CAPÍTULO 36

 

 

He llevado los postres a casa. Me he comido uno por el camino, y Mauro tenía razón, están dulcísimos. Son bastante empalagosos, pero trato de sentir con cada bocado ese pedacito de historia, toda la historia judía que hay detrás, como dice él, pero no lo consigo. Supongo que ya sin el efecto del vermú, y sin las palabras de Mauro, este postre solo es eso: un postre. Aun así, esa noche, antes de meternos en la cama, trato de transmitir a Germán todo lo aprendido y le cuento todo lo que encierra ese postre.

—Está rico —dice él—. Podríamos llevar alguno al restaurante, u obsequiar a los futuros huéspedes de la casa rural con ellos. Es más, hasta podríamos contar en un folleto o en una tarjeta toda la historia judía. Eso siempre le gusta mucho a los turistas, la cosa cultural. ¿Cómo los has descubierto? Yo que soy de aquí no tenía ni idea de que existían.

—Me encontré con el profesor de historia dando un paseo por el barrio judío y me habló de ellos.

—Qué bueno. —Le da otro mordisco al pastel—. Aunque ahora que lo pienso no sé si a mi padre le haría mucha gracia que pusiera postres judíos, con lo propalestino que era.

—¿Tu padre?

—Mucho.

—Bueno, pero no vas a estar tomando decisiones por lo que pensara o no tu padre, ¿no? Digo, que una cosa es que quieras recordarlo con tanta foto por la casa y otra que te influya de esa manera.

—¿Te molestan las fotos? —pregunta sincero.

—No, no... No es eso.

—Yo no soy como tú, Raquel, yo para superar su pérdida necesito recordarlo. Necesito mirar de frente su muerte. Y no es una crítica a cómo llevaste lo de tu madre, cada uno gestiona esas cosas como puede.

Voy a replicar cuando en ese momento llega un mensaje a mi móvil. Lo tengo sobre el sofá, así que me acerco y lo miro.

—¿Quién es? —pregunta Germán al ver mi cara.

—Tere —le digo improvisando.

—¿Malas noticias?

—No, ¿por qué?

—Por tu cara de susto.

—Nada, que se ha quedado en casa de mi madre en Coruña y se le ha caído una copa de vino en el sofá...

—Esto te pasa por dejarle la casa.

—Ya...

No sé ni cómo he podido improvisar. Solo tengo ojos para el mensaje, toda mi atención estaba en releer una y otra vez lo que ponía: «Quiero el móvil de Viruca. Déjalo mañana a primera hora en la consigna siete de la estación de autobuses y nos olvidamos de todo este asunto».

Pongo una excusa a Germán y bajo al coche. Quiero ver si este número coincide con alguno de los que estaban grabados en el móvil de Viruca. Nanuk me acompaña. Entra conmigo. Saco de la guantera el móvil, lo enciendo y miro los números. Efectivamente el número coincide con el de los mensajes de las fotos del chico. Ya no hay duda. Iago es el chico. Se acaba de delatar él solo. Pero no debe importarle, así de seguro se siente. Tengo que decidir qué hago. ¿Será verdad que si le entrego el móvil se acabará el acoso y mis fotos comprometidas nunca llegarán a Germán? ¿Me puedo fiar? ¿De verdad estoy dispuesta a perder mi único seguro de vida que supone el teléfono? Y aunque Iago fuera capaz de cumplir su palabra, aún está Roi y Nerea, ¿cómo sé que ellos no van a seguir fastidiándome? Y además, siento que si ahora lo dejara estaría fallando a Mauro. Por supuesto, no es lo que más me importa en este momento, lo único que quiero, lo único que deseo, es que Germán nunca se entere de esto, pero siento que entregando el móvil no voy a poner fin a todo el asunto. Simplemente tendré menos armas para contraatacar. Ahora que sé que mi farol ha funcionado, que realmente desea el móvil, por nada del mundo se lo puedo entregar. Lo único sensato que puedo y que debo hacer es encontrar un escondite mejor.

Así que me paso media noche cambiando el móvil de un lugar a otro, mientras Germán duerme.

Al día siguiente en clase trato de cumplir a la perfección mi papel de profesora de literatura. Les hablo de Emilia Pardo Bazán y sus Pazos de Ulloa. Les reto a leerla. Creo que nadie podría intuir, aparte de esos tres, que vuelven a ocupar su sitio como si nada hubiera pasado, el infierno que estoy viviendo. Me estoy haciendo una experta y una consumada mentirosa, capaz de fingir algo que no es y que no siento, soy como un espía inventándome una identidad para ocultar la verdadera: la de una persona inmersa en una tormenta interior de la que no sabe cómo salir.

Abro un debate sobre la Galicia de hoy y la que retrata Emilia Pardo Bazán, sobre lo mucho que ha cambiado la sociedad y sobre lo iguales que siguen siendo los instintos humanos, la manera de relacionarnos. El sistema casi feudal que relata Pardo Bazán en su novela sobre la Galicia rural del siglo XIX poco tiene que ver con la actual, aunque quizás no haya cambiado tanto. El poder sigue oprimiendo a la clase más desfavorecida. Abusando de ella de múltiples maneras, ahora incluso con su aquiescencia, creando a esclavos sumisos que ni saben que lo son. Exagero mi postura para azuzarles, para que me contradigan, para que se expresen. Y mientras los alumnos se enzarzan en una discusión que enseguida deriva a lo político, yo me dispongo a analizar mis pasos a seguir. Aunque continúo en la clase, mi mente vaga por otros derroteros.

Miro a Roi. Las pocas pruebas que he conseguido hasta ahora han demostrado que tenía razón en lo que decía, que él no estaba detrás del acoso. Que fue cosa de Iago, aunque es verdad que este negó de manera muy creíble que supiera nada relacionado con las fotos que me robaron de mi nube. ¿Nerea será la que está detrás del robo, del hackeo a mi ordenador y a mi móvil? ¿Y si trato de hablar con ella en un terreno que no sea el instituto? ¿Podría sacar algo de ella?

Pero tal vez debería tener otro encuentro con Roi. Sincerarme, o al menos en parte. Hacerle ver que le creo, que sé que él no está detrás. Tengo que conseguir abordarle sin que haya testigos, para que no se sienta cohibido, para que se exprese sin miedo.

La discusión en clase se ha ido calentando demasiado y tengo que intervenir y moderar para apaciguar los ánimos. Que esto no se convierta en una tertulia política de la tele, no es necesario gritar, ni insultar para tratar de imponer nuestra opinión, les digo. Pero mis consejos caen en saco roto, he despertado a la bestia y no están dispuestos a escucharme. Menos mal que la hora de clase termina y todos se van como lo hacen siempre, de manera escandalosa.

Miro en las fichas de los alumnos el teléfono de Roi y lo apunto en el mío. Me asomo a la ventana. Y espero hasta que salga. Es la hora del recreo y todos bajan a la alameda y se desperdigan por las calles del pueblo. Cuando lo veo sin que nadie le acompañe, le llamo.

—Roi, soy Raquel. Reúnete conmigo en el despacho de tutorías.

—¿Para qué?

—Que no se entere nadie. Hay algo que quiero que sepas.

—¿Ahora?

—Sí. Pero pon cualquier excusa a tus compañeros, que no te vean, ¿vale?

Roi cuelga el teléfono y veo como se mete en el instituto.

No sé muy bien qué le voy a decir y cómo. Tengo que conseguir que se abra a mí. Es un movimiento arriesgado y algo desesperado. Sobre todo porque no está claro que pueda confiar en él. Pero tengo la sensación de que debo hacerlo.

Me acerco a la jefatura e Isa sale a mi paso. Me pregunta por el fin de semana en Coruña, cómo va lo del piso. Tal vez conozca a unos amigos que están interesados. Yo le digo que se pongan en contacto conmigo, que estaré encantada de hablar con ellos y enseñárselo. Roi pasa por mi lado, me mira interrogante, yo le hago un gesto para que siga hacia el despacho.

—¿Tienes mi teléfono? —le pregunto a Isa.

—Lo saco del listado de profes. O si no Marga me lo da.

—Estupendo. Pues muchas gracias, Isa. Que me llamen cuando quieran, ¿vale?

Me despido de ella y me dirijo a los despachos.

Roi me espera en la puerta.

—¿Qué quieres?

—Espera.

Saco la llave y abro la puerta, le hago pasar. Y cierro con llave. Lo del cerrojo no es necesario, pero quiero crear un clima propicio. Saco de mi bolso un papel y se lo enseño.

—¿Te suena alguno de estos números de teléfono? —le pregunto.

Roi me mira con cierta curiosidad, no entiende a qué viene mi pregunta. Pero aun así los mira. Son los números del teléfono de Viruca.

—Pues así de pronto, no.

—¿Ni este? Míralo bien, por favor.

—No.

—¿Me harías un favor? ¿Puedes marcarlo en tu móvil a ver si coincide con alguno que tengas en la agenda?

—¿Por qué debería hacerlo?

—Por favor.

Roi saca su móvil y lo marca. Me enseña que no lo tiene grabado en la agenda. No hay nadie con ese nombre.

—¿Te suena que Iago tuviera otra línea de teléfono?

—No. ¿Por qué?

—Este teléfono es suyo.

—No. Su número es otro.

Decido arriesgarme un poco. He volcado las fotos guarras del móvil de Viruca en el mío. Busco la del cuerpo de Iago y se la enseño.

—¿Sabrías decirme si este cuerpo es el de tu amigo?

Roi, al ver el cuerpo desnudo de Iago, aparta rápidamente el teléfono de su vista.

—Tía, qué guarrada me enseñas.

—¿Es o no es?

—Y yo qué sé. Compruébalo tú en su Instagram. Tiene mil fotos de esas. Bueno, no tan guarras. Pero casi. Está todo el día exhibiéndose. 4k de seguidoras y seguidores salidos tiene.

—¿4k?

—Cuatro mil seguidores. No estás muy puesta tú en redes sociales, ¿no?

Le pregunto por el nombre de usuario de su amigo. Me lo da y yo me meto en Instagram para buscarlo. Y tiene razón, en su perfil hay colgadas cientos de fotos exhibiéndose. Muy ligero de ropa, incluso en algunas está estratégicamente desnudo sin mostrar sus genitales, para que las fotos pasen la censura de Instagram y no la eliminen por violar las reglas que imponen. Me impresiona el nivel de impudor y exhibicionismo que suponen estas fotos. Algunas, por no decir muchísimas, tienen un tono sexual y morboso muy evidente. Buscado a propósito. ¿Cuál es la razón para exponerse de esa manera? Viendo estas fotos me reafirmo en mi teoría de que desde hace un tiempo, desde la implantación mundial de internet, no es que nos hayamos transformado en consumidores compulsivos de pornografía, es que además nos hemos convertido en productores involuntarios de material audiovisual pornográfico. Hay tantas aplicaciones que se acaban convirtiendo en verdaderos canales para exhibirnos de esta manera: Instagram, Snapchat, Periscope... El llamado sexting, el intercambio de fotografías de alto contenido sexual, nos ha convertido a todos en productores de porno. Porque esas fotos que en muchos casos estaban destinadas a un solo receptor, al que nosotros habíamos elegido, acaban desperdigadas y multiplicadas al infinito, por todo internet. Y en el caso de Iago, está claro que él no buscaba llegar solo a un único receptor o receptora, él aspira a tener cuantos más seguidores mejor. Es un mundo raro este del narcisismo sexual. Cuantos más fans, cuantos más seguidores, más se satisface el ego.

—¿Tú también tienes un perfil así? —le pregunto.

—Qué va. A mí no me gusta salir en bolas. Y por eso yo no tengo más de ciento y pico seguidores. La carne vende. Iago sabe cómo sacarle partido.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que gracias a eso tiene miles de fans.

—¿Y no le saca partido de otra manera?

—¿De otra manera? ¿Cómo?

—No sé, te lo estoy preguntando a ti, que es el que ha dicho lo de sacarle partido.

Porque viendo esas fotos casi pornográficas de Iago, me da por pensar que si es capaz de exhibirse así sin buscar otra cosa más que seguidores, tal vez sea capaz de buscarle otro tipo de beneficio.

—¿Comercia con ellas?

Roi se ríe en mi cara.

—¿Qué dices? Instagram no paga un duro por esto.

—No digo a través de Instagram, digo a través de otras aplicaciones... no sé... hay gente que está dispuesta a pagar dinero por fotos como esta o más subidas de tono.

—¡Qué va!

Nos quedamos un momento en silencio.

—Tenías razón —le digo.

—¿En qué?

—Que es Iago el que está detrás de todo mi acoso. Y el que estuvo detrás del de Viruca.

—Si tú lo dices.

—Empiezo a tener pruebas. Sé que le mandaba estas fotos. De manera privada.

Roi me mira sin mover ni un músculo de la cara. No sé si ya lo sabía o si lo está descubriendo ahora y no quiere que se le note.

—Tenía una aventura con ella.

—¿Iago? Las ganas suyas. ¿Qué iba a hacer un pibón como Viruca liada con un gilipollas?

—¿No era tu amigo?

—Era, tú lo has dicho.

—Ayúdame. Ayúdame a desenmascararlo.

Roi por primera vez me mira de manera distinta. Como calibrando si soy una persona en la que pueda confiar. O eso quiero imaginarme.

—¿Lo haces por Viruca o para que no le lleguen a nadie esas fotos comprometidas que dices que tiene tuyas? —me pregunta.

—Ahora mismo me da igual las fotos que tenga mías. Me da igual. —Trato de sonar sincera, porque realmente empiezo a creérmelo. Me sorprendo a mí misma, pero es la verdad, si quiero ganar esta partida, tengo que estar dispuesta a jugármelo todo, a ir a por todas, y si en el proceso esas fotos llegan a Germán, qué le vamos a hacer. Ya saldré como sea. Pero es la única manera. Ahora lo intuyo. No tenerle miedo—. Quiero averiguar qué pasó.

Roi duda. Aún no confía en mí.

—Iago ha entrado en mi casa y me ha amenazado. Me ha dicho que no siga investigando, que no siga indagando por mi propio bien. Y a mí nadie me va a decir lo que tengo o no que hacer. ¿No era eso lo que me dijiste, que no cediera a chantajes? Es lo que estoy haciendo. ¿Qué más te tengo que demostrar?

Roi coge su móvil.

—No sé si debería hacer esto. Pero voy a confiar en ti. Antes de que te lo envíe, te tengo que hacer una pregunta. ¿Tú te fías de mí? Porque si yo me fío de ti, tú te tienes que fiar de mí. —Pienso mi respuesta—. Contesta. Lo que te voy a mandar es heavy. Mucho. Sea lo que sea lo que te mande, ¿vas a confiar en mí? ¿Y me vas a escuchar? ¿Me vas a escuchar hasta el final?

—Sí —le digo temerosa.

—Dame la llave.

—¿La llave?

—La del despacho. Porque cuando recibas lo que te voy a mandar, es probable que quieras irte sin escuchar nada de lo que tengo que decirte y no lo voy a permitir.

—Me estás asustando.

Roi busca algo en su móvil. Y le da a enviar. Al momento suena un pitido en mi teléfono. Mensaje recibido. Y al segundo otro y otro. Hasta siete mensajes de WhatsApp.

Intrigada, abro la aplicación. Tardo varios segundos en asimilar lo que veo. Y me quedo completamente noqueada. Estupefacta.

Quito la vista de la pantalla del móvil y la dirijo a Roi.

—¿Qué? ¿Qué broma es esta?

Son mis fotos con Simón. Las que me enviaron para chantajearme. Para extorsionarme.

—¿Por qué las tienes tú? ¿Me las mandaste tú?

—Me dijiste que me ibas a escuchar.

Me quedo callada mirándole.

Roi empieza a hablar.