CAPÍTULO 39

 

 

Voy en dirección al cuartel de la Guardia Civil. Me da igual lo que diga Germán. Camino bajo la lluvia y llego hasta mi destino. Me quedo plantada en la puerta. No puedo entrar hasta que no ordene en mi cabeza todo lo que les voy a contar. Cuando por fin consigo serenarme, mis piernas no parecen responder. Estoy ahí, a unos metros del cuartel, y no sé por qué no me muevo. Venga, Raquel, entra. Ya es hora de que intervengan los que tienen que hacerlo. Pero nada, sigo sin tomar la decisión. ¿Por qué? Tal vez porque empiezo a intuir que me va a ser difícil explicar ciertas cosas: mi presencia en casa de Viruca, que tenga su móvil, que me hayan acosado en clase y no los haya denunciado, que dos alumnos le hayan comprado droga a mi marido, esos mismos que me acosaban, que otros tengan en su posesión fotos en las que yo follo con otro que no es Germán... Sí, empiezo a pensar que son demasiadas cosas... Y en el peor de los casos, si les da por no confiar en mí, pueden ir desmontándolas una por una. Hay dos delitos claros, que me hayan robado toda la información del ordenador, que hayan violado mi privacidad y que hayan entrado en mi casa para matar al perro. Lo malo es que el que entró en mi ordenador es Roi, y lo hizo para que me implicara, para que investigara la muerte de Viruca. Sé que no estuvo bien lo que hizo, y por supuesto que no estoy de acuerdo con sus métodos, pero tampoco quiero que pague por ello. Tenía una buena intención, equivocada, pero buena. Y el que entró o los que entraron en mi casa fueron otros. ¿Iago? No, al menos no solo él, porque ya estoy convencida de que él no hubiera matado al perro. No necesitaba hacerlo. Así que es probable que la Guardia Civil llegue también a esa conclusión, le descarte enseguida como sospechoso, y acabe vinculando los dos delitos y acuse a Roi de entrar en mi casa y matar al perro. Y eso no lo puedo permitir. Por el propio chaval y porque solo entorpecería y retrasaría la verdadera investigación. Y puede que entonces Germán tuviera razón, puede que entonces los verdaderos culpables tuvieran un tiempo precioso para hacer lo que les diera la gana. Huir, destruir pruebas, inventarse coartadas o incluso atacarme, o atacarnos.

Un guardia civil sale del cuartel y, al verme ahí plantada, se acerca hasta donde estoy.

—¿Está bien? ¿Necesita algo?

—No, no...

—¿Seguro? Está empapada... Dentro tenemos toallas y mantas...

Niego con un gesto. Me doy la vuelta y me alejo.

—Señorita...

Pero no le hago caso y apuro mis pasos. Camino entre callejuelas estrechas. Me he metido sin darme cuenta en la zona vieja del pueblo. Paso por el barrio judío, delante del bar en el que tomé los vermús con Mauro, y entonces tomo una decisión. Es el único lugar al que puedo ir ahora, su casa.

Me dirijo hacia allí. Y cuando llevo doscientos o trescientos metros recorridos, noto una presencia. ¿Me están siguiendo? Creo que hay un coche que me sigue desde hace rato. O también puede que me lo esté inventando. Pero tengo la extraña sensación de que ese coche oscuro estaba antes en la otra calle... ¿Estaban cerca de nuestra casa y nos han seguido hasta la clínica veterinaria? ¿Sabrán que llevo el móvil encima y ahora que voy sola van a aprovechar para asaltarme? Empiezo a caminar más deprisa. ¿Para qué coño cogí el móvil de Viruca? Si me lo quitan ya sí que no tendré nada que me dé una mínima ventaja sobre ellos. No lo puedo permitir. Me doy la vuelta, el coche sigue ahí. Avanza a la velocidad que yo avanzo. No me lo estoy inventando. Vienen a por mí. Tuerzo por el primer callejón que encuentro. Si voy hacia la plaza Mayor, no podrán seguirme, hay unas escalinatas, el coche no podrá pasar. Sí, hacia allí es donde tengo que ir. Veo las luces de los faros del coche, se ha metido por el callejón...

Echo a correr ya sin ningún tipo de disimulo. Corro a pesar de que ya no quedan fuerzas en mí. Pero por nada del mundo puedo permitir que me alcancen. Llego a la plaza, el suelo de granito pulido es una trampa mortal con la lluvia. Tengo que aminorar la marcha si no quiero caer. ¿En qué estaban pensando cuando decidieron que la piedra pulida era la mejor opción para un pueblo gallego? Miro hacia atrás. Parece que el coche ya no me sigue. ¿Habré conseguido darle esquinazo? Pero antes de acabar de formularme esa pregunta, veo los haces de luz de los faros. Echo a correr. A la mierda el suelo pulido, si me estampo mala suerte. Llego hasta las escalinatas y las subo de tres en tres. El coche llega hasta ellas y no le queda más remedio que frenar. Bien. A dos calles está la casa de Mauro. Tengo que llegar como sea. Tengo que lograrlo.

La lluvia vuelve a caer con fuerza. ¿Estoy oyendo pasos detrás de mí? Ni me atrevo a mirar hacia atrás, pero acabo haciéndolo. No veo a nadie. Pero por si acaso no aminoro la marcha. Llego por fin hasta la calle de Mauro. ¿Hay alguien al otro lado de la calle? ¿Vienen hacia mí? ¿Qué hago? ¿Me doy la vuelta? Pero pronto me doy cuenta de que las personas que vienen se tambalean un poco, son dos borrachos. Así que decido seguir caminando. Pasan a mi lado.

—Morena, tómate la última con nosotros.

No les contesto y sigo andando. Llego al portal del edificio de Mauro. Por fin. Llamo al telefonillo. No contesta. Oigo a los borrachos hablando con otra persona. ¿El que me seguía? Vuelvo a llamar, esta vez con mucha insistencia.

—¿Sí?

—¿Mauro? Soy Raquel... Perdona las horas... Pero...

Mauro abre la puerta. Yo subo las escaleras desgastadas de madera, voy dejando un rastro de agua y barro a mi paso. Mauro está en la puerta, vestido con un pijama. Al verme en el estado en el que estoy se alarma.

—¿Qué te ha pasado?

—No sé si me están siguiendo...

—¿Qué? ¿Quién?

—No lo sé... ¿Puedo pasar la noche en tu sofá? Es que no sé muy bien adónde ir...

Mauro me deja pasar a su casa. En la entrada me quito los botines.

—Te lo voy a poner todo perdido. ¿Me puedes dejar algo para cambiarme? Y así no entro con esta ropa.

—Da igual...

—No, no, por favor, dame algo...

Mauro asiente. Se mete por el largo pasillo, va encendiendo luces, como la otra vez, y vuelve al segundo con una camiseta y unos pantalones de chica. Me los pasa.

—¿Son de Viruca?

—Sí, claro.

Sé que no es el momento de ponerme exquisita, pero no puedo evitarlo.

—¿Te importa si me pongo otra cosa? Cualquier pantalón de deporte tuyo y una camiseta...

Me observa sin entender del todo mi petición.

—Es que... te va a parecer una tontería, pero me da un poco de mal rollo ponerme su ropa...

—¿Y eso?

Me da vergüenza confesarlo pero estar aquí, en su casa, y con la ropa de su esposa muerta ya me parece excesivo. Aun así decido tragarme mis reparos.

—Es igual, me la pongo.

—No, si vas a estar incómoda ya te traigo otra cosa. Pero pasa al salón, en serio, me da igual que dejes un rastro.

Yo se lo agradezco y entro.

—¿Quién te seguía?

—No lo sé... tampoco estoy segura de que lo hicieran... bueno, sí, no sé... Estoy hecha un lío. Ahora te cuento.

Mauro asiente. Se mete en la habitación para buscar algo de ropa que me pueda servir. Yo me quedo observando los libros, la decoración, las lámparas. Las lágrimas asoman a mis ojos. Cada vez que pienso en Nanuk no puedo evitar llorar. Así que cuando Mauro entra con un pantalón corto en la mano y una camiseta, me encuentra haciendo esfuerzos por contener el llanto. Esfuerzos que son en vano. Porque se da cuenta de todo.

—¿Qué te pasa?

—¿Dónde me puedo cambiar?

Mauro me señala el baño. Me encierro.

—¿Te importa si me doy una ducha rápida? —le pregunto a través de la puerta.

—Hay toallas en el armario.

Y ahora sí, bajo el chorro de la ducha me siento protegida, y al relajarme me desmorono. Lloro como una niña pequeña que se acabara de caer de la bici. Y creo que paso más de veinte minutos a lágrima viva. La piel de los dedos de las manos se me empieza a arrugar.

—¿Todo bien?

—Ya salgo.

Consigo serenarme. Estoy tan deshidratada después de tanta lágrima que no podría soltar ni una más. Salgo de la ducha y me seco. Me pongo la camiseta y los pantalones de Mauro. Huelen a él.

En el salón me espera con un par de vermús.

—Yo creo que lo necesitas.

Me acerco a la ventana, miro hacia la calle, pero no veo a nadie. Bebo de un trago la copa.

—¿Puedo tomar otro?

—Y toda la botella.

Vuelvo a observar el exterior. Si me habían seguido, ahora ya no están. Me siento en el sofá, en el que Mauro ya ha puesto unas sábanas y unas mantas. Aparece con la botella.

—¿Tienes ganas de contarlo? ¿O te dejo dormir?

No sé muy bien si quiero hablar o no. Sé que necesito beber. Y beber en silencio no me parece educado. Así que antes de que pueda pensármelo demasiado estoy contándole todo lo que ha ocurrido. Y cuando muestro mis dudas de que Iago haya asaltado mi casa, no lo tiene tan claro.

—Pero si no ha sido él, ¿quién ha sido? No entiendo nada.

Saco el móvil de Viruca. No sé si él está preparado para verlo, pero creo que ya no es momento de andarse con delicadezas.

—Este es el segundo móvil de Viruca.

Mauro da un respingo.

—¿Puedo?

—Espera.

Voy a tratar de que aún esté un rato sin ver las fotos, no quiero ni que se derrumbe, ni que le afecten demasiado.

—Mira este mensaje.

Leo el mensaje de uno de los números de teléfono, el que no corresponde ni al de Germán, ni al de Iago.

—«Ya no puedo más, necesito verte». Y en el que Viruca le contesta: «Paciencia, ya estoy muy cerca del final». ¿Quién es? ¿Y a qué se refiere tu mujer?

—No sé... tenemos que averiguar a quién pertenece este número de teléfono.

—¿Te suena este número?

Mauro le echa un vistazo y no, no tiene ni idea. Lo marca en el suyo por si acaso lo tuviera en la agenda. Pero nada.

—¿Llamamos? —me pregunta.

—Por ahora no.

Es mejor no hacerlo. Hasta el momento, eso no me ha dado muy buenos resultados. Nanuk ha muerto por culpa de haber usado esa estrategia. Prefiero no volver a intentarlo.

Pero pese a ello Mauro marca.

—¡No! —protesto.

Pero en vez de dar tonos de llamada, salta un mensaje automático: «El número marcado está apagado o fuera de cobertura». No sé si sentirme aliviada o no. Porque la posibilidad de que alguien contestara tampoco me hacía muy feliz.

—¿No deberíamos llevarlo a la Guardia Civil? —pregunta Mauro.

—No sé... A lo mejor Germán tiene razón en una cosa... Es probable que ni así hicieran mucho. Solo tenemos indicios, conjeturas. Hay que seguir un poco más, tratar de averiguar más cosas. Y luego iré, claro que iré.

—¿Y si es demasiado peligroso?

—Mira, a mi perro ya lo han matado, y mi matrimonio creo que se acaba de romper. Todo lo que me importaba se ha ido a la mierda. Ahora ya no tienen nada con lo que hacerme daño.

—Pueden hacértelo a ti.

Me siento osada y valiente. Hace una media hora corría acojonada bajo la lluvia porque creía que me estaban siguiendo. Pero ahora, después de la ducha, en casa de Mario y con tres copas de vermú soy otra. Una mujer decidida y sin miedo a nada ni a nadie.

—No voy a dejar que ocurra.

Mauro trata de hacerme cambiar de idea, pero yo ya he tomado una decisión y no estoy dispuesta a dejarme convencer.

¿Noto cierto orgullo en su mirada?

—Puedes contar conmigo.

—Gracias.

Le toco el brazo para tratar de mostrarle que mi agradecimiento es sincero. Pero no sé si el gesto le molesta o lo interpreta de manera equivocada, porque le noto incómodo.

—No lo hago solo por ti, sino para averiguar lo que le ocurrió a mi mujer.

—Ya, lo sé, lo sé. Pero a pesar de eso, te doy las gracias.

—¿Puedo ver el móvil?

—Mauro, es que... hay unas cuantas fotos... que...

—Déjamelo ver, por favor.

Dudo, pero se lo acabo pasando. Le va a doler, pero creo que tiene derecho a verlo. Y, efectivamente, cuando ve las fotos, noto su dolor. Me lo devuelve como si le quemara.

—Joder...

—¿A tu mujer le gustaba...?

—¿Que la ataran? Y hacerse fotos así... ¡No! Al menos no conmigo... Yo te juro que... te juro que no entiendo nada...

A Mauro le ha cambiado el humor. Se levanta y coge los vasos.

—¿Quieres más o dormimos?

Le digo que es mejor dormir. Yo estoy agotada, y él necesita digerir en soledad el contenido de las fotos. Me arrepiento de habérselas mostrado así, a palo seco. Tendría que haber sido más cuidadosa. Me imagino en su situación, si yo hubiera descubierto que mi marido... Bueno, en realidad, es lo que ha pasado. He descubierto que mi marido trafica. Así que para el caso...

Mauro me da las buenas noches y se mete en la habitación.

Ya sola en la sala, empiezo a flaquear. Me meto entre las sábanas. Apago la luz de la lámpara de la mesa y trato de dormir. Aunque ya sé que es imposible, por más que cierre los ojos, por más que trate de concentrarme, por más que me esté muriendo de cansancio, mi cabeza va a mil.

Dos horas más tarde sigo desvelada. Y muerta de miedo. La noche y sus horrores. Me siento vacía. Huérfana. Pobre Nanuk. Y pobre de mí. ¿Cómo voy a llegar al final de todo esto? ¿Cómo voy a sobrevivir sin Germán? ¿De verdad lo nuestro se ha terminado? No hemos roto, claro, pero ¿cómo seguir con alguien en el que ya no puedo confiar?

Le doy vueltas una y otra vez a todo lo ocurrido. Germán traficando con drogas con mis alumnos, Germán vendiéndole cocaína a Viruca. ¿Era solo su camello o está involucrado de alguna manera en su muerte y de ahí que no quiera ir a la Guardia Civil? Por momentos esa idea me parece completamente descabellada, pero también el hecho de que trafique. Y que no me haya querido contar nada no juega a su favor.

Trato de dormir. De olvidarme por unas horas de todo. Sin éxito. Cada vez siento más miedo. Estoy aterrada. Me levanto. Llamo a la puerta de la habitación de Mauro, con la esperanza de que esté despierto. Pero nadie contesta. Abro la puerta de su cuarto. Le veo en penumbras durmiendo. Y sin pensarlo demasiado, decido acostarme a su lado. Es un disparate, lo sé, pero necesito sentir el calor humano. De verdad que lo necesito.

Y por fin consigo dormir.