diez minutos ya está sonando el timbre. Apenas me ha dado tiempo de abrir todas las contraventanas y persianas para que se vea el piso en todo su esplendor. Tere, mientras, se ha estado acicalando a toda velocidad, sobre todo cuando le he dicho que uno de los Acebedo es el que viene a ver el piso.

—¿Ese era el que estaba bueno?

—Hace años a lo mejor, ahora del montón.

Gabriel sube a la velocidad del rayo las escaleras y cuando estoy abriendo la puerta, ya está llegando al descansillo. Me besa cariñoso y mira a Tere.

—Tú estuviste en la boda, ¿no? Creo que te cayó el ramo.

—¡Anda ya! —dice Tere halagadísima—. Es imposible que te acuerdes. Si fue hace la tira de años.

—Yo, para lo que quiero, tengo muy buena memoria.

Le hago pasar adentro. Gabriel mira con detalle cada habitación.

—Precioso. Con mucho gusto. Una mujer con clase, tu madre. Por Novariz no se ven pisos así.

Agradezco sus cumplidos, pero a mí no me la da. Sobre todo después de haber estado en su pazo. Alguien que vive en un lugar así no se puede dejar impresionar tan fácilmente.

—¿De verdad te quieres desprender de una joya así?

—Eso le digo yo —apostilla Tere—, pero el matrimonio es lo que tiene.

—Supongo que Germán se merece una tía así de cojonuda —dice Gabriel—. ¿Y cuánto pides por él?

Le digo la cantidad, de hecho le digo bastante más de lo que había pensado pedir y noto la mirada de asombro de mi amiga. Pone un gesto de no estar entendiendo nada. Sin embargo, Gabriel no se escandaliza demasiado.

—Bueno, supongo que algo se podría negociar. Que vale que el suelo de Coruña está caro, y que esto es el centro...

—Por ahora no quiero bajarlo.

Gabriel asiente.

—¿Algún tipo de cargas? ¿Problemas con la comunidad? ¿Está todo en regla?

—Todo.

—Pues vamos hablando, ¿te parece? Porque yo estoy interesado. Mucho.

—¡Estupendo! —dice Teresa, sin disimular ni una pizca su entusiasmo—. ¿Te tomas algo con nosotras? Para celebrarlo.

—Tere, que aún no lo ha comprado —le digo yo.

—Ya, ya... pero bueno, si era por la excusa de tomarnos unas mimosas de buena mañana de domingo...

—Yo es que quiero coger el coche pronto... —le digo.

—¿Cuánto de pronto? —pregunta mi amiga—. Si había reservado para comer. ¿A qué las prisas?

—Puedes llevar a tu camarero.

—Tendría que invitarle yo, y no estoy para tanto gasto.

—¿Entonces nos tomamos esas mimosas o qué? —pregunta Gabriel.

—Otro día, lo hacemos, prometido.

—Eres una cortarrollos —asegura Tere.

Acompaño a Gabriel hasta la puerta.

—Gracias por enseñármelo, así, sin venir a cuento. Ni te he preguntado, ¿qué tal por Novariz? ¿Te adaptas? ¿Contenta de que Germán se meta a comprar parte de O Muíño?

—Bueno... sí...

Gabriel sonríe como si entendiera mis dudas y cavilaciones. Mis reparos.

—Allí se vive bien, mujer. Lo que tenemos que hacer es repetir lo del otro día, ya verás qué bien.

—Ya...

—Que sí, mujer, con dos o tres fiestas en el pazo se te pasa cualquier morriña de Coruña.

—Gracias.

—No, gracias, no. Tú prométeme que vas a volver. Que los amigos estamos para eso. Y yo a tu marido lo quiero un huevo.

—Lo sé.

—¿Me lo prometes entonces? Y así podemos cerrar el trato. Y si negocias bien, vas a conseguir de mí lo que quieras. Soy un blando.

Sonrío, le doy un par de besos y me despido de él. Cierro la puerta. Tere está al otro lado bastante sorprendida.

—Joder, con el tío. Ha sido un poco raro, ¿no?

—¿Por? —A mí también me lo ha parecido, pero quiero escuchar a Tere, me suelo fiar de cómo juzga a los demás.

—Sonaba un poco como un mafioso, ¿no? Cuando dan el beso de la muerte. En plan, como amigos, superamigos; como enemigos, tenme cuidado.

—Exagerada.

—Bueno, vale, pero un poco sí.

—Son los Acebedo, Tere. Esta gente está acostumbrada a tratar así a los demás. En el colegio había un par de pijos de esa calaña. Creen que el mundo es suyo y que cuando te incluyen te lo venden como si tuvieras que estar eternamente agradecida.

—¿Y es muy amigo de Germán?

—Bueno... yo creía que era una amistad más del pasado, pero a lo mejor estos meses, con todos los viajes que se ha pegado a Novariz, han vuelto a intimar.

Recojo mis cosas, las meto en la bolsa de viaje. Y me despido de mi amiga, que sigue un poco enfadada porque no me quede más tiempo.

—No seas numerera, Tere, que vuelvo cualquier día de estos.

Me da un abrazo.

—Raquel, prométeme que no vas a hacer ninguna tontería. Que te vas a pensar bien cada paso que des.

—No me voy a la guerra, no hace falta que pongas esa cara.

—Estoy preocupada, ¿vale?

—Tranquila, que voy a salir de esta. Ya verás.

—¿Quieres que encendamos el móvil y vemos si hay algún mensaje nuevo? Prefiero que lo hagas aquí conmigo que en medio del viaje en coche.

No es mala idea. Si lo voy a hacer, es mejor encenderlo ahora que estoy acompañada. Pero decido ser fuerte. No, me prometí que no lo abriría hasta que tuviera una estrategia. Y no la tengo. Así que le digo la verdad. Que ese móvil no se va a abrir hasta que sepa qué hacer con él.

Tere me da dos besos muy sonoros antes de que suba al coche y me despide con la mano mientras arranco. La veo agitando su brazo a través del espejo retrovisor. Le hago un gesto para que se vaya de una vez y acabo perdiéndola de vista cuando me meto de lleno en el tráfico de la calle Juan Flórez.

Durante el viaje pienso una y otra vez en el móvil de Viruca, en mi Facebook, en toda mi información que han robado de la nube. Y maldigo esta época en la que hemos decidido volcar toda nuestra intimidad en la red. Mira que estamos hartos de oír que el concepto de intimidad debido a internet y a la tecnología ha mudado, o se ha volatilizado, pero hasta que no lo experimentas en carne propia no eres consciente de todo lo que eso implica. Somos culpables de compartir cada minuto, cada instante en la red. Y somos también culpables de no resguardar de una manera más segura nuestra intimidad en el ordenador.

Sí, sé que es culpa mía, que yo soy la responsable de haber subido o guardado ciertas cosas y creer que no había peligro. Pero es porque nunca piensas que alguien va a utilizar todo eso para hacerte daño. Ojalá me hubiera tocado dar clases hace quince años, nada de esto estaría pasando. Los chavales no habrían tenido acceso a mi intimidad, a mis secretos. Ahora no estaría siendo extorsionada. Claro que si no me hubiera acostado con el mejor amigo de mi marido, repetidas veces, si no hubiera hecho fotos de nuestros encuentros sexuales, si no las hubiera guardado en mi nube, si no... Si no, si no, si no... Por mucho internet, por mucho que hubieran vulnerado mi privacidad, no habrían encontrado nada.

Todo eso pienso mientras voy por la autovía. Y también maneras de perdonarme. Maneras de justificar que no soy un monstruo, que soy como todos. Que me equivoco, y que tengo derecho a sobrevivir a un error, garrafal, pero error, de mi pasado. ¿No prescriben los crímenes? ¿Por qué tengo que pagar tan alto precio por un error del que ya casi había conseguido perdonarme?

Veo un desvío a trescientos metros. Una estación de servicio. Lo cojo. Aparco en el primer hueco que veo. No es que tenga ganas de ir al baño, ni de comer algo. He parado por otro motivo.

Cojo el móvil de Viruca y lo enciendo. Pongo la nueva contraseña, la que me dio Darío tanto para el desbloqueo como para el pin, y aguardo los nuevos mensajes. Preparándome para lo peor. Pero para mi sorpresa no llega ninguno. El otro no ha vuelto a escribirme. ¿Cómo debo tomármelo?

Trato de no comerme mucho la cabeza. Vuelvo a dejar el móvil en el bolso y reanudo el camino. En menos de una hora estaré entrando en Novariz.

Consigo que el mando a distancia del portón de nuestra casa funcione a la primera. Son las doce y media del mediodía de un febrero soleado. Hace frío, y me he encontrado con bastante niebla por el camino, tanta que a veces he tenido que aminorar la marcha, pero ahora aquí en Novariz luce el sol. Con el portón abierto entro al jardín en dirección a la planta baja, al garaje y de pronto me encuentro con él.

Con Iago, sin camiseta, tiene un hacha en la mano. Nanuk, corre nervioso entre sus piernas.

—Hola, profe. Bienvenida.