CAPÍTULO 35

 

 

Mauro está entusiasmado de que por fin le crea. De que sea la primera persona que no le mira con escepticismo y que está dispuesta a dejarse llevar por sus teorías. A explorarlas, al menos. Ha vuelto a sacar el vermú que me ofreció la otra vez y mientras bebe escucha con atención todo lo que tengo que decirle.

Trato de ser cuidadosa al mencionarle el otro móvil. El que encontré en su taquilla. Siento el dolor en su rostro cuando le hablo de los mensajes y las fotos que descubrí.

—Quiero verlos, ¿lo has traído?

—No.

—¿No? —pregunta visiblemente fastidiado.

—Prefiero dejarlo escondido, por ahora. No vaya a ser que a alguien le dé por atracarme y llevarse el bolso.

—Vale, pero en algún momento debería verlo.

—Puede que te duela demasiado, Mauro.

—¡Me da igual! Pero si veo los números de teléfono a lo mejor puedo reconocer alguno.

—Cuando vaya a casa te mando los números. Pero ahora tienes que contármelo todo, Mauro. Tengo que saber exactamente lo que pasó. O lo que tú sabes, lo que tú has averiguado, y también lo que intuyes. ¿Es verdad que Viruca te mandó un vídeo-mensaje de despedida? ¿Quién encontró su cadáver? ¿Cómo estaba ese cadáver? ¿Dónde apareció exactamente? ¿Cuándo fue la última vez que la viste con vida? Quiero saberlo todo.

Mauro asiente.

—Fue el día 8 de enero, el 9 por la mañana me llamaron los guardias para que fuera a reconocer un cadáver. Fue el peor día de mi vida. Horrible. Lo tengo grabado a fuego. Jamás voy a poder olvidarlo.

Mauro me relata con pelos y señales cómo le llevaron hasta la morgue, cómo levantaron la sábana, y lo mucho que le costó sostenerse en pie al descubrir que era ella, su mujer, la muerta. Y cómo fue él el encargado de contárselo a sus suegros y cómo los vio marchitarse en un segundo.

—Fue como quitarles años de vida. Un par de días después los guardias civiles dieron con su ropa en la orilla del río, a unos kilómetros de donde había aparecido flotando en el embalse. ¿Quieres ver el lugar?

Subimos a su coche lujoso y cogemos por una carretera comarcal que nos lleva a una zona de pesca del río Limia. Nos metemos entre unos árboles y matorrales. La zona es muy frondosa. Y por fin llegamos hasta un pequeño claro en la orilla. El río baja caudaloso y en calma. Da ganas de navegar por él. Pero no de echarse al agua en un día frío como este.

—Aquí fue. Aquí encontraron su ropa. Aquí se tiró al agua. O eso dicen.

Me agacho y meto parte de mi mano en el agua. No está tan fría como imaginaba. La saco y me la seco sobre el pantalón.

—Por esta zona, debido a las aguas termales, hay corrientes de agua caliente. Pero aun así dudo mucho que se metiera motu proprio en el río.

—¿Crees que ella hubiera elegido otra manera para acabar con su vida?

—No lo sé. No es una conversación que sueles tener con tu mujer. ¿De qué manera querrías suicidarte, cariño? —Esbozo una mueca que podría parecer una sonrisa—. De todas maneras no creo que la forzaran a tirarse desde aquí —concluye.

—¿Por qué?

—Porque si la trajeron obligada, si la ahogaron, es probable que fuera en otro lado, para que no se vieran huellas en la tierra, o señales de que la hubieran forzado. ¿Quién nos dice que no la obligaron a desnudarse en otro sitio, y desde ese lugar la metieron en el agua y le impidieron salir? Después cogieron su ropa y la dejaron aquí, para que pareciera que ella sola y voluntariamente había decidido acabar con su vida.

Está claro que Mauro ha tenido mucho tiempo para darle vueltas a su teoría. Y desde luego es posible. Y si ocurrió así, eso supondría que detrás de ese asesinato hay una gente cuidadosa que se ha pensado mucho las cosas, que lo ha hecho tan bien que ha conseguido burlar a la Guardia Civil y al juez, que ha conseguido un asesinato perfecto. Algo que la literatura y el cine siempre nos han dicho que es imposible. Aunque la realidad se empeña en llevar la contraria, ¿acaso no se podrían considerar asesinatos perfectos los cientos, los miles de crímenes que quedan sin resolver?

Pero si todo eso fuera verdad, hay algo que no me cuadra.

—¿Y el mensaje de despedida que te mandó? ¿Crees que también la obligaron a mandártelo? ¿Se la veía que estaba siendo forzada? ¿Notaste algo raro?

—¿Quieres verlo?

Mauro saca el móvil de sus vaqueros. Busca el vídeo y cuando lo encuentra se acerca a un árbol para que el poco sol del atardecer que nos ilumina no llegue a la pantalla y haya reflejos.

—Ven.

Yo me acerco y Mauro le da al play. Es un mensaje breve, escueto. Es ella en primer plano, con un fondo en el que solo se ven nubes. El plano está un poco en contrapicado y de ahí que no se vea nada más que cielo detrás de ella. Viruca tarda unos segundos en hablar.

«Lo siento mucho, no aguanto más. Lo siento».

Es la primera vez que escucho la voz de Viruca. Y que la veo en movimiento. Nunca me había parado a pensar en cómo sería su voz. Y me sorprendo al oírla. Es bastante grave y gutural. En principio no parece encajar con esa imagen suya tan bella y delicada, pero una vez que la oyes y te acostumbras ya no te la puedes imaginar de otra manera. Acrecienta su atractivo. El vídeo se acaba así.

—¿Ya está?

—Sí.

Hay algo en ese vídeo que no me encaja. Bueno, varias cosas, en realidad.

—Ni te llama por tu nombre, ni... Ni siquiera se ve cómo enciende o apaga la cámara del móvil, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —pregunta él.

—Que se molestó en editarlo. No la vemos acercar el dedo para interrumpir la grabación. ¿Sabía editar vídeos?

—Bueno, con el móvil es bastante sencillo, ¿no? —me pregunta Mauro.

—Sí, supongo, aunque yo no sé hacerlo, nunca me he molestado en aprender. Germán siempre me lo echa en cara.

—Yo creo que ella sabía.

—Vale, pero ¿para qué lo edita? ¿Qué necesidad?

—No sé, tal vez se echara a llorar después y no quería que lo viera...

—O tal vez el vídeo era más largo y quien te lo envió decidió editarlo y que solo se viera esa parte.

—¿Cómo que quien me lo envió? ¿Crees que no fue ella? Está enviado desde su teléfono.

—Sí, pero esas dos frases, si están editadas, las pudieron sacar de una grabación que no estaba destinada a ti, que era para otro y que no necesariamente fuera el mensaje de despedida de un suicida. Y luego mandarlo a su móvil y desde ahí enviártelo a ti.

—¿Tú crees? —pregunta él, calibrando con cierta esperanza de que pudiera ser así.

—Es una posibilidad. Si, como tú dices, el asesino o los asesinos fueron capaces de planearlo todo, de colocar su ropa en otro sitio, ¿por qué no iba ser posible que buscaran entre sus vídeos y editaran uno de ellos?

Mauro me mira impresionado.

—Podría ser. ¿Y a mí por qué no se me ocurrió? ¿Y por qué no se le ocurrió a nadie, a ninguno de los guardias civiles?

Quizás porque yo tengo un dato que ellos no tienen. Pero por ahora no quiero compartirlo con Mauro. Yo sé que ella no quiso volver a quedar con el chico que le mandaba los mensajes a su otro móvil. Ella le escribe diciendo que pare, que lo deje. Tal vez le mandó también un mensaje de vídeo diciéndole que ya no lo soportaba, que ya no quería volver a quedar con él. Vale, es una posibilidad remota, pero no puedo, ni quiero, obviarla.

—¿A quién iba destinado entonces este vídeo? —pregunta él—. ¿A Iago?

—No lo sé. A lo mejor. O a lo mejor a otros.

—¿Otros? ¿En plural? ¿Tú crees que mi mujer se acostaba con varios?

—No lo sé, Mauro, pero vamos a intentar tener la mente abierta y no descartar nada, ¿te parece?

—¿Cómo se puede convertir alguien en tan poco tiempo en una desconocida? Yo nunca le fui infiel —continúa diciendo—. Nunca. Y no digo que por eso ella tuviera que corresponderme, claro, pero me cuesta imaginarla con unos y otros.

—Bueno, ya no estabais juntos, ¿no?

—No.

—Así que en teoría y en la práctica no te estaba siendo infiel. Mauro, ¿te puedo preguntar algo?

—Lo que quieras.

—¿Cómo de graves eran los problemas económicos que teníais tu mujer y tú?

Mauro me mira con cierta extrañeza.

—¿Qué te han contado?

—Poca cosa. Pero que os habían oído discutir mucho últimamente y los problemas de dinero salían a relucir.

—¿Y por qué me lo preguntas? ¿Estás dudando de mí?

—No, solo trato de saber cuantos más datos, mejor. Trato de conocerla más a ella. Tal vez si teníais problemas económicos graves se acercó a alguien que pudiera ayudarle a solucionarlos o... no sé, es por buscar posibles vías para seguir con esto.

—Tuvimos problemas muy gordos, sí. Mucho. Perdimos muchísimo dinero, por mi culpa, básicamente. Viruca era de gustos caros. Y yo no sabía decirle que no.

—Viendo su armario se nota que le gustaba gastar.

—¿Has mirado en su armario? —Callo avergonzada—. No, no, tranquila, hiciste bien. Te di la llave de su casa para eso, para que miraras todo lo que te diera la gana. Digamos que teníamos un nivel de vida bastante por encima de lo que dos profesores de secundaria se pueden permitir. Nosotros podíamos porque teníamos dinero de familia. Pero invertí mal, lo que tenía en la bolsa lo perdí en una mala jugada. Y lo que había invertido en la fábrica de los Acebedo... Y otros negocios... Bueno, un desastre. Tuvimos que vender la casa de la playa, pedirle dinero a sus padres. Yo ya había fundido la herencia de los míos... Fue bastante desagradable, nos dijimos cosas terribles. Yo la acusé de haberme arrastrado a esa vida absurda de lujos y ella a mí de abarcar más de lo que podía. Renegué de ella, la culpé de haberme convertido en un esnob, en un pijo patético, y que lamentaba haberla conocido. Que me arrepentía del día en que la invité a un café. Y que ojalá nunca hubiera venido a Novariz, porque así no la habría conocido. —Toma aire antes de seguir hablando. Reflexiona—. Ahora que lo cuento en alto tampoco suena tan terrible. Supongo que porque lo estoy dulcificando, o supongo que lo que pasa es que Viruca y yo no éramos una pareja que discutiera mucho. Hasta que empezaron los problemas de dinero, digo. Vamos, sé que hay parejas que están todo el día a la gresca, que se comunican así, que se dicen cosas mucho más terribles de las que te he contado y siguen juntos. Pero nosotros no sabíamos hacerlo. Fue empezar a discutir y empezar a destruirnos. ¿Sabes cuando de pronto muestras tu peor cara, y también ves la peor cara de tu mujer y ya no hay vuelta atrás? Ya no puedes volver a recuperar lo que eras, porque ya has enseñado el monstruo que habita dentro de ti, y has visto el monstruo que hay en el otro. Y nadie quiere convivir con monstruos.

Sus palabras me impresionan. Lo entiendo tan bien. Me toca tanto lo que está diciendo... Nadie quiere convivir con monstruos. Eso es lo que estoy segura que pensará Germán si llega a descubrir la verdad. ¿Cómo voy a culparle de que quiera dejarme una vez que descubra la traición que cometí? ¿Cómo va a seguir conviviendo con un monstruo? Pero también quiero creer que la gente supera estas cosas. ¿Cuántas infidelidades, cuántas traiciones se perdonan? Miles, millones. La gente sigue adelante. Tal vez con heridas graves que cicatrizan mal, pero cicatrizan. Se convierten en otros, pero aun así siguen. Hay matrimonios que sobreviven a todo. Y otros, bien es verdad, no. ¿A qué tipo perteneceremos Germán y yo?

—¿Entonces crees que nunca habríais vuelto juntos? —le pregunto.

Se piensa bastante la respuesta. Busca las palabras adecuadas. Noto que se esfuerza en ser preciso.

—A corto plazo, lo dudo. Pero, con el tiempo, yo creía que sí. Podía soportar que nos separáramos, que nos divorciáramos, pero no podía soportar la idea de un futuro sin ella. Yo necesitaba creer que a largo plazo íbamos a volver. Eso me ayudaba a seguir adelante, a no desfallecer. Por eso ahora es tan dura la idea de que ya no está. De que ya nunca va a estar. De que es para siempre. Para siempre. Es tan... ridícula esa idea. Es tan absurda. ¿Recuerdas cuando de pequeño descubres por primera vez la idea del infinito o la idea de la muerte? Y es absolutamente inabarcable, inconcebible. Es un mazazo que lo cambia todo de golpe, que hace que todo adquiera una nueva perspectiva. Una bastante aterradora. Así estoy yo ahora, como un niño pequeño. Todos los días al levantarme tengo que hacer un esfuerzo monumental para aceptar la idea de que no está. Es un trabajo titánico, nunca nada me había costado tanto esfuerzo como esa media hora donde tengo que obligarme a reordenar el mundo. A reordenar un mundo en el que ella ya no está. Y hay días que fracaso, que no consigo aceptarlo, y en esos días nada tiene sentido y nada merece la pena. Vago sin rumbo por la casa, por el instituto, por el pueblo, por la vida.

Observo su fragilidad, su estado anímico y mental. Y me siento egoísta, terriblemente egoísta, porque a pesar de su vulnerabilidad, a pesar de su dolor, solo puedo pensar en el mío. Solo puedo proyectarme en él. Así voy a estar yo cuando Germán ya no esté a mi lado. Me voy a convertir en esa persona, en alguien que va a necesitar mucho más de media hora por las mañanas para reordenar un mundo sin mi marido. Para ordenar el desorden que deja. Ay, Dios...

Me acerco a la orilla del río. Miro hacia el agua. ¿Cómo se sobrevive a una ruptura?

Mauro se acerca a mi lado, me ve afectada.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, claro...

—Perdona. No pretendía que te afectara lo que te acabo de contar. No me hagas mucho caso.

—Tranquilo. ¿Nos vamos de aquí? La próxima vez traemos cañas y nos dedicamos a pescar, que seguro que es más entretenido.

Sonríe, agradeciendo mi esfuerzo por llevar la conversación a otro terreno.

—No es temporada de pesca.

—¿Ah no?

—Vamos, te invito a una copa si quieres. Que te la has ganado. A no ser que quieras huir de este señor gris y depresivo. En ese caso lo entenderé perfectamente.

Qué atractivo está cuando se sacude la tristeza. Estoy casi a punto de decírselo, pero no quiero que me malinterprete, lo último en lo que estoy pensando es en iniciar una aventura. Y es en lo último que debe de estar pensando él, por eso no quiero dar lugar a un momento incómodo por no saber contener mis pensamientos. Sonrío al imaginarme que en estos momentos somos como dos castrati, dos personas con sus órganos sexuales extirpados. Los suyos debido al dolor de haber perdido a Viruca, los míos, por el miedo a perder a Germán.

—Me tomaría uno de esos vermús caseros que me diste a probar en tu casa. ¿Sabes de algún lugar donde los sirvan?

—Sé. Y te prometo que no hablaré ni de Viruca, ni de matrimonio, ni de muerte, ni de nada desagradable. ¿Te parece?

—¿Dónde hay que firmar?

Mauro me lleva a un bar que está en un edificio con soportales de piedra. Es en una de las calles del barrio judío de Novariz. Solo se conservan dos calles del antiguo barrio. En una panadería de esta zona han vuelto a fabricar postres de origen judío siguiendo recetas ancestrales. Mauro me habla de ello con pasión. De los mamules de frutos secos y agua de azahar, de los ghorayebah de harina de avellana, o los kijelej de mon con semillas de amapolas.

—Luego vamos y te compro un par de kijeles. Son muy dulces para mi gusto, pero merecen la pena, porque a cada bocado sientes que estás comiendo un pedacito de historia.

Me doy cuenta de que Mauro es un apasionado de la historia judía gallega. Y como buen profesor disfruta contando y transmitiendo sus conocimientos. Lo hace con entusiasmo, y es de esas personas que cuando toca un tema del que tú tenías poco o ningún conocimiento te hace reflexionar al respecto. ¿Pero cómo era posible que hasta ahora este tema no me hubiera interesado? Con el tercer vermú casero, yo ya ansío comprarme todos los libros de historia judía y sefardí gallega que existan en el mercado. No puedo vivir sin saberlo todo de ellos. Cómo llegaron, cómo se establecieron, cómo muchos se acabaron convirtiendo al cristianismo para sobrevivir a la época tremebunda de la Inquisición, y cómo otros o fueron asesinados o tuvieron que huir para no sufrir la misma suerte.

Descubro en Mauro al profesor de historia, a la persona apasionada, que vibra transmitiendo conocimientos. Tal vez sea el alcohol o la calidez de este bar, que a pesar de ser de piedra logra conservar el calor que sale de la chimenea del fondo, o porque durante una hora, ninguno de los dos habla de muerte, ni de ausencias, ni de rupturas, lo que hace que me sienta muy a gusto y, por primera vez en semanas, despreocupada, liberada de esa angustia que me tenía presa desde que llegué a Novariz.

—¿Los alumnos te han puesto algún mote? —le pregunto.

—No que yo sepa.

—Se me acaba de ocurrir uno para ti. Profesor Lexatín.

Me mira entre divertido y horrorizado.

—¿Y esa cosa tan espantosa por qué? ¿Tanto te estoy aburriendo?

—No, no, qué va... todo lo contrario, es como si el nudo de ansiedad que tenía en la boca del estómago desapareciera.

Mauro se ríe.

—Ah, pero eso no soy yo. ¡Eso son los vermús!

—Pues pidamos el último antes de irnos.

—Vale, y luego vamos a por los kijeles.

—Hecho.